lunes, 30 de noviembre de 2015

Santo Evangelio 30 de Noviembre de 2015

Día litúrgico: 30 de Noviembre: San Andrés, apóstol

Texto del Evangelio (Mt 4,18-22): En aquel tiempo, caminando por la ribera del mar de Galilea vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés, echando la red en el mar, pues eran pescadores, y les dice: «Venid conmigo, y os haré pescadores de hombres». Y ellos al instante, dejando las redes, le siguieron. Caminando adelante, vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando sus redes; y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron.

«Os haré pescadores de hombres»
Prof. Dr. Mons. Lluís CLAVELL 
(Roma, Italia)

Hoy es la fiesta de san Andrés apóstol, una fiesta celebrada de manera solemne entre los cristianos de Oriente. Fue uno de los dos primeros jóvenes que conocieron a Jesús a la orilla del río Jordán y que tuvieron una larga conversación con Él. Enseguida buscó a su hermano Pedro, diciéndole «Hemos encontrado al Mesías» y lo llevó a Jesús (Jn 2,41). Poco tiempo después, Jesús llamó a estos dos hermanos pescadores amigos suyos, tal como leemos en el Evangelio de hoy: «Venid conmigo y os haré pescadores de hombres» (Mt 4,19). En el mismo pueblo había otra pareja de hermanos, Santiago y Juan, compañeros y amigos de los primeros, y pescadores como ellos. Jesús los llamó también a seguirlo. Es maravilloso leer que ellos lo dejaron todo y le siguieron “al instante”, palabras que se repiten en ambos casos. A Jesús no se le ha de decir: “después”, “más adelante”, “ahora tengo demasiado trabajo”...

También a cada uno de nosotros —a todos los cristianos— Jesús nos pide cada día que pongamos a su servicio todo lo que somos y tenemos —esto significa dejarlo todo, no tener nada como propio— para que, viviendo con Él las tareas de nuestro trabajo profesional y de nuestra familia, seamos “pescadores de hombres”. ¿Qué quiere decir “pescadores de hombres”? Una bonita respuesta puede ser un comentario de san Juan Crisóstomo. Este Padre y Doctor de la Iglesia dice que Andrés no sabía explicarle bien a su hermano Pedro quién era Jesús y, por esto, «lo llevó a la misma fuente de la luz», que es Jesucristo. “Pescar hombres” quiere decir ayudar a quienes nos rodean en la familia y en el trabajo a que encuentren a Cristo que es la única luz para nuestro camino.

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San Andrés, 30 Noviembre


30 NOVIEMBRE
HOMILÍAS
LECTIO DIVINA
S A N   A N D R É S
(+ s. I)

La liturgia griega distingue a San Andrés con el titulo de "protocletos", "el primer llamado"; pero, en rigor, este titulo ha de compartirlo con el apóstol Juan; ellos fueron los primeros que, en una tarde inolvidable, escucharon las palabras, nuevas para el mundo, de Jesús. Este recuerdo, siempre fresco en la memoria de Juan, ha quedado esculpida en su Evangelio.

Juan Bautista, austero y centelleante, habia encendido los ánimos y alentado la esperanza del pueblo judío, que ansiaba al Redentor. Jesús en Nazaret cuelga las herramientas de carpintero—su Madre lo mira expectante—y, envuelto en los peregrinos, se hace bautizar por Juan en el Jordán. Iba a empezar su vida pública. Una de aquellas tardes, el Bautista se encuentra dialogando con sus discípulos, a corta distancia pasa Jesús. El Bautista exclama, con voz y mirada de profeta: "He ahí el Cordero de Dios". Juan y Andrés se miraron con ojos encendidos; atónitos, siguen a Jesús de cerca. Atrás queda el Bautista. El mundo da aquí el primer paso hacia Jesús. Jesús acepta y agradece su gesto al decirles: "¿Qué buscáis?" Quieren saber dónde vive para dialogar en la intimidad y en el secreto del hogar. Hay por medio un misterio que no se puede decir en la calle. "Rabbí, que quiere decir Maestro, ¿dónde habitas?" "Venid y ved", les dijo Jesus. Le acompañaron a su morada. Una de tantas cabañas para guardianes de campos que aún hoy se conservan. Allí pasaron con Jesús desde las cuatro de la tarde hasta el anochecer.

Nos conmueve pensar en el diálogo de aquella tarde entre Jesús y los dos discípulos del Bautista. Aquellas palabras de Jesús, que inicia su vida piiblica de una forma tan sencilla, debieron de ser como las primeras flores intactas de una rica primavera o como el agua primera de una fuente. El mundo no habia hollado esas palabras ni los hombres habian adulterado su contenido. Palabras recién estrenadas para un mundo que debía encontrar en ellas su salvación. Alborea alegre la era de la gracia. Las palabras de Jesús iban horadando los corazones de aquellos pescadores sencillos, ya preparados por la predicación de Juan. Aquel gozo espiritual, aquel descubrimiento insospechado llenó de un entusiasmo sin doblez el corazón de Andrés. Al llegar a casa con la impresión de la entrevista, dijo a su hermano Pedro: "Hemos hallado el Mesías". Y Pedro contagiado por la fe de su hermano, corre a Jesús, y en Él encontró la hora inicial de una singular grandeza. Empieza a granar el mensaje de Jesús en los pobres. No fue ésta sin embargo, la llamada definitiva. Andrés volvió a mojar sus pies en el lago de Genesaret, a echar las redes y a sufrir los encantos y desencantos anejos al duro oficio de pescador.

Las barcas se alinean junto a la costa; los pescadores, descalzos, preparan sus redes o hacen el recuento de la pesca recogida; cae el sol lenta, majestuosamente; hay alegria y esperanza. Pasa Jesús y junto aquellos pescadores en faena lanza la red de su llamada: "Venid y os haré pcscadores de hombres". Allí quedó todo: el mar y la barca, peces y redes, y se fueron en pos de Jesús. Eran Andrés y Pedro. Después Santiago y Juan.

Durante los tres años de la vida pública, la vida de San Andres se hunde en el anonimato. Rápidos destellos fulgurantes nos descubren apenas la contextura espiritual del apóstol. Una vida andariega, azarosa, junto al Maestro, oyendo y empapándose del embrujo desconcertante de sus enseñanzas y de su vida. Privaciones, sufrimientos y la amargura final de una decepción cruel a la muerte de Jesús.

Pocas veces nos citan su nombre los evangelios. En la multiplicación de los panes se hace ,cargo de la imposibilidad de dar de comer a la multitud con cinco panes y dos peces. "Señor, aquí hay un joven que tiene cinco panes y dos peces. Pero ¿qué es esto para tanta gente?" También con Felipe sirvió de intermediario entre Jesús y unos griegos, llegados para la fiesta de la Pascua que querían verle, asombrados por el ardor de la gente que seguía al Maestro. Su nombre aparece, por excepción, entre los tres discípulos predilectos—Pedro, Juan y Santiago—cuando éstos pedían explicaciones a Jesús sobre los acontecimientos del fin de Jerusalén y sobre la predicción sombría del fin del mundo. A esto se reducen los relatos evangélicos.

De ellos se deduce que era natural de Betsaida. Ciudad situada junto al lago de Genesaret, visitada frecuentemente por Jesús y favorecida con multitud de milagros, no supo corresponder a esta predilección de Cristo, por lo cual fue duramente maldecida por Él. De allí salieron Santiago, Juan y Felipe, además de Pedro.

De oficio era pescador, por lo que su vida se desarrollaba en el lago y sus alrededores. Participaba de los vicios y virtudes de los de su clase, sometidos a una vida y un paisaje que influía hondamente en sus caracteres. "Los pescadores son gentes, por lo general, sencillas y poco cultas. Estos hombres enjutos, curtidos al sol y al viento, viven entregados totalmente a su oficio, tienen que pasar noches enteras sin dormir, en maniobras ininterrumpidas con las redes" (William). En esta vida dura y áspera, con sus muchos fracasos y escasa alegrías, fue donde se forjó la firme vocación del apóstol. La intrepidez y la constancia, alentada por la fuerza del Espíritu, hizo de él un apóstol decidido.

Vivía, aunque mayor, con su hermano Pedro. Con éste se trasladó desde Betsaida a Cafarnaún cuando Jesús hizo a esta ciudad centro de sus operaciones apostólicas.

No sabemos con seguridad si estaba casado, como Pedro, o soltero. Ni el Evangelio ni la tradición posterior nos dicen nada claro sobre esta materia. Las opiniones de los Santos Padres y escritores antiguos se dividen y no es posible encontrar una solución clara. La opinión más común es que todos los apóstoles, excepto Juan, estuvieron casados. También podría ser que los dos primeros apóstoles que hablaron con Jesús fueran vírgenes. De cualquier modo, todo lo dejó por seguir a Cristo.

Aparece San Andrés como hombre de índole calmada y serena, opuesto a la impetuosidad característica de su hermano Pedro. De corazón noble y abierto, inspiraba simpatía y confianza. De carácter sensible, era fácil al entusiasmo sencillo cuando una gran idea le dominaba. Aunque participó en las pequeñas rivalidades de los apóstoles sobre cuál sería el mayor y podía presentar el título de "primer llamado", no parece, sin embargo, apetecer grandes cosas. Le vencían en atrevimiento y en arrojo los hijos del Zebedeo, y sobre todo su hermano Pedro. Más sensato y prudente, Andrés; más pagado de sí mismo, y, por lo tanto, sujeto a más imprudencias, Pedro; los dos de espíritu leal y constante, sano y abierto. Si alguna virtud ha de calificarle, sería la sencillez.

Todo esto se deduce de las referencias bíblicas y también de las noticias que nos dan los Santos Padres y los escritores eclesiásticos. En cuanto a éstas, que recogen la tradición en torno al santo apóstol, no todas son igualmente ciertas, y por eso es conveniente distinguir lo cierto de lo dudoso.

Entre los documentos más antiguos que hablan de San Andrés, es importantísima la carta de los presbíteros de la iglesia de Acaya dirigida a toda la Iglesia. En ella, cariñosa y largamente, se narra el martirio de San Andrés en la ciudad de Acaya. De esta carta proceden la mayor y mejor parte de las noticias que nos da la antigüedad cristiana. Además, cada día los eruditos que han estudiado este documento, se inclinan a darle más valor histórico, si no en las circunstancias, sí en lo substancial del relato. En ella nos vamos a apoyar para lo que sigue.

Es tradición que después de la venida del Espíritu Santo le correspondió a San Andrés evangelizar la Escitia, cuna de pueblos bárbaros y feroces, en la parte sur de la Rusia actual, junto al mar Negro. Mas, como los demás apóstoles, no se limitaría a una sola región. La tradición recogida por los escritores antiguos nos da noticias de otras tierras evangelizadas: Asia Menor, Peloponeso, Tracia, Capadocia, Bitinia, Epiro. Traspasaría el Cáucaso y penetraría en las fronteras del Imperio romano. Estas tierras vendrían a ocupar en el mapa moderno, al menos en parte, las regiones de Grecia, Turquía, Bulgaria, Albania, Yugoslavia, Rumania, Ucrania y, sobre todo, las ciudades junto al mar Negro.

A San Andrés atribuye Nicéforo, en su catálogo de obispos de la Iglesia de Bizancio, la creación de esta sede, tan importante en el Oriente por su esplendor político y religioso frente a Roma. Dice Nicéforo: "El apóstol Andrés fue el predicador del Evangelio en Bizancio. Construyó un templo, donde se rogaba a Dios con santas oraciones, y ordenó obispo a su sucesor". Evangelizó, pues, segun esta tradición, la ancha zona de contacto entre Europa y Asia habitada por gentes refinadamente cultas, degradadas en sus cultos misteriosos y en sus costumbres corrompidas; o por gentes de instintos salvajes y bárbaros, que amenazaban la seguridad del pueblo romano.

San Isidoro de Sevilla recoge la tradición que dice que el apóstol Andrés predicó a los etíopes.

Más explícita es en cuanto al martirio la narración de los presbíteros de Acaya. No se puede dudar, a la luz de tantos y tan graves testimonios, que murió en Patrás ciudad de la región de Acaya, en la península de Crimea. Ciudad helénica que debe su celebridad precisamente al martirio de San Andrés.

El martirio consistió en ser colgado en una cruz aspada en forma de equis. La tradición la llama cruz de San Andrés y es el símbolo tradicional para distinguir a este apóstol. El arte la ha consagrado así. Cruz distinta en su forma a la de Jesús y Pedro. Tampoco fue clavado en ella, sino atado con fuertes cordeles por las extremidades, a fin de prolongar su agonía y hacer su muerte más dolorosa. Jesús y los dos hermanos—Pedro y Andrés—fueron crucifi,cados, aunque cada uno de forma diferente. Cristo les reservó una muerte semejante, como un lazo que los une en la vida y en la muerte, en la fidelidad a la misión evangelizadora, en el testimonio último de la sangre. Asemejarse a Jesús hasta en la muerte es una gracia que Dios otorgó a los dos pescadores de Galilea.

Estas son las circunstancias de su martirio. Llega Andrés a Patrás de Acaya, y su predicación es tan bien recibida por los paganos, que en poco tiempo son muchos los que creen en la predicación y en los milagros del discípulo de Cristo. En Roma se perseguía ya a los cristianos. Por los caminos del Imperio, hollados pacíficamente por los apóstoles, corrían las noticias de que en la Urbe no era grata la secta de los cristianos. Egeas, procónsul romano en Acaya, temió la rápida eficacia de la predicación de Andrés, y por fidelidad a Roma inició la persecución. No se dirige directamente al apóstol, sino a sus discípulos. Y éste, superando los momentos de turbación, se presenta directamente a Egeas. Va a jugar su última batalla. Quiere atraerle dulce o severamente a la verdad o morir en testimonio de esa verdad que predica.

Frente a frente Andrés y Egeas, van a discutir de los altos misterios del cristianismo. Andrés predica la salvación por la cruz de Cristo: pero Egeas, pagano, que sabe que la cruz es el castigo infamante propio de esclavos, afrenta suprema entre gentiles, se mofa de la muerte ignominiasa de Cristo en la cruz. El Santo, encendido en celo y en santa ira, hace un elogio lleno de vida de la cruz y de su poder salvador en Cristo. Se le escapan dos lágrimas, que denotan, no dolor, sino el ansia de morir en la cruz, de imitar al Maestro hasta en la muerte.

"Las almas perdidas—dice el apóstol—hay que rescatarlas por el misterio de la cruz." El corazón de Egeas se endurece. Un romano nunca podrá esperar la salvación de un crucificado. Intenta disuadir al Santo de sus propósitos, pero todo es inútil: la obsesión santa de la cruz le hace desear en su corazón tal género de martirio, y la maldad endurecida del procónsul no tiene inconveniente en dar este suplicio refinado a aquel hombre que le predica una verdad absurda, que no comprende. Una vez más, la verdad clara de Cristo luchando con las tinieblas paganas hasta hacer correr la sangre de los que llevan la antorcha de la luz.

Antes de colgarlo en la cruz aspada manda azotarlo bárbaramente. El deseo de la cruz lo devora, y es más tardo el verdugo para ponérsela en los hombros que el Santo para abrazarse con ella. Al verla arde su corazón en un monólogo íntimo y expresivo, una cordial bienvenida al ser deseado largamente. Como al niño a quien su sueño más bonito se le convirtiera en una realidad. Este es el saludo: "Me acerco a ti, ¡oh cruz!, seguro y alegre; recíbeme tú también con alegría. Acuérdate que soy discípulo de Aquel que pendió de ti. Siempre me has guardado fidelidad y yo ardo en deseos de abrazarte. ¡Oh cruz, llena de bienes!, tú has robado la belleza y esplendor de los miembros del Señor, que eran las piedras preciosas que te adornaban. ¡Cuánto tiempo te he deseado, con qué ansiedad y constancia te he buscado, y por fin mi espíritu, que te añoraba dulcemente, te ve delante de mí! Líbrame de los hombres y llévame a mi Maestro, para que de tus brazos me reciba quien en tus brazos me salvó".

En esta cruz tan ardientemente apetecida estuvo cuatro dias y cuatro noches, explicando las últimas lecciones, y las más hermosas, a los discípulos, que no se quitaban de su lado. Los confortaba, los animaba a sufrir y a esperar. Aquella lenta agonía le hacía gustar con más fruición el fin de sus dias, la inmolación por el Maestro. Poder testimoniar y rubricar con la propia sangre lo que fue semilla de verdad por los caminos del mundo. La misión de apóstol estaba cumplida, y de los ásperos brazos de la cruz voló a los brazos calientes de Jesus. Su cuerpo, recogido con cariño por los discípulos, fue enterrado por una noble matrona.

Hasta aquí el relato resumido, del cual bien podemos tener por cierto la substancia del hecho, envuelto en unas circunstancias que lo hacen más jugoso y admirable.

Andrés ha sido un apóstol, ha coronado felizmente su carrera apostólica. El apóstol da testimonio de la verdad del que le envía. La llamada de Jesús le ha conferido un sello imborrable y le ha confiado una misión. El apóstol es el enviado de Jesús, y aquí está su grandeza. No en sus dotes personales, en sus valores humanos, en su actividad, en su influencia; la magnitud de su personalidad reside en que un día Jesús puso en él sus ojos, comprendió la mirada penetrante, aceptó la misión que se le encomendaba y fue fiel hasta la muerte al mensaje recibido de Jesús, sin arredrarse ante la muerte ni ante los poderes humanos. Ser apóstol es orientar la vida y la obra hacia Jesús y hacia los hombres: recibir de Jesús palabra y vida y dar a los hombres, sin adulterarla, sin cambiarla, esa vida y esa palabra. El don del apostolado lleva a esto, a dar la vida, a sellar la palabra recibida con la muerte si así lo quiere Jesús. Y esto con fe, con alegría y con amor. Ser apóstol es dar testimonio de Jesús hasta lo último.

Entre las virtudes de San Andrés destacan la mansedumbre y la humildad, la sencillez e ingenuidad de su alma, el entusiasmo sincero por aquel Jesús a quien conoció una tarde inolvidable junto a las aguas del Jordán. El "primer llamado" demostró una gran constancia en la predicación y una paciencia inquebrantable en el dolor, dice el breviarío godo.

El amor a la cruz, fuente de vida, deseo de redención, forma la aureola mística de nuestro Santo. Los cristianos encuentran en este testigo del Evangelio no sólo la aceptación resignada, sino el afecto gozoso a este bárbaro instrumento de suplicio. Nos enseña a cargar con la cruz de cada día, como Jesús quiere de nosotros. "Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a si mismo, tome su cruz y me siga."

Las crónicas antiguas nos refieren multitud de milagros de San Andrés. Este poder asombroso de hacer milagros era una prerrogativa apostólica, un poder singular que Cristo concedió a sus apóstoles para facilitarles su predicación y en testimonio de ella. Sin embargo, aunque hizo muchos milagros, no nos consta que los que se nos cuentan sean auténticos.

El culto de San Andrés se extendió por toda la Iglesia, tanto oriental como occidental. Varias iglesias se disputan la gracia de poseer sus sagradas reliquias.

En las artes, la escultura y principalmente la pintura han dedicado una atención, artísticamente lograda, a San Andrés, sobre todo en la escena de su martirio. Entre los españoles destacan Murillo y Ribera, "el Españoleto": éste pintó más de un cuadro del Santo. Entre los extranjeros, Miguel Angel y Rubens. Todos han intentado plasmar la dulzura y serenidad de San Andrés en el suplicio de la cruz. Así el arte sirve a las narraciones históricas.

ANDRÉS FUENTES


pedroFuente: Cathoic.net 
Autor: P. Ángel Amo. 

Andrés era hermano de Simón Pedro y como él pescador en Cafarnaúm, a donde ambos habían llegado de su natal Betsaida. Como lo demuestran las profesiones que ejercían los doce apóstoles, Jesús dio la preferencia a los pescadores, aunque dentro del colegio apostólico están representados los agricultores con Santiago el Menor y su hermano Judas Tadeo, y los comerciantes con la presencia de Mateo. De los doce, el primero en ser sacado de las faenas de la pesca en el lago de Tiberíades para ser honrado con el titulo de “pescador de hombres” fue precisamente Andrés, junto con Juan.

Los dos primeros discípulos ya habían respondido al llamamiento del Bautista, cuya incisiva predicación los había sacado de su pacífica vida cotidiana para prepararse a la inminente venida del Mesías. Cuando el austero profeta se lo señaló, Andrés y Juan se acercaron a Jesús y con sencillez se limitaron a preguntarle: “Maestro, ¿dónde habitas?”, signo evidente de que en su corazón ya habían hecho su elección.

Andrés fue también el primero que reclutó nuevos discípulos para el Maestro: “Andrés encontró primero a su hermano Simón y le dijo: Hemos encontrado al Mesías. Y lo llevó a Jesús”. Por esto Andrés ocupa un puesto eminente en la lista de los apóstoles: los evangelistas Mateo y Lucas lo colocan en el segundo lugar después de Pedro.

Además del llamamiento, el Evangelio habla del Apóstol Andrés otras tres veces: en la multiplicación de los panes, cuando presenta al muchacho con unos panes y unos peces; cuando se hace intermediario de los forasteros que han ido a Jerusalén y desean ser presentados a Jesús; y cuando con su pregunta hace que Jesús profetice la destrucción de Jerusalén.

Después de la Ascensión la Escritura no habla más de él. Los muchos escritos apócrifos que tratan de colmar este silencio son demasiado fabulosos para que se les pueda creer. La única noticia probable es que Andrés anunció la buena noticia en regiones bárbaras como la Scitia, en la Rusia meridional, como refiere el historiador Eusebio. Tampoco se tienen noticias seguras respecto de su martirio que, según una Pasión apócrifa, fue por crucifixión, en una cruz griega.

Igual incertidumbre hay respecto de sus reliquias, trasladadas de Patrasso, probable lugar del martirio, a Constantinopla y después a Amalfi. La cabeza, llevada a Roma, fue restituida a Grecia por Pablo VI. Consta con certeza, por otra parte, la fecha de su fiesta, el 30 de noviembre, festejada ya por San Gregorio Nacianceno.

domingo, 29 de noviembre de 2015

Santo Evangelio 29 de Noviembre 2015

Día litúrgico: Domingo I (C) de Adviento

Texto del Evangelio (Lc 21,25-28.34-36): En aquel tiempo, decía Jesús a sus discípulos: «Habrá señales en el sol, en la luna y en las estrellas; y en la tierra, angustia de las gentes, perplejas por el estruendo del mar y de las olas, muriéndose los hombres de terror y de ansiedad por las cosas que vendrán sobre el mundo; porque las fuerzas de los cielos serán sacudidas. Y entonces verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria. Cuando empiecen a suceder estas cosas, cobrad ánimo y levantad la cabeza porque se acerca vuestra liberación.

»Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre».

«Estad en vela (...) orando en todo tiempo para que (...) podáis estar en pie delante del Hijo del hombre»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, justo al comenzar un nuevo año litúrgico, hacemos el propósito de renovar nuestra ilusión y nuestra lucha personal con vista a la santidad, propia y de todos. Nos invita a ello la propia Iglesia, recordándonos en el Evangelio de hoy la necesidad de estar siempre preparados, siempre “enamorados” del Señor: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida» (Lc 21,34).

Pero notemos un detalle que es importante entre enamorados: esta actitud de alerta —de preparación— no puede ser intermitente, sino que ha de ser permanente. Por esto, nos dice el Señor: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo» (Lc 21,36). ¡En todo tiempo!: ésta es la justa medida del amor. La fidelidad no se hace a base de un “ahora sí, ahora no”. Es, por tanto, muy conveniente que nuestro ritmo de piedad y de formación espiritual sea un ritmo habitual (día a día y semana a semana). Ojalá que cada jornada de nuestra vida la vivamos con mentalidad de estrenarnos; ojalá que cada mañana —al despertarnos— logremos decir: —Hoy vuelvo a nacer (¡gracias, Dios mío!); hoy vuelvo a recibir el Bautismo; hoy vuelvo a hacer la Primera Comunión; hoy me vuelvo a casar... Para perseverar con aire alegre hay que “re-estrenarse” y renovarse.

En esta vida no tenemos ciudad permanente. Llegará el día en que incluso «las fuerzas de los cielos serán sacudidas» (Lc 25,26). ¡Buen motivo para permanecer en estado de alerta! Pero, en este Adviento, la Iglesia añade un motivo muy bonito para nuestra gozosa preparación: ciertamente, un día los hombres «verán venir al Hijo del hombre en una nube con gran poder y gloria» (Lc 25,27), pero ahora Dios llega a la tierra con mansedumbre y discreción; en forma de recién nacido, hasta el punto que «Cristo se vio envuelto en pañales dentro de un pesebre» (San Cirilo de Jerusalén). Sólo un espíritu atento descubre en este Niño la magnitud del amor de Dios y su salvación (cf. Sal 84,8).

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San Saturnino de Tolosa, 29 Noviembre



29 de noviembre
SAN SATURNINO DE TOLOSA
(+ s. III)

El martirologio romano reza en este día lo siguiente: En Tolosa, en tiempo de Decio, San Saturnino, obispo; fue detenido por los paganos en el Capitolio de esta villa y arrojado desde lo alto de las gradas. Así, rota su cabeza, esparcido el cerebro, magullado el cuerpo, entregó su digna alma a Cristo".

Históricamente apenas se sabe nada sobre el primer arzobispo de Tolosa, pero la historia de su época y de su país y numerosos testimonios relativos a su culto nos ayudan a tener de él un conocimiento más completo.

Los orígenes de la ciudad de Tolosa se remontan a las migraciones de los pueblos celtas en el siglo IV antes de nuestra era. Bajo la conquista romana—128 a. de C. 52 d. C.—, la Galia céltica asimiló la civilización de los que la ocuparon, guardando su espíritu propio. De esta manera, Tolosa, renovada por las instituciones romanas era en el siglo IV la ciudad más floreciente de la Narbonense. Así, Saturnino, el fundador de la iglesia de Tolosa entró en el siglo lll en una brillante ciudad galo-romana. Su figura destaca gloriosamente en la antigüedad cristiana de los paises occidentales.

Su nombre—diminutivo del dios Saturno—es tan común en latín que no indica nada del personaje, de quien, por otra parte, se desconoce todo lo anterior a su episcopado tolosano. a pesar de que leyendas posteriores le hacen venir de Roma o de Oriente.

Cuando Saturnino llegó a Tolosa no debió de encontrar allí más que un grupo pequeño de cristianos. Gracias a su celo apostólico se desarrolló rápidamente esta comunidad joven, que él organizó y a la que gobernó como buen pastor.

Si no se sabe nada cierto sobre su vida y apostolado, estamos mejor informados sobre su muerte: en el año 250 aparecieron en la Galia los edictos de Decio que obligaban a todos los cristianos a hacer acto público de idolatría. Durante esta persecución, la más terrible que tuvo lugar en la Galia, los sacerdotes paganos de Tolosa atribuyeron a la presencia de Saturnino en su ciudad el mutismo de sus ídolos, que no emitían oráculos. Un día, los sacerdotes paganos excitaron a la muchedumbre contra el obispo cuando pasaba ante el templo de Júpiter Capitolino. Quisieron obligarle a sacrificar a los dioses. Los paganos, exasperados ante su enérgica negativa, no quisieron esperar el final de un proceso regular. La muchedumbre, con la complicidad tácita de los magistrados, se apoderó de Saturnino y le ató con una cuerda detrás de un toro que iba a ser inmolado y que huyó furioso. Rota la cabeza y despedazado el cuerpo, Saturnino encontró así una muerte heroica causada por el motín popular.

Su comunidad, fortificada en su fe, pero consternada por ese fin trágico, no se atrevía a tocar el cuerpo del mártir, porque la persecución exigía prudencia. Sin embargo, dos mujeres valerosas recogieron piadosamente el cuerpo, que quedó en el sitio donde la cuerda se había roto, y lo sepultaron dignamente cerca de allí, al norte de la ciudad, a la orilla de la gran ruta de Aquitania.

Un siglo más tarde el obispo Hilario hizo construir sobre la tumba de su predecesor una bóveda de ladrillo y una basílica pequeña en madera. El obispo Silvio, que posiblemente fue el sucesor de Hilario, empezó la construcción de una nueva basílica, terminada por Exuperio en el siglo v y destruida por los sarracenos en 711.

La fiesta del mártir no fue celebrada litúrgicamente, y por eso debió olvidarse muy pronto; más tarde, cuando la memoria del mártir fue restablecida, se le asignó la fecha de 29 de noviembre, día ya insigne, porque era la fecha de su homónimo el mártir romano Saturnino, muerto hacia el año 300, y al que no hay que confundir con Saturnino de Tolosa.

Dos siglos después del martirio, cuando su culto estaba ya bien establecido, un clérigo tolosano compuso en su honor un panegírico, que sigue siendo la mejor fuente de información. Es un sermón hecho para la fiesta del mártir; el estilo es el de los elogios que por la misma época pronunciaban Agustín y Juan Crisóstomo.

Hacia el año 530 San Cesáreo de Arlés, narrando con candor la evangelización de la Galia, pondrá al primer obispo de Tolosa entre el número de los discípulos de los apóstoles, haciéndole así compañero de San Trófimo de Arlés. Los siglos siguientes lo encarecerán más aún, y la "pasión" de San Saturnino, tomada y reformada sin cesar, hará nacer una literatura legendaria.

Damos a continuación el resumen tal como aparece la "vida" del Santo en los relatos más cuidados:

San Saturnino nació en Patrás, hijo del rey Egeo de Acaya y de la reina Casandra, hija de Tolomeo. Marchó a Palestina para ver a San Juan Bautista, quien le bautizó y la encaminó hacia Cristo. Asistió a la multiplicación de los panes, a la santa cena, y cuando Jesús apareció resucitado fue él quien le llevó pescado asado y un panal de miel. Asistió a la última pesca milagrosa y estuvo presente en el Cenáculo el día de Pentecostés. Siguió a San Pedro quien, después de haberle enviado en misión a la Pentápolis y a Persia, le condujo a Roma, donde le consagró obispo. Después le envió a Tolosa, acompañado de San Papoul. En Nimes convirtió a San Honesto y se lo asoció. Los dos fueron aprisionados en Carcasona y salvados milagrosamente. En Tolosa, Saturnino curó de lepra a una dama noble; después envió a Honesto a España; éste, cumplida su misión, volvió a buscarle. Saturnino bautizó en Pamplona a cuarenta mil personas (! ), después recorrió Galicia, siempre con el mismo éxito, y llegó hasta Toledo; volvió a Francia por Comminges. Poco después de su vuelta a Tolosa sufrió el martirio atado a un toro.

Una iglesia regional no es un campo cerrado; es una familia que da y que recibe. Quedan muchos testimonios de este dar y recibir: los tolosanos celebran santos que han vivido entre sus vecinos los españoles, como San Acisclo—17 de noviembre—, y la Iglesia española no deja de celebrar al primer obispo de Tolosa. Su culto atravesó los Pirineos en el siglo v; lo favoreció el que el reino visigótico se extendiera también por el otro lado de las montañas. En eI siglo IX, a partir de la Reconquista, San Saturnino, a quien los españoles no habían olvidado nunca, gozó de gran popularidad gracias a los cruzados franceses. En efecto, se acordaban de que San Sernin de Tolosa había sido una de sus más gloriosas etapas en la larga peregrinación a Santiago.

Gracias, pues, a Santiago de Compostela, se hizo, en sentido inverso, la propagación del culto a San Saturnino. Etapa obligada en el camino de Santiago, San Sernin era frecuentada por multitud de peregrinos que desde Tolosa llevaban a sus paises la devoción al gran obispo mártir. También su ,culto se extendió rápidamente en todo el país entre el Loira y el Rin, donde mucho lugares están bajo su patrocinio con nombre deformado: Sernin, Sornin, Sorlin y otros.

En Tolosa los peregrinos de Compostela encontraban la basílica que habia reemplazado la de Exuperio, y que, edificada lentamente a fines del siglo Xl, habia sido consagrada en 1096 por el papa Urbano II. El 6 de septiembre de 1258 el obispo Raimundo de Falgar procedió a la elevación de los restos de San Saturnino y los hizo depositar en el coro. San Saturnino es una de las más hermosas iglesias románicas, notable por sus cinco naves de once bovedillas, su vasto crucero y su coro de deambulatorio, guarnecido por capillas radiadas. En cuanto a la iglesia de Taur, se dice que se alza sobre el emplazamiento del antiguo Capitolio pagano (que no tiene nada que ver con el Ayuntamiento, donde en la Edad Media se tenían las sesiones capitulares), y que recuerda el lugar del martirio.

Al recuerdo de San Saturnino hay que asociar el de las dos santas mujeres que tuvieron la valentía de levantar el cuerpo del mártir mutilado horriblemente para enterrarle cerca del lugar donde el toro furioso se había detenido. La liturgia las celebra en la diócesis de Tolosa el día 17 de octubre bajo el nombre de "Santas Doncellas". La Pasión, escrita en el siglo v, precisa que ellas fueron apresadas por los paganos, azotadas con varas y arrojadas despiadadamente de la ciudad. Un leyenda posterior añade que San Saturnino en un viaje a España había encontrado a estas dos jóvenes, hijas del rey de Huesca, que las habia convertido y las habia llevado con él a su ciudad episcopal. Después del martirio del obispo y cuando fueron expulsadas de la ciudad, posiblemente se refugiarian en Ricaud. donde vivieron con santidad. fueron enterradas a algunos kilómetros al oeste de Castelnaudary (Aude), en una aldea que desde entonces se llamó Mas-Saintes-Puelles, y que llegó a ser el centro del culto a estas mujres humildes y devotas.

Toda la gloria del primer obispo de Tolosa, gloria que ha atravesado los siglos y las fronteras, tiene sus fuentes en el hecho de que se relaciona con él la evangelización primera de una región cuya influencia se extendió muy lejos hasta las orillas del Mediterráneo y por encima de los Pirineos.

La Iglesia se planta como un árbol que vive. Como una casa se la levanta aquí y allí donde no está; en este lugar ésta es la primera manifestación, la realización visible de] misterio redentor. Asi San Saturnino, antes de ser un mártir, es el fundador de la iglesia local. Su tumba es un signo de apostolicidad, de enraizamiento en la misión primera de los apóstoles; el espiritu de Cristo los empujaba a la conquista del mundo. A nuestros padres, penetrados del sentido cristiano de la misión evangélica, les gustaba ver en Saturnino un discípulo de los apóstoles. Así la leyenda de que hemos hablado es una manera de expresar que toda fundación de una iglesia local, todo trabajo de evangelización procede de la misión que Cristo dió a los apóstoles, transmitida sólo por ellos. Y, como ellos, Saturnino plantó la Iglesia de Cristo en su sangre.

Sus hijos celebran una misa especial en su honor. La colecta y el hermoso prefacio son éstos:

Oración de San Saturnino: "¡Oh Dios!, por la predicación del santo obispo Saturnino, vuestro mártir, nos habéis llamado a la admirable luz del Evangelio desde las tinieblas de la incredulidad. Haced, por su intercesión, que crezcamos en la gracia y en el conocimiento de Cristo, vuestro Hijo.

Prefacio de San Saturnino: "¡Oh Padre Eterno!, es justo pediros con confianza que no abandonéis a vuestros hijos. San Saturnino los ha engendrado por sus trabajos apostólicos, los ha nutrido con la palabra de salvación y los ha hecho firmes por la fidelidad de su martirio. Conservadnos, pues, por vuestro poder, para que, santificados en la verdad, perfectos en la unidad, os dignéis contarnos en la gloria, por Cristo Señor nuestro.

ANTOINE DUMAS, O.S.B.

sábado, 28 de noviembre de 2015

Santo Evangelio 28 de Noviembre 201

Día litúrgico: Sábado XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,34-36): En aquel tiempo, Jesús dijo a sus discípulos: «Guardaos de que no se hagan pesados vuestros corazones por el libertinaje, por la embriaguez y por las preocupaciones de la vida, y venga aquel Día de improviso sobre vosotros, como un lazo; porque vendrá sobre todos los que habitan toda la faz de la tierra. Estad en vela, pues, orando en todo tiempo para que tengáis fuerza y escapéis a todo lo que está para venir, y podáis estar en pie delante del Hijo del hombre».

«Estad en vela (...) orando en todo tiempo»
Rev. D. Antoni CAROL i Hostench 
(Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)


Hoy, último día del tiempo ordinario, Jesús nos advierte con meridiana claridad sobre la suerte de nuestro paso por esta vida. Si nos empeñamos, obstinadamente, en vivir absortos por la inmediatez de los afanes de la vida, llegará el último día de nuestra existencia terrena tan de repente que la misma ceguera de nuestra glotonería nos impedirá reconocer al mismísimo Dios, que vendrá (porque aquí estamos de paso, ¿lo sabías?) para llevarnos a la intimidad de su Amor infinito. Será algo así como lo que le ocurre a un niño malcriado: tan entretenido está con “sus” juguetes, que al final olvida el cariño de sus padres y la compañía de sus amigos. Cuando se da cuenta, llora desconsolado por su inesperada soledad. 

El antídoto que nos ofrece Jesús es igualmente claro: «Estad en vela, pues, orando en todo tiempo» (Lc 21,36). Vigilar y orar... El mismo aviso que les dio a sus Apóstoles la noche en que fue traicionado. La oración tiene un componente admirable de profecía, muchas veces olvidado en la predicación, es decir, de pasar del mero “ver” al “mirar” la cotidianeidad en su más profunda realidad. Como escribió Evagrio Póntico, «la vista es el mejor de todos los sentidos; la oración es la más divina de todas las virtudes». Los clásicos de la espiritualidad lo llaman “visión sobrenatural”, mirar con los ojos de Dios. O lo que es lo mismo, conocer la Verdad: de Dios, del mundo, de mí mismo. Los profetas fueron, no sólo los que “predecían lo que iba a venir”, sino también los que sabían interpretar el presente en su justa medida, alcance y densidad. Resultado: supieron reconducir la historia, con la ayuda de Dios. 

Tantas veces nos lamentamos de la situación del mundo. —¿Adónde iremos a parar?, decimos. Hoy, que es el último día del tiempo ordinario, es día también de resoluciones definitivas. Quizás ya va siendo hora de que alguien más esté dispuesto a levantarse de su embriaguez de presente y se ponga manos a la obra de un futuro mejor. ¿Quieres ser tú? Pues, ¡ánimo!, y que Dios te bendiga.

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San Jaime de la Marca. 28 Noviembre


28 de noviembre
 
San Jaime de la Marca
 (1394-1476)

Carta del papa Juan Pablo II (2-VIII-93) 

Carta de S.S. Juan Pablo II al obispo de San Benedetto del Tronto - Ripatransone - Montalto, con motivo del VI centenario del nacimiento de san Jaime de la Marca (L'Osservatore Romano, ed. esp., del 22-10-93; texto italiano en ActaOFM 112, 1993, 125-127).

Con ocasión del VI centenario del nacimiento de Jaime de la Marca, que tuvo lugar en Monteprandone en septiembre de 1393, deseo expresar mi participación en las diferentes manifestaciones religiosas y culturales con las que se quiere recordar la figura de este santo que honra a la Iglesia por la santidad de su vida, su acción misionera y su adhesión ferviente a los sucesores de Pedro en la cátedra romana. 

Sabemos que los Pontífices romanos pudieron contar con su disponibilidad incondicional en todas las misiones que le confiaron como predicador del Evangelio y defensor de la fe, así como de legado apostólico ante obispos y autoridades locales.

Esta devoción a la Sede de Pedro se funda en su fe, que recibió sentado en las rodillas de su madre y, después, mediante la enseñanza de un sacerdote pariente suyo. Él mismo llama a su propia madre «dulcissima mea parens» (cf. Códice autógrafo M 30, f 380 r) para dar testimonio de todas las amorosas atenciones recibidas en el seno de su familia y que son indispensables para la formación de una sólida personalidad humana y cristiana. En efecto, como he afirmado en otra ocasión, corresponde a la familia «formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios» (Familiaris consortio 53).

Consciente de estas responsabilidades, Jaime de la Marca exhorta a los padres a «dar amor a los hijos, ante todo enseñándoles a conocer a Dios; ayudándoles a aprender la oración del padrenuestro y las verdades de la fe; exhortándolos a confesarse, a comulgar, a celebrar las fiestas y a participar en la misa; educándolos en las buenas costumbres y enseñándoles a hablar y actuar honradamente, tanto en su casa como fuera de ella» (Serm. dom. 12 De reverentia et honore parentum).

A la luz de estos principios, el joven Jaime afrontó el ambiente universitario de Perusa, dedicándose al estudio de la jurisprudencia y a la educación de los niños. Después de haberse doctorado en derecho eclesiástico y civil, ejerció durante algún tiempo la profesión de notario público en el ayuntamiento de Florencia, y de juez en la pequeña localidad de Bibbiena. Los ideales de justicia y equidad, y la defensa de los pobres, que no dejó de promover, se reflejan también en las predicaciones con que, no mucho tiempo después, tratará de ayudar al prójimo.

Impulsado por la gracia divina, a los 23 años, «entregó a Cristo su cuerpo en la castidad y su alma en la obediencia, abandonando las cosas de poca importancia y las terrenas, la familia y las satisfacciones de la vida, buscando una sola cosa: a Jesucristo bendito» (cf. Serm. dom. De excellentia et utilitate sacrae religionis), y viviendo con plenitud la regla de san Francisco de Asís, cuya observancia rigurosa promovió junto con san Bernardino de Siena y san Juan de Capistrano.

Siguiendo las huellas de la tradición franciscana y, en particular, la enseñanza de san Bernardino de Siena, se dedicó a la predicación con el fin de anunciar a Jesús, redentor del hombre, en muchas regiones de Europa. A pesar de los esfuerzos agotadores y de las persecuciones, no dejó de recorrer los caminos de Italia, Bosnia, Eslovenia, Dalmacia, Hungría, Bohemia, Polonia, Alemania y Austria para instruir al pueblo en la verdad completa (cf. Jn 16, 13) contra las numerosas herejías de la época, convencido de que con la fuerza de la palabra de Dios es posible cambiar el mundo.

Fue realmente incansable en su lucha contra la ignorancia, la magia, las malas costumbres de los administradores públicos, la violencia difundida entre los individuos y los grupos, la explotación inmoral de niños y jóvenes, y la usura que oprimía a los pobres.

Su palabra, unida al testimonio de su vida, era tan fuerte que penetraba en los corazones de quienes lo escuchaban y los convertía al Señor. En una predicación afirmó: «He visto durante el sermón algunos soldados sexagenarios llorar mucho por sus pecados y la pasión de Cristo, y me confesaron que durante su vida jamás habían derramado una lágrima» (Serm. dom. 46 De magnifica virtute Verbi Dei). Ardía de caridad hacia Dios y hacia los hombres, y, por esta razón, sabía transmitir a los demás todo lo que colmaba su corazón, a saber, el amor de Cristo que lo impulsaba, como al apóstol Pablo, hacia sus hermanos (cf. 2 Cor 5, 14).

El Señor le concedió la gracia de ver a muchos pecadores arrepentidos: «La palabra de Dios tiene el poder de ablandar los corazones duros como la piedra, haciéndolos capaces de recibir el sello de la voluntad divina. Muchos pecadores desesperados vinieron a mí convencidos de estar destinados a la condenación, pero, tras escuchar la palabra, se fueron con la mayor confianza en Dios» (Serm. dom. 46 cit.).

Fue gran constructor de paz en los corazones y en las ciudades divididas por facciones. Se le reconocía gran competencia jurídica y autoridad moral. No sólo intervenía desde el púlpito en problemas sociales, sino que también lo invitaban a hablar en las asambleas legislativas, a las que proponía normas para la reforma de las costumbres con la autoridad que le daba su vida santa. En el período comprendido entre los años 1431 y 1439 trabajó especialmente en los países de Europa central (Bosnia, Dalmacia, Eslovenia, Hungría, etc.) para combatir las herejías y establecer la paz entre las diferentes etnias.

El mismo santo concedió siempre el perdón a sus pérfidos acusadores y a los que atentaron en numerosas ocasiones contra su vida, tanto en Italia como en otras naciones europeas. Al respecto escribió: «En el mundo no hay nada más grande que perdonar una ofensa y amar al enemigo. No es digno de honor someter muchas ciudades o regiones, cosa que saben hacer hombres armados que tienen muchos vicios; del mismo modo, tampoco se rinde honor al hombre pendenciero, iracundo y violento, sino a la persona pacífica y mansa. El perdón es un gesto de honrada venganza, realizada por Cristo y sus santos. Por tanto, tú no eres el primero ni el último en obrar así. Créeme, y no pienses que yo no ofendo a nadie; pero, con gran esfuerzo, trato de hacer el bien a todos, a pesar de que muchos a menudo me calumnian y me persiguen. Entonces, revestido con todas las armas de los ornamentos litúrgicos, voy al campo de batalla y, mientras elevo el Cuerpo de Cristo, digo: Padre clementísimo, perdona a mis perseguidores en el cielo, como yo los perdono aquí en la tierra» (Serm. dom. De pace et remissione iniuriarum).

¿Cuál era el secreto de Jaime de la Marca en esta obra de reconciliación y paz? Tenía una gran fe y una ardiente devoción a Jesús crucificado, meditaba su misterio de amor, hablaba con frecuencia de él y, de modo especial, cuando debía convertir los corazones de personas que odiaban al prójimo o querían vengarse por ofensas recibidas. Por tanto, después de haber hablado de passione et pace, se dirigía a esas personas diciéndoles: «Perdona a tus enemigos por amor a Jesús crucificado, perdona por amor a la pasión de Cristo bendito», y obtenía primero conmoción y voluntad de perdón, y después gestos concretos.

Jaime tenía un corazón abierto y disponible no sólo a la gracia divina, sino también a los hombres, para los qué él se hacía prójimo en sus necesidades espirituales y materiales, individuales y comunitarias. Fue, por tanto, un gran hombre de caridad, con iniciativas concretas: hizo construir hospitales para enfermos o promovió su restauración, escribiendo sus estatutos y confiándolos a confraternidades ya existentes o que él mismo fundaba; instituyó, con clarividencia, asociaciones de muchachos «para enseñar e instruir a los mismos muchachos en las costumbres buenas y honestas, a fin de que puedan dirigirse a sí mismos por el buen camino» (Riformanze di Potenza Picena, 12 de febrero de 1441, f. 755); desaconsejó a las familias los lujos inútiles o los gastos excesivos, motivados por la vanagloria; salió al encuentro de los pobres con diferentes medios, pero especialmente con la institución de Montes de piedad para préstamos con fianza; recuperó a prostitutas, iniciándolas en la práctica de la fe cristiana; mandó excavar pozos y cisternas para las necesidades de la población; promovió el estudio de las ciencias sagradas y profanas, e instituyó bibliotecas, a fin de que los predicadores pudieran acudir a ellas para cumplir su misión.

En esta actividad incansable lo sostuvo una filial y vivísima devoción a la Virgen María, Madre de Dios. La invocaba con frecuencia, le ofrecía cada día la corona del rosario y la visitaba en sus santuarios y especialmente en el de Loreto.

Al recordar esta figura tan luminosa en el VI centenario de su nacimiento, exhorto a los fieles de esa diócesis y de toda la región de Las Marcas a volver a descubrir su mensaje tan actual y su obra, de la que también hoy se tiene mucha necesidad. Que el año jubilar sea para todos un estímulo para renovar su propia vida a la luz del Evangelio, del que Jaime fue predicador incansable e inspirado.

Vaticano, 2 de agosto de 1993.
 

Santa Catalina Labouré, 28 Noviembre


28 NOVIEMBRE

SANTA CATALINA LABOURÉ
(+ 1876)

La capilla de las apariciones de la Medalla Milagrosa se encuentra en la rue du Bac, de París, en la casa madre de las Hijas de la Caridad. Es fácil llegar por "Metro". Se baja en Sevre-Babylone, y detrás de los grandes almacenes "Au Bon Marché" está el edificio. Una casona muy parisina, como tantas otras de aquel barrio tranquilo. Se cruza el portalón, se pasa un patio alargado y se llega a la capilla.

La capilla es enormemente vulgar, como cientos o miles de capillas de casas religiosas. Una pieza rectangular sin estilo definido. Aún ahora, a pesar de las decoraciones y arreglos, la capilla sigue siendo desangelada.

Uno comprende que la Virgen se apareciera en Lourdes, en el paisaje risueño de los Pirineos, a orillas de un río de alta montaña; que se apareciera inclusive en Fátima, en el adusto y grave escenario de la "Cova de Iría"; que se apareciera en tantos montículos, árboles, fuentes o arroyuelos, donde ahora ermitas y santuarios dan fe de que allí se apareció María a unos pastorcillos, a un solitario, a una campesina piadosa...

Pero la capilla de la rue du Bac es el sitio menos poético para una aparición. Y, sin embargo, es el sitio donde las cosas están prácticamente lo mismo que cuando la Virgen se manifestó aquella noche del 27 de noviembre de 1830.

Yo siempre que paso por París voy a decir misa a esta capilla, a orar ante aquel altar "desde el cual serán derramadas todas las gracias", a contemplar el sillón, un sillón de brazos y respaldo muy bajos, tapizado de velludillo rojo, gastado y algo sucio, donde lo fieles dejan cartas con peticiones, porque en él se sentó la Virgen.

Si la capilla debe toda su celebridad a las apariciones, lo mismo podemos decir de Santa Catalina Labouré, la privilegiada vidente de nuestra Señora. Sin esta atención singular, la buena religiosa hubiera sido una más entre tantas Hijas de la Caridad, llena de celo por cumplir su oficio, aunque sin alcanzar el mérito de la canonización. Pero la Virgen se apareció a sor Labouré en la capilla de la casa central, y así la devoción a la Medalla Milagrosa preparó el proceso que llevaría a sor Catalina a los altares y riadas de fieles al santuario parisino. Y tan vulgar como la calle de Bac fue la vida de la vidente, sin relieves exteriores, sin que trascendiera nada de lo que en su gran alma pasaba.

Catalina, o, mejor dicho, Zoe, como la llamaban en su casa, nació en Fain-les-Moutiers (Bretaña) el 2 de mayo de 1806, de una familia de agricultores acomodados, siendo la novena de once hermanos vivientes de entre diecisiete que tuvo el cristiano matrimonio.

La madre murió en 1815, quedando huérfana Zoe a los nueve años. Ha de interrumpir sus estudios elementales, que su misma madre dirigiera, y con su hermana pequeña, Tonina, la envían a casa de unos parientes, para llamarlas en 1818, cuando María Luisa, la hermana mayor, ingresa en las Hijas de la Caridad.

—Ahora—dice Zoe a Tonina—, nos toca a nosotras hacer marchar la casa.

Doce años y diez años..., o sea, dos mujeres de gobierno. Parece milagroso, pero la hacienda campesina marcha, Había que ver a Zoe en el palomar entre los pichones zureantes que la envuelven en una aureola blanca. O atendiendo a la cocina para tener a punto la mesa, a la que se sientan muchas bocas con buen apetito. Otras veces hay que llevar al tajo la comida de los trabajadores.

Y al mismo tiempo que los deberes de casa, Zoe tiene que prepararse a la primera comunión. Acude cada día al catecismo a la parroquia de Moutiers-Saint-Jean, y su alma crece en deseos de recibir al Señor. Cuando llega al fin día tan deseado, Zoe se hace más piadosa, más reconcentrada. Además ayuna los viernes y los sábados, a pesar de las amenazas de Tonina, que quiere denunciarla a su padre. El señor Labouré es un campesino serio, casi adusto, de pocas palabras. Zoe no puede franquearse con él, ni tampoco con Tonina o Augusto, sus hermanos pequeños, incapaces de comprender sus cosas.

Y ora, ora mucho. Siempre que tiene un rato disponible vuela a la iglesia, y, sobre todo, en la capilla de la Virgen el tiempo se le pasa volando.

Un día ve en sueños a un venerable anciano que celebra la misa y la hace señas para que se acerque; mas ella huye despavorida. La visión vuelve a repetirse al visitar a un enfermo, y entonces la figura sonriente del anciano la dice: "Algún día te acercarás a mí, y serás feliz". De momento no entiede nada, no puede hablar con nadie de estas cosas, pero ella sigue trabajando, acudiendo gozosa al enorme palomar para que la envuelvan sus palomos, tomando en su corazón una decisión irrevocable que reveló a su hermana.

—Yo, Tonina, no me casaré; cuando tú seas mayor le pediré permiso a padre y me iré de religiosa, como María Luisa.

Esto mismo se lo dice un día al señor Labouré, aunque sacando fuerzas de flaquezas, porque dudaba mucho del consentimiento paterno.

Efectivamente, el padre creyó haber dado bastante a Dios con una hija y no estaba dispuesto a perder a Zoe, la predilecta. La muchacha tal vez necesitaba cambiar de ambiente, ver mundo, como se dice en la aldea.

Y la mandó a París, a que ayudase a su hermano Carlos, que tenía montada una hostería frecuentada por obreros.

El cambio fue muy brusco. Zoe añora su casa de labor, las aves de su corral y, sobre todo, sus pichones y la tranquilidad de su campo. Aquí todo es falso y viciado. ¡Qué palabras se oyen, qué galanterías, qué atrevimientos!

Sólo por la noche, después de un día terrible de trabajo, la joven doncella encuentra soledad en su pobre habitación. Entonces ora más intensamente que nunca, pide a la Virgen que la saque de aquel ambiente tan peligroso.

Carlos comprende que su hermana sufre, y como tiene buen corazón quiere facilitarla la entrada en el convento. ¿Pero cómo solucionarlo estando el padre por medio?

Habla con Huberto, otro hermano mayor, que es un brillante oficial, que tiene abierto un pensionado para señoritas en Chatillon-sur-Seine. Aquella casa es más apropiada para Zoe.

El señor Labeuré accede. Otra vez el choque violento para la joven campesina, porque el colegio es refinado y en él se educan jóvenes de la mejor sociedad, que la zahieren con sus burlas. Pero perfecciona su pronunciación y puede reemprender sus estudios que dejara a los nueve años.

Un día, visitando el hospicio de la Caridad en Chatillon, quedó sorprendida viendo el retrato del anciano sacerdote que se le apareciera en su aldea. Era un cuadro de San Vicente de Paúl. Entonces comprendió cuál era su vocación, y como el Santo la predijera, se sintió feliz. Insistió ante su padre, y al fin éste se resignó a dar su consentimiento.

Zoe hizo su postulantado en la misma casa de Chatillon, y de allí marchó el día 21 de 1830 al "seminario" de la casa central de las Hijas de la Caridad en París.

A fines del noviciado, en enero de 1831, la directora del seminario dejó esta "ficha" de Zoe, que allí tomó el nombre de Catalina: "fuerte, de mediana talla; sabe leer y escribir para ella. El carácter parece bueno, el espiritu y el juicio no son sobresalientes. Es piadosa y trabaja en la virtud".

Pues bien: a esta novicia corriente, sin cualidades destacables, fue a quien se manifestó repetidas veces el año 1830 la Virgen Santísima.

He aquí cómo relata la propia sor Catalina su primera aparición:

"Vino después la fiesta de San Vicente, en la que nuestra buena madre Marta hizo, por la víspera, una instrucción referente a la devoción de los santos, en particular de la Santísima Virgen, lo que me produjo un deseo tal de ver a esta Señora, que me acosté con el pensamiento de que aquella misma noche vería a tan buena Madre. ¡Hacía tiempo que deseaba verla! Al fin me quedé dormida. Como se nos había distribuido un pedazo de lienzo de un roquete de San Vicente, yo había cortado el mío por la mitad y tragado una parte, quedándome así dormida con la idea de que San Vicente me obtendría la gracia de ver a la Santísima Virgen. "Por fin, a las once y media de la noche, oí que me llamaban por mi nombre: Hermana, hermana, hermana. Despertándome, miré del lado que había oído la voz, que era hacia el pasillo. Corro la cortina y veo un niño vestido de blanco, de edad de cuatro a cinco años, que me dice: Venid a la capilla; la Santísima Virgen os espera. Inmediatamente me vino al pensamiento: ¡Pero se me va a oir! El niño me respondió: Tranquilizaos, son las once y media; todo el mundo está profundamente dormido: venid, yo os aguardo. "Me apresuré a vestirme y me dirigí hacia el niño, que había permanecido de pie, sin alejarse de la cabecera de mi lecho. Puesto siempre a mi izquierda, me siguió, o más bien yo le seguí a él en todos sus pasos. Las luces de todos ios lugares por donde pasábamos estaban encendidas, lo que me llenaba de admiración. Creció de punto el asombro cuando, al ir a entrar en la capilla, se abrió la puerta apenas la hubo tocado el niño con la punta del dedo; y fue todavía mucho mayor cuando vi todas las velas y candeleros encendidos, lo que me traía a la memoria la misa de Navidad. No veía, sin embargo, a la Santísima Virgen. "El niño me condujo al presbiterio, al lado del sillón del señor director. Aquí me puse de rodillas, y el niño permaneció de pie todo el tiempo. Como éste se me hiciera largo, miré no fuesen a pasar por la tribuna las hermanas a quienes tocaba vela. "Al fin llegó la hora. El niño me lo previene y me dice: He aquí a la Santísima Virgen; hela aquí. Yo oí como un ruido, como el roce de un vestido de seda, procedente del lado de la tribuna, junto al cuadro de San José, que venía a colocarse en las gradas del altar, al lado del Evangelio, en un sillón parecido al de Santa Ana; sólo que el rostro de la Santísima Virgen no era como el de aquella Santa. "Dudaba yo si seria la Santísima Virgen, pero el ángel que estaba allí me dijo: He ahí a la Santísima Virgen. Me sería imposible decir lo que sentí en aquel momento, lo que pasó dentro de mí; parecíame que no la veía. Entonces el niño me habló, no como niño, sino como hombre, con la mayor energía y con palabras las más enérgicas también. Mirando entonces a la Santísima Virgen, me puse de un salto junto a Ella, de rodillas sobre las gradas del altar y las manos apoyadas sobre las rodillas de esta Señora... "El momento que allí se pasó, fue el más dulce de mi vida; me seria imposible explicar todo lo que sentí. Díjome la Santísiina Virgen cómo debía portarme con mi director y muchas otras cosas que no debo decir, la manera de conducirme en mis penas, viniendo (y me señaló el altar con la mano izquierda ) a postrarme ante él y derramar mi corazón; que allí recibiría todos los consuelos de que tuviera necesidad... Entonces yo le pregunté el completo significado de cuantas cosas habia visto, y Ella me lo explicó todo... "No sé el tiempo que allí permanecí; todo lo que sé es que, cuando la Virgen se retiró, yo no noté más que como algo que se desvanecía, y, en fin, como una sombra que se dirigía al lado de la tribuna por el mismo camino que había traído al venir. "Me levanté de las gradas del altar, y vi al niño donde le había dejado. Dijome: ¡Ya se fue! Tornamos por el mismo camino, siempre del todo iluminado y el niño continuamente a mi izquieda. Creo que este niño era el ángel de mi guarda, que se había hecho visible para hacerme ver a la Santísima Virgen, pues yo le había pedido mucho que me obtuviese este favor. Estaba vestido de blanco y llevaba en sí una luz maravillosa, o sea, que estaba resplandeciente de luz. Su edad sería como de cuatro a cinco años. "Vuelta a mi lecho, oí dar las dos de la mañana; ya no me dormí".

La anterior visión, que sor Catalina narra con todo candor, ocurrió en el mes de julio. fue como una preparación a las grandes visiones del mes de noviembre, que la Santa referiria a su confesor, el padre Aladel, por quién se insertaron los relatos en el proceso canónico iniciado seis años más tarde.

"A las cinco de la tarde, estando las Hijas de la Caridad haciendo oraciones, la Virgen Santísima se mostró a una hermana en un retablo de forma oval. La Reina de los cielos estaba de pie sobre el globo terráqueo, con vestido blanco y manto azul. Tenia en sus benditas manos unos como diamantes, de los cuales salían, en forma de hacecillos, rayos muy resplandecientes, que caían sobre la tierra... También vió en la parte superior del retablo escritas en caracteres de oro estas palabras: ¡Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos! Las cuales palabras formaban un semicírculo que, pasando sobre la cabeza de la Virgen, terminaba a la altura de sus manos virginales. En esto volvióse el retablo, y en su reverso viése la letra M, sobre la cual habia una cruz descansando sobre una barra, y debajo los corazones de Jesús y de Maria... Luego oyó estas palabras: Es preciso acuñar una medalla según este modelo; cuantos la llevaren puesta, teniendo aplicadas indulgencias, y devotamente rezaren esta súplica, alcanzarán especial protección de la Madre de Dios. E inmediatamente desapareció la visión".

Esta escena se repitió algunas veces, ya durante la misa, ya durante la oración, siempre en la capilla de la casa central. La primera aparición de la Medalla Milagrosa ocurrió el 27 de noviembre de 1830, un sábado víspera del primer domingo de adviento.

Pasado el seminario, sor Labouré fue enviada al hospicio de Enghien, en el arrabal de San Antonio, de París, lo que le dió facilidad de seguir comunicándose con su confesor, el padre Aladel. La Virgen había dicho a sor Catalina en su última aparición: "Hija mía, de aquí en adelante ya no me verás más, pero oirás mi voz en tus oraciones". En efecto, aunque no se repitieron semejantes gracias sensibles, sí las intelectuales, que ellas distinguía muy bien de las imaginativas o de los afectos del fervor.

En el hospicio de Enghien, la joven religiosa fue destinada a la cocina, donde no faltaba trabajo; pero interiormente sentía apremios para que la medalla se grabara, y así se lo comunicó al señor Alabel, como queja de la Virgen. El prudente religioso fue a visitar a monseñor de Quelen, arzobispo de París, y al fin, a mediados de 1832, consiguió permiso para grabar la medalla, pudiendo experimentar el propio prelado sus efectos milagrosos en monseñor de Pradt, ex obispo de Poitiers y Malinas, aplicándole una medalla y logrando su reconciliación con Roma, pues era uno de los obispos "constitucionales".

Sor Catalina recibió también una medalla, y, después de comprobar que estaba conforme al original, dijo: "Ahora es menester propagarla".

Esto fue fácil, pues la Hijas de la Caridad fueron las primeras propagandistas. Entre ellas había cundido la noticia de las apariciones, si bien se ignoraba qué hermana fuera la vidente, cosa que jamás pudo averiguarse hasta que la propia Sor Catalina en 1876, cuando ya presentía su muerte, se lo manifestó a su superiora para salvar del olvido algunos detalles que no constaban en el proceso canónico, en el que depuso solamente su confesor. Ni aun consintió en visitar al propio monseñor de Quelen, aunque deseaba vivamente conocerla o al menos hablar con ella. El padre pudo defender su anonimato alegando que sabía tales cosas por secreto de confesión.

La Medalla Milagrosa, nombre con que el pueblo comenzó a designarla por los milagros que a su contacto se obraban en todas partes, se hizo más popular con la ruidosa conversión del judío Alfonso de Ratisbona, ocurrida en Roma el 20 de enero de 1842. De paso por la Ciudad Eterna, el joven israelita recibió una medalla del barón de Bussieres, convertido hacía poco del protestantismo. Ratisbona la aceptó simplemente por urbanidad. Una tarde, esperándole en la pequeña iglesia de San Andrés dalle Fratre, se sintió atraído hacia la capilla de la Virgen, donde se le apareció esta Señora tal como venía grabada en la medalla. Se arrodilló y cayo como en éxtasis. No habló nada, pero lo comprendió todo; pidió el bautismo, renunció a la boda que tenía concertada, y con su hermano Teodoro, también convertido, fundó la Congregación de los Religiosos de Nuestra Señora de Sión para la conversión de los judíos.

A partir de entonces la Medalla Milagrosa adquiere la popularidad de las grandes devociones marianas, como el rosario o el escapulario.

Y entre tanto sor Catalina Labouré se hunde más y más en la humildad y el silencio. Cuarenta y cinco años de silencio. La aldeanita de Fain-les-Moutiers, que sabia callar en casa del señor Labouré, calla también ahora en el hospicio de ancianos.

Después de haber insistido, suplicado, conjurado, siempre con admirable modosidad, inclina la cabeza y espera en silencio.

En Enghien pasa de la cocina a la ropería, al cuidado del gallinero, lo que le recuerda sus pichones de la granja de la infancia: a la asistencia a los ancianos de la enfermería, al cargo, ya para hermanas inútiles y sin fuerzas, de la portería.

En 1865 muere el padre Aladel, y puede cualquiera pensar en la gran pena de la Santa. Sin embargo, durante las exequias alguien pudo observar el rostro radiante de sor Catalina, que presentía el premio que la Virgen otorgaba a su fiel servidor.

Otro sacerdote le sustituye en su cometido de confesor: la religiosa le informe sobre las apariciones, pero no consigue ser comprendida.

Sor Catalina habla de tales hechos extraordinarios exclusivamente con su confesor: ni siquiera en los apuntes íntimos de la semana de ejercicios hay referencias a sus visiones.

Ella vive en el silencio, y hasta tal punto es dueña de sí, que en los cuarenta y seis años de religiosa jamás hizo traición a su secreto, aun después que las novicias de 1830 iban desapareciendo, y se sabe que la testigo de las apariciones aún vive. La someten a preguntas imprevistas para cogerla de sorpresa, y todo en vano. Sor Catalina sigue impasible, desempeñando los vulgares oficios de comunidad con el aire más natural del mundo.

La virtud del silencio consiste no tanto en sustraerse a la atención de los demás cuanto en insistir ante su confesor con paciencia y sin desmayos, sin que estalle su dolor ante las dilaciones. Ha muerto el padre Aladel y el altar de la capilla sigue sin levantarse, y la religiosa teme que la muerte la impida cumplir toda la misión que se le confiara.

El confesor que sustituyó al padre Aladel es sustituido por otro. Estamos a principios de junio de 1876, año en que "sabe" la Santa que habrá de morir. Tiene delante pocos meses de vida. Ora con insistencia, y, después de haber pedido consejo a la Virgen, confía su secreto a la superiora de Enghien, la cual con voluntad y decisión consigue que se erija en el altar la estatua que perpetúe el recuerdo de las apariciones.

La misión ha sido cumplida del todo. Y sor Catalina muere ya rápidamente a los setenta años, el 31 de diciembre de 1876.

En noviembre de aquel año tuvo el consuelo de hacer los últimos ejercicios en la capilla de la rue de Bac, donde había sentido las confidencias de la Virgen.

Su muerte fue dulce, después de recibir los santos sacramentos, mientras le rezaban las letanías de la Inmaculada.

Cuando cincuenta y seis años más tarde el cardenal Verdier abría su sepultura para hacer la recognición oficial de sus reliquias, se halló su cuerpo incorrupto, intactos los bellos ojos azules que habían visto a la Virgen.

Hoy sus reliquias reposan en la propia capilla de la rue du Bac, en el altar de la Virgen del Globo, por cuya erección tuvo que luchar la Santa hasta el último instante.


Catalina Labouré, Santa

Beatificada por Pío XI en 1923, fue canonizada por Pío XII en 1947. Sus dos nombres fueron como el presagio de su existencia: Zoe significa "vida", y Catalina, 'pura".

CASIMIRO SÁNCHEZ ALISEDA
28 Noviembre
Fuente: Archidiócesis de Madrid 

 Catalina Labouré, Santa

Religiosa


Esta fue la santa que tuvo el honor de que la Sma. Virgen se le apareciera para recomendarle que hiciera la Medalla Milagrosa.


Sus padres tuvieron diecisiete hijos de los que vivieron nueve. Catalina era la séptima. Nació en Fain-les-Moutiers (Francia), el 2 de Enero del 1806. Huérfana de madre desde los nueve años, pasó la niñez entre las aves y los animales de la granja porque tuvo que hacerse cargo de las faenas de la casa junto con su hermana pequeña Tonina. Dos amas de casa, en una familia numerosa, que tenían doce y nueve años.

Ella nota el tirón de la vocación a la vida religiosa. Pero —los santos casi siempre lo tuvieron difícil— tiene que vencer engorrosas y complicadas dificultades familiares para poder realizarla. Incluso tuvo que trabajar como criada y camarera en los negocios de dos hermanos mayores suyos durante algunas temporadas. Lo que pasa es que, cuando Dios llama y uno persevera, las dificultades se superan.

Ingresó en las Hijas de la Caridad que fundó San Vicente de Paul. El amor a Dios le lleva a cumplir fielmente las ocupaciones habituales. Se desenvuelve en la vida sencilla y escondida de una religiosa que tiene por vocación atender a los que están limitados: asilos, hospitales, manicomios, hospicios etc., en donde hay enfermos, sufrimiento, camas, cocina, ropas ... rezos y ¡mucho amor a Dios! Hubiera empleado su vida, como tantas religiosas santas, sin que su nombre hubiera pasado a las líneas de la historia, de no habérsele aparecido la Virgen Santísima en el mes de Julio del 1830 y luego varias veces más. Aún se puede ver, en la rue du Bac, de París, el sillón de respaldo y brazos muy bajos, tapizado de velludillo rojo en donde estuvo sentada Nuestra Señora en la primera aparición. Aparte de otras cosas personales, le pide la Virgen que se grabe una medalla con su imagen en la que aparezcan unos haces de gracia que se derraman desde sus manos para bien de los hombres. Luego, esa medalla ha de difundirse por el mundo. Es el comienzo de la Medalla Milagrosa.

Después pasó su vida desempeñando trabajos escondidos y sin brillo propios de cualquier religiosa. Nadie supo hasta la muerte de esta monjita bretona — no muy letrada— el hecho de las apariciones que ella quiso guardar con el pudor propio de quien conoce la grandeza, las finuras y la personal delicadeza del amor. Sólo tuvo conocimiento puntual el P. Aladel, su confesor.



Muere el 31 de Diciembre del 1876. La canonizó el papa Pío XII.

viernes, 27 de noviembre de 2015

Santo Evangelio 27 de Noviembre 2015


Día litúrgico: Viernes XXXIV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 21,29-33): En aquel tiempo, Jesús puso a sus discípulos esta comparación: «Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis que el verano está ya cerca. Así también vosotros, cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca. Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán».

«Cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca»
Diácono D. Evaldo PINA FILHO 
(Brasilia, Brasil)

Hoy somos invitados por Jesús a ver las señales que se muestran en nuestro tiempo y época y, a reconocer en ellas la cercanía del Reino de Dios. La invitación es para que fijemos nuestra mirada en la higuera y en otros árboles —«Mirad la higuera y todos los árboles» (Lc 21,29)— y para fijar nuestra atención en aquello que percibimos que sucede en ellos: «Al verlos, sabéis que el verano está ya cerca» (Lc 21,30). Las higueras empezaban a brotar. Los brotes empezaban a surgir. No era apenas la expectativa de las flores o de los frutos que surgirían, era también el pronóstico del verano, en el que todos los árboles "empiezan a brotar". 

Según Benedicto XVI, «la Palabra de Dios nos impulsa a cambiar nuestro concepto de realismo». En efecto, «realista es quien reconoce en el Verbo de Dios el fundamento de todo». Esa Palabra viva que nos muestra el verano como señal de proximidad y de exuberancia de la luminosidad es la propia Luz: «Cuando veáis que sucede esto, sabed que el Reino de Dios está cerca» (Lc 21,31). En ese sentido, «ahora, la Palabra no sólo se puede oír, no sólo tiene una voz, sino que tiene un rostro (...) que podemos ver: Jesús de Nazaret» (Benedicto XVI). 

La comunicación de Jesús con el Padre fue perfecta; y todo lo que Él recibió del Padre, Él nos lo dio, comunicándose de la misma forma con nosotros. De esta manera, la cercanía del Reino de Dios, —que manifiesta la libre iniciativa de Dios que viene a nuestro encuentro— debe movernos a reconocer la proximidad del Reino, para que también nosotros nos comuniquemos con el Padre por medio de la Palabra del Señor —Verbum Domini—, reconociendo en todo ello la realización de las promesas del Padre en Cristo Jesús.

«El Reino de Dios está cerca»
+ Rev. D. Albert TAULÉ i Viñas 
(Barcelona, España)

Hoy Jesús nos invita a mirar cómo brota la higuera, símbolo de la Iglesia que se renueva periódicamente gracias a aquella fuerza interior que Dios le comunica (recordemos la alegoría de la vid y los sarmientos, cf. Jn 15): «Mirad la higuera y todos los árboles. Cuando ya echan brotes, al verlos, sabéis que el verano está ya cerca» (Lc 21,29-30).

El discurso escatológico que leemos en estos días, sigue un estilo profético que distorsiona deliberadamente la cronología, de manera que pone en el mismo plano acontecimientos que han de suceder en momentos diversos. El hecho de que en el fragmento escogido para la liturgia de hoy tengamos un ámbito muy reducido, nos da pie a pensar que tendríamos que entender lo que se nos dice como algo dirigido a nosotros, aquí y ahora: «No pasará esta generación hasta que todo esto suceda» (Lc 21,32). En efecto, Orígenes comenta: «Todo esto puede suceder en cada uno de nosotros; en nosotros puede quedar destruida la muerte, definitiva enemiga nuestra».

Yo quisiera hablar hoy como los profetas: estamos a punto de contemplar un gran brote en la Iglesia. Ved los signos de los tiempos (cf. Mt 16,3). Pronto ocurrirán cosas muy importantes. No tengáis miedo. Permaneced en vuestro sitio. Sembrad con entusiasmo. Después podréis recoger hermosas gavillas (cf. Sal 126,6). Es verdad que el hombre enemigo continuará sembrando cizaña. El mal no quedará separado hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 13,30). Pero el Reino de Dios ya está aquí entre nosotros. Y se abre paso, aunque con mucho esfuerzo (cf. Mt 11,12).

El Papa san Juan Pablo II nos lo decía al inicio del tercer milenio: «Duc in altum» (cf. Lc 5,4). A veces tenemos la sensación de no hacer nada provechoso, o incluso de retroceder. Pero estas impresiones pesimistas proceden de cálculos demasiado humanos, o de la mala imagen que malévolamente difunden de nosotros algunos medios de comunicación. La realidad escondida, que no hace ruido, es el trabajo constante realizado por todos con la fuerza que nos da el Espíritu Santo.

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27 de noviembre San Francisco Antonio Fasani


27 de noviembre
 San Francisco Antonio Fasani
(1681-1742) 

Texto de L’Osservatore Romano 

Franciscano conventual, sacerdote, que nació y murió en Lucera (Italia). Siendo todavía muy joven tomó el hábito de S. Francisco. Terminados brillantemente los estudios, lo dedicaron los superiores a la enseñanza, la predicación y el ministerio del confesonario. Ejerció con gran provecho las más diversas formas de apostolado sacerdotal; fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres.

San Francisco Antonio Fasani nació en Lucera (Foggia, Italia), el 16 de agosto de 1681 en una familia humilde y piadosa, y en el bautismo recibió el nombre de Juan.

Huérfano de padre ya desde su infancia, fue educado santamente por su piadosa madre. A los 15 años ingreso en la Orden de los Frailes Menores Conventuales. Emitió sus votos religiosos en Monte S. Angelo, donde transcurrió su año de noviciado. Frecuentó los estudios de filosofía y teología en los colegios de Venafro, Agnone, Montella, Aversa y Asís, junto a la tumba del Seráfico Padre San Francisco, donde fue ordenado sacerdote el 19 de septiembre de 1705. Doctorado con las máximas calificaciones, fue destinado como profesor de filosofía al convento de San Francisco en Lucera, su ciudad natal.

Ocupó sucesivamente los cargos y los oficios de superior, maestro de novicios, maestro de estudiantes profesos y de ministro provincial de la provincia religiosa de San Miguel Arcángel en Pulla.

Religioso de inocente y transparente vida, recorrió rápidamente el camino de la santidad distinguiéndose por la humildad, la penitencia, la caridad, el espíritu de oración y las fervientes devociones al Sagrado Corazón y a la Virgen Inmaculada.

Su venerable cohermano Mons. Antonio Lucci, obispo de Bovino, lo definió santo, docto, profundo conocedor de las ciencias sagradas, cuyos tesoros dispensó abundantemente, ya sea desde la cátedra a las jóvenes mentes, ya sea desde el púlpito al pueblo cristiano.

Infatigable apóstol en medio de su pueblo, recorrió, durante 35 años, las ciudades y los poblados de Pulla Septentrional y de Molisa, predicando en todas partes la Palabra de Dios y difundiendo la luz de su ejemplo y el consuelo de la caridad. Su apostolado fue eminentemente franciscano, siendo siempre los más beneficiados los pobres, los enfermos y los encarcelados.

Fiel imitador del Patriarca de Asís, llegó a un elevado grado de contemplación, siendo enriquecido por Dios con carismas y dones especiales.

Célebre por sus virtudes y milagros, murió en Lucera el 29 de noviembre de 1742. Enseguida se inició el proceso canónico y, durante el pontificado de León XIII, con un decreto del 21 de junio de 1891, se proclamó la heroicidad de sus virtudes. El Papa Pío XII, el 15 de abril de 1951, lo elevó al honor de los altares declarándolo Beato. Y el Romano Pontífice Juan Pablo II lo canonizó el 13 de abril de 1986.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 13-IV-86]

* * * * *

De la homilía de Juan Pablo II en la misa de canonización (13-IV-1986)

En la liturgia de este domingo, tan cercano a la Pascua, resuena la breve pregunta de Cristo resucitado dirigida a Simón Pedro. La pregunta sobre el amor: «¿Me amas?..., ¿me amas más que éstos?» (Jn 21,15). A la pregunta de Cristo sobre el amor, Simón Pedro responde: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Y la tercera vez: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero» (Jn 21,17).

Ante Dios, que es «Amor», el valor de todo se mide con el amor. Ante Cristo, que «nos amó y se entregó por nosotros» (cf. Ef 5,2), el valor de la vida humana se mide sobre todo con el amor: con el don de sí mismos.

De este amor dio prueba ejemplar el franciscano conventual Francisco Antonio Fasani. Él hizo del amor que nos enseñó Cristo el parámetro fundamental de su existencia. El criterio basilar de su pensamiento y de su acción. El vértice supremo de sus aspiraciones.

También para él, la «pregunta sobre el amor» constituyó el criterio orientador de toda su vida, la cual, por lo mismo, no fue sino el resultado de una voluntad ardiente y tenaz de responder afirmativamente, como Pedro, a esa pregunta.

Con el acto de la canonización, que acabamos de realizar, la Iglesia misma, hoy, quiere dar testimonio de fray Francisco Antonio Fasani, atestiguando que él respondió verdadera y sinceramente que sí a esa pregunta crucial del Señor: una respuesta que, más que de sus labios, vino de su vida, totalmente dedicada a corresponder con heroica fidelidad al amor con el que Jesús le había amado desde la eternidad.

Este amor de Jesús -lo hemos recordado los días del Triduo pascual- no se detuvo ante el sacrificio supremo de la vida. El amor de fray Francisco Antonio Fasani fue de total adhesión al ejemplo del Señor. El nuevo Santo demostró con su vida -lo mismo que los Apóstoles- que siempre «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29), incluso al precio de sufrimientos y humillaciones, que no le faltaron, por encima del aprecio y de los consensos que su generosidad supo granjearse entre sus contemporáneos. Por lo tanto, su alegría -como la de los Apóstoles- estaba motivada por el hecho de sufrir y pasar trabajos por el Señor, cuando no incluso «por haber merecido ultrajes por su nombre» (cf. Hch 5,41).

San Fasani se nos presenta de modo especial como modelo perfecto de sacerdote y pastor de almas. Durante más de 35 años, en los comienzos del siglo XVIII, se dedicó, en su Lucera, pero con numerosas actuaciones también en las zonas circundantes, a las más diversas formas del ministerio y apostolado sacerdotal.

Verdadero amigo de su pueblo, fue para todos hermano y padre, eminente maestro de vida, buscado por todos como consejero iluminado y prudente, guía sabia y segura en los caminos del Espíritu, defensor y sostenedor valiente de los humildes y de los pobres. De esto da testimonio el reverente y afectuoso título con el que lo conocían los contemporáneos y que todavía es familiar para el buen pueblo de Lucera: para ellos, ayer como hoy, es siempre el «padre maestro».

Como religioso, fue un verdadero «ministro» en el sentido franciscano, es decir, el servidor de todos los hermanos: caritativo y comprensivo, pero santamente exigente de la observancia de la regla, y en especial de la práctica de la pobreza, dando él mismo ejemplo irreprensible de observancia regular y de austeridad de vida.

En una época caracterizada por tanta insensibilidad de los poderosos con relación a los problemas sociales, nuestro Santo se prodigó con inagotable caridad en favor de la elevación espiritual y material de su pueblo. Sus preferencias se dirigían a las clases más olvidadas y más explotadas, sobre todo a los humildes trabajadores de los campos, a los enfermos y a los que sufrían, a los encarcelados. Excogitó iniciativas geniales, solicitando la cooperación de las clases más pudientes, de manera que fuera posible llevar a cabo formas de asistencia concreta y capilar, que parecían anticiparse a los tiempos y preludiaban las formas modernas de la asistencia social.

«El Dios de nuestros padres resucitó a Jesús a quien vosotros matasteis colgándolo de un madero» (Hch 5,30): las palabras de San Pedro ante el Sanedrín de Jerusalén -las hemos escuchado hace poco en la primera lectura- pueden aplicarse muy bien a la acción pastoral de fray Francisco Antonio Fasani. El anuncio del misterio pascual fue el núcleo en torno al cual giró toda su predicación. No sin provocar a veces la hostilidad de ciertos ambientes más bien refractarios a los valores de la fe cristiana.

El siglo XVIII, en cuyos primeros decenios vivió y actuó el nuevo Santo, es conocido comúnmente como «el Siglo de las Luces», a causa del gran honor en que se tuvo a la razón humana. No pocos doctos de la época, llevados del entusiasmo por las posibilidades cognoscitivas del hombre, llegaron a poner en tela de juicio la otra fundamental fuente de luz: la fe. En particular, su sensibilidad chocaba con la cuestión de la incapacidad del hombre para salvarse sólo con sus fuerzas, no llegando, en consecuencia, a admitir la necesidad de un Redentor que viniera a liberarlo de su desesperada situación de impotencia.

Está claro que, en semejante contexto cultural, el anuncio del misterio de un Dios encarnado, que murió y resucitó para redimir al hombre del pecado, podía presentarse como particularmente desagradable y duro. El «mensaje de la cruz» podía aparecer de nuevo, como en los primeros tiempos del cristianismo, una verdadera y propia «necedad» (cf. 1 Cor 1,18). Se puede pensar que el padre Fasani, a quien el obispo Antonio Lucci señala como «docto en teología y profundo en filosofía», sintiera vivamente este contraste. En su Lucera, desde hace siglos importante centro de cultura y de arte, los fermentos de las ideas iluministas estaban ciertamente presentes y operantes. Quizá también el joven franciscano tuvo que afrontar su impacto, teniéndose que encontrar en el centro de las sordas resistencias de los ambientes a los que no agradaba -lo mismo que en otro tiempo a los miembros del Sanedrín- que se continuara «enseñando en nombre de ése», es decir, de Cristo (cf. Hch 5,28).

Sabemos con certeza que él fue predicador impávido e incansable. Recorrió repetidamente la Molisa y la provincia de Foggia, derramando por todas partes la semilla de la Palabra de Dios, hasta merecer el título de «apóstol de Daunia». Y en su predicación jamás atenuó las exigencias del Mensaje, con el deseo de complacer a los hombres. Como Pedro y los otros Apóstoles, también él estaba, efectivamente, sostenido por la convicción de que «hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5,29).

Fiel a la integridad de la doctrina, nuestro Santo fue, no obstante, humanísimo con todos los que se dirigían a él para manifestarle sus debilidades. Sabía que era ministro del que murió y resucitó «para otorgar a Israel la conversión con el perdón de los pecados» (Hch 5,31).

El padre Fasani fue un auténtico ministro del sacramento de la reconciliación, un infatigable apóstol del confesonario, en el que se sentaba durante largas horas de la jornada, acogiendo con infinita paciencia y gran benignidad a los que -de toda clase y condición- venían para buscar con corazón sincero el perdón de Dios.

¡Cuántos fueron los que, arrodillados ante su confesonario, experimentaron la verdad de las palabras que proclama hoy el Salmo responsorial!: «Señor Dios mío, a ti grité, y tú me sanaste. Señor, sacaste mi vida del abismo, me hiciste revivir cuando bajaba a la fosa».

La gratitud que los penitentes del padre Fasani experimentaron entonces en el secreto del confesonario, se perpetúa ahora en la alegría que ellos comparten con él en el cielo.

[L'Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 20-IV-86]

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Del discurso de Pío XII con motivo de la beatificación (15-IV-1951)

Hablando de la acogida que se le había hecho en Nazaret, Jesús decía con acento de tristeza: «Sólo en su tierra y en su casa desprecian a un profeta» (Mt 13,57). Él mismo quiso, para alentar a sus discípulos, experimentar la verdad dolorosa de este dicho, no desmentida sino en rarísimos casos. El beato Francisco Antonio Fasani ha sido una de estas excepciones. Salvo algunos años dedicados a su formación eclesiástica e intelectual, toda su vida transcurrió en la ciudad natal. El hijo y apóstol de Lucera huyó así a la suerte común y se sustrajo a la regla general: acaso porque ya estaba apartado de todos los consuelos y apoyos humanos, de todas las pequeñeces del amor propio.

Él reivindica para sí su condición de hijo de un pobre zapador, trabajador de la gleba; contempla con amor, dando gracias a Dios, la mísera casita natal, que ha quedado en pie mientras se derrumbaban los palacios que un violento terremoto hizo caer en pedazos; no se cansa de repetir que si Aquel que «levanta al miserable del polvo» (Sal 112,7) no le hubiese llamado a su servicio, habría sido igual a todos sus parientes, habría ido como ellos a cortar la leña o a guardar los cerdos. Sobre todo, con qué respeto, con qué filial ternura a la puerta del convento donde la multitud de los más necesitados espera pacientemente de la caridad el cotidiano alimento frugal, alarga él la escudilla de la menestra caliente a la madre, «la pobre Isabel», que está en el dintel de la puerta mezclada entre el grupo de los indigentes, como María esperaba a Jesús ante la entrada de la sinagoga.

Pero «el que se humilla será exaltado» (Lc 14,11). La estima, el afecto, la veneración le circundan. No tiene necesidad de defenderse de él. Como el Apóstol, insensible al caso que se hace de él, este humilde sabe mostrar su firmeza y sostener el prestigio de la autoridad que él ha recibida del Señor y no de los hombres. Se da al cuidado de los pobres, de los enfermos, de los encarcelados; predica desde los púlpitos, con no menos ciencia teológica que simplicidad comunicativa, la doctrina y la ley de Cristo; hace sentir su puño de hierro en la reforma de los religiosos y en la restauración de la observancia regular, uniendo o alternando, según la necesidad, la severidad y la dulzura, sin detrimento de la fortaleza y de la caridad.

¡Qué poemas son los últimos días de su santa vida! Una gira visitando a las familias a que está ligado por vínculos de gratitud y de las cuales quiere despedirse por última vez; un supremo esfuerzo para levantarse de noche, tembloroso por la fiebre, para responder a la llamada de un penitente suyo gravemente enfermo; una mañana de confesiones; una última jornada de fidelidad a la vida común y, finalmente, en el lecho donde la obediencia le mantiene, la serena preparación antes de ir a dar cuenta a Dios de su misión y de su vida.

Llegada para él la hora de la recompensa, el humilde y glorioso hijo de Lucera es aclamado, llorado, invocado por toda la población de su ciudad natal, sin distinción de clases ni de grados. Más de dos siglos han transcurrido desde su feliz tránsito sin que haya palidecido su memoria.

[Ecclesia, del 28-IV-1951, p. 5 (453)]