viernes, 17 de diciembre de 2021

Cardenal Raniero Cantalamessa: «Tengo proyectos de paz, no de aflicción»

 



Cardenal Raniero Cantalamessa: «Tengo proyectos de paz, no de aflicción»

«Tengo proyectos de paz, no de aflicción»

Raniero Cantalamessa, OFMCap

Gregorio Magno decía que la Escritura cum legentibus crescit, crece con quienes la leen. Expresa significados siempre nuevos en función de las preguntas que el hombre lleva en su corazón al leerla. Y nosotros este año leemos el relato de la Pasión con una pregunta —más aún, con un grito— en el corazón que se eleva por toda la tierra. Debemos tratar de captar la respuesta que la palabra de Dios le da. 

Lo que acabamos de escuchar es el relato del mal objetivamente más grande jamás cometido en la tierra. Podemos mirarlo desde dos perspectivas diferentes: o de frente o por detrás, es decir, o por sus causas o por sus efectos. Si nos detenemos en las causas históricas de la muerte de Cristo nos confundimos y cada uno estará  tentado de decir como Pilato: «Yo soy inocente de la sangre de este hombre». La cruz se comprende mejor por sus efectos que por sus causas.

Y ¿cuáles han sido los efectos de la muerte de Cristo? ¡Justificados por la fe en Él, reconciliados y en paz con Dios, llenos de la esperanza de una vida eterna! Pero hay un efecto que la situación en acto nos ayuda a captar en particular. La cruz de Cristo ha cambiado el sentido del dolor y del sufrimiento humano. De todo sufrimiento, físico y moral. Ya no es un castigo, una maldición. Ha sido redimida en raíz desde que el Hijo de Dios la ha tomado sobre sí. Como las aguas amargas de Mara se cambiaron en aguas dulces al toque de la vara de Moisés (cf. Ex 15,22ss), así —tal como decían los padres— el agua amarga del pecado y del dolor se ha cambiado en agua dulce, en bendición, al contacto con el madero de la cruz de Cristo.

¿Cuál es la prueba más segura de que la bebida que alguien te ofrece no está envenenada? Es si él bebe delante de ti de la misma copa. Así lo ha hecho Dios: en la cruz ha bebido, delante del mundo, el cáliz del dolor hasta las heces. Así ha mostrado  que éste no está envenenado, ya no es solo castigo, sino que hay una perla en el fondo de él. Y no sólo el dolor de quien tiene la fe, sino de todo dolor humano. Él murió por todos. «Cuando yo sea levantado sobre la tierra —había dicho—, atraeré a todos a mí» (Jn 12,32). ¡Todos, no sólo algunos! «Sufrir —escribía San Juan Pablo II desde su cama de hospital después del atentado— significa hacerse particularmente receptivos, especialmente abiertos a la acción de las fuerzas salvíficas de Dios ofrecidas a la humanidad en Cristo» [Salvifici doloris, 23] . Gracias a la cruz de Cristo, el sufrimiento se ha convertido también, a su manera, en una especie de «sacramento universal de salvación» para el género humano.

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¿Cuál es la luz que todo esto arroja sobre la situación dramática que está viviendo la humanidad? También aquí, más que a las causas, debemos mirar a los efectos. No sólo los negativos, cuyo triste parte  escuchamos cada día, sino también los positivos que sólo una observación más atenta nos ayuda a captar.

La pandemia del coronavirus nos ha despertado bruscamente del peligro mayor que siempre han corrido los individuos y la humanidad: el del delirio de omnipotencia. Tenemos la ocasión  —ha escrito un conocido Rabino judío— de celebrar este año un especial éxodo pascual, el «del el exilio de la conciencia» (Yaakov Isaac Biderman). Ha bastado el más pequeño e informe elemento de la naturaleza, un virus, para recordarnos que somos mortales, que la potencia militar y la tecnología no bastan para salvarnos. «El hombre en la prosperidad no comprende —dice un salmo de la Biblia—, es como los animales que perecen» (Sal 49,21). ¡Qué verdad es!

Mientras pintaba al fresco la catedral de San Pablo en Londres, el pintor James Thornhill, en un cierto momento, se sobrecogió con tanto entusiasmo por su fresco que, retrocediendo para verlo mejor, no se daba cuenta de que se iba a precipitar al vacío desde los andamios. Un asistente, horrorizado, comprendió que un grito de llamada sólo habría acelerado el desastre. Sin pensarlo dos veces, mojó un pincel en el color y lo arrojó en medio del fresco. El maestro, estupefacto, dio un salto hacia adelante. Su obra estaba comprometida, pero él estaba a salvo. 

Así actúa a veces Dios con nosotros: trastorna nuestros proyectos y nuestra tranquilidad, para salvarnos del abismo que no vemos. Pero atentos a no engañarnos. No es Dios quien «ha arrojado el pincel sobre nuestro fresco». Dios es aliado nuestro, no del virus. «Tengo proyectos de paz, no de aflicción», nos dice él mismo en la Biblia (Jer 29,11). ¿Acaso  Dios Padre ha querido la muerte de su Hijo, para sacar un bien de ella? No, simplemente ha permitido que la libertad humana siguiera su curso, haciendo, sin embargo, que sirviera a su plan, no al de los hombres. «Dios —escribe San Agustín—, siendo supremamente bueno, no permitiría jamás que cualquier mal existiera en sus obras, si no fuera lo suficientemente poderoso y bueno, para sacar del mal mismo el bien» (Enchiridion, 11,3: PL 40, 236).

Esto vale también para los males naturales como los terremotos y las pestes. Él no los suscita. Él ha dado también de la naturaleza una especie de libertad, cualitativamente diferente, sin duda, de la libertad moral del hombre, pero siempre una forma de libertad. Libertad de evolucionar según sus leyes de desarrollo. No ha creado el mundo como un reloj programado con antelación en cualquier mínimo movimiento suyo. Es lo que algunos llaman la casualidad, y que la Biblia, en cambio, llama «sabiduría de Dios». 

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El otro fruto positivo de la presente crisis sanitaria es el sentimiento de solidaridad. ¿Cuándo, en lo que el hombre puede recordar, los hombres de todas las naciones se sintieron tan unidos, tan iguales, tan poco litigiosos, como en este momento de dolor? Nunca como ahora hemos escuchado la verdad de las palabras de nuestro gran poeta: «¡Hombres, paz! Sobre la tierra inclinada demasiado es el misterio» (G. Pascoli, Los dos niños). Nos hemos olvidado de los muros por construir. El virus no conoce fronteras. En un instante ha derribado todas las barreras y las distinciones: de raza, de nación, de religión, de censo, de poder. No debemos volver atrás cuando este momento haya pasado. Como nos ha exhortado  el Santo Padre no debemos desaprovechar esta ocasión. No hagamos que tanto dolor, tantos muertos, tanto compromiso heroico por parte de los agentes sanitarios haya sido en vano. Esta es la «recesión» que más debemos temer.

De las espadas forjarán arados,

de las lanzas, podaderas.

No alzará la espada pueblo contra pueblo,

no se adiestrarán para la guerra (Is 2,4).

Es el momento de realizar algo de esta profecía de Isaías cuyo cumplimiento espera desde siempre la humanidad. Digamos basta a la trágica carrera de armamentos. Destinemos los ilimitados recursos empleados para las armas para los fines cuya necesidad y urgencia vemos en estas situaciones: la salud, la higiene, la alimentación, el cuidado de lo creado. Dejemos a la generación que venga un mundo más pobre de cosas y de dinero, si es necesario,  pero más rico en humanidad.

* * *

La Palabra de Dios nos dice qué es lo primero que debemos hacer en momentos como estos: gritar a Dios. Es él mismo quien pone en labios de los hombres las palabras que hay que gritarle, a veces incluso palabras duras, de llanto y casi de acusación. «¡Levántate, Señor, ven en nuestra ayuda! ¡Sálvanos por tu misericordia! […] ¡Despierta, no nos rechaces para siempre!» (Sal 44,24.27). «Señor, ¿no te importa que perezcamos?» (Mc 4,38).

¿Acaso a Dios le gusta que se le rece para conceder sus beneficios? ¿Acaso nuestra oración puede hacer cambiar sus planes a Dios? No, pero hay cosas —explica Santo Tomás de Aquino— que Dios ha decidido concedernos como fruto conjunto de su gracia y de nuestra oración, casi para compartir con sus criaturas el mérito del beneficio recibido (cf. S.Th. II-II, q.83, a.2). Es él quien nos impulsa a hacerlo: «Pedid y recibiréis, ha dicho Jesús, llamad y se os abrirá» (Mt 7,7).

Cuando, en el desierto, los judíos eran mordidos por serpientes venenosas, Dios ordenó a Moisés que levantara en un estandarte una serpiente de bronce, y quien lo miraba no moría. Jesús se ha apropiado de este símbolo. «Como Moisés levantó la serpiente en el desierto —le dijo a Nicodemo— así es preciso que sea levantado el Hijo del hombre, para que todo aquel que cree en él tenga vida eterna» (Jn 3,14-15). También nosotros, en este momento, somos mordidos por una «serpiente» venenosa invisible. Miremos a Aquel que fue «levantado» por nosotros en la cruz. Escuchemos el grito de la liturgia: «Ecce lignum crucis in quo salus mundi pependit»: Mirad el árbol de la cruz, donde estuvo clavada la salvación del mundo. Adorémoslo por nosotros y por todo el género humano. Quien lo mira con fe no muere. Y si muere, será para entrar en la vida eterna.

Traducido del original italiano por Pablo Cervera Barranco.

Fuente: Religión en Libertad

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