viernes, 31 de mayo de 2013

Salmo 139, 1-9. 13-14 - TÚ ERES MI REFUGIO




Salmo 139, 1-9. 13-14 - TÚ ERES MI REFUGIO

Líbrame, Señor, del malvado,
guárdame del hombre violento,
que planean maldades en su corazón
y todo el día provocan contiendas;
afilan sus lenguas como serpientes,
con veneno de víboras en los labios.

Defiéndeme, Señor, de la mano perversa,
guárdame de los hombres violentos,
que preparan zancadillas a mis pasos.
Los soberbios me esconden trampas;
los perversos me tienden una red
y por el camino me colocan lazos.

Pero yo digo al Señor: «Tú eres mi Dios»;
Señor, atiende a mis gritos de socorro;
Señor Dios, mi fuerte salvador,
que cubres mi cabeza el día de la batalla.

Señor, no le concedas sus deseos al malvado,
no des éxito a sus proyectos.

Yo sé que el Señor hace justicia al afligido
y defiende el derecho del pobre.
Los justos alabarán tu nombre,
los honrados habitarán en tu presencia.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Como era en el principio, ahora y siempre, por los siglos de los siglos. Amén.

Angela Croce: “He vivido treinta años bajo el signo de la droga, sexo usa y tira y desviación… Jesús se ha abajado en mis infiernos y los ha transfigurado con su inmenso Amor”


Angela Croce: “He vivido treinta años bajo el signo de la droga, sexo usa y tira y desviación… Jesús se ha abajado en mis infiernos y los ha transfigurado con su inmenso Amor”
  
29 de mayo de 2013.- (Angela Croce / Zenit / Camino Católico) La vida de Angela Croce parecía perdida entre violencia, droga y desesperación. El encuentro con el amor del Señor ha generado una resurrección. En el curso de la Vigilia de Pentecostés (18 de mayo), antes del encuentro del Papa Francisco con los movimientos, las nuevas comunidades, las asociaciones y las agregaciones laicales, en peregrinación a la Tunba del Apóstol Pedro, hubo diversos testimonios. Traemos aquí el de Angela Croce de la comunidad Nuovi Orizzonti.

La historia de Angela está marcada por el uso de drogas, la violencia sufrida, la oscuridad del alma. Solo el encuentro con Cristo le ha hecho pasar de la muerte a la vida. Actualmente es una persona empeñada en ayudar a otros, testigo del milagro de la Resurrección. Su vida ha cambiado cuando conoció el amor fuerte y convencido de quien le invitó a vivir el Evangelio cada día:

He vivido treinta años bajo el signo de la droga, sexo usa y tira y desviación.

Nací sin ser deseada viviendo en un ambiente marcado por sucesos difíciles que desencadenaban riñas e incomprensiones. Lo que rompió definitivamente mis delicados sueños de joven fue una violencia sufrida a los 12 años. Empezó así mi imparable descenso a los infiernos empezando a drogarme para no sentir el dolor. Nadie se dio cuenta de nada.

Aparentemente todo andaba bien, pero poco a poco me apagaba perdiendo las ganas de vivir. Construí una fortaleza inexpugnable en torno a mi corazón. Crecían en mí dolor y rabia, mucha necesidad de amor transformada en soberbia y presunción.

Mi única compañera era la heroína. Luego la cocaína en una escalada de dinero y poder en el campo inmobiliario. Estaba dispuesta a todo por el dinero y la consideración. Pero ¿a qué precio?

Al precio de usar a las personas para luego tirarlas cuando ya no me servían.

No conocía límites, pero el vacío interior me estaba corroyendo. Me sentía cada vez más terriblemente sola. Por cinco veces intenté acabar con todo, pero no lo logré. ¿Por qué? me preguntaba. Porque no había descubierto todavía que Alguien había pensado en mí desde la eternidad y me había amado hasta el punto de darse a sí mismo por mí.

Conocí una realidad empeñada en la evangelización de calle. Me decidí a entrar encomunidad donde encontré a una verdadera familia que me ha acompañado paso a paso en un camino rehabilitador basado en el Evangelio.

Desde aquél momento, mi vida cambió: he conocido el infinito amor de Dios a través de los hermanos que acogieron conmigo mi grito de dolor y soledad.

Poco a poco todo se transformó en Resurrección, en experiencia de alegría y perdón, en capacidad de volver a donar gratuitamente mi existencia a quien está todavía aprisionado en la muerte del alma testimoniando que el Amor puede hacer milagros ¡porque Dios es Amor!

Jesús se ha abajado en mis infiernos y los ha transfigurado con su inmenso Amor.

¡Quiero gastar cada momento de mi vida en ser instrumento de la alegría de la Resurrección!

Angela Croce


Santo Evangelio 31 de Mayo de 2013





Autor: Edgar Pérez | Fuente: Catholic.net
¡Bendita tú, entre todas las mujeres!
Lucas 1, 39-56, Fiesta de la Visitación de María a Santa Isabel. La persona de María siempre tiene algo de atrayente, algo que resuena en nuestras almas.


Del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-56

En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor! Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia - como había anunciado a nuestros padres - en favor de Abraham y de su linaje por los siglos. María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa. 

Oración introductoria 

María, hoy concluye el mes dedicado a honrarte. Gracias por tu compañía. Gracias por tu amor, tu calor y tu cercanía de Madre. Pongo en tus manos este momento de oración, ayúdame a hablar con tu Hijo, a alabarlo y glorificarlo, como lo hacías Tú. 

Petición 

María, condúceme hacia la transformación completa en Jesucristo. 

Meditación del Papa 

El relato evangélico de la Visitación nos muestra cómo la Virgen, después de la anunciación del Ángel, no retuvo el don recibido, sino que partió inmediatamente para ayudar a su anciana prima Isabel (...) El Magníficat no es el cántico de aquellos a quienes les sonríe la suerte, de los que siempre van "viento en popa"; es más bien la gratitud de quien conoce los dramas de la vida, pero confía en la obra redentora de Dios. Es un canto que expresa la fe probada de generaciones de hombres y mujeres que han puesto en Dios su esperanza y se han comprometido en primera persona, como María, para ayudar a los hermanos necesitados. En el Magníficat escuchamos la voz de tantos santos y santas de la caridad (...) Quien permanece por largo tiempo cerca de las personas que sufren, conoce la angustia y las lágrimas, pero también el milagro del gozo, fruto del amor. Benedicto XVI, 11 de febrero de 2010. 

Reflexión 

La prontitud con que María fue a servir a su prima demuestra el verdadero fruto que comporta tener a Jesús en el corazón. 

Son varios los comentadores que señalan la primera concepción que se llevó a cabo de la Madre del Señor antes que la física; antes que el Verbo de Dios se hiciera Carne en el Seno de María, se hizo "amor" en su corazón y así ella lo aceptó primero en el alma para luego venir misteriosamente en su vientre a cobijarse. De este modo la imagen de la acogida de Jesús por parte de los cristianos está abierta a todos: hombres y mujeres, santos y pecadores, dignos e indignos. María se mostró inmediatamente dispuesta a los planes de Dios. 

Quien ha cobijado de veras a Jesús en el alma podrá dar los frutos que esta identificación comporta. El cristiano de verdad no podrá pasar desapercibido ante la mirada de los hombres, máxime si ellos viven en la justicia de Dios. 

Isabel era una mujer justa. Ya mayor parecía que la maldición de Dios era más que un hecho. Mujer maldita era la estéril entre los judíos. La fecunda demostraba la gracia con que Dios la había regalado en su fecundidad. Y de todos modos luchaba por demostrar su amor a Dios junto con su fiel esposo Zacarías, a pesar de que los hechos mostraran otra cosa. Los planes de Dios no son los planes de los hombres. 

Muchas veces, más de lo que creemos Dios escribe recto con reglones torcidos. Los justos que parecen despreciados por Dios son en realidad los más amados. Y tarde o temprano Dios los premia. Probados como están por el amor de verdad, son como irresistibles a un Dios que desfallece ante los humildes. Isabel tuvo un hijo. El que sería el más grande profeta, Juan el Bautista. 

María va donde su prima para acompañarla y servirla. Ella, la que quiso ser virgen por amor a Dios cuando eso significaba una locura cultural; Ella, que supo acoger al Verbo de Dios primero en su corazón y que lo tuvo realmente presente como un sagrario viviente; Ella que ante tanta prontitud con Dios no podía serlo menos con los hombres aunque eso significara sacrificio. Va a ver a una vieja pariente para servirla. ¿Si eso hizo la que sería la futura madre de Dios, no podríamos servir nosotros de la misma manera? 

La persona de María siempre tiene algo de atrayente, algo que resuena en nuestras almas por ser ella el modelo más perfecto de la Creación. Nos encontramos frente a una mujer como ninguna. ¿Por qué? Pues porque su ejemplo de humildad, caridad y prontitud para servir es un fuerte llamado a convertir nuestro corazón, a prepararlo para recibir a ese Niño tan esperado. Él sólo espera encontrarnos listos para darnos todo lo que Él puede dar: la vida eterna. 

Contemplemos la escena. María, una joven de unos 15 años, como muchas de su época. Una joven que lleva en su seno la Vida apenas concebida. Camina, peregrina en los montes para llegar a donde está su prima. No se enorgullece al ser nombrada como Madre de Dios. Al contrario, su humildad le hacen abandonar cualquier tipo de comodidad para ir a esos lugares donde se necesite un apoyo, alguien cercano que asista al prójimo sin esperar ninguna clase de recompensa. 

El arcángel le ha confesado que quien espera en el Señor nunca será despreciado. Ese fue el caso de Isabel. Y es también la situación de muchas personas que en necesidad o prosperidad, en la alegría o la tristeza saben dirigir su pensamiento a Dios para buscar sólo lo que a él le agrade. 

A quien prepare su corazón, como María o Isabel, Dios entre otros tantas gracias espirituales o incluso humanas, no deja de darle el don del Espíritu Santo. Gracias a él podemos estar siempre alegres aun en medio de la adversidad, ser generosos con los demás, caritativos con cualquier persona porque sólo quien tiene a Dios puede darlo a los demás. Cristo viene, ¿estamos listos para recibirlo? 

Propósito 

Llevar la Buena Nueva del Evangelio a un enfermo o a un necesitado. 

Diálogo con Cristo 

Jesús, quiero terminar esta oración consagrándome a María. Quiero imitarla en ese abandono total a la voluntad santísima de Dios, en su fe fuerte, en su esperanza inquebrantable y en su caridad ardiente. No permitas nunca que me separe de mi madre María, porque ella es quien educa mi corazón en la escucha y en la generosidad, para saber ser humilde y dócil a las luces del Espíritu Santo. 

31 de mayo LA VISITACIÓN DE NTRA. SRA. A SANTA ISABEL




31 de mayo

LA VISITACIÓN DE NTRA. SRA.

A SANTA ISABEL

"He aquí la esclava del Señor..." Imaginad a María. En el pequeño cuarto de su casa nazarena, donde aún queda el aire removido por las alas del ángel. Fuera, en la calle, seguirían los ruidos mínimos y familiares. El zurear de las palomas en el alero, el grito de los pájaros, el chorro de una fuente, el sol sobre la hierba —misterioso ruido de alegría vital que sólo escuchan los ángeles—... La estancia, ya vacía. Pero el corazón de la Doncella lleno de cosas que empiezan. Ella, en la penumbra, bajo la sombra del Espíritu Santo que la cubre como unas alas. Ella, aún con los ojos cerrados, apretados fuertemente para que no se le escape el misterio. Ella, aún con las manos sobre el regazo, junto a la artesa, la tinaja o la masa que enleudar.

 —Y mira —ha dicho el ángel—, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en edad avanzada, y éste es ya el sexto mes para ella, que es considerada como estéril. Porque para Dios no hay imposibles.

 ¡Qué lluvia de prodigios, Señor!, suspirará María desde dentro. Isabel, anciana, esperando un hijo. Cuando María abra los ojos y vuelva así la luz a la sala, y entre el sol por la ventana hasta su cuerpo reclinado; cuando María vuelva de su lejanía, allá donde ha dicho “sí” sencillamente, la vida estará esperando para reanudarse. María tendrá un primer suspiro, una primera ternura para Aquello que está en Ella. ¿Imagináis este despertar especial de esa ternura, cómo llenaría el corazón de la Doncella? Luego, al volver a la casa, al trabajo, a la pieza de hilo o al abrevar de los corderos, María pensaría en Isabel.

 Por aquellos días —dice el santo cronista Lucas— partió María y se dirigió aceleradamente a la montaña, a una ciudad de Judá..."

 Por aquellos días... ¡Lástima de parquedad del evangelista! ¡Lástima de no poder asomarnos a lo que pasaba en el corazón de la Señora "por aquellos días"! ¡Lástima de quedarnos a obscuras sin la luz de aquel tiempo! Por aquellos días la Doncella sentiría un renovarse del espíritu y de la sangre. Lo hemos visto en nuestro hogar de seglares, de padres de familia. Pasada la alegría algo inconsciente de las primeras fechas del matrimonio, llega un día lleno de temblores y de júbilos. Es, ya, la certeza de ese hijo del amor que viene a santificar el amor. Y empieza para nosotros, hombres vulgares, una etapa nueva, incomprensible hasta entonces: sabernos padres, saber en camino al fruto de la ternura santificada, nos va a dar una nueva dimensión, la de la gravedad, la de la hondura, la de una madurez que sólo nos trae la plenitud de la vida. Pues si esto es en nosotros, hombres de hoy, hombres del mundo, ¿qué ocurriría en el corazón de la Señora, de aquella que fue elegida para ser corredentora, de aquella en cuya casa se hospedaría el Señor? Esta nueva gracia sobre María, ¡qué hermosa luz daría a su rostro! Sus ojos serían más suaves y como más ausentes, su paso más ingrávido, sus manos más palomas, su amor tan ancho y tan alto, que las dimensiones del universo no podrían contenerlo. No es ya la madurez comenzada de la eternidad. Es que ese hijo es Dios mismo, es el Mesías prometido. Casi pienso que el corazón le dolería a la Doncella, incapaz de contener tanto amor. Y ya entonces tendría que empezar a amarnos a nosotros, incluso a los hombres que aún no existíamos, porque Ella no podría guardar dentro toda aquella necesidad de darse.

 Sí. Por aquellos días. María tendría pronto preparada su ropa, el hatillo y el velo que cubriría su rostro del sol de la montaña. Quizá marcharía con un grupo de peregrinos, de los que iban para la Pascua en Jerusalén. Una tierna teoría antigua nos quiere pintar a María marchando por los caminos de Judea con una escolta de ángeles. Como si los ángeles fuesen cuidando de su paso, quitándole las piedrecillas hirientes, los guijos puntiagudos, el calor y la sed, los cardos y la arena ardiente. Es una tierna teoría antigua. ¿Para qué iba a necesitar María del oficio de los ángeles, si Ella llevaba en su corazón, dentro de sí misma, a Aquel que era ya la alegría del mundo a través de la alegría de la Señora? ¿Para que más compañía y más amparo que los del mismo Dios? ¿Y acaso María iba a renunciar a la sed y al calor, a la fatiga y a las piedras? ¿Acaso podemos comprenderla a Ella hurtándose de los dolores de este mundo, Ella que va a ser la Señora del Dolor más intenso? Imaginemos mejor a María caminando hacia la casa de Isabel, a ratos en soledad —aparente— del camino, a ratos marchando con Samuel, el carpintero, o Jacob, el herrero, o Felipe, el labrador de Nazaret.

 "También Isabel", ha dicho el ángel. ¿También? La Doncella pensaría, sin duda, todas aquellas palabras, y no dejaría de ver que el "también" suponía alguna relación entre lo ocurrido en Isabel y lo ocurrido en Ella misma. Y tal vez por eso María va "aceleradamente". ¡Qué pocas veces se rompe la sobriedad narrativa de los evangelistas para darnos esta matización de la circunstancia! Aceleradamente, con prisa, María hace el camino hasta la casa de su prima. Por un lado, para expresar a Isabel su alegría de pariente. Pero, sobre todo, para dar cauce a esta alegría inmensa que la llena. ¿Cómo era posible tener esto guardado en el corazón sin compartirlo con nadie? Esto es amor: compartir, dar sobre todo, sin pedir nada o muy poco a cambio. Ama más quien más da. Son así las matemáticas de Dios, que hacen más rico a aquel que se empobrece dando que al que se ha enriquecido recibiendo. Habría, sin duda, cierto temor de María a comunicar, sin más ni más, la razón de su júbilo a Isabel. Pero algo le haría esperar —aquel "también"— que la comunicación sería fácil. Isabel, en mes sexto de su buena esperanza, quizá supiese comprender sólo con ver el brillo sobrenatural de los ojos de María. En tanto, María sigue su camino, dejando atrás la llanura de Esdrelón, amasando en su espíritu todas aquellas cosas extraordinarias. Cuatro o cinco días de viaje. Dormir, quizá, mirando a las estrellas, sobre la paja de una era, al lado de un camino, resguardada de la brisa fresca por unas rocas, escuchando el gran silencio de la noche que Ella llenaría con el eco misterioso de sus dos corazones, el propio y el de su Hijo, que María ya estaría escuchando en sus ansias. Días y noches para acunar su alegría, para asomarse a sí misma como a un pozo que escondiera toda la frescura del mundo. Un pozo donde el mundo podrá calmar pronto toda su sed.

 Y, al fin, en casa de Isabel. Quizá alguna vecina la viese llegar por la ladera. "¿No es aquélla María, tu pariente?" Quizá Isabel sentiría una súbita necesidad de salir bajo el emparrado y colocar su mano como visera sobre sus ojos y sonreír luego con el júbilo del reconocimiento.

 María "entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel", sigue San Lucas. Sería un saludo respetuoso, por los años de Isabel y por el afecto, el viejo saludo tradicional de Palestina: "La paz sea contigo, Isabel". Pero ya, aquí, en este momento, el prodigio. Isabel siente algo. Algo que no le dicen la sangre ni la carne, sino Aquel que está en los cielos y para el cual nada es imposible. Por primera vez el Mesías va a ser reconocido. Isabel siente que aquel hijo que va en el sexto mes y que, según la profecía del ángel a Zacarías, está lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, salta en su vientre, como un niño que brinca de alegría. Y "ella misma —dice San Lucas— se sintió llena del Espíritu Santo". Isabel ve a María, se mira en sus ojos anchos y prodigiosos, entra por ellos hasta el misterio que trae escondido la Doncella. Y exclama en alta voz

 "¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿De dónde se me concede que la Madre de mi Señor venga a mí? He aquí que tan pronto como tu voz ha resonado en mis oídos, ha saltado el niño en mi seno. Bienaventurada tú, que has creído que se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor!"

 Hay un desatarse del júbilo de Isabel. ¿Qué ha visto la anciana en aquella muchacha para bendecirla "entre todas las mujeres"? ¿Qué luz llevan los ojos de María? ¿Qué misterioso mensaje ha recibido Isabel, en inspiración súbita del Espíritu Santo? Esta es, sin duda, la fuente de su conocimiento. Sólo así pudo Isabel saber que su prima María esperaba un Hijo, y que ese Hijo no era un niño como los demás. Hay, en este acontecer de las cosas, una fulgurante dilación poética, que va encajándolas en una sorprendente armonía. Dios no sólo escribe la historia, no sólo la inventa, sino que, además —y es lógico que así sea—, lo hace con una delicadísima belleza, mezclando las encantadoras cosas cotidianas con las cosas celestes. Y, así, las personas que van cruzando por esa realista pantalla cinematográfica que es el Evangelio son seres suspendidos entre el cielo y la tierra, con sus ventanas abiertas siempre al prodigio.

 ¿Veis cómo Isabel rinde homenaje a María, su jovencísima prima? Los saltos de Juan el Bautista en el seno de su madre son el primer signo de una expectación humana ante el Mesías que ya viene, que necesitará que sus caminos sean allanados para que la Verdad camine fácilmente y encuentre eco en los corazones endurecidos de los hombres.

 Pero ved cómo Dios mismo quiere, además, evitar a la Señora la explicación de algo inexplicable. ¿Qué palabras podría usar María para decirle a Isabel que el Mesías estaba ya en su seno? ¿Podía tal prodigio ser explicado con las pequeñas palabras humanas, las que nos sirven para pesar, contar y medir, para dar razón apenas de los actos humanos? Dios se adelanta al rubor de María y hace conocer a Isabel, portentosamente, lo ocurrido. Como un ángel llegará a José más tarde para detenerle en su angustiado proyecto de abandonar a la Doncella, para decirle: "No tengas recelo en recibir a María, tu esposa, en tu casa, porque lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo". Dios mismo va delante de María, abriendo también ante ella los caminos.

 Y viene ahora el más largo párrafo que conocemos de María. Nunca más recogerá el Evangelio tantas palabras suyas, Casi siempre, María va junto a Jesús como una sombra silenciosa. Imaginamos que hablaría poco, porque Ella y Jesús se entenderían fácilmente sin necesidad de largos parlamentos. ¿Recordáis la súplica tan breve, tan concisa, en las bodas de Caná? Ella siempre irá así, como un árbol deseando extender el cobijo de sus brazos para dar a Jesús un poquito de sombra fresca, como una ánfora en un rincón, como una sonrisa de infinito amor a la que, más de una vez, habrá de volverse Jesús.

 Pero ahora, no. Ahora el santo cronista va a recogernos para siempre una de las páginas mas hermosas del Evangelio. El cántico del Magnificat:

 "—Mi alma glorifica al Señor —dice María—, y mi espíritu está transportado de gozo en Dios, mi Salvador.

 —Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso, desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

 —Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso y cuyo nombre es Santo.

 —Su misericordia perdura de generación en generación para los que le temen.

 —Muestra su brazo potente, desbarata a los soberbios en los deseos de su corazón.

 —A los poderosos los derriba del trono, a los humildes los ensalza, a los hambrientos los sacia de bienes, a los ricos los despide sin nada.

 —Ha tomado bajo su amparo a Israel, su siervo, acordándose en su misericordia, según lo prometió a nuestros padres, Abraham y su progenie, por siempre jamás.

 Es una hora nueva en el reloj que mide la existencia humana de la Señora. Una existencia que va a estar apretada de tantas y tantas horas densas. Porque María ha conocido la hora de la aceptación en la visita del ángel a su humilde casa nazarena; y aceptación será ya toda su existencia, dedicada tan sólo a Jesús: a atenderle de niño, a verle crecer, a verle sonreír y abstraerse, a verle prosperar en sabiduría y gracia, a seguirle luego humildemente por los caminos de toda Palestina... María conocerá la hora de la soledad cuando el Hijo alguna vez esté distante, en país tan hostil que recibe mal a sus propios profetas; y la soledad, sobre todo; cuando Jesús ascienda a los cielos finalmente y Ella aún pase años de existencia humana suspirando por volver junto a su Hijo, esperando con ansias la hora de la Dormición. María conocerá la hora tremenda del dolor cuando todos menos Ella abandonen a Cristo, cuando todos le nieguen, cuando el mundo se vuelva enloquecido, furioso, bárbaro, criminal, contra Aquel que no venía sino a dar liberación eterna a los hombres pecadores; la terrible hora en que María llorará con el Hijo, en el huerto, y estará a su lado, junto a los salivazos y las blasfemias, junto a la negación y el máximo horror de este mundo. María conocerá la hora de la felicidad cuando, ante sus lágrimas sonrientes, respetando milagrosamente su virginidad, tenga ante sí el cuerpecillo desvalido del Niño, aquella noche honda y misteriosa de Belén, aquella noche en que también habrá dolor —dolor por la ignorancia del mundo—, pero sobre todo la alegría de que el Mesías esté entre nosotros, y de que ese Mesías haya dado a la Doncella el honor de alimentarse en su seno.

 Pero ahora es un momento distinto. Hora para el júbilo, para la alegría que desata la lengua y parece rodear a la Señora de una luz que no es de este mundo. Ahora necesita decir con palabras, con las más hermosas palabras, que Ella acepta, junto al dolor, junto a la soledad, junto a tantas cosas, también la gloria de esta Maternidad.

 Y véase que lo primero que hace María es dar gracias —"Mi alma glorifica al Señor..."— en un perfecto modo de decir "gracias", que es reconociendo, al mismo tiempo, la grandeza del Señor y dándole alabanza. "Mi espíritu está transportado de gozo". ¿Veis cómo era imposible que el corazón de María guardase tanta alegría para sí? ¿Veis cómo era necesario dejar al viento aquel júbilo, para que el viento lo llevase sobre los caminos secos del mundo? ¿Es tan imposible pensar que, en aquel momento, todos los hombres que existían sobre la tierra debieron sentir un escalofrío de alegría incomprensible?

 Pero apenas ha dado gracias, al tiempo que da la razón de su cántico. María dice algo maravilloso: "porque ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava". ¡Señor, Señor! ¡Si esta criatura puede llamarse a sí misma "esclava", si puede hablar de su "bajeza", qué locos, qué ciegos, qué sordos somos los hombres cuando la vanidad se nos sube a la cabeza como un vino fácil, cuando creemos ser lo que no somos, cuando no sentimos a cada instante humillado el espíritu por el conocimiento de nuestra limitación humana!

 Apunta Williams con acierto que muchas personas conciben la humildad como una especie de modestia, que se traduce, en último término, en un estado de encogimiento ante los hombres. Y otros toman como humildad un como estar avergonzados ante Dios. Pero la esencia de la humildad no es eso: es doblegarse en las cosas de la vida a lo que se reconoce como voluntad del Altísimo. Por eso, dice Williams, la mirada de los humildes está dirigida siempre en primer término a Dios.

 María no es humilde porque se considere más baja que los restantes hombres. Sino porque, como ser humano, se reconoce tan pequeña al lado del Creador. Y al aceptar su gloria, al aceptar esta hora del júbilo, no pierde su perspectiva humana. Se sigue sabiendo mujer, sigue diciendo que todo el mérito de su actual grandeza está en la voluntad del Señor. Esta es la perfecta humildad.

 Ni se confunda humildad con ignorancia. Que María sabe exactamente lo que le ocurre está bien claro. "Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso", dice. Y aún añade: "Desde ahora me llamarán bienaventurada..." María sabe, pues, que ese Hijo que lleva en sí es el Mesías. El Evangelio no nos cuenta "todo" de la vida de María. Deja largos espacios de tiempo y muchos sucesos posibles sin narrar. Y es natural que María, que tenía a Dios en sí misma, tuviese una fácil comunicación con el Padre, obrase siempre inspirada por Él. Lo mismo que por Él fue preservada de pecado original, preparada así para su Maternidad desde el principio de los tiempos.

 Tras expresar, tan humildemente, su alegría y su aceptación, junto al conocimiento perfecto del prodigio que en Ella se ha obrado, las palabras siguientes de María son para la confianza. Reconoce que la misericordia de Dios "perdura de generación en generación para los que le temen". ¿Verdad que María parece hablar, a veces, en nombre de todos nosotros, sus hijos, especialmente de los justos? ¿Acaso no es lo mismo que dice el salmista y que dirán los santos, al expresar su confianza en que su amor a Dios, la verdad de sus vidas, les llevarán a las puertas de la misericordia divina? La virtud, ciertamente, tendrá siempre el premio de Dios.

 Y en María esta esperanza está madurada. No sólo por la pureza de su propia vida, sin posibilidad de pecado. Por el conocimiento de su virtud. Sino también porque esa madurez espiritual, que está en María desde su origen, viene reforzada por la voluntad divina: "Ha puesto sus ojos en mí", dice la Doncella. ¿Veis los ojos del Padre, tan capaces —seguro— de sonreír, complaciéndose en la belleza, en la gracia, en la santidad de aquella muchachita judía? ¡Con qué amor habría preparado Dios el nacimiento de esta criatura! ¡Con qué infinita delicadeza pensaría su alma y su cuerpo! Pensad en los orfebres españoles, en Arfe y en tantos otros, tallando durante años aquellas portentosas custodias. Fundiendo la plata y el oro, y encargando las más hermosas perlas y los diamantes más limpios. Y soñando con formas esbeltas, con gracia de campanillas, con brillos cegadores para hacer las custodias. Pues Ella, María, primera custodia, la más grande Custodia de nuestro Dios.

 Cuando se escribe de María, de la vida de María, de los dolores o los gozos de María, los hombres nos sabemos pobres e incapaces. Todo en Ella es distinto. Ella es única. Sólo Ella puede decir sus palabras, y, cuando los labios humanos las repiten —como en esa piadosa costumbre de recitar el Magnificat tras la comunión de los fieles—, los labios humanos se sonrojan. Sólo Ella, la más perfecta criatura que haya existido, puede hacer ese tremendo balance de la misericordia de Dios que nos presenta el final del cántico. Sólo Ella, la que no podía temer por su salvación. Sólo Ella podría decir cómo Dios muestra la fortaleza de su brazo, la potencia de sus músculos, el ancho abarcar de su mano ante los hombres.

 Sólo Ella podía decir cómo Dios derrumba los castillos de los soberbios y arroja a tierra sus sueños de ambición y de mandato. Sólo Ella podría decir que Dios derriba del trono a los poderosos, sin que ninguna gloria humana prospere, porque todo en este mundo es fugaz y las criaturas humanas nacen muertas, nacen con el sello de la muerte, sin que su vida sea otra cosa que un acercarse, cada vez más, hacia el fin inevitable de la humana existencia. Y, por contra, cómo Dios busca a los humildes en sus rincones de silencio y los ensalza, como en aquella parábola de Cristo, cuando los que se colocan en los últimos puestos son llamados a sentarse en la cabecera de la mesa de bodas. Hay un admirable reconocimiento de la justicia humana en los versos del Magnificat: a los ricos, a los que viven como ricos, a los que no se empobrecen en el amor de Cristo, Dios los despide sin nada, sin decirles una palabra tan sólo. Y a los pobres, a los que viven como pobres y acomodan su existencia a las normas de la evangélica pobreza, Dios los sacia de bienes.

 ¿Verdad que sólo Ella podía decir tales cosas? Porque sólo Ella estaba libre de pecado.

 Pero aún dice algo María. Nadie como Ella podría hablar, como Ella lo hace, en nombre de Israel, del pueblo elegido, de la futura cristiandad. Dios, viene a decir María, ha sabido cumplir su promesa. He aquí que por mi camino nos manda al Señor, al Mesías, al esperado, al que soñaron ver los profetas, mientras se morían de ansias y de años en la espera inútil. Este es el día, como recordará Cristo, que los profetas hubiesen querido ver. ¡Qué bien sonarían estas palabras en los oídos del Padre! Mejor que los elogios de todos los ángeles y bienaventurados.

 Cuando sonasen las últimas palabras del Magnificat —yo imagino a María, de pie, inclinada, cogida la mano de Isabel y los ojos cerrados—, cuando siguiese un tenso y expectante silencio donde los suspiros fuesen como vientos..., Dios pondría música a la letra de María, a aquella letra que evidencia tan hondo conocimiento de los Santos Libros, tanta familiaridad con la Escritura. María, hoy, junto al Padre, seguirá diciendo su Magnificat. Y en ese cántico, y en los labios que lo modulan, nosotros, los hombres, tenemos hoy la esperanza. En María, mediadora del género humano.

 JOSÉ MARÍA PÉREZ LOZANO

Flor del 31 de mayo: María Reina del Cielo




Flor del 31 de mayo: María Reina del Cielo  

Fiesta de la Visitación de la Virgen 

Meditación: “Apareció en el cielo una gran señal: una Mujer vestida de Sol, con la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza” (Apocalipsis 12,1). Ha sido coronada Reina del Cielo la Madre del Señor de cielos y tierras. Esposa de Dios y Madre del Redentor, quien aquí en la tierra Le demostró obediencia y siempre Su consejo contempló, ¿cómo no podremos nosotros no ser sus esclavos y servirle junto a ángeles y santos?. “En la Iglesia todos están llamados a la santidad, pues ésta es la Voluntad de Dios: vuestra santificación (conforme Primera Tesalonienses 4,3 y Efesios 1,4). María se entregó a ésta Voluntad Divina y será verdaderamente Madre y Reina nuestra si buscamos responder a su llamado de santidad. No la hagamos llorar más por los pecados que en el mundo hay, sino que entreguemos nuestra voluntad para sólo por Ella trabajar.  Oración: ¡Oh María, Reina del Cielo y de nuestro corazón!. Haznos esclavos de tu amor para hacer la Santa Voluntad y llegar a la Patria Celestial. Que tengamos la humildad de la violeta, y estemos vestidos como ella, de penitencia. Amén.  

Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria).

Florecilla para este día: Recitar el Regina Coeli (Reina del Cielo): 

Reina del cielo, alégrate, aleluya,
porque El que mereciste engendrar, aleluya,
resucitó como lo había dicho, aleluya.
Ruega por nosotros a Dios, aleluya.
Regocíjate y alégrate, Virgen María, aleluya,
porque verdaderamente resucitó el Señor, aleluya. 

jueves, 30 de mayo de 2013

Con María, en la fiesta del Corpus


Con María, en la fiesta del Corpus

Hoy necesito decirte, Señora mía, que ya no hay más vino en la fiesta de mi vida...
Autor: María Susana Ratero | Fuente: Catholic.net


Mañana celebraremos la fiesta del Corpus. La fiesta de Jesús Pan de Vida, de Jesús Vino de Redención, de Jesús Comunión, de Jesús repartido en miles de bocas, de Jesús habitando en infinitos corazones. Hoy es fiesta de pan, de mesa sencilla, de manos extendidas.

¿Cómo honrarte, Señor, en esta fiesta? Y se me vienen al alma las palabras de tu madre... caen, como en tropel, apuradas... las palabras de tu madre: "HAGAN TODO LO QUE EL LES DIGA".

Hoy necesito decirte, Señora mía, que ya no hay más vino en la fiesta de mi vida... y tú, me miras a los ojos, caminas lentamente hacia Jesús y le presentas mi problema. Él susurra algo a tu oído... te vuelves hacia mí y me dices "HAZ LO QUE ÉL TE DIGA"... repites la frase, una vez, cien, mil, las que sean necesarias, hasta que yo comprenda.

Pero no me es fácil.

Hoy, si Dios quiere, caminaré en la Procesión siguiendo al Santísimo... hoy... pero ¿Y mañana?... Cuándo ya no se escuchen los cantos ni haya pétalos de flores ni olor a incienso... mañana, ¿Seguiré también a Cristo a cada instante? ¿Seguiré haciendo "Lo que Él me diga"? ¿Cómo se hace María querida?...

- ¡Mi hija amada, es tan simple!!!, -y tu voz de mil campanas resuena en mi alma y se transforma en camino-... hija, es simple, lo cual no significa que sea fácil. Sólo que debes estar muy atenta. En cada circunstancia, en cada momento, en cada enojo, en cada arranque de ira, busca el Santísimo y continúa en la procesión.

-Señora, ¿Cómo podré? Soy tan torpe y pecadora, tan impulsiva y atropellada...

- Pues te equivocas mucho allí, tú no ERES como dices, sino que OPTAS POR SERLO en cada circunstancia. Recuerda, hija mía del alma, que en toda situación tienes siempre dos alternativas, una de las cuales es Cristo, tu alma sabe de lo que hablo ¿Verdad?.

- Claro, Señora, claro- y me da mucha vergüenza porque tú conoces que en demasiadas oportunidades no tomé la decisión correcta.

- Bien, entonces, hija, intenta que la Procesión del Corpus no termine en tu vida cuando el sacerdote deje la Sagrada Forma en el altar, haz que toda tu existencia sea una larga procesión, siempre detrás de Él, siempre.

- Señora, tu misma vida así lo fue, recuerdo las Escrituras. Tú siempre tras Jesús, de lejos, sin hacer ostentación de tus privilegios de madre, de lejos, pero con Él. Tu hijo sabía que estabas cerca y al final, cuando ya nadie quedaba en la última procesión, cuando el cuerpo amado quedó expuesto en medio del dolor de la Cruz, allí estabas, de pie, sencillamente, con la espada anunciada desgarrándote el alma... la última procesión, la que acompañaste hasta el final. Mucha gente fue con Él, mujeres piadosas, el Cireneo, los discípulos, mas tú, Madre amadísima, llegaste hasta el final. Tu mirada le consolaba en tan gigantesca soledad... y tanto te amó, que te dedicó las últimas palabras... en medio de su dolor..."Madre..." y te nombró. Tu respuesta fue una mirada de amor profundo. Tu respuesta fue la obediencia, yéndote a vivir a la casa de tu hijo Juan, nacido en el dolor de un adiós. Toda tu vida, Señora mía, fue una larga procesión tras el Hijo amado.

- Querida mía, mi alma está feliz porque has comprendido, eso ya es mucho, sé que no será fácil para ti lo que te pido, pero es el único camino.

- Señora, ¿me acompañarás?

- Siempre, hija mía, siempre... estaré contigo cada vez que me necesites. ¿Entiendes? No es lo mismo que cada vez que me llames, sino cada vez que me necesites. Aunque no me llames, como tu madre que soy estaré para mostrarte el camino de la paz... y estaré para vendar tus heridas cuando el dolor te llegue. Estaré como estoy con cada hijo mío, de quien conozco su nombre, su alma, sus problemas, sus angustias y alegrías, sus soledades, sus vacíos. Estoy para decirles que hay un Dios que los ama, que los ama tanto, tanto, que quiso quedarse con ustedes en la Eucaristía. Estoy al lado de cada sacerdote al celebrar la misa, como madre atenta. Estoy porque los amo mucho y porque allí está mi Hijo. Estoy con el sacerdote en la misa y, también, en las soledades de su alma, cuando los feligreses se van, cuando se apagan las velas, cuando el silencio lo invade todo, cuando los sueños se rompen, cuando la soledad irrumpe sin permiso, estoy, siempre, estoy allí. Con las religiosas, en su oración silenciosa que se transforma, al llegar al cielo, en canto agradable a Dios. Estoy con los laicos, desde el primero hasta el último, no hay escalas para mí. Hija mía, te deseo a ti y a todos los que leen estas líneas un feliz día del Corpus, nos vemos en la Procesión, en las dos, en la de hoy y en la otra... la Procesión de la vida...

Flor del 30 de mayo: María Reina de la Paz





Flor del 30 de mayo: María Reina de la Paz 

Meditación: “Reina de la Paz,…da al mundo la Paz en verdad, en la Justicia y en la Caridad de Cristo” (Pío XII, 1942, Consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María). “Ella dio a Luz al Príncipe de la Paz” (Isaías 9,5). La Paz, bendición del Salvador, no es la del mundo, pues el seguirle es persecución (conforme a Mateo 10,34-39). Es la Paz del corazón que quita la angustia y el temor, es fruto del Espíritu de Dios que habita en nuestro corazón y nos anticipa la alegría de la esperanza de quien a Dios da su alma (conforme a Juan 14,26-28). En Fátima, María nos prometió que “al final mi Corazón Inmaculado triunfará y vendrá un tiempo de Paz”. Todo está cercano, pero Dios está esperando al hombre, para que vuelva a Su lado, para que haga la paz con El. Sometiéndose a Su Santa Voluntad, haciendo penitencia por los pecados de ésta pobre tierra que está desierta, y oración para reparar y volver todos al Padre Celestial. Confesemos nuestros pecados para tener un corazón sano y ofrezcamos la Santa Comunión por la conversión.  Oración: ¡Oh María, Reina de la Paz!. Enséñanos a orar y reparar a través de tu Inmaculado Corazón, para así alcanzar la Redención, trayendo a la tierra el Reino de Dios. Amén.  

Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria). 

Florecilla para este día: Ayuno en reparación de los pecados y las ofensas al Santísimo Sacramento del Altar. 

Santo Evangelio 30 de Mayo de 2013





Día litúrgico: Jueves VIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 10,46-52): En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». 

Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.



Comentario: P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona, España)
¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!



Hoy, Cristo nos sale al encuentro. Todos somos Bartimeo: ese invidente a cuya vera pasó Jesús y saltó gritando hasta que éste le hiciese caso. Quizás tengamos un nombre un poco más agraciado... pero nuestra humana flaqueza (moral) es semejante a la ceguera que sufría nuestro protagonista. Tampoco nosotros logramos ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los tratamos como los tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias sociales, en las estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos para un compromiso social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar que en recibir», que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Vemos borroso lo que es nítido: que los espejismos del mundo conducen a la frustración, y que las paradojas del Evangelio, tras la dificultad, producen fruto, realización y vida. Somos verdaderamente débiles visuales, no por eufemismo sino en realidad: nuestra voluntad debilitada por el pecado ofusca la verdad en nuestra inteligencia y escogemos lo que no nos conviene. 

Solución: gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,48). Y gritar más cuanto más te increpen, te desanimen o te desanimes: «Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más…» (Mc 10,48). Gritar que es también pedir: «Maestro, que vea» (cf. Mc 10,51). Solución: dar, como él, un brinco en la fe, creer más allá de nuestras certezas, fiarse de quien nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se quedó con nosotros, en la Eucaristía.

El Papa Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación —tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras que «el que ora cambia la historia».

San Fernando III de Castilla y Leon.- 30 de Mayo



30 de mayo
SAN FERNANDO III DE CASTILLA Y LEÓN

(† 1252)


San Fernando (1198?-1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.

 A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y a otro bajo el de la desventura y el fracaso.

 Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en Africa, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.

 Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aún frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del "príncipe" de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.

 Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.

 Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.

 Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. "Nada parecido hemos leído de reyes anteriores", dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. "Era un hombre dulce, con sentido político", confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI "el santo et bienaventurado rey Don Fernando".

 Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.

 Fue mortificado y penitente, como todos los santos, pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica: es el relato documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos de Dios.

 Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.

 Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas describen como "buenísima, bella, juiciosa y modesta" (optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.

 Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres), habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.

 Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.

 San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y el ajedrez, y de los juegos de salón.

 Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.

 Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: "todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando".

 Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de porte mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar dotes de conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.

 A un género superior de elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.

 Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.

 Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.

 De su reinado queda la fama de sus conquistas, que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o “cabalgadas" de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.

 Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.

Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. "San Fernando —dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico— practica desde el comienzo una política de lealtad”. Su obra "es el cumplimiento de una política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par”. Lo subraya en su puntual biografía el padre Retana.

Sintiéndose con derecho a la reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el Africa una faz distinta.

Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado "atleta de Cristo” y "campeón invicto de Jesucristo". Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.

Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con toda verdad —se aventura a decir el mesurado Feijoo— que en otra nación alguna non est inventus similis illi.

Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual.

Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?

Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina: “ irruit... Domini Spiritus in rege". Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.

Diligencia significa literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente como éste: “no conoció el vicio ni el ocio”.

Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo. "Si yo no velo —replicaba a los que le pedían descansase— ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?" Y su piedad, como la de todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María.

A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable "Virgen de las Batallas" que se guarda en Sevilla. En campana rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la “Virgen de los Reyes", que preside hoy una espléndida capilla en la catedral sevillana, Renunciando a entrar como vencedor en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida y regalada herencia.

La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: "El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida". Y añade: "Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?"

San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante:

"Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hí en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años."

Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra Patria.

JOSÉ Mª. SÁNCHEZ DE MUNIÁIN

miércoles, 29 de mayo de 2013

Conozca la historia del médico peruano que cambió una vida de éxito profesional para ser sacerdote


Padre Pablo Augusto Meloni Navarro

Conozca la historia del médico peruano que cambió una vida de éxito profesional para ser sacerdote

Padre Pablo Augusto Meloni Navarro

El médico Pablo Augusto Meloni Navarro logró todo lo que se propuso en su vida profesional y llegó a uno de los más altos cargos en la Organización Mundial de la Salud. Sin embargo, Dios lo llamaba a algo diferente y a sus 56 años ha sido ordenado sacerdote en la Arquidiócesis de Lima.

El sábado pasado el ahora Padre Pablo recibió el sacramento del orden sacerdotal en la Catedral de Lima junto a seis jóvenes diáconos, y su historia de conversión ha sido objeto de varios reportajes en los medios de comunicación peruanos.

El doctor Meloni destacó en la práctica de la medicina, acumuló maestrías internacionales, dedicó mucho tiempo a la docencia universitaria, hizo carrera en el Ministerio de Salud del Perú y en diversos organismos de cooperación internacional para llegar a ser vicepresidente del Consejo Ejecutivo de la Organización Mundial de la Salud (OMS).

“Todo lo anterior me parecía poco o nada”, contó el Padre Meloni a ACI Prensa. Después de 20 años de carrera y éxito, “sentía que en mi vida, tal vez tenía que hacer más, que lo que hacía era muy poco, una sed de poder estar con el Señor y poder llevar a la gente a que se encuentre con Jesús, era lo que mejor que le podía pasar a una persona”, afirmó.

El Padre Meloni, ingresó al Seminario Santo Toribio de Mogrovejo en la ciudad de Lima (Perú) a la edad de 51 años.

“Yo era de esos llamados católicos a mi manera”, recordó el sacerdote y señaló que se creía una buena persona porque “hacía oración”, iba a Misa “por compromisos sociales y de vez en cuando un domingo”.

“La oración y la Misa estaban presentes en mi vida, pero no con una intensidad y una cercanía que pudiera realmente darme cuenta de cuál era el sentido último y final de la experiencia humana y de mi existencia vital”, afirmó.

Su “proceso de conversión y de cambio” comenzó cuando su madre, entonces de 80 años de edad, le comentó que “se estaba olvidando de rezar”. “Yo pensé como médico, que estaba teniendo algún problema de memoria”, recuerda el presbítero y se ofreció a rezar con ella “pensando que le iba hacer un ejercicio intelectual para reforzar su memoria”.

“Ella rezaba el Rosario. Yo no sabía exactamente qué era, pero la seguía, rezando con ella yo veía que se dormía y se quedaba con una paz, una tranquilidad que me estremecía”.

Un día su madre le recordó que no estaba confirmado y le aconsejó recibir este sacramento. Para no contradecirla le dijo que lo haría, aunque pensaba que no lo necesitaba.

Tras la muerte de su su madre, durante una Misa en la Parroquia Santísima Cruz en el distrito limeño de Barranco, escuchó sobre un programa de catequesis de confirmación de adultos y se inscribió “pensando que podría ser un homenaje póstumo a mi madre”.

“Inicialmente me sentí un poco extraño y me decía ¿qué hago acá?”, recordó el sacerdote. “Lo que me parecía más extraño es que lo empecé a disfrutar y empecé a ir a Misa todos los domingos, y en algún momento llegué a la conclusión de lo que había perdido durante mi vida, tantos años sin ir a Misa”.

“Me parecía una cosa hermosísima y entonces pensé que para poder recuperar el tiempo perdido tenía que ir a Misa todos los días”.

A partir de ahí, su vida empezó a organizarse en torno a la catequesis y la Misa diaria. “Empecé a hacer oración de manera más ordenada”, y las cosas que “antes me habían apasionado de mi trabajo, de mi vida personal y social, empezaron a perder importancia”.

Cuando esto pasó “pensé que estaba empezando a tener un problema psicológico, algún problema de salud mental”, así que consultó con algunos amigos que le dijeron que todo estaba bien.

Un día se enteró que una persona de su edad podía ser sacerdote y “esa idea no salió de mi cabeza, la tenía permanentemente rondando”. Contó con el acompañamiento de un sacerdote y empezó un proceso de dirección espiritual y de discernimiento.

Tuvo una entrevista con el rector del Seminario Santo Toribio de Mogrovejo, quien resultó haber sido también médico, “lo cual ayudó a confirmar que mi experiencia no era única, ni exclusiva, sino que muchas personas tal vez cientos y miles de persona en distintos lugares” habían sentido lo mismo.

Tras leer “Las Confesiones de San Agustín”, decidió ingresar al seminario y cambiar radicalmente de vida. En el año 2011 fue ordenado diácono y fue ordenado sacerdote en el mes de mayo dedicado a la Virgen María, a quien el Padre Meloni considera la la inspiración para seguir siempre “en este camino de discipulado y de apostolado”.

“Yo la vinculo a la figura de mi madre biológica,(…) María la primera creyente, el modelo de discípula y sobre todo, nos muestra a Jesús fruto bendito de su vientre”.

El nuevo sacerdote invitó a aquellos que sientan el llamado a una edad adulta a no tener miedo “porque Jesús nos llama a todos, o a vida consagrada, o como clérigos, o a la vida laical, pero nos llama a la santidad y él nunca nos va a defraudar”.

“No hay nada que la mente más ambiciosa de ningún ser humano pueda superar lo que el Señor tiene pensado para cada uno de nosotros,  confiemos en él, entreguémonos y abramos nuestro corazón porque en él tenemos al amigo seguro que nos lleva al Padre. Espero que nos sigan acompañando en su oración a todos los que vamos a recibir este don y misterio que es la vocación sacerdotal”, concluyó.

Santo Evangelio 29 de Marzo de 2013




Autor: Gustavo Velázquez | Fuente: Catholic.net
El Hijo del hombre va a ser entregado
Marcos 10, 32-45. Tiempo Ordinario. ¿Cuál es el camino que debe recorrer quien quiere ser discípulo? Es el camino de la obediencia total a Dios.


Del santo Evangelio según san Marcos 10, 32-45 

En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos iban camino de Jerusalén, y Jesús se les iba adelantando. Los discípulos estaban sorprendidos y la gente que lo seguía tenía miedo. Él se llevó aparte otra vez a los doce y se puso a decirles lo que le iba a suceder: Ya ven que nos estamos dirigiendo a Jerusalén y el Hijo del hombre va a ser entregado a los sumos sacerdotes y a los escribas; van a condenarlo a muerte y a entregarlo a los paganos; se van a burlar de él, van a escupirlo, a azotarlo y a matarlo; pero al tercer día resucitará». 
Entonces se acercaron a Jesús Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, y le dijeron: Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte». Él les dijo: ¿Qué es lo que desean?. Le respondieron: Concédenos que nos sentemos uno a tu derecha y otro a tu izquierda, cuando estés en tu gloria». Jesús les replicó: No saben lo que piden. ¿Podrán pasar la prueba que yo voy a pasar y recibir el bautismo con que yo seré bautizado?. Le respondieron: Sí podemos. Y Jesús les dijo: Ciertamente pasarán la prueba que yo voy a pasar y recibirán el bautismo con que yo seré bautizado; pero eso de sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí concederlo; eso es para quienes está reservado. Cuando los otros diez apóstoles oyeron esto, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reunió entonces a los doce y les dijo: «Ya saben que los jefes de las naciones las gobiernan como si fueran sus dueños y los poderosos las oprimen. Pero no debe ser así entre ustedes. Al contrario: el que quiera ser grande entre ustedes que sea su servidor, y el que quiera ser el primero, que sea el esclavo de todos, así como el Hijo del hombre, que no ha venido a que lo sirvan, sino a servir y a dar su vida por la redención de todos. 

Oración introductoria 

Jesús, mucho nos falta a los hombres para comprenderte. Tú nos compartes los sentimientos de tu corazón referentes a tu pasión en Jerusalén, y nosotros tan sólo buscamos honores. Jesús, danos a probar lo gozoso que es el servicio abnegado. Te ofrezco esta meditación por todos los gobernantes. Abre sus corazones para que sepan desempeñar su misión en el servicio al prójimo. 

Petición 

Señor, concédeme verte en mis hermanos durante este día, no viendo tanto rostros y apariencias, cuanto almas que valieron cada gota de tu preciosísima sangre. 

Meditación del Papa 

En el pasaje del Evangelio se nos presenta el icono de Jesús como el Mesías -anunciado por Isaías (cf. Is 53) - que no vino para ser servido, sino para servir: su estilo de vida se convierte en la base de las nuevas relaciones dentro de la comunidad cristiana y de un modo nuevo de ejercer la autoridad. 

Jesús va de camino hacia Jerusalén y anuncia por tercera vez, indicándolo a los discípulos, el camino a través del cual va a llevar a cumplimiento la obra que el Padre le encomendó: es el camino del don humilde de sí mismo hasta el sacrificio de la vida, el camino de la Pasión, el camino de la cruz. Y, sin embargo, incluso después de este anuncio, como sucedió con los anteriores, los discípulos manifiestan toda su dificultad para comprender, para llevar a cabo el necesario «éxodo» de una mentalidad mundana hacia la mentalidad de Dios. En este caso, son los dos hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, quienes piden a Jesús poder sentarse en los primeros puestos a su lado en la «gloria», manifestando expectativas y proyectos de grandeza, de autoridad, de honor según el mundo. Jesús, que conoce el corazón del hombre, no queda turbado por esta petición, sino que inmediatamente explica su profundo alcance: «No sabéis lo que pedís»; después guía a los dos hermanos a comprender lo que conlleva seguirlo. 
¿Cuál es, pues, el camino que debe recorrer quien quiere ser discípulo? Es el camino del Maestro, es el camino de la obediencia total a Dios. Por esto Jesús pregunta a Santiago y a Juan: ¿estáis dispuestos a compartir mi elección de cumplir hasta el final la voluntad del Padre? ¿Estáis dispuestos a recorrer este camino que pasa por la humillación, el sufrimiento y la muerte por amor? Los dos discípulos, con su respuesta segura -«podemos»- muestran, una vez más, que no han entendido el sentido real de lo que les anuncia el Maestro. Y de nuevo Jesús, con paciencia, les hace dar un paso más: ni siquiera experimentar el cáliz del sufrimiento y el bautismo de la muerte da derecho a los primeros puestos, porque eso es «para quienes está preparado», está en manos del Padre celestial; el hombre no debe calcular, simplemente debe abandonarse a Dios, sin pretensiones, conformándose a su voluntad. Benedicto XVI, Homilía del 20 de noviembre de 2010. 

Reflexión 

«Quien no vive para servir, no sirve para vivir». Es una frase realmente fuerte, que expresa sin reparos el valor del servicio. Esforcémonos por ser un reflejo de Cristo entre nuestros familiares y compañeros de trabajo, pensando, actuando y hablando como lo haría Cristo. Enseñemos ante todo con la vida, que el servicio -aunque costoso y constante- es fuente de felicidad, y luego prediquemos nuestra experiencia con las palabras. 

Propósito 

El servicio alegre es capaz de cambiar nuestras vidas y las de los demás, por eso, hoy me ofreceré a hacer alguna actividad costosa del hogar: ayudando, acompañando o sustituyendo a la persona que lo suele hacer. 

Diálogo con Cristo 

¡Jesús, gracias por el gran regalo del servicio! Es una manera fantástica de llenar mi vida y la de cuantos me rodean con actos de alegría. Ayúdame a practicarla de ahora en adelante. Concédeme la gracia de perseverar en el servicio, haciendo de esta hermosa actitud una forma de vida. 


El fruto del silencio es la oración. El fruto de la oración es la fe. El fruto de la fe es el amor. El fruto del amor es el servicio. El fruto del servicio es la paz Beata Madre Teresa de Calcuta. 

El endemoniado por el que rezó el Papa cuenta toda su historia: 10 exorcistas y 14 años de sufrir



Cuatro demonios que no se van

El endemoniado por el que rezó el Papa cuenta toda su historia: 10 exorcistas y 14 años de sufrir

  
La corresponsal del periódico El Mundo en el Vaticano, Irene Hernández Velasco, ha hablado con Ángel, el hombre que recibió la oración del Papa Francisco que la prensa de todo el mundo identificó como un exorcismo. Publica su testimonio en el suplemento Crónica, con informaciones también de J. M. Vidal. Esta es la historia del endemoniado más famoso del mediático siglo XXI.

14 años de sufrimiento
Ángel V., hombre de mirada lánguida y afligida y maneras suaves es mexicano, procede del estado de Michoacán, tiene 43 años, dos hijos... y cuatro demonios metidos en su interior. 

Cuatro demonios que -dice- le atormentan desde hace 14 años y de los que no han conseguido librarle ninguno de los más de una decena de exorcistas que le han examinado en los últimos años. Todos ellos se muestran convencidos de que el de Ángel es un caso incontestable de posesión diabólica. 

"No me cabe ninguna duda", asegura a Crónica el padre Amorth, exorcista de la diócesis de Roma desde hace 26 años y autor de más de 150.000 exorcismos. Ángel se ha convertido en los últimos días en el endemoniado más famoso del mundo. Todo, después de que diera la vuelta al planeta el vídeo rodado el pasado domingo, por las cámaras del centro televisivo vaticano, en el que se ve como el Papa Francisco le impone las manos sobre la cabeza con energía. 

Lo que sabía el Papa
"Santidad, esta persona necesita su bendición. Le han visto 10 exorcistas, le han hecho más de 30 exorcismos y los demonios que lleva dentro no quieren salir". El padre Juan Rivas, el sacerdote mexicano que ha acompañado a Ángel en su encuentro con Francisco, asegura a Crónica que fue con esas palabras exactas con las que presentó al Papa a Ángel. 

"El Papa saludó a Ángel, éste le besó el anillo pontificio y en ese momento cayó en trance. Entonces le puso las manos en la cabeza y en ese momento se escuchó un alarido terrible, como el rugido de un león. Todos los que estaban allí lo escuchamos perfectamente".

"El Papa, por supuesto, lo oyó, los encargados de su seguridad así como una niña que había a nuestro lado. Pero a pesar de ese rugido espantoso, el Papa no se dejó impresionar y siguió adelante con su oración, como si ya antes hubiera afrontado situaciones similares".



Ángel asiente con lentitud. Dice que se encuentra mejor, que el rezo del Papa le ha hecho mucho bien. La prueba es que se presenta a la cita con Crónica andando por su propio pie, mientras que al encuentro con el Pontífice acudió en silla de ruedas. "Pero aún tengo los demonios dentro, no se han ido", explica este hombre que asegura que sabe perfectamente el momento preciso en el que el maligno entró en su cuerpo.

P.-¿Cuándo y cómo se apoderó de usted el diablo?
R.-Fue en 1999, un día que regresaba en un autobús desde México DF a mi localidad natal, en Michoacán. Sentí que una energía entraba en el autobús. No la vi con los ojos, pero la percibí. Noté que se aproximaba a mí y que se colocaba enfrente mío. Y, de pronto, noté como una estaca que se me clavaba en el pecho y luego, poco a poco, la sensación de que se me iban abriendo las costillas. 

Ángel estaba convencido de que aquello era un ataque al corazón y de que iba a morir. Pero no murió. A partir de ese momento su salud se fue deteriorando. 

"Todo lo que comía lo vomitaba. Sentía pinchazos en todo mi cuerpo, como si lo tuviera repleto de agujas. Hasta las sábanas me hacían daño. Empecé a no poder caminar. Cada día respiraba con mayor dificultad. No podía dormir, y cuando lo conseguía tenía unas pesadillas espantosas relacionadas con el mal". 

Y empezó a tener trances en los que blasfemaba y hablaba en lenguas desconocidas. Los médicos no eran capaces de explicar lo que le ocurría a ese hombre de 30 años que hasta entonces había sido un dechado de salud. Le hicieron radiografías, análisis, pruebas... "Pero no daban con la causa de mis problemas".

Estaba tan mal que un día le fue a visitar un primo suyo, sacerdote, para confesarle y darle la extrema unción. "En total me han dado ya cuatro veces los santos óleos", cuenta. Pero no sólo no murió, sino que ese sacramento le alivió un poco de sus penalidades, notó una mejoría. 

Alivio en la oración
Ángel empezó a rezar con devoción al Señor de la Misericordia, cuya estampita le había llevado su primo. Siempre ha sido católico, siempre ha ido a misa los domingos, pero dice que no rezaba bastante. 

Empezó a sentirse un poco mejor y, en agradecimiento, llevó una imagen del Señor de la Misericordia a la Iglesia de San Agustín en Morelia, la capital del estado de Michoacán. Notó cierto alivio, pero seguía teniendo recaídas y seguía sin entender que le ocurría. Hasta que un día asistió en Morelia a la conferencia de un sacerdote ucraniano.

La reliquia del Padre Pío
"La persona que le acompañaba y le hacía de traductor era un médico que había convivido con el Padre Pío, el santo de los estigmas. Le conté lo que me ocurría, lo mal que me sentía. Él me puso en el pecho una reliquia del padre Pío y en ese momento vi una luz especial que me rodeaba, sentí una gran paz. Pero al mismo tiempo, noté algo que empezaba a arañarme dentro de mí. Ese algo me tiró al suelo y comenzó a manifestarse. Yo no podía hacer nada, esa presencia era más fuerte que yo, me dominaba". 

Era 2004. Después de cinco años sin entender lo que le ocurría, sin saber lo que le pasaba, Ángel recibió un nuevo diagnóstico: estaba poseído por el diablo. Ese mismo día le practicaron también su primer exorcismo.

P.-¿Cómo reaccionó ante la idea de estar endemoniado?
R.-Me dio muchísimo miedo. Y también me sentí muy sucio al pensar que dentro de mí había un ser maléfico. Mi familia reaccionó al principio con incredulidad y, de hecho, entre mis hermanos hay algunos que aún siguen siendo escépticos, que creen que lo que tengo es fruto de un desequilibrio psicológico. Sé que hay mucha gente en todos los países del mundo que está pasando por eso mismo. Gente que se siente incomprendida por su familia, por sus amigos y, en ocasiones, hasta por la propia Iglesia, porque no en todas las diócesis hay exorcistas. También porque hay sacerdotes que no creen en la posesión diabólica, que consideran que se trata de problemas psiquiátricos. Hay muchos poseídos que terminan en manicomios y se mueren sin saber lo que les pasa. Es para tratar de ayudarles por lo que he decidido conceder esta entrevista, la primera que doy en mi vida. 

De exorcista en exorcista
A partir de ese momento, Ángel empezó a buscar desesperadamente exorcistas, a tratar de encontrar a alguien capaz de extirparle los demonios.

Primero buscó ayuda con uno en México DF, que le practicó cuatro o cinco exorcismos. 

"En uno de ellos ese sacerdote le preguntó al demonio que cómo había entrado dentro de mí y éste le dijo que había sido por un maleficio que me hizo una persona". 

Ese exorcista fue trasladado a otra parroquia y Ángel pasó a otro, que tampoco logró librarle de sus demonios. Alguien le recomendó entonces que viera al padre José Antonio Fortea, el más famoso exorcista español. El primer encuentro tuvo lugar hace ya tres años, en México, donde Fortea conoció a Ángel y a su familia y le asesoró. Y el segundo hace pocos días en Roma, donde el sacerdote oscense, se encontraba terminando su tesis doctoral sobre demonología.

Un negocio arruinado
La posesión que al parecer sufre Ángel ha convertido en una pesadilla la vida de ese hombre licenciado en Mercadotecnia por la Universidad de Guadalajara y que tenía su propia empresa de publicidad. 

"Hace un año la tuve que cerrar, mis condiciones de salud no me permiten trabajar. Para poder mantener a mi familia he tenido que vender mi casa y otro apartamento que teníamos. Ahora vivimos en una casa que nos ha prestado mi suegra. Por suerte, no estoy en dificultades económicas, con la venta de las dos casas nos llega para vivir. Pero quiero hacer una vida normal. Sobre todo por mi esposa y mis hijos, de 6 y 11 años. Por suerte mis dos niños nunca me han visto en trance. Pero saben que estoy enfermo", dice entre lágrimas. 

Los últimos ocho meses, asegura, han sido de terror. No podía salir de casa de lo mal que me encontraba. Estaba tan grave que una vez más le dieron la extremaunción.

Y una noche tuvo un sueño.

Soñando con el Papa Francisco
"Vi al Papa Francisco vestido de rojo, rezando, con un incensario en la mano y rodeado de obispos y cardenales. No le di importancia, pero cuando me levanté encendí la televisión y vi una misa del Papa, vestido de rojo y con un incensario en la mano, rodeado de obispos y cardenales. Y me pasó por la cabeza una idea: ¿Tendré que ir a Roma? Además, en esa época estaba leyendo el libro del padre Amorth El último exorcista, en el que se dice que tanto Benedicto XVI como Juan Pablo II habían realizado exorcismos y oraciones liberatorias a poseídos". 

Ángel cuenta que dudo mucho sobre si debía viajar o no a Roma.

"Estaba muy mal, tenía miedo de morir lejos de mis hijos, de mi familia", dice. 

Desembarcando en Roma
Le pidió a Juan Rivas, un sacerdote mexicano que conoció hace dos años, que le acompañara. Y, el pasado día 7, los dos se plantaron en la Ciudad Eterna. 

"Después de tratar en tres ocasiones de saludar al Papa sin éxito, el domingo pasado la Divina Providencia nos ayudó y conseguimos por fin encontrarle y que dijera una oración", cuenta Juan Rivas.

El padre Amorth vio a Ángel al día siguiente de su encuentro con el Papa, el martes pasado. "No hay duda de que está poseído", asegura a Crónica este especialista que, a sus 88 años, ha realizado unos 160.000 exorcismos y que considera que Ángel padece un tipo de posesión muy especial: la posesión con mensaje. No sólo estaría endemoniado sino, sostiene él, el diablo que lo habita se vería obligado por Dios a transmitir un mensaje. 

Un mensaje para el clero mexicano
"Es un buen chico, ha sido elegido por el Señor para mandar un mensaje al clero mexicano y decirle a los obispos que tienen que hacer un acto en reparación por la horrenda ley del aborto aprobada en Ciudad de México en 2007 y que supone un ultraje a la Virgen. Hasta que no lo hagan Ángel no será liberado". 

Ángel ha recurrido en los últimos años a distintos exorcistas. Pero sin lograr resultados. 

"Hay momentos en que parece que los demonios van a salir. Los noto en la boca, medio fuera, siento que se me hincha el cuello. Pero no se van".

Fuente. Religión en libertad

A pesar del dolor... soy Su esclava






A pesar del dolor... soy Su esclava

Padre  José Martín Descalzo


Ahora sé que elegí bien la palabra: «Esclava, esclava». Pude decir sencillamente: «Dile que sí, que estoy de acuerdo». O responder: «El sabe que estoy a sus órdenes». O preguntar: «¿Acaso Dios tiene que pedirme a mí permiso?» Pero dije: «He aquí la esclava», sin comprender hasta qué punto me convertía en lo que estaba diciendo, en alguien a quien arrastrarán siempre con los ojos cerrados por túneles oscuros que jamás entenderá.

Conducida del gozo al dolor, del dolor al espanto, del espanto a este vacío de ahora en el que mi corazón es un lagar molido, un cesto de cenizas, una cadena de muertes. Si sabías que esto acabaría así, ¿por qué elegiste una madre? ¿Por qué no naciste como el pedernal, en la montaña, en lugar de entrar en el pobre seno de una mujer que no podría soportar tanta desgarradura? Todas las madres dicen: «Los hijos son difíciles de entender, crecen, crecen; tu crees saber hasta la más mínima de las arruguitas de su cara. Y un día descubres que han crecido tan desmesuradamente que no acabas de creerte que un día han estado dentro de ti. Pero tú…

Es como si hubiera engendrado un gigante, parido una montaña, albergado dentro todas las cordilleras del universo entero. Siempre supe que me desbordarías. Cada vez que en tu vida quise descender al fondo de tus ojos entendí que me perdía por los vericuetos de tu alma. Tú eras, desde luego, un hombre. Yo lo sabía como nadie. Pero también más, también un vértigo a cuya orilla yo no podía ni asomarme. Crecías, crecías, como si tuvieras que vivir muchos años dentro de cada uno de los tuyos, como si te sobrase alma y la pobre piel que la ceñía fuera a estallar en cada hora. Y Yo, cuando te abrazaba ¿cómo podía abrazarte? Me dolías de tanto como te olía el alma a vida y a muerte. Que vendría el dolor, lo supe siempre. Bien me lo dijo Simeón antes de que Tú aprendieses a andar. Pero que el dolor fuese esto, no pude ni sospecharlo: oír el gotear de tu sangre, de «Nuestra» sangre, cayendo sobre el silencio de esta hora, sonando cada gota con más crueldad que los mismos martillazos. Se clava en mí el retumbar de cada gota, como un clavo que me penetra dentro, dentro, dentro, más dentro, allí donde el alma está en carne viva. ¡Ah, tus manos! Yo las vi gordezuelas, buscando mi pecho, enredando en mi pelo, besadas, mordisqueadas por mí, rubias de trigo nuevo, tendidas para acariciar mi rostro, partiendo el pan por mí amasado. ¿Y estaba preparándolas yo para ese hermano clavo que acabaría poseyéndolas, destrozándolas, desgarrándolas como abrías Tú el pan? Hijo, hijo, perdóname, perdóname por seguir viva cuando Tú estás muriendo, Perdóname por no saber decirte nada en esta hora, por no saber ni orar, por tener el alma como el desierto de los desiertos, por no saber ni estar contigo, por no tener en esta hora otro oficio que el de estar cansada y decirte: hijo, hijo, hijo. He entrado en el túnel de Dios. Y está oscuro. A los dos nos ha abandonado. Y ni siquiera nos ha abandonado juntos. Encerrado cada uno en su abandono como en un «bunker» de piedra, en dos vacíos gemelos pero separados.

Conocía la noche de la fe, pero nunca creí que fuera tan profunda. Ni una sola ventana con luz en el alma. Sólo creer, creer, apretar los puños del alma, esperar, agarrarte a los barrotes de tu cárcel, entrar en las entrañas de la oscuridad. Sin ángeles, sin voces de lo alto. Sólo la noche y el seguir escuchando el golpear feroz de los martillazos como látigos. Y el galopar de la muerte que se acerca. Y ojalá fueran, al menos, dos muertes las que se acercan. «Dios te salve, María, dijo el ángel. ¿Salvarme? ¿No es acaso ahora cuando tendría que salvarme y salvarte? ¿Llena de gracia quería decir llena de dolor y de muertes? ¿La gracia es esta espada que nos pulveriza? Gabriel, Gabriel, ¿dónde te has metido? Y si al menos ahora viviera José… Ah, José, amor mío, ¡qué daría yo ahora por tenerte junto a mí y reclinar mi cabeza en tu hombro! En la noche no hay nada. Sólo la noche. Y la certeza de que el sol vendrá mañana. Pero, ¿cuántos siglos faltan para mañana? Dímelo, hijo, respóndeme: ¿Es que siempre hay que salvar con sangre? ¿tan hondos son los pecados de los hombres que sólo pueden borrarse con manos y frente desgarradas? Yo acaricié tantas veces tu frente cuando, de niño, tenías fiebre. Pero las espinas, no, nunca pude imaginarlas. Salíamos al campo, corrías, jugabas con las zarzas. «No vayas a pincharte» Y reías, reías. Yo te veía crecer siempre con miedo. Ah, poder encerrarte para siempre en la infancia, retenerte, disfrutarte. ¿Por qué crecen los hombres, a dónde van, qué prisa tienen? ¿Qué les lleva a la muerte? ¿Una misión será más fuerte que la vida? Tu corazón estuvo siempre tirado, arrastrado por invisibles caballos, como por un hilo que te sujetara desde la eternidad. Tenías que salvar. Como si todas las otras vidas fuesen más importantes que la tuya. Te veo yéndote, como si fuera un pecado cada hora dedicada a ser feliz. «Si el grano no muere, es infecundo», decías. Y tenías que subirte a la cruz, como un suicida, como un amante, enterrándote, sin que entendieran tu entrega ni tus propios apóstoles. Esos pobres que han acabado fallándote. ¿Es que no lo supiste desde siempre? Veo el rostro de Judas, ese muchacho asustado que parecía temblar cada vez que oía la palabra «amor». Me habría gustado ser su madre. Tal vez, entonces… Cuánto le quise y le temí.

Escuchaba tus palabras no como quien las bebe, sino como quien las cuenta, como quien las numera con el alma retorcida. Y ahora, ¿dónde está? ¿dónde estás, Judas, hermano mío, hijo mío? Tu aullido es la gran sombra de esta tarde, un viento helado, una noche de invierno, una sed imposible. Hiel y vinagre suben por mi boca. Y Tú, pequeño mío, ¿por qué agitas ahora la cabeza? ¿qué nube de murciélagos quieres espantar de tu mente? No, no tengas miedo: el Padre tiene que estar orgulloso de ti, como ,o está tu madre. Has cumplido, has cumplido y El lo sabe, aunque esconda su rostro. Yo sé y Él sabe que has sido un valiente, digno de ser lo que eres: mi hijo y mi Dios. Ese Dios diminuto cuyo cuerpo lavé yo tantas veces, cuyas manos creadoras y pequeñitas cabían en las mías. Me quedaba mirándote y pensando: No es posible, no es posible que «esto» sea Dios; y tu boquita me hacía daño al mamar. Ea, ea, mi Dios. Aquella leche iba volviéndose sangre de Dios, la misma que ahora derramas. ¡Pero dejadle morir al menos! Muere por vosotros, ¿no lo entendéis? Un hombre puede ser redimido mientras se carcajea de su Redentor. La Humanidad es ciega. Ceguera. Un océano de ceguera nos rodea. ¡Si al menos supieran a Quien están matando! Tú jugabas a mi lado como los demás niños. Y nadie sospechaba. Como ahora. Si hubieran sabido con Quien jugaron, a Quien crucifican, morirían de espanto. Mejor que ni siquiera lo imaginen, pobres, pobres hombres. Pero yo no puedo permitirme el lujo de estar ciega. Yo sé. Yo mido el volcán sobre el que caminamos, el vértigo de Dios, la página que gira el Universo.

¿Te duele, niño mío? ¡Ah, si al menos volvieras hacia mí esos tus ojos misericordiosos! Pero lo entiendo: ahora estás redimiendo. ¿Qué tiempo podría sobrarte para sentimentalismos? No, no tengo yo derecho a robar a los hombres ni una sola esquirla de tu muerte. Aunque también mueres por mí. También yo necesito de su sangre. Me redimes con la que te presté. ¿Y ahora? ¿No es demasiado, hijo, lo que me estás pidiendo? ¿Habiendo sido madre tuya, cómo podría serlo de tus asesinos? Pero si fui esclava una vez, seguiré siéndolo. Que entren, que entren en mi seno. Se ha desgarrado tanto en esta hora, que ya me caben todos.

Y Tú, descansa hijo. Deja caer de una vez tu cabeza. Y descansa en la muerte. Ella no te hará daño. No podrá vencerte. Cruzará por tus venas, triturará tu sangre, pero Tú tienes tanta vida en ti que ella no durará mucho sobre tus dominios y se irá, derrotada, asombrada de haber podido estar alguna vez sobre su Dios. Y yo cuidaré tu cuerpo. Iré quitándole una a una las espinas, besándote las llagas, cerrando tus ojos, aunque al hacerlo el universo se oscurezca. ¡Ah, si pudiera volver a llevarte dentro, ah, si pudiera parirte otra vez y no sólo tenerte derrumbado sobre mis pobres brazos! Descansa, hijo. Y vuelve, vuelve pronto. Y si puedes, regresa con todas tus heridas, para que ni yo ni nadie lo olvidemos, tanto amor, tanto amor. Vuelve con todas tus sangrientas condecoraciones, hermano nuestro, hijo mío, mi Dios.