¿EN QUÉ PUEDO SER ÚTIL AL PRÓJIMO?
Por Antonio García-Moreno
1.- ESCUCHA. - Escucha la voz de Dios. Una llamada a tu corazón, una interpelación directa pronunciada por una persona viva, una persona que te conoce y que te ama, que te habla con la ilusión de ser atendida, con el cariño de quien ama hasta la locura. Escucha, atiende, presta atención. Te interesa enormemente lo que Dios te dice. Es una cuestión vital para ti, algo de lo que dependen los más grandes bienes que jamás hayas imaginado. Por eso has de estar expectante frente a las palabras que salen de la boca de Dios. Esas de las que fundamentalmente vive el hombre.
ESCUCHA. No te limites a oír. No adoptes una postura meramente pasiva, dejando que las palabras resbalen por tu vida como el agua resbala por una superficie grasa. Ante Dios has de tener la misma actitud que la que tiene el que sinceramente ama. El que quiere de veras no oye tan sólo, escucha en tensión hacia quien ama, bebe sus palabras.
A veces tenemos la impresión de que los preceptos de la ley de Dios están por encima de las posibilidades del hombre medio, pensamos que los mandamientos superan las fuerzas humanas. Y consideramos que sólo unos hombres superdotados pueden ser fieles a las exigencias de Dios.
Si esto fuera realmente así, Dios sería un ser monstruoso, una persona de una crueldad extrema. Exigiría al hombre, bajo la pena de muerte eterna, lo que jamás el hombre podría llevar a cabo. No, lo que nos manda Dios no está lejos de nosotros, no es algo inalcanzable. No está más arriba de los cielos, ni más allá de los mares. Sus mandamientos están metidos en nuestro corazón, grabados en nuestras conciencias. Son preceptos congénitos a nuestro modo de ser, obligaciones y deberes que nacen de nuestra misma naturaleza de animales racionales. Los mandatos del Señor no son otra cosa que la aclaración, en fórmulas precisas, de todas esas vagas tendencias del hombre, que le inclinan hacia el bien y que le apartan del mal.
2.- LO ÚNICO IMPORTANTE. - Hay cuestiones en la vida que, sin duda, tienen una importancia decisiva para el hombre. Pero de entre todas esas cuestiones hay una que sobresale por su importancia sobre todas las demás: la salvación eterna de uno mismo. De nada nos sirven todas las otras cuestiones, si perdemos para siempre nuestra alma. Por eso cambió de forma radical la vida de san Francisco Javier. El santo de Loyola le repetía una pregunta que, poco a poco, se fue clavando en el corazón joven y ardiente de Javier, hasta dejarlo todo y seguir a Cristo, hasta el fin del mundo. Aquella pregunta resuena, también hoy, en nuestros oídos: ¿De qué le sirve al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma?
Este personaje, este letrado de la Ley, que se acerca a Jesús para tenderle una emboscada, formula sin embargo una cuestión que todos nos debemos plantear, al menos una vez en la vida: ¿qué tengo que hacer yo para heredar la vida eterna? Y, como este letrado, hemos de dirigirnos al Maestro por antonomasia, al único que de verdad lo es, a Cristo Jesús. Es verdad que no podemos esperar una respuesta dirigida de modo personal, a cada uno de nosotros. Pero también es cierto que nuestro Señor Jesucristo nos hace llegar su respuesta a cada hombre en particular, o través de la propia conciencia, o por medio de cualquier otra forma de comunicación.
El problema, por tanto, no está en que Jesús responda o no responda, sino en que el hombre pregunte con interés o no lo haga. La cuestión está, sobre todo, en que al oír la respuesta, la lleve a cabo con decisión y generosidad. Porque hay que tener en cuenta que, lo mismo que la promesa es única y formidable, también las exigencias que puede implicar suponen esfuerzo y abnegación. Dios, en efecto, nos promete la vida eterna, pero también exige que, por amor a Él, nos juguemos día a día nuestra vida terrena.
Jugarse la vida es amar a Dios sobre todas las cosas, con todas nuestras fuerzas, con todo el corazón y con toda la mente. Amar con un amor cuajado en obras, con un amor que no se busca a sí mismo, con un amor desinteresado y generoso, con un amor que sabe ver al mismo Jesucristo en el menesteroso, que no pasa de largo nunca ante la necesidad de los demás, sino que por el contrario, se para y averigua en qué puede ser útil al prójimo, al que está cerca de él, al alcance de sus servicios.
Es lo que hizo el samaritano de la parábola. Los otros, un sacerdote y un levita de la Antigua Alianza se hicieron los desentendidos, dieron un rodeo para no acercarse tan siquiera a quien yacía en tierra herido y ultrajado. Es una parábola que de alguna forma se repite de vez en cuando. Ojalá nunca pasemos de largo ante el dolor ajeno.
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