lunes, 18 de julio de 2022

El sencillo pero profundo consejo de un anciano sacerdote le mostró el camino hacia su vocación

 


El sencillo pero profundo consejo de un anciano sacerdote le mostró el camino hacia su vocación

Daniele Bonanni, seminarista.

Daniele Bonanni es un joven seminarista de la Fraternidad Misionera de San Carlos Borromeo, vinculada a Comunión y Liberación.

Daniele Bonanni es un joven seminarista italiano que pertenece a la Fraternidad de San Carlos Borromeo, que fue fundada en 1985 en el carisma de Comunión y Liberación. Su misión es formar a jóvenes para la evangelización y responder al mandato de llevar el Evangelio a todos los rincones del mundo.

Este seminarista se encuentra en su sexto año de formación en Roma, donde gracias a una beca del CARF estudia en la Universidad Pontificia de la Santa Cruz. Criado en el movimiento eclesial fundado por don Luigi Giussani, tuvo idas y venidas hasta que gracias a un anciano religioso logró discernir su vocación al sacerdocio.

Esta es la historia de este joven contada por él mismo y que recoge la web del Centro Académico Romano Fundación (CARF):

"La amistad con Jesús hace florecer nuestra vida"

Mi nombre es Daniele Bonanni y nací en febrero de 1990 en Milán, en el norte de Italia. Sin embargo, crecí en un pequeño pueblo al norte de la gran ciudad, justo debajo de los lagos de los que habla el famoso escritor italiano Alessando Manzoni en su obra «Los Novios», una de las más importantes de la literatura italiana.

Tengo que agradecer a Dios por la belleza de mi familia. Soy el menor de tres hermanos y mi padre, Fabio, junto a mi madre, Antonella, siempre han sido un claro signo de unidad, amor, optimismo y esperanza de vida. Primero entre ellos, pero luego también hacia nosotros. Su unión fundada en la fe me ha dado la certeza de que mi vida es algo bueno, que es positiva y que vale la pena descubrir su verdadero sentido.

Valemos mucho más que las montañas

Esto lo entendí claramente durante unas vacaciones con los muchachos de Comunión y Liberación (mi familia siempre ha pertenecido a este movimiento), cuando estaba en el instituto. De hecho, en esos años iba a la montaña con un grupo de chicos de mi escuela, acompañados de profesores y sacerdotes pertenecientes a ese movimiento. Al bajar de la montaña recuerdo que el sacerdote que nos guiaba, don Marcello, nos hizo detenernos frente a un inmenso panorama de valles y montañas, que se cruzaban frente a nosotros. Un espectáculo que me hizo sentir un punto infinitesimal en un universo inmenso que era casi aterrador.

Sin embargo, don Marcello nos dijo que cada uno de nosotros valía mucho más que todas esas montañas. Esas montañas no tenían sentido sin que nadie las mirara, mientras que nosotros sí tenemos nuestro propio sentido, incluso sin ellas, pues somos queridos por Dios. Desde ese momento, y gracias a mi familia, comencé a buscar aquello que le daba tanto valor a mi vida, aparentemente tan pequeña.

Empecé a estudiar y a jugar al fútbol… ¡Pero sobre todo a jugar al fútbol! Me sentaba bien y encontraba en él una fuente de esperanza sobre el valor de mi vida. Sin embargo, me di cuenta, durante los años de Secundaria, que esto no era suficiente. De hecho, el fútbol, aunque me apasionaba muchísimo, no era capaz de cambiar mi vida en todas sus facetas. Fue como un paréntesis positivo, la mayoría de las veces, pero todo lo demás no cambió. Fue en esos años, gracias a una chica de la que me enamoré, que conocí verdaderos amigos. Eran chicos de mi edad que seguían a Cristo en todos los aspectos de la vida.

Me impactó cómo estos chicos buscaban la radicalidad de su fe, la vivían en amistad, y eso fue lo que me llamó la atención. Todo tenía un lugar en la relación con ellos y, por lo tanto, con Jesús: si alguno de nuestros familiares estaba enfermo, peregrinábamos juntos; si uno de nosotros estaba atrasado en sus estudios, los demás trataban de ayudarlo donando su tiempo. Veíamos películas, descubríamos el mundo viajando y conociendo, pasábamos la vida juntos: ¡esto me conquistó! Eran jóvenes que vivían el carisma de Comunión y Liberación.

Alejarse del camino

Sin embargo, al poco tiempo, en los años universitarios, volví a buscar mi valor, ese valor positivo de mi vida del cual iba hablando, en otras cosas. Empecé a estudiar ingeniería matemática en el Politécnico di Milano, donde me gradué en 2014. Poco después, empecé a trabajar en Luxemburgo para fondos de inversión. Pensé que había logrado lo que soñaba. Un trabajo, una chica con quien compartir la vida, amigos, pero, sin embargo, no era feliz.

Algo dentro de mí seguía diciéndome que el valor de mi vida no podía reducirse solo a eso que, aunque grande, no me satisfacía. Me parecía que mi vida se había reducido a un plan fijo del que me estaba contentando. Pero, una vez más, la vida comenzó a dividirse, como cuando jugaba al fútbol. Lo que hacía en el trabajo ya no tenía que ver con lo que vivía con los amigos, con mi novia, con mi familia. Todo esto me hizo triste y pasivo.



Un sacerdote sabio le cambió la vida

Entonces conocí al padre Maurice, un padre jesuita que en ese momento tenía unos ochenta años. Estaba en Luxemburgo en una misión y me llamó la atención por la unidad de vida que mostraba. Estaba sereno, en paz, siempre y en todo lugar, con toda persona. Por todo ello, era capaz de amar a cualquier persona. Pero yo no, no lo era. Después de una confesión con él, por primera vez, vino a mi mente ese extraño pensamiento: “Tal vez Dios me está llamando a ser como el P. Maurice: un sacerdote misionero”. Y me di cuenta de que básicamente era esa relación con Jesús la que había convertido la vida del padre Maurice en unidad y felicidad.

Pero tenía mucho miedo a este pensamiento. Los días siguientes, mientras trabajaba en la oficina, no podía pensar en nada más. Así que tuve que contarle todo al padre Maurice. Temblando, y especificando que no era nada importante solo un pensamiento, le conté mi vida. Me dijo algo que me dio paz, o sea que una vocación no es algo que debemos crear, que debemos merecer, sino que es algo que da Dios y que ya está dado, solo hay que reconocerlo.

Así comencé un trabajo de discernimiento de ese pensamiento, meditando, escribiendo, rezando, participando en la Santa Misa antes de ir a la oficina, conversando con Dios y con aquel santo sacerdote.

Descubrí que, gracias a estos simples gestos que despertaron mi amistad con Jesús, floreció toda mi vida. Por eso estoy convencido: “La amistad con Jesús hace florecer nuestra vida”.

Las relaciones en la oficina, con los amigos, con mis hermanos se hicieron más reales, más intensas. La unidad de vida que nació de ello era la verdadera felicidad.

Con un carisma particular

Después de algún tiempo, decidí pedir mi ingreso en el seminario de la Fraternidad de San Carlos Borromeo, una fraternidad sacerdotal, misionera, pero anclada en el carisma de Comunión y Liberación, que –me daba cuenta– era el camino elegido por Dios para llamarme

La Fraternidad de San Carlos es una sociedad de vida apostólica fundada por Mons. Massimo Camisasca, en el carisma de Comunión y Liberación, compuesta por unos 150 sacerdotes, que viven en todo el mundo. Lo que más me llama la atención de esta nueva familia es la amistad entre los miembros de las casas de misión.

Cada vez me doy más cuenta, por lo que nos enseñan en el seminario, cómo estamos llamados a vivir con otros seminaristas, y por lo que nos dicen nuestros misioneros, que la misión no es otra cosa que la expansión de la amistad entre nosotros. Por eso, las casas de la Fraternidad se componen siempre de tres o más sacerdotes, porque, como para los Apóstoles, es imposible llevar solos a Cristo al mundo.

Seminarista en Roma

Hoy me encuentro en mi sexto año de seminario en Roma –con un año de formación en Bogotá, Colombia– estudiando en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz, donde me estoy preparando para recibir, si Dios quiere, la ordenación como diácono en los próximos meses.

En estos años de estudios teológicos he visto la fascinación de tener una vida unida. Es decir, una vida que no sea la suma de varios ámbitos distintos, escuela, oración, vida común, que se reúnen, sino que es animada, en todos los ámbitos en los que estoy llamado a vivir, por un mismo deseo de vivir con Cristo.

Quiero expresarles a todos mis benefactores de CARF mi gratitud personal, y también la de todos mis hermanos de la Fraternidad Misionera de San Carlos Borromeo, por toda la ayuda que nos están dando para esta vocación tan particular que tenemos de llevar a Cristo a cada rincón de la tierra, a través de la expansión de nuestra amistad con él y entre nosotros. Finalizo repitiendo lo que decía al principio: “La amistad con Jesús hace florecer nuestra vida”.

Fuente: Religión en Libertad

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