Del confesionario a los altares: el monje que alejado del foco hizo extraordinario lo ordinario
Fray Giuseppe Spoletini, ya venerable
Fray Spoletini pasaba el día en el confesionario, y pese a no ser buen predicador, atraía a numerosas personas
En Patris Cordes el Papa Francisco definía a San José como el “hombre de presencia diaria, discreta y oculta” que recuerda al mundo que “todos los que están aparentemente ocultos o en segunda línea tienen un protagonismo sin igual en la historia de la salvación”.
El padre franciscano Giuseppe Spoletini (1870-1951) encaja perfectamente en esta descripción del Papa y ya está más cerca de los altares. Esta semana la Santa Sede reconoció las virtudes heroicas de un humilde fraile que pasó la mayor parte de su vida sacerdotal en la iglesia romana de San Francisco a Ripa.
No fue un misionero que evangelizara en tierras lejanas y convirtiera a tribus enteras, tampoco fundador de ningún grupo o congregación ni siquiera destacaba por ser un gran predicador. Sin embargo, su carisma, conformado por su humildad y disponibilidad total, atrajo a numerosos fieles y provocó que todos vieran en él a un santo.
Su principal herramienta de trabajo era el confesionario, donde pasaba horas y horas escuchando a todo el que se le acercaba. Cuando no estaba confesando daba dirección espiritual a la multitud de sacerdotes que acudían a él. Esto no le impedía además estar pendiente de los pobres y de sus hermanos de comunidad. Incluso, durante la II Guerra Mundial no dudó en ayudar a todo aquel que huía de los nazis poniendo así en riesgo su seguridad.
Iglesia de San Francisco a Ripa en RomaLa iglesia de San Francisco a Ripa lleva este nombre pues en el convento anexo se alojaba San Francisco de Asís cuando estaba en Roma
Los propios franciscanos definen al padre Spoletini como “un buen hombre, un hombre corriente, un hombre excepcional en la normalidad de su existencia”. Supo hacer extraordinario todo lo ordinario.
Son numerosos los testimonios que los franciscanos han ido recogiendo durante estas décadas sobre cómo este pequeño fraile fue cambiando y transformando vidas sin hacer grandes alardes, simplemente confesando, escuchando y exhortando a los fieles que llegaban a él
El pasado 25 de marzo, fiesta de la Anunciación, se cumplían 70 años de la muerte de Giuseppe Spoletini, que hasta el mismo momento de partir al Padre siguió confesando y recibiendo fieles.
Para conmemorar esta fecha, el ministro provincial de los franciscanos, fray Massimo Fusarelli, celebró una Eucaristía de acción de gracias en la parroquia de San Francisco a Ripa, donde este ya venerable realizó buena parte de su obra y donde está enterrado. En su homilía, el superior rescató testimonios y puso en contexto la aportación que Spoletini hizo al pueblo de Roma.
“Podemos decir que no sólo le recordamos con veneración, sino que tenemos la posibilidad de descubrir el secreto de su vida, de su vocación franciscana, de su vida sacerdotal, de su santidad. ¿Cuál es este secreto? Seguramente la sencillez, la más total normalidad, la humildad de una persona que ‘tenía la convicción de no ser nada y por tanto lo poco que tenía procedía totalmente de Dios y toda su confianza estaba puesta en Dios”, afirmaba de él el ministro provincial.
Intentando mostrar esta vida sencilla despojada de todo lo que le separaba de Dios, el padre Fusarelli proseguía: “todo en él parecía luminoso, transparente, casi infantil. Sin embargo, podemos entender que este fue el resultado de un largo silencio, de una oración prolongada, intensa e incansable en la búsqueda del Rostro del Señor”.
El arzobispo Vincenzo Gremigni, que conoció a este fraile franciscano, dijo de él: “pequeño de estatura, delgado, casi desapareció con el hábito franciscano. Por lo general, mantenía los ojos bajos, pero si los levantara en tu frente, podrías ver el Paraíso. No era sabio según el mundo, pero sí según Cristo, como la sabiduría de los niños: y por esto era extraordinariamente buscado, apreciado, seguido y escuchado por las almas”.
Un apostolado en el confesionario
Y fue precisamente a través del sacramento de la Reconciliación y desde el confesionario desde donde Giuseppe Spoletini realizó esta gran obra que ahora la Santa Sede reconoce.
“¿Su actividad? ¡Prodigiosa!”, explicaba el ministro provincial franciscano en la homilía. “Se pasaba el día en el confesionario para recibir a numerosos fieles, hombres y mujeres, que eran sus penitentes. Pero también pasaba tardes enteras en la sacristía, siempre disponible para un número infinito de sacerdotes que se habían confiado espiritualmente a él”, añadía.
Pero además, recalcaba que “no es cierto, como algunos pueden pensar, que uno pudiera haberse sentido atraído por él en este particular ministerio (del confesionario), sólo desde su espíritu de entendimiento, desde su particular indulgencia, que a veces puede parecer excesiva, sino porque aunque de una forma tal vez rudimentaria, ciertamente muy simple, supo dar advertencias y consejos llenos de sabiduría, sobre todo llenos de consuelo y esperanza”.
Fray Fusarelli recalcaba del nuevo “venerable” que “no era un predicador experimentado ni un sacerdote conferenciante, pero había recibido el don de Dios de la escucha, la comprensión, el aliento y la misericordia. Y ejercitó todo este don en una dedicación continua, incansable y feliz en el ministerio de la escucha y el perdón”.
Y la pregunta que muchos se hacen: ¿qué tenía para atraer a tantos a su confesionario? Prosigue el superior provincial admitiendo que “por lo que sabemos por muchos testimonios, no dijo grandes cosas, sino que repitió generalmente las mismas frases, los mismos pensamientos, pero cada vez adaptados a cada uno y su situación particular. Por tanto, fue capaz de una escucha sincera que le hizo estar atento a la experiencia de cada persona. Además, nunca se exasperó, nunca se desanimó, mientras nos invitaba incansablemente a mirar hacia adelante, levantar la mirada y confiar en Dios. Y personas de todas las edades, condiciones y estados de vida se volvieron y encontraron alivio”.
Una vida entregada a Dios
El padre Giuseppe Spoletini nació el 16 de agosto de 1870 en Civitella en una familia campesina de profunda fe y caridad. Atraído por la espiritualidad franciscana, a los 16 años ingresó en la Orden de los Frailes Menores. Después del año de noviciado en Greccio, el 10 de junio de 1888 emitió la profesión temporal y el 13 de marzo de 1892, la profesión solemne. Fue ordenado sacerdote el 22 de septiembre de 1894 en Palestrina.
En sus primeros años se dedicó ya de manera incansable al ministerio de la Reconciliación en la iglesia romana de San Francisco a Ripa. En 1898 fue trasladado al convento de Fonte Colombo (Rieti), con el cargo de Vicario y Vicemaestre de Novicios. De 1905 a 1906 ocupó el cargo de Maestro de Novicios en Bellegra.
De 1906 a 1919 volvió nuevamente a San Francisco a Ripa como coadjutor del párroco de San Francesco a Ripa. De 1919 a 1925 fue maestro de Hermanos Laicos, confesor de Novicios y catequista de Postulantes en Fonte Colombo; de 1925 a 1940, sacristán y confesor en la iglesia de SS. Estigmas de San Francesco en Roma y, de 1940 a 1944, sacristán, confesor y vicario del convento de San Pietro in Montorio. En 1944 regresó a la iglesia de San Francisco a Ripa donde reanudó el servicio de sacristán y confesor. Murió en Roma el 25 de marzo de 1951, solemnidad de Pascua y día de la Anunciación de María.
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