Amanecía. El cielo se aclaraba y los primeros rayos de sol disiparon la oscuridad; un nuevo día nacía. El sol se deslizaba con rapidez en el firmamento para iluminar la ciudad. El viento empezaba a juguetear con las ramas desnudas de los árboles. Jardines, calles y casas estaban bañados de una intensa luz.
Todo era vida, color y música en ese domingo de principios de febrero. El corazón se ensanchaba ante el regalo de otro día apasionante. Es hermoso saborear tanta belleza matinal, cuando el mundo rezuma plenitud, cuando se puede sentir, tocar, ver y oler la vida; cuando se puede escuchar la suave melodía de algo que se nos da como un don. El Creador, cada mañana, vuelve a apostar por nosotros y su creación estalla en colores. Cada día se nos da la oportunidad de contemplar de nuevo toda su hermosura.
Era un día espléndido y radiante, el día que Carmen entró en el sueño eterno, quizás en el claroscuro del alba. El día nacía y su vida se apagaba. En esa hora, todavía oscura, se deslizó hacia el otro lado de la vida, poco a poco, atravesando el umbral del más allá, donde la luz brilla aún más fuerte que el sol, porque brota del corazón de Dios.
Lo supe a las diez y cuarto de la mañana, cuando ya el sol estaba alto y empezaba a calentar. Me dijeron que se había quedado como dormida, con la cara serena, calma, como si todavía estuviera entre aquí y allá, entre la luz y el abismo, entre el cielo y la tierra. Su dulce sueño tuvo otro dulce despertar. Fue un adiós dulce, una muerte dulce.
Días antes, todo era lucha, sufrimiento, inquietud y cansancio. Impotencia. Hoy, su rostro desprendía calma, quietud, serenidad. Su enfermedad fue muy larga, aunque tuvo temporadas de mejoría. Pero la calidad de su vida iba mermando. Fueron muchos años de dolor, una prolongada agonía que la iba consumiendo poco a poco. Durante esos años, en ella vi el rostro del dolor, el misterio insondable de la fragilidad humana. Presencié la batalla que la vida libra con la muerte. Sentí muy cerca nuestra pequeñez. Cuando la esperanza y la fe se pierden, la vida deja de tener sentido. Sentí como un zarpazo la impotencia de no poder hacer nada por cambiar el rumbo de su situación, viendo cómo se precipitaba hacia el abismo que se abría ante ella.
Muchas veces me he preguntado qué fue de aquella jovencita que corría calle abajo conmigo, desde la plaza Catalana hasta el final de la calle Amílcar, y luego hasta Cartellá, donde estaba nuestra casa. Con 16 años Carmen comenzó a trabajar en la Jovi. Pero los fines de semana le gustaba salir. Con ella solía ir al cine, las tardes del domingo, y muchas mañanas de verano nos íbamos a la playa. En casa y en el trabajo era ordenada y diligente. Con las personas era alegre, sociable, generosa. Respiraba vida por los cuatro costados. Fiel a sus amigos, saboreaba la vida hasta la última gota. Su mirada era limpia y vivaz. Qué fácil era conectar con ella. Todo esto se vino abajo años más tarde, cuando una inesperada enfermedad se apoderó de ella y la fue consumiendo. Y terminó, en sus últimos años, quitándole hasta el oxígeno. Ella, que amaba la vida y que respiraba pleno pulmón, murió sin aire.
Hoy ya no estás aquí, con tu madre, con tus hermanos y tu familia. La vida fue una auténtica pasión para ti, la viviste minuto a minuto, aliada de la existencia. Todo para ti era motivo de admiración. Amabas salir al sol, dejar que el aire acariciara tu cara, pasear por la plaza, escuchar a los pájaros y saludar a la gente. Aún en los momentos de mayor debilidad, ansiabas saborear esos pedacitos de vida que todavía te era permitido arrebatar. La progresiva incapacitación que padecías te hacía muy consciente de que estabas dejando de paladear ese trato amable, cómplice, quizás un poco ingenuo con la gente que te rodeaba.
En los últimos días ya nos hacías ver que el fin estaba muy cerca. Te ibas y volvías. Quizás más de alguna noche rozabas, con los dedos, esa claridad de luna, esas estrellas inalcanzables del más allá. Pero de inmediato volvías a la vida, volvías a respirar con fuerza, para llamar a tu madre.
La llamaste por última vez, fue como un adiós. Quizás querías celebrar un festín antes de tu salto definitivo. Ya estabas a punto de pasar al otro lado.
Alguien te espera en la otra orilla. Te esperan los brazos abiertos de tu padre, Joaquín, que tantas veces te mecía cuando eras pequeña, llamándote con inmenso cariño. Sí, allí volverás a estar en sus brazos y los dos estaréis en brazos de Dios.
Sin ruido y de puntitas, durmiendo plácidamente, te vas al encuentro de tus hermanos mayores, que solo pudieron saborear la vida unos pocos días. La luz de ayer era la luz del día eterno que se abría para acogerte y volverte a llevar al regazo del papá, bajo la mirada amorosa de Dios, nuestro Padre que está en el cielo.
Joaquín Iglesias
3 febrero 2013
En memoria de Carmen Iglesias
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