miércoles, 30 de abril de 2014

Santo Evangelio 30 de Abril de 2014

Día litúrgico: Miércoles II de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 3,16-21): En aquel tiempo dijo Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna. Porque Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él. El que cree en Él, no es juzgado; pero el que no cree, ya está juzgado, porque no ha creído en el Nombre del Hijo único de Dios. Y el juicio está en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal aborrece la luz y no va a la luz, para que no sean censuradas sus obras. Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios».


Comentario: Fr. Damien LIN Yuanheng (Singapore, Singapur)
Vino la luz al mundo

Hoy, ante la miríada de opiniones que plantea la vida moderna, puede parecer que la verdad ya no existe —la verdad acerca de Dios, la verdad sobre los temas relativos al género humano, la verdad sobre el matrimonio, las verdades morales y, en última instancia, la verdad sobre mí mismo.

El pasaje del Evangelio de hoy identifica a Jesucristo como «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14,6). Sin Jesús sólo encontramos desolación, falsedad y muerte. Sólo hay un camino, y sólo uno que lleve al Cielo,que se llama Jesucristo.

Cristo no es una opinión más. Jesucristo es la auténtica Verdad. Negar la verdad es como insistir en cerrar los ojos ante la luz del Sol. Tanto si le gusta como si no, el Sol siempre estará ahí; pero el infeliz ha escogido libremente cerrar sus ojos ante el Sol de la verdad. De igual forma, muchos se consumen en sus carreras con una tremenda fuerza de voluntad y exigen emplear todo su potencial, olvidando que tan solo pueden alcanzar la verdad acerca de sí mismos caminando junto a Jesucristo.

Por otra parte, según Benedicto XVI, «cada uno encuentra su propio bien asumiendo el proyecto que Dios tiene sobre él, para realizarlo plenamente: en efecto, encuentra en dicho proyecto su verdad y, aceptando esta verdad, se hace libre (cf. Jn 8,32)» (Encíclica "Caritas in Veritate"). La verdad de cada uno es una llamada a convertirse en el hijo o la hija de Dios en la Casa Celestial: «Porque ésta es la voluntad de Dios: tu santificación» (1Tes 4,3). Dios quiere hijos e hijas libres, no esclavos.

En realidad, el “yo” perfecto es un proyecto común entre Dios y yo. Cuando buscamos la santidad, empezamos a reflejar la verdad de Dios en nuestras vidas. El Papa lo dijo de una forma hermosísima: «Cada santo es como un rayo de luz que sale de la Palabra de Dios» (Exhortación apostólica "Verbum Domini").

Comentario: Rev. D. Manel VALLS i Serra (Barcelona, España)
Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna

Hoy, el Evangelio nos vuelve a invitar a recorrer el camino del apóstol Tomás, que va de la duda a la fe. Nosotros, como Tomás, nos presentamos ante el Señor con nuestras dudas, pero Él viene igualmente a buscarnos: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).

La mañana del día de Pascua, en la primera aparición, Tomás no estaba. «Pasados ocho días», no obstante su rechazo a creer, Tomás se une a los otros discípulos. La indicación está clara: lejos de la comunidad no se conserva la fe. Lejos de los hermanos, la fe no crece, no madura. En la Eucaristía de cada domingo reconocemos su Presencia. Si Tomás muestra la honestidad de su duda es porque el Señor no le concedió inicialmente lo que sí tuvo María Magdalena: no sólo escuchar y ver al Señor, sino tocarlo con sus propias manos. Cristo viene a nuestro encuentro, sobre todo, cuando nos reencontramos con los hermanos y cuando con ellos celebramos la fracción del Pan, es decir, la Eucaristía. Entonces nos invita a “meter la mano en su costado”, es decir, a penetrar en el misterio insondable de su vida.

El paso de la incredulidad a la fe tiene sus etapas. Nuestra conversión a Jesucristo —el paso de la oscuridad a la luz— es un proceso personal, pero necesitamos de la comunidad. En los pasados días de Semana Santa, todos nos sentimos urgidos a seguir a Jesús en su camino hacia la Cruz. Ahora, en pleno tiempo pascual, la Iglesia nos invita a entrar con Él a la vida nueva, con obras hechas según la luz de Dios (cf. Jn 3,21).

También nosotros hemos de sentir hoy personalmente la invitación de Jesús a Tomás: «No seas incrédulo, sino fiel» (Jn 3,21). Nos va la vida en ello, ya que «el que cree en Él, no es juzgado» (Jn 3,18), sino que va a la luz.

30 de abril BEATA MARÍA DE LA ENCARNACIÓN († 1618)

30 de abril

BEATA MARÍA DE LA ENCARNACIÓN

 († 1618)


Es la Beata María de la Encarnación un alma de Dios, verdaderamente atrayente, que supo buscarse los caminos de la santidad tanto en la vida del mundo como en el silencio y recogimiento del claustro.

 Nace en París, año de 1565, de nobles y piadosos padres, Nicolás Aurillot, señor de Champlastreus, y María l'Huillier, recibiendo en el bautismo el nombre de Bárbara. Hija de la esperanza y de la oración, cuando sus padres estaban ya sin hijos, es consagrada desde niña a Nuestra Señora, prometen vestirla de blanco hasta la edad de siete años y la ofrecen como voto de acción de gracias en una iglesia, dedicada a la Santísima Virgen.

 Educada en este ambiente de piedad, Bárbara crece en amor y devoción, y a los doce años entra de pupila en el monasterio de Santa Clara de Longchamps, donde recibe por primera vez al Señor, empezando a mirar ya desde pequeña con desprecio las cosas del mundo. El Señor, sin embargo, quería hacer de ella la mujer fuerte, santa en medio de su sencillez de mujer, de madre y de esposa.

 A los catorce años sale del monasterio y, a instancias de sus padres, pronto empieza a seguir la vida de sociedad, mezclada entre las jóvenes de su tiempo. Serena, con una piedad honda y reposada, pasa por la vida como quien se ha entregado por entero a Dios. No le preocupan las diversiones ni los consuelos humanos. Su madre, preocupada por lo que ella creía desviación de una piedad exagerada, trata al principio de convencerla con suaves razones para que alterne y se divierta como las otras, pero choca con la decisión inquebrantable de su hija. En seguida usa con ella de una guerra fría, en la que tanto había de padecer el alma sensible y delicada de Bárbara. Todo lo sufre ella por amor y, a pesar de las privaciones injustificadas que su madre le impone, sigue manifestándole siempre un profundo respeto y obediencia.

 Cuando llega el tiempo de tomar estado, Bárbara escoge decididamente el camino del claustro, pero sus padres se muestran en todo punto intransigentes, ya que no se resignan a perder, así de joven, a su hija. Para desviarla de su vocación le proponen un ventajoso partido, y a base de argucias y de amenazas logran que, al fin, consienta nuestra Beata en casarse con el contador Acaria, señor de Montdbrand y de Rucenay, caballero, por su parte, de buenas prendas personales, noble y cristiano.

 Pero el Señor no se había olvidado de su sierva, y en la compañía de su esposo sigue Bárbara su vida de casada con la misma devoción y piedad de antes. Su hogar vive de Dios, y es ella la primera en dar ejemplo de sencillez y de caridad para con todos, y especialmente con la servidumbre. Había entre ella, precisamente, una criada, que había recibido Bárbara a su salida del convento, Andrea Levoiz, un alma todo piedad y dada por completo al servicio divino. Las dos se ayudan mutuamente, hacen juntas sus devociones, se llevan cuenta de sus faltas y se animan para más adelantar en la perfección. Ante Andrea cae postrada nuestra Beata el mismo día de su boda, pidiéndole perdón entre amargas lágrimas por todas las ofensas que contra ella pudiera haber cometido. La sirvienta, considerándola ya señora de casa, no quiere oírla y solamente cede cuando la misma Bárbara reiteradamente se lo suplica.

 Ambas se dedican a la educación cristiana de los hijos que Dios había concedido al matrimonio. Seis fueron éstos, que son consagrados al Señor desde su nacimiento, y de ellos las tres hijas se habían de dedicar a Él enteramente, como su madre, en la nueva Orden de las Carmelitas Descalzas.

 Por este tiempo se iba a operar una nueva transformación en el alma de la joven esposa, que de ahora en adelante no vivirá sino solamente para la gloria de Dios y para el silencio recogido de la oración. Dios la quiso probar como a su madre Santa Teresa, y para ello utiliza los malos servicios de una amiga vana y casquivana, que poco a poco se fue introduciendo en la vida de Bárbara. Esta, a más de sus conversaciones ligeras, la va iniciando en lecturas más o menos profanas, que llegaron a turbar un tanto el alma serena de nuestra Beata, y hasta a dejarla en ocasiones fría e indiferente en sus prácticas de piedad. Su mismo esposo se da cuenta y quiere sustraerla del peligro, dándole libros más acomodados y haciéndole ver el peligro a que tales amistades la iban llevando. Bárbara entra en razón y, al fin, un día encuentra una de esas luces que a veces manda Dios a sus siervos y que sirven de base para un cambio total en la vida. Fueron aquellas palabras de San Agustín, que en cierta ocasión vinieron a caer, casi al azar, ante sus ojos: "Muy codicioso es el corazón que no se contenta con Dios". Bárbara piensa, se recrimina a sí misma, llora lo que de desviación pudo haber en su conducta con el Señor, y se entrega ya desde ahora por entero.

 Eran los días en que por Francia, y sobre todo en París, iba haciéndose tema de admiración y de gran simpatía la reforma carmelitana que había extendido Santa Teresa por España, y los escritos de la Santa eran lectura escogida de almas selectas y apostólicas. En París, en concreto, el celo de don Juan de Quintanadueñas y de otros varones devotos hacen que estos escritos se vayan extendiendo cada vez más. Entre los que más entusiasmados están con la idea se cuentan el prior de la Cartuja, el señor De Brétigny, Gallemant, el apostólico Bérulle, Duval y, unida al grupo y casi animadora de él, la esposa del contador Acaria, Bárbara de Aurillot. Al principio, a ésta no le acaban de convencer los escritos de la Santa, pero Dios la había ya escogido de antemano para su obra. Para ello, en 1601, tiene una aparición de Santa Teresa, donde le da a conocer el espíritu de su reforma y la anima para que trabaje y para que, por medio de ella, se pueda introducir en Francia. Bárbara da en seguida cuenta del suceso a su confesor, el mismo prior de la Cartuja, a quien le parece ser todo verdadero. Con esta ocasión todo el grupo se reúne varías veces en la Cartuja, con el propósito de poner en ejecución la voz del cielo, que hablaba por aquella alma santa.

 Bárbara desde este momento ha entrado a formar parte, y a veces como directora, de un gran movimiento apostólico, que ha de cristalizar al fin con la introducción de la reforma carmelitana en varios lugares de Francia, hasta que ella misma, como corona de todos sus sacrificios se consagre a Dios con las primeras carmelitas reformadas francesas, La obra, sin embargo, no se presenta tan fácil, y la sierva de Dios ha de sufrir tanto de unos como de otros, empezando por su mismo esposo, a quien no le agrada que Bárbara se dé tan de lleno al apostolado y a la virtud. Ella hace todo lo posible por atraérsele, usando siempre con él de sumisión y de obediencia rendida. Cuéntase que una vez, estando ya a punto de comulgar, dijéronla que la avisaba su esposo, y entonces, dejando la comunión, salió corriendo para atender a su llamada y obedecerle. Cuando le ve encarcelado en las guerras calvinistas, Bárbara no se separa de él y comparte sus penalidades, hasta que, por fin, logra que le pongan en libertad. Su esposo muere pronto, y desde entonces nada impedirá a nuestra Beata dedicarse a la primera ilusión que tuvo cuando joven.

 Mientras la idea de la reforma va cobrando de vez en vez más entusiasmo, madame de Acaria, Quintanadueñas y Brétigny hacen propaganda y obtienen del papa Clemente VIII las bulas necesarias para las nuevas fundaciones. Los primeros intentos se frustran, pero una nueva revelación de Santa Teresa a nuestra Beata en 1602, y la ayuda que les prestan personajes notables, dan un nuevo impulso a la idea. Entre otros interviene con gran eficacia el mismo San Francisco de Sales. Todos piden al padre general de España que les vaya preparando un número escogido de carmelitas reformadas para que estén dispuestas a pasar a Francia. Una comisión, con Bérulle a la cabeza, se decide a venir a Salamanca y al fin se decide que un grupo de monjas, entre ellas las Beatas Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, se preparen para el viaje de fundación. En 1604 entraban en París y el mismo día fueron a San Dionisio, donde les estaban esperando, a la entrada del puente de Nuestra Señora, las carrozas de la duquesa de Lonqueville, de su hermana la princesa de Estatuteville, de madame Acarie con sus tres hijas y de otras señoras. De esta manera, con sencillez y piedad carmelitanas, entran todos en el primer convento de monjas carmelitas reformadas de Francia, Nuestra Señora de los Campos, cantando con emoción inolvidable el salmo Laudate Dominum omnes gentes.

 Dado el primer paso, nuestra Beata se dispone a fomentar las fundaciones en diversas ciudades como en Pontoise en 1605 y en Tours en 1608, ayudándose a veces de sus parientes y preparando ella misma las novicias que habían de poblar aquellos "palomarcitos". La primera, en la diócesis de Versalles, iba a ser su preferida, santuario venerado, por otra parte, de la Orden de Francia, que iba a recoger el último suspiro de Bárbara, convertida ya en carmelita, y donde se conservan todavía sus venerados restos y los recuerdos de sus mortificaciones y penitencias. A esta fundación se entregó con todas sus energías, ayudada de sus hijas, y no descansó hasta que quedó inaugurada ante la presencia de la Beata Ana de Jesús, siendo la primera priora la otra Beata y apóstol del Carmelo, la madre Ana de San Bartolomé.

 En estas andanzas apostólicas estaba la viuda de Acaria cuando vio con toda claridad que también el Señor le pedía a ella que diera el último paso hacia una consagración definitiva y total en la Orden del Carmelo, que tanto le entusiasmara. Para ello pide consejo, arregla el futuro de sus hijos y, habiendo hecho un largo retiro espiritual en el monasterio de Nuestra Señora de los Campos, pide con toda humildad le sea concedida la gracia de poder vestir el hábito de profesa. Entonces recuerda que, estando en la iglesia de San Nicolás, en la Lorena, había tenido una visión de Santa Teresa, donde le indicaba que con el tiempo también ella habría de entrar en uno de sus conventos, aunque fuera de humilde lega. Y así fue, siendo al fin recibida en el convento de Amiéns, para lo que deja París en Miércoles de Ceniza del año 1614. Dispensada del tiempo del postulantado, el 7 de abril del mismo año viste el hábito de profesa, escogiendo como nombre el de María de la Encarnación. Desde ahora toda su ilusión ha de ser el pasar escondida y en silencio, guardando con toda puntualidad y obediencia las reglas. Dios, como ya lo hiciera otras veces en el siglo, la había de regalar con todas las dulzuras de la vida espiritual y pronto sus hermanas serían testigos de los éxtasis a que el Señor la elevaba, significando con ello la vida de amor y de entrega en que vivía su sierva. Para las monjitas, María de la Encarnación es como una niña llena de sencillez y de candor, con la alegría de las almas que parece que ya no viven en el mundo y que esperan únicamente el encuentro definitivo con el Señor.

 Pronto habían de realizarse sus deseos, pero no sin pasar antes por la prueba del dolor. Cuando llegaba el tiempo de su profesión cae enferma, y a tanto llega su gravedad, que la han de administrar los últimos sacramentos, quedando después sumida en un profundo éxtasis. Al recobrar los sentidos las hermanas que la rodean escuchan de sus labios cosas maravillosas que les decía de Dios, de la Virgen y de Santa Teresa, y al fin les ruega que recen por la Iglesia católica. Sin desaparecer la gravedad, llega el 8 de abril de 1615, en que le tocaba hacer la profesión, y, no queriendo retrasarla, enferma como estaba, se hace llevar en una camilla a un oratorio, que estaba enfrente del altar mayor, donde, con la solemnidad acostumbrada en la Orden, hace ante todas su profesión religiosa.

 Acabado el acto, se pasa todo el día cantando las alabanzas del Señor y repitiendo como fuera de sí aquel versículo: Misericordias Domini in aeternunm cantabo. Reclama de todas su ayuda para que, juntas, den gracias a Dios por el beneficio que con ella había usado, mientras les repite toda sumida en emoción y lágrimas- "¡Oh mi Dios, qué gracia me habéis hecho, qué misericordia!". Su hija mayor, sor María de Jesús, no se apartaba del lecho de su madre, pero cuando ésta la veía llorar le decía como reconviniéndola: "¿Y tú lloras? ¿Este es el amor que me tienes? ¿Sientes que yo pueda tener mi bien, mi único bien?”. Su lecho de dolor se convierte en maravillosa cátedra, donde a todas se les habla de obediencia, de la vanidad de las cosas de la tierra, de la alegría de vivir con Dios, del cielo.

 Pasada la primera prueba, y ya convalecida, es llevada a su querido convento de Pontoise, donde al año siguiente enferma de nuevo y donde se prepara, en medio de sufrimientos, al encuentro con el Esposo. La madre priora le pregunta en una ocasión si había tenido alguna revelación de cuándo y cómo moriría. "No, madre mía —le responde la Beata—, yo no deseo tener revelaciones. Ruego a Dios que no me las conceda ni me haga saber el tiempo y la hora de mi muerte; sólo deseo que me asista en aquel momento con su gracia y su misericordia". Pronto empeora y le dan de nuevo el Viático. Como vieran inminente su muerte, le preguntan las hermanas que qué gracia iba a pedir en el cielo por ellas. "Suplicaré a Dios —les decía— que las intenciones de Jesucristo tengan en todas un pleno cumplimiento." Como se acercara ya el momento, la priora le ruega que bendiga a todas, y ella lo hace, habiéndoles pedido primero perdón de sus faltas y de sus malos ejemplos. Era el Jueves Santo cuando recibe otra vez al Señor y, al preguntarle que si muere con gusto, les responde con toda sencillez: "Hermanas, no quiero vivir ni morir: sólo quiero lo que quiera Dios, y nada más".

 En esta alternativa vivió todavía hasta el miércoles de Pascua, cuando, después de un éxtasis prolongado, y en el momento mismo en que estaba recibiendo el sacramento de la extremaunción, entrega su alma sencilla y delicada al Señor. Minutos antes le había preguntado la priora qué había pensado durante el tiempo en que había estado en éxtasis. "En Dios, madre mía", le respondió.

 Y éstas fueron sus últimas palabras. Era el 16 de abril del año 1618.

 Pronto la fama de su santidad se extendió entre los fieles, y sus restos fueron cuidadosamente conservados en su querido convento de Pontoise. María de la Encarnación formaba el trío, con Ana de Jesús y Ana de San Bartolomé, de las grandes monjas carmelitas que implantaron la reforma en Francia. La memoria de su vida había quedado impresa en sus hermanas de hábito y pronto empezaron a menudear los milagros. El más célebre, y que sirvió de base para la causa de la beatificación, fue el operado en 1783 en la joven Felipa, que ante tal prodigio entra muy pronto en el convento de carmelitas de Compiégne, donde había de pasar los horrores de la Revolución francesa, y, siendo testigo del martirio de sus hermanas, iba a convertirse más tarde en cronista de aquellas heroínas del Señor.

 Durante la misma Revolución, y como premio a tantas virtudes, era solemnemente beatificada por el papa Pío VI, el 24 de mayo de 1791, la sencilla y delicada madame Acarie, que quiso llevar como religiosa el nombre de María de la Encarnación.

 FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ

martes, 29 de abril de 2014

Santo Evangelio 29 de Abril de 2014

Día litúrgico: Martes II de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 3,7-15): En aquel tiempo, Jesús dijo a Nicodemo: «No te asombres de que te haya dicho: ‘Tenéis que nacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu». Respondió Nicodemo: «¿Cómo puede ser eso?». Jesús le respondió: «Tú eres maestro en Israel y ¿no sabes estas cosas? En verdad, en verdad te digo: nosotros hablamos de lo que sabemos y damos testimonio de lo que hemos visto, pero vosotros no aceptáis nuestro testimonio. Si al deciros cosas de la tierra, no creéis, ¿cómo vais a creer si os digo cosas del cielo? Nadie ha subido al cielo sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea tenga por él vida eterna».


Comentario: Rev. D. Xavier SOBREVÍA i Vidal (Castelldefels, España)
Tenéis que nacer de lo alto

Hoy, Jesús nos expone la dificultad de prevenir y conocer la acción del Espíritu Santo: de hecho, «sopla donde quiere» (Jn 3,8). Esto lo relaciona con el testimonio que Él mismo está dando y con la necesidad de nacer de lo alto. «Tenéis que nacer de lo alto» (Jn 3,7), dice el Señor con claridad; es necesaria una nueva vida para poder entrar en la vida eterna. No es suficiente con un ir tirando para llegar al Reino del Cielo, se necesita una vida nueva regenerada por la acción del Espíritu de Dios. Nuestra vida profesional, familiar, deportiva, cultural, lúdica y, sobre todo, de piedad tiene que ser transformada por el sentido cristiano y por la acción de Dios. Todo, transversalmente, ha de ser impregnado por su Espíritu. Nada, absolutamente nada, debiera quedar fuera de la renovación que Dios realiza en nosotros con su Espíritu.

Una transformación que tiene a Jesucristo como catalizador. Él, que antes había de ser elevado en la Cruz y que también tenía que resucitar, es quien puede hacer que el Espíritu de Dios nos sea enviado. Él que ha venido de lo alto. Él que ha mostrado con muchos milagros su poder y su bondad. Él que en todo hace la voluntad del Padre. Él que ha sufrido hasta derramar la última gota de sangre por nosotros. Gracias al Espíritu que nos enviará, nosotros «podemos subir al Reino de los Cielos, por Él obtenemos la adopción filial, por Él se nos da la confianza de nombrar a Dios con el nombre de “Padre”, la participación de la gracia de Cristo y el derecho a participar de la gloria eterna» (San Basilio el Grande).

Hagamos que la acción del Espíritu tenga acogida en nosotros, escuchémosle, y apliquemos sus inspiraciones para que cada uno sea —en su lugar habitual— un buen ejemplo elevado que irradie la luz de Cristo.

29 de abril SANTA CATALINA DE SIENA

29 de abril

SANTA CATALINA DE SIENA

(†  1380)


Fue el día de la Anunciación de la Virgen y Domingo de Ramos de 1347. La Iglesia y Siena, con cánticos y ramos de olivo, daban la bienvenida a la niña Catalina, que veía la luz de este mundo en una casa de la calle de los Tintoreros, en el barrio de Fontebranda.

 A Catalina y a su hermana gemela Giovanna les habían precedido ya otros veintidós hermanos y les siguió otro, en el hogar cristiano y sencillo de Giacomo Benincasa y Lapa de Puccio del Piangenti.

 Del padre, tintorero de pieles, parece haber heredado Catalina la bondad de corazón, la caridad, la dulzura inagotable, y de la madre, mujer laboriosa y enérgica, la firmeza y la decisión.

 Catalina, niña, era alegre, bulliciosa, vivaracha; su encanto la hacía un poco el centro del cariño del amplio círculo familiar y de las amistades. A sus cinco o seis años tuvo su primera experiencia de lo sobrenatural —una visión en el valle Piatta— que marcó una huella definitiva en su vida y la dejó orientada hacia Dios. "A partir de esta hora pareció dejar de ser niña", cuenta uno de sus biógrafos. Comprendió la vida de los que se habían entregado a la santidad y sintió nacer en sí unos irresistibles deseos de imitarlos.

 Se volvió más reservada, más juiciosa; buscaba más la soledad para tratar a solas con Dios. Ante un altar de la Virgen tomó la resolución de no querer nunca por esposo a nadie más que a Jesucristo. Pero no tendría que esperar a que llegara la madurez de su juventud para poder medir el valor y el sentido de su consagración a Dios.

 Entonces, y en Italia, a los doce años, una joven tenia que empezar a preocuparse de su porvenir, y, en consecuencia, de su arreglo personal y buen parecer para agradar a los hombres. Lapa había ya casado a dos de sus hijas y pensaba que buscar el matrimonio era, al fin, como para ella había sido, la misión de toda mujer.

 Hasta los quince años de Catalina duró la obstinada presión familiar. Jamás desistió ella de su primer deseo de virginidad, pero tuvo, ciertamente, una crisis en su fervor. Su vida espiritual aflojó al dejar penetrar en su alma, con una vanidad muy femenina, el deseo de complacer a las criaturas (su madre y sus hermanas) más que a Dios. La hermana Buenaventura, con más éxito que los demás, la había inducido a preocuparse de los vestidos, a teñirse el cabello, a realzar su belleza natural con el maquillaje de aquellos tiempos, casi tan completo y complejo como el de los actuales. Pero esta hermana murió en un parto en el mes de agosto de 1362. Las lágrimas abundantes de Catalina no fueron solamente por la pérdida de su hermana predilecta. La vela mortecina junto a aquel cadáver hizo penetrar una luz nueva en su alma. Ella la llamaba siempre su conversión, su vuelta a Dios, su retorno a la entrega sin reservas ni resortes de ninguna clase.

 La lucha familiar se exaspera en torno de Catalina, hasta convertirse en una especie de persecución tenaz que la reduce a la condición de una sirvienta y la encierra en un aislamiento que ella aprovecha para entrar en la "celda interior" del conocimiento de sí misma y del trato habitual con Dios, que ya no abandonará de por vida. Aumenta de modo casi inconcebible sus maceraciones, su ayuno, su constante vigilia, hasta agotar la exuberancia y las fuerzas corporales de que hasta entonces había gozado.

 Excepcionalmente, dados sus diecisiete años, es admitida entre las hermanas de la Penitencia de Santo Domingo, especie de terciarias dominicas, llamadas mantellate por el manto negro que llevaban sobre el hábito blanco ceñido por una correa. Sin abandonar el ambiente familiar, vivían con unas reglas propias bajo la dirección de una superiora y de un director, religioso dominico, y desarrollaban una extraordinaria actividad espiritual y benéfica. Eran las almas consagradas a los enfermos y a los pobres.

 Sus primeros años de mantellata se caracterizan por una intensísima vida espiritual, con sus luchas que la purifican y elevan, por su caridad inexhausta e incansable mortificación interior y exterior, por una parte, y, por otra, por las elevadas y delicadísimas gracias místicas con que Dios la regala frecuentísimamente. Son casi cuatro años de vida solitaria entre combates furiosos y tentaciones sutiles, y el trato personal de inefable dulzura con Jesucristo, la Santísima Virgen, los santos.

 El recogimiento, arrobado a veces, con que oraba, el llanto incontenible, a pesar de las prohibiciones del confesor, al acercarse a comulgar, lo que empezaba a oírse de sus mortificaciones, agitó inevitablemente la marea del ambiente de una ciudad religiosa, con sus capillitas y sus bandos, como la Siena del 1300: celos de mujeres devotas, escepticismo de frailes y sacerdotes, los doctos que opinan de la ignorancia un tanto atrevida, según ellos, de la hija del tintorero Benincasa, los corrillos de vecinas en el barrio, en el típico lavadero de Fontebranda, los rumores que llegan a los salones elegantes y a las tertulias acomodadas...

 Y por la calleja pendiente que lleva a Fontebranda se ve descender una dama noble, un grave eclesiástico, un campanudo maestro en teología, el mozo despreocupado y libre hacia la tintorería para hablar con Catalina, que contaba apenas unos veinte años. Tomás de la Fuente, entonces su confesor, la había autorizado para ello. Su vibrante angustia materna por las almas la obligaba a darse siempre que se la pudiese necesitar. Son los albores de una fecunda maternidad espiritual, que no iba a limitarse a los senos misteriosos de la intimidad del Cuerpo Místico; son los primeros contactos de una nueva gran familia que nace.

 Iba a empezar para esta criatura enferma y frágil el portento de una actividad múltiple de apostolado, de acción política y diplomática en favor de la Iglesia. Dios la iba preparando para esta misión con sus gracias y sus pruebas. Le hacía ahondar incesantemente en la consideración de la propia "nada" frente al "Ser" de Dios, base de toda su vida espiritual. La admirable vida activa que llevaría a cabo por voluntad de Dios hasta el día de su muerte necesitaba una no menos admirable intensidad de vida interior. Pero en Catalina la actividad y el recogimiento jamás entraron en colisión ni se desarrollaron en doloroso contrapunto, como en la mayor parte de las almas. Eran dos modos externamente distintos, internamente idénticos, de amor a Dios, de darse a Dios, de vivir su entrega de modo eficaz y práctico.

 En el umbral de su vida pública de apostolado y de acción pacificadora entre las potencias terrenas se verifica su místico desposorio con Jesús, del que, como testimonio perenne, guardará en su dedo, hasta la muerte, una alianza imperceptible a todos los demás.

 En mayo de 1374 se reunía en Florencia, en la capilla llamada "de los españoles", el Capítulo general de la Orden de Predicadores. Por la responsabilidad que a la Orden podía caberle, tratándose de una terciaria, el Capítulo asumió la tarea del examen del espíritu de Catalina Benincasa. Lo aprobó y le señaló como confesor y director al hombre sabio, prudente, fervoroso que era Raimundo de Capua. Por Raimundo de Capua, elegido al poco de morir Catalina maestro general de la Orden, conocemos, con riquísima abundancia de detalles, la vida, las virtudes, las gracias místicas y las actividades de la que fue su hija y maestra al mismo tiempo.

 La terrible peste negra que ha pasado a la historia como la gran mortandad y en la que pereció más de la tercera parte de la ciudad de Siena, ofreció a Catalina y a Raimundo de Capua y demás "caterinatos", a su retorno de Florencia, una nueva oportunidad para el heroísmo en su amor al prójimo.

 Luego las ciudades de Pisa, donde —entre otros prodigios-- recibió los estigmas invisibles de la Pasión; Lucca, cuya alianza con Florencia en la lucha contra el Papa trató de impedir a toda costa, y de nuevo Pisa y Siena fueron el escenario del vivir virtuoso y del apostolado de la Santa.

 Movida por su implacable anhelo de servicio de la Iglesia y rogada por la ciudad de Florencia, que se hallaba castigada con la pena del entredicho por su rebeldía contra el Papa, Catalina emprende en la primavera de 1376 su viaje a la corte pontificia de Aviñón. Estaba íntimamente convencida de que la presencia del Romano Pontífice en su Sede de Roma tenía que contribuir grandemente a la reforma de las costumbres, a la sazón muy relajadas en los fieles, en los religiosos y en el clero alto y bajo, y a la pacificación del hervidero de luchas enconadas de las pequeñas repúblicas que formaban el mosaico político de Italia entre sí y de buena parte de ellas con el poder temporal de la Santa Sede.

 Con la humilde y sumisa intrepidez con que antes y en otras ocasiones había dirigido sus cartas al sucesor de Pedro, le habló personalmente en esta ocasión. Aquella terciaria de veintinueve años no tenía más razones que las razones de Dios, Gregorio XI, de carácter débil y fluctuante, decidió, por fin, abandonar Aviñón y volver a Roma el 13 de septiembre de aquel mismo año.

 Al año siguiente una misión de paz lleva a Catalina al castillo de Roca de Tentennano, en la Val D'orcia. La acompañan algunos frailes, entre ellos su director fray Raimundo de Capua, algunos discípulos y mantellate. Apacigua los miembros de las familias de los señores del Valle y su estancia allí se convierte en una singular y fecundísima misión pública.

 Mientras tanto, la situación política de Florencia se había ido agravando desde los últimos meses. Los florentinos exasperados se habían rebelado contra el entredicho pontificio y habían celebrado insolentemente solemnidades religiosas en la plaza de la Señoría. El Papa manda a Catalina a Florencia. En una de las sublevaciones populares la Santa se ve amenazada de muerte. En medio de las negociaciones, Gregorio XI es sucedido por Urbano VI, al que la Santa escribe cartas que son un puro clamor de angustia, una súplica instante. Llega, por fin, la paz entre la ciudad de Florencia y la Santa Sede, pero poco después empieza a verificarse uno de los más amargos vaticinios de Catalina: el cisma de Occidente, con su antipapa, cisma al que abrieron las puertas, más que el carácter áspero y duro de Urbano VI, la ambición de unos gobiernos y la relajación y poco espíritu de los cardenales de la Corte pontificia.

 De retorno a Siena, sumida el alma en la amargura indecible de los males que agobian a la Santa Iglesia, Catalina se engolfa en la contemplación de la Misericordia y de la Providencia y vuelca su alma de fuego, toda la luminosa experiencia del conocimiento de Dios y de sí misma, todo el ardor de su anhelo por el bien de la Santa Iglesia, en las páginas de este libro incomparable, que la contiene y resume a toda ella, que es el Diálogo de la Divina Providencia.

 Las páginas vivas, palpitantes, del Diálogo contienen el grito inenarrable que compendia toda la existencia y la misión de Catalina, dirigido a Dios: "Por tu gloria, Señor, salva al mundo". Santa Catalina escribió en él no lo que sabia, sino lo que vivía, lo que era, recogiendo una serie de experiencias místicas que se habrían perdido definitivamente para nosotros si, de modo providencial, no hubieran encontrado el eco cálido en las páginas del Diálogo. Con la misma fuerza captamos en ellas la respuesta divina en una promesa de misericordia sobre el hombre y la Santa Iglesia y en la enseñanza de los caminos por los que el hombre hallará su salvación.

 En octubre de 1378 había terminado el dictado del mismo a tres de sus discípulos, que la servían también de secretarios para su abundante correspondencia. Hasta nosotros han llegado casi 400 cartas, vivo retrato de su alma excepcional, eco apasionado en su mayor parte, de sus objetivos: la reforma y la cruzada para la reconquista de los Santos Lugares,

 El Papa la quiere, en estas horas luctuosas, junto a sí, en Roma. En la Ciudad Eterna lleva a cabo una ardiente campaña en favor del verdadero papa Urbano VI. Habla en Consistorio a los cardenales, sigue escribiendo cartas a las personas de mayor influencia, llama junto a sí a las más relevantes personalidades, por su santidad, que había en Italia. Su visión es clara, irreductible: los males de la Iglesia no tienen más remedio que una inundación de santidad en los miembros de la jerarquía y en el pueblo fiel. No por esto deja de estar presente y de trabajar infatigable entre los partidarios de uno y de otro Papa.

 En los primeros meses del año 1380 —último de su existencia terrena— la vida de Catalina parece una pequeña llama inquieta que apenas puede ser ya contenida por la fragilidad del cuerpo que se desmorona. Pero mientras viva será un holocausto por la Santa Iglesia. Ella misma había escrito antes: "Si muero, sabed que muero de pasión por la Iglesia". "Cerca de las nueve —dice en una emocionante carta a su director—, cuando salgo de oír misa, veríais andar una muerta camino de San Pedro y entrar de nuevo a trabajar en la nave de la Santa Iglesia. Allí me estoy hasta cerca de la hora de vísperas. No quisiera moverme de allí ni de día ni de noche, hasta ver a este pueblo sumiso y afianzado en la obediencia de su Padre, el Papa". Allí, arrodillada, en un éxtasis de sufrimiento interior y de súplica, se siente aplastada por el peso de la navicella, la nave de la Iglesia, que Dios le hace sentir gravitar sobre sus hombros frágiles de pobre mujer. "Catalina —escribía otro de sus discípulos— era como una mansa mula que sin resistencia llevaba el peso de los pecados de la Iglesia, como en su juventud había llevado desde la puerta de la casa hasta el granero los pesados sacos de trigo."

 Cerca de la iglesia y del convento de los padres dominicos de Santa María de la Minerva, en la Vía di Papa, tenía durante su estancia en Roma su humilde habitación. Dicta sus últimas cartas-testamento, desbordantes de ternura y de firmeza, con su habitual visión sobrenatural de todas las cosas. Interrumpe reiteradamente su dictado, con un suspiro hondo: "Pequé, Señor; compadécete de mí", o con el grito anhelante de amor a Jesucristo crucificado que había consumido toda su existencia: "Sangre, sangre".

 Rodeada de muchos de sus discípulos y seguidores, consumida hasta el agotamiento y el dolor por la enfermedad, ofrendaba el supremo holocausto de una vida consagrada íntegramente a Dios y a la Santa Iglesia. Con las palabras de Jesús: "Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu", radiante su cara de luz inusitada, inclinó suavemente la cabeza y entregó su alma a Dios, en la plenitud del estallido de la primavera romana. Era el 29 de abril, domingo antes de la Ascensión del Señor del año 1380.

 La Santa Madre Iglesia, con el sello de su autoridad, avaló el prodigio de santidad de la humilde hija del tintorero de Siena, por boca de su vicario Pío II, al canonizarla solemnemente en la festividad de San Pedro y San Pablo del año 1461.

 ANGEL MORTA FIGULS

lunes, 28 de abril de 2014

Santo Evangelio 28 de Abril de 2014

Día litúrgico: Lunes II de Pascua

Texto del Evangelio (Jn 3,1-8): Había entre los fariseos un hombre llamado Nicodemo, magistrado judío. Fue éste donde Jesús de noche y le dijo: «Rabbí, sabemos que has venido de Dios como maestro, porque nadie puede realizar las señales que tú realizas si Dios no está con él». Jesús le respondió: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios». 

Dícele Nicodemo: «¿Cómo puede uno nacer siendo ya viejo? ¿Puede acaso entrar otra vez en el seno de su madre y nacer?». Respondió Jesús: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios. Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu. No te asombres de que te haya dicho: ‘Tenéis que nacer de lo alto’. El viento sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu».


Comentario: Fray Josep Mª MASSANA i Mola OFM (Barcelona, España)
El que no nazca de lo alto no puede ver el Reino de Dios

Hoy, un «magistrado judío» (Jn 3,1) va al encuentro de Jesús. El Evangelio dice que lo hace de noche: ¿qué dirían los compañeros si se enterasen de ello? En la instrucción de Jesús encontramos una catequesis bautismal, que seguramente circulaba en la comunidad del Evangelista.

Hace muy pocos días celebrábamos la vigilia pascual. Una parte integrante de ella era la celebración del Bautismo, que es la Pascua, el paso de la muerte a la vida. La bendición solemne del agua y la renovación de las promesas fueron puntos clave en aquella noche santa.

En el ritual del bautismo hay una inmersión en el agua (símbolo de la muerte), y una salida del agua (imagen de la nueva vida). Se es sumergido con el pecado, y se sale de ahí renovado. Esto es lo que Jesús denomina «nacer de lo alto» o «nacer de nuevo» (cf. Jn 3,3). Esto es “nacer del agua”, “nacer del Espíritu” o “del soplo del viento...”.

Agua y Espíritu son los dos símbolos empleados por Jesús. Ambos expresan la acción del Espíritu Santo que purifica y da vida, limpia y anima, aplaca la sed y respira, suaviza y habla. Agua y Espíritu hacen una sola cosa.

En cambio, Jesús habla también de la oposición de carne y Espíritu: «Lo nacido de la carne, es carne; lo nacido del Espíritu, es espíritu» (Jn 3,6). El hombre carnal nace humanamente cuando aparece aquí abajo. Pero el hombre espiritual muere a lo que es puramente carnal y nace espiritualmente en el Bautismo, que es nacer de nuevo y de lo alto. Una bella fórmula de san Pablo podría ser nuestro lema de reflexión y acción, sobre todo en este tiempo pascual: «¿O es que ignoráis que cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su muerte? Fuimos, pues, con Él sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva» (Rom 6,3-4).

28 de abril SAN LUIS MARIA GRIGNON DE MONTFORT


28 de abril

SAN LUIS MARIA GRIGNON DE MONTFORT

 († 1716)


Es el apóstol por excelencia de la Santa Esclavitud de María, o de la Perfecta Consagración a la Santísima Virgen, según la fórmula por él popularizada: "Por María, con María, en María, para María".

 Nació el 31 de enero de 1673 en Montfort (Bretaña francesa), no lejos de la ciudad de Rennes. Fueron sus padres Juan Bautista Grignon y Juana Robert de la Biceule. Bautizado con el nombre de Luis el 1 de febrero en la iglesia parroquial de San Juan, hizo su primera comunión en el vecino pueblo de Iffendic. El nombre de "María" le tomó en la confirmación.

 Ocho años de estudios, hasta el primero de teología inclusive, en el colegio de los padres jesuitas de Rennes (1685-1693), donde fue congregante mariano y trabó amistad con sus compañeros Juan Bautista Blain y Claudio Poullart des Places; y otros ocho en París (1693-1700) completando los estudios de teología y preparándose para el sacerdocio a la sombra del seminario de San Sulpicio. El 5 de junio de 1700 era ordenado sacerdote, y poco después, en el altar de Nuestra Señora de San Sulpicio, que muchas veces, con cariño filial, había él adornado, decía su primera misa: "como un ángel”, en expresión de su amigo Blain.

 Su gusto hubiera sido consagrarse a la evangelización de los infieles en las misiones extranjeras; pero su director, el señor Leschassier, que lo era de San Sulpicio, tenía otros planes. Los jansenistas de Nantes monopolizaban por entonces la enseñanza en aquella ciudad. Dueños de la Universidad, habían logrado, además, eliminar del Seminario Mayor a los sacerdotes de San Sulpicio. Para contrarrestar su influjo en el clero, un santo sacerdote, Rene Léveque, de la diócesis de Nantes, en unión con uno de los arcedianos de la misma, el señor Jonchéres, había fundado una asociación de celosos sacerdotes, que formaron la Comunidad de San Clemente, así llamada de la parroquia a que fueron adscritos. El señor Jonchéres se encargó del Seminario y el señor Lévéque de la Comunidad. Como auxiliar de este último, ya anciano, era enviado a Nantes Montfort. La estancia iba a ser para él durísima. En el Seminario, se había infiltrado el espíritu jansenista en la persona del profesor Lanoë-Menard, y, obligada a oír sus conferencias, se había contagiado también la Comunidad de San Clemente. Muy pronto se dio cuenta Montfort de aquel ambiente, irrespirable para un fervoroso hijo de la Iglesia romana.

 Providencialmente Dios le sacó pronto de aquella casa, encaminándole a Poitiers, donde le esperaban no ligeras cruces, pero donde encontraría a la que años adelante, bajo su dirección, sería la fundadora de las Hijas de la Sabiduría, María Luisa Trichet, hija del primer magistrado de aquella ciudad. Nombrado capellán del hospital de Poitiers, por tres veces Fue despedido malamente de él. En una de estas ocasiones se trasladó a París. Destrozado del viaje, hecho como siempre a pie, se acogió al hospital de La Salpêtriére, en el cual, escribía él, se encontró con 5.000 pobres enfermos. Apenas repuesto un poco, había comenzado a ejercitar allí el oficio de enfermero con la misma heroica abnegación que en Poitiers, cuando un día, al sentarse a la mesa, encontró bajo su cubierto una esquela en que se le despedía. Y allí quedaba sin asilo y sin pan en medio de la ciudad inmensa. El pan se lo dieron de limosna las benedictinas del Santísimo Sacramento, y, por fin, bajo una escalera en la calle del Pot-de-fer, halló un cuchitril donde cobijarse. En este rincón se cree que escribió su primer libro; El amor de la sabiduría eterna, y en este inmenso desamparo fue donde comenzó a planear la fundación de la Compañía de María, poniéndose al habla con su antiguo condiscípulo Poullart des Places.

 Vocación definitiva de Montfort era la de misionero popular. En el mismo Poitiers dio ya con gran fruto cuatro o cinco misiones; pero, en vista de las dificultades que se le presentaban en aquella y en otras diócesis de Francia, pensó de nuevo en las misiones de ultramar, y con este intento se encaminó a Roma para pedir la bendición del Papa. El 6 de junio de 1706 era recibido en audiencia por Clemente XI, el debelador del renacido jansenismo, que le mandó quedarse en Francia. Para autorizar sus misiones le concedió el título de misionero apostólico.

 En los diez años escasos que le quedan de vida Montfort misionará, primero en medio de grandes contrariedades, en las diócesis de Rennes (1706), de Saint Malo y de Saint Brieuc (1707-1708) y en la de Nantes (1708-1711). Sólo los cinco últimos años (1711-1716) trabajará con alguna tranquilidad en las diócesis de La Rochela y de Lujon, cuyos prelados no se habían doblegado al jansenismo. En estos últimos años, sobre todo, se esforzará por formar sus Congregaciones religiosas.

 Una de las grandes tribulaciones de la primera etapa (1706-1711), tal vez la mayor de toda su vida, fue la demolición ordenada por Luis XIV, siniestramente informado, del grandioso Calvario de Pontchateau, en que, durante quince meses, dirigidos por Montfort, habían trabajado más de 20.000 obreros. Las misiones en las diócesis de La Rochela y de Luon fueron en conjunto triunfales, aunque no sin cruces: "Ninguna cruz: ¡que gran cruz!", solía decir el Santo.

 En las afueras de La Rochela, y en una ermita llamada de San Eloy, fue donde compuso las Reglas de las Hijas de la Sabiduría, y también, según se cree, el tratado de la verdadera devoción. Allí, una vez más, sintió la necesidad de reclutar un escuadrón de sacerdotes que se dedicaran a misionar por los pueblos. Tal vez allí brotó de sus entrañas la llamada justamente oración abrasada.

 Un viaje a París en el verano de 1713 buscando candidatos para la Compañía de María en el seminario fundado por su condiscípulo Poullart, y otro a Rouen, en el de 1714 para invitar a su amigo Blain, canónigo en aquella catedral, a que se le uniera en el proyecto de esta fundación. A la vuelta de este viaje se detuvo unos días en Nantes, en la casa de los "Incurables" por él fundada; y en Rennes, el último día de unos ejercicios hechos en su antiguo colegio, escribió la encendida carta a los amigos de la cruz.

 Vuelto a La Rochela, se ocupó, sobre todo, en organizar las escuelas de caridad, y fue allí donde, llamadas por él, vinieron a encontrarle sus hijas, María Luisa Trichet y Catalina Brunet —otra joven vivaracha de Poitiers—, para ponerse al frente de las escuelas de niñas, que se llamarían Escuelas de la Sabiduría.

 Pero se acercaba el fin de su vida —el había presentido y aun predicho que moriría antes de acabarse aquel año 1716—; y las fundaciones por que tanto había suspirado apenas estaban esbozadas. Había que alcanzar del cielo su desarrollo; y acudió a Nuestra Señora de Ardillers. Postrado a sus plantas se sintió escuchado. Ya podía morir.

 Su última misión fue la de San Lorenzo de Sévre. Pudiera decirse que la muerte le asaltó en el púlpito, predicando el último día por la tarde ante su gran amigo el obispo de La Rochela. El 27 de abril, después de dictar su testamento en el que pedía que su corazón fuera enterrado bajo la tarima del altar de la Santísima Virgen, entregaba su espíritu al Señor. Tenía cuarenta y tres años y tres meses. No menos de 100.000 personas de la comarca acudieron a venerar los restos de su apóstol

 Apenas ha podido entreverse por lo dicho aquí la eficacia extraordinaria de su palabra evangélica. Debíase esta eficacia, desde luego, a la gracia divina, que el Santo alcanzaba muy principalmente por intercesión de la Virgen Santísima. Junto con el crucifijo llevaba él siempre consigo una estatuita de Nuestra Señora, que instalaba en su habitación, en el confesonario, en el púlpito... en todas partes: Era la "Reina de los Corazones". A los ojos del pueblo, su vida penitente, su pobreza en el vestir, su espíritu de oración, su modestia constante, le conciliaban la veneración de todos. Venía sobre esto la predicación sabia y ardiente. Al mismo tiempo Montfort era maestro, en utilizar toda clase de recursos populares. Hasta siete procesiones, nos dice su contemporáneo Grandet, organizaba en cada misión. Especial solemnidad revestía la de la renovación de las promesas del bautismo. Otro elemento capital en todas sus misiones eran los cánticos. Son unos 24.000 los versos compuestos por él, que abarcan todos los temas usuales en las Misiones.

 Nada podemos decir aquí del desarrollo que, por fin, han logrado sus fundaciones religiosas. En cuanto a sus libros, ya se indicó la difusión inmensa que han tenido El secreto de María y la Verdadera devoción. Esos y los demás pueden verse en la edición española de la B. A. C., vol. III (1954), donde se hallará, en la introducción, la bibliografía que puede desearse. El 22 de enero de 1888 el siervo de Dios fue beatificado por León XIII; y el 20 de julio de 1947 canonizado por Pío XII.

 CAMILO Mª. ABAD, S. I.

domingo, 27 de abril de 2014

Breve biografía de San Juan XXIII



Juan XXIII

(Sotto il Monte, 1881 - Roma, 1963) Pontífice romano, de nombre Angelo Giuseppe Roncalli. Era el tercer hijo de los once que tuvieron Giambattista Roncalli y Mariana Mazzola, campesinos de antiguas raíces católicas, y su infancia transcurrió en una austera y honorable pobreza. Parece que fue un niño a la vez taciturno y alegre, dado a la soledad y a la lectura. Cuando reveló sus deseos de convertirse en sacerdote, su padre pensó muy atinadamente que primero debía estudiar latín con el viejo cura del vecino pueblo de Cervico, y allí lo envió.


Juan XXIII

Lo cierto es que, más tarde, el latín del papa Roncalli nunca fue muy bueno; se cuenta que, en una ocasión, mientras recomendaba el estudio del latín hablando en esa misma lengua, se detuvo de pronto y prosiguió su charla en italiano, con una sonrisa en los labios y aquella irónica candidez que le distinguía rebosando por sus ojos.

Por fin, a los once años ingresaba en el seminario de Bérgamo, famoso entonces por la piedad de los sacerdotes que formaba más que por su brillantez. En esa época comenzaría a escribir su Diario del alma, que continuó prácticamente sin interrupciones durante toda su vida y que hoy es un testimonio insustituible y fiel de sus desvelos, sus reflexiones y sus sentimientos.

En 1901, Roncalli pasó al seminario mayor de San Apollinaire reafirmado en su propósito de seguir la carrera eclesiástica. Sin embargo, ese mismo año hubo de abandonarlo todo para hacer el servicio militar; una experiencia que, a juzgar por sus escritos, no fue de su agrado, pero que le enseñó a convivir con hombres muy distintos de los que conocía y fue el punto de partida de algunos de sus pensamientos más profundos.

El futuro Juan XXIII celebró su primera misa en la basílica de San Pedro el 11 de agosto de 1904, al día siguiente de ser ordenado sacerdote. Un año después, tras graduarse como doctor en Teología, iba a conocer a alguien que dejaría en él una profunda huella: monseñor Radini Tedeschi. Este sacerdote era al parecer un prodigio de mesura y equilibrio, uno de esos hombres justos y ponderados capaces de deslumbrar con su juicio y su sabiduría a todo ser joven y sensible, y Roncalli era ambas cosas. Tedeschi también se sintió interesado por aquel presbítero entusiasta y no dudó en nombrarlo su secretario cuando fue designado obispo de Bérgamo por el papa Pío X. De esta forma, Roncalli obtenía su primer cargo importante.

Dio comienzo entonces un decenio de estrecha colaboración material y espiritual entre ambos, de máxima identificación y de total entrega en común. A lo largo de esos años, Roncalli enseñó historia de la Iglesia, dio clases de Apologética y Patrística, escribió varios opúsculos y viajó por diversos países europeos, además de despachar con diligencia los asuntos que competían a su secretaría. Todo ello bajo la inspiración y la sombra protectora de Tedeschi, a quien siempre consideró un verdadero padre espiritual.

En 1914, dos hechos desgraciados vinieron a turbar su felicidad. En primer lugar, la muerte repentina de monseñor Tedeschi, a quien Roncalli lloró sintiendo no sólo que él perdía un amigo y un guía, sino que a la vez el mundo perdía un hombre extraordinario y poco menos que insustituible. Además, el estallido de la Primera Guerra Mundial fue un golpe para sus ilusiones y retrasó todos sus proyectos y su formación, pues hubo de incorporarse a filas inmediatamente. A pesar de todo, Roncalli aceptó su destino con resignación y alegría, dispuesto a servir a la causa de la paz y de la Iglesia allí donde se encontrase. Fue sargento de sanidad y teniente capellán del hospital militar de Bérgamo, donde pudo contemplar con sus propios ojos el dolor y el sufrimiento que aquella guerra terrible causaba a hombres, mujeres y niños inocentes.

Concluida la contienda, fue elegido para presidir la Obra Pontificia de la Propagación de la Fe y pudo reanudar sus viajes y sus estudios. Más tarde, sus misiones como visitador apostólico en Bulgaria, Turquía y Grecia lo convirtieron en una especie de embajador del Evangelio en Oriente, permitiéndole entrar en contacto, ya como obispo, con el credo ortodoxo y con formas distintas de religiosidad que sin duda lo enriquecieron y le proporcionaron una amplitud de miras de la cual la Iglesia Católica no iba a tardar en beneficiarse.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Roncalli se mantuvo firme en su puesto de delegado apostólico, realizando innumerables viajes desde Atenas y Estambul, llevando palabras de consuelo a las víctimas de la contienda y procurando que los estragos producidos por ella fuesen mínimos. Pocos saben que si Atenas no fue bombardeada y todo su fabuloso legado artístico y cultural destruido, ello se debe a este en apariencia insignificante cura, amable y abierto, a quien no parecían interesar mayormente tales cosas.

Una vez finalizadas las hostilidades, fue nombrado nuncio en París por el papa Pío XII. Se trataba de una misión delicada, pues era preciso afrontar problemas tan espinosos como el derivado del colaboracionismo entre la jerarquía católica francesa y los regímenes pronazis durante la guerra. Empleando como armas un tacto admirable y una voluntad conciliadora a prueba de desaliento, Roncalli logró superar las dificultades y consolidar firmes lazos de amistad con una clase política recelosa y esquiva.

En 1952, Pío XII le nombró patriarca de Venecia. Al año siguiente, el presidente de la República Francesa, Vicent Auriol, le entregaba la birreta cardenalicia. Roncalli brillaba ya con luz propia entre los grandes mandatarios de la Iglesia. Sin embargo, su elección como papa tras la muerte de Pío XII sorprendió a propios y extraños. No sólo eso: desde los primeros días de su pontificado, comenzó a comportarse como nadie esperaba, muy lejos del envaramiento y la solemne actitud que había caracterizado a sus predecesores.

Para empezar, adoptó el nombre de Juan XXIII, que además de parecer vulgar ante los León, Benedicto o Pío, era el de un famoso antipapa de triste memoria. Luego, abordó su tarea como si se tratase de un párroco de aldea, sin permitir que sus cualidades humanas quedasen enterradas bajo el rígido protocolo, del que muchos papas habían sido víctimas. Ni siquiera ocultó que era hombre que gozaba de la vida, amante de la buena mesa, de las charlas interminables, de la amistad y de las gentes del pueblo.

Como pontífice dio un nuevo planteamiento al ecumenismo católico con el Secretariado para la Unidad de los Cristianos y el acogimiento en Roma de los supremos jerarcas de cuatro Iglesias protestantes. Su pontificado abrió nuevas perspectivas a la vida de la Iglesia y, aunque no se dieron cambios radicales en la estructura eclesiástica, promovió una renovación profunda de las ideas y las actitudes.

Su propósito pronto fue claro para todos: poner al día la Iglesia, adecuar su mensaje a los tiempos modernos enmendando pasados yerros y afrontando los nuevos problemas humanos, económicos y sociales. Para conseguirlo, Juan XXIII dotó a la comunidad cristiana de dos herramientas extraordinarias: las encíclicas Mater et Magistra y Pacem in terris. En la primera explicitaba las bases de un orden económico centrado en los valores del hombre y en la atención de las necesidades, hablando claramente del concepto "socialización" y abriendo para los católicos las puertas de la intervención en unas estructuras socioeconómicas que debían ser cada vez más justas.



En la segunda se delineaba una visión de paz, libertad y convivencia ciudadana e internacional vinculándola al amor que Cristo manifestó por el género humano en la Última Cena. Ambas encíclicas suponían una revolución copernicana en la visión católica de los problemas temporales, pues aceptaban la herencia de la Revolución Francesa y de la democracia moderna, haciendo de la dignidad del hombre el centro de todo derecho, de toda política y de toda dinámica social o económica.

Poco antes de su muerte, acaecida el 3 de junio de 1963, Juan XXIII aún tuvo el coraje de convocar un nuevo concilio que recogiese y promoviese esta valerosa y necesaria puesta al día de la Iglesia: el Concilio Vaticano II. A través de él, el papa Roncalli se proponía, según sus propias palabras, "elaborar una nueva Teología de los misterios de Cristo. Del mundo físico. Del tiempo y las relaciones temporales. De la historia. Del pecado. Del hombre. Del nacimiento. De los alimentos y la bebida. Del trabajo. De la vista, del oído, del lenguaje, de las lágrimas y de la risa. De la música y de la danza. De la cultura. De la televisión. Del matrimonio y de la familia. De los grupos étnicos y del Estado. De la humanidad toda".

Se trataba de una tarea de titanes que sólo un hombre como Juan XXIII fue capaz de concebir e impulsar, y que sus herederos recibirían como un legado a la vez imprescindible y comprometedor. Pablo VI, su sucesor y amigo, declaró tras ser elegido nuevo pontífice que la herencia del papa Juan no podía quedar encerrada en su ataúd. Él se atrevió a cargarla sobre sus hombros y pudo comprobar que no era ligera.

Asediado por el diablo tras jugar con la uija: su liberación comenzó en la parroquia de Medjugorje

Asediado por el diablo tras jugar con la uija: su liberación comenzó en la parroquia de Medjugorje

Durante años Guillermo no supo el origen de sus males

Asediado por el diablo tras jugar con la uija: su liberación comenzó en la parroquia de Medjugorje

Asediado por el diablo tras jugar con la uija: su liberación comenzó en la parroquia de Medjugorje
Muchos testimonios coinciden en relacionar la actividad demoníaca con haber participado en juegos o adivinaciones con uija

Guillermo Ortea llevaba una vida aparentemente normal. Casado y padre de cuatro hijos, nada hacía suponer que los problemas que acontecían en su vida y que poco a poco iban minando a la familia, podían tener un origen diabólico, camuflado en lo que parecía un sencillo e inofensivo juego de adolescentes: la tabla ouija. 

El último fin de semana de marzo de 2014 Guillermo Ortea contó su experiencia personal ante numerosos jóvenes y padres de familia en Barcelona y Gerona, advirtiendo de los peligros de las prácticas espiritistas. 

Él mismo cuenta que hasta quince años después de sus juegos con la ouija no se dio cuenta de que sufría de una influencia demoníaca que afectaba a todos los ámbitos de su vida, hasta llevarle al límite de la desesperación tanto a él como a sus familiares. Ahora da sus testimonio para advertir a los jóvenes que estas prácticas espiritistas no son ningún juego inofensivo.


-Guillermo, eres una persona de oración. En tu casa, a día de hoy, no pasa el día que tu esposa y tú no recéis juntos el rosario. ¿Has sido siempre así?
-No, ni de lejos. Esto es muy reciente. He pasado 35 años de mi vida no teniendo nada presente a Dios. O al menos, muy poco. La familia de la que vengo, en la que soy hijo único, no ha tenido en la fe un referente vital. Tal vez sí cultural, pero no vivencial, como ahora.

-¿Cual es la diferencia entre esa fe cultural y una fe vivencial?
-Rezar con el corazón. Eso marca la diferencia. Una cosa es hacerlo por costumbre, por cultura, por tradición, incluso por obligación, y otra es tener una relación viva, diaria, con Cristo. Tener presente a Dios en todas las cosas de tu vida, no solo los domingos. Para mí, el sentimiento religioso no existió nunca, ni al hacer la Primera Comunión ni nada. Eso empezó a cambiar hace apenas dos años, estando ya casado y teniendo cuanto hijos. Lo aprendí, o mejor dicho, lo recibí, en una peregrinación a Medjugorje.

-¿Antes de esa peregrinación, ibas a a Misa con tu mujer o te confesabas?
-Iba a Misa los domingos porque mi mujer se empeñaba, y a mí me salía más barato ir que pelearme con ella, pero era el primero en salir de la iglesia, nunca me enteraba de nada y lo que dices de confesarme, desde los tiempos del colegio fue algo que no hice salvo para alguno de los bautizos de mis hijos, que también viví de forma cultural. Me hubiese dado lo mismo bautizarlos cristianamente que bautiarlos por el rito hindú.

-¿Fuiste entonces a un colegio religioso?
-Sí, y curiosamente ahí se originaron mis problemas. Fuí a un colegio católico, muy conocido en Barcelona. Mis padres, que no eran personas religiosas, me llevaron ahí con 13 años para ver si me centraba. A esa edad yo ya me distraía demasiado con las chicas y con otras cosas y querían algo más estricto para mí.

-¿Por qué dices que tal vez ahí empezaron tus problemas?
-Porque fue en una de las convivencias para chicos que se organizaban en el colegio donde mi grupo de amigos y yo hicimos el idiota, pero prefiero contártelo más tarde, es importante seguir un orden.

-De acuerdo, tú mismo.
-Cuando mi mujer y yo nos casamos estábamos muy enamorados. Ahora creo que lo estamos más, pero el camino ha sido muy doloroso. Yo diría que incluso hemos llegado al borde, al límite de la separación, lo cual para mí creo que hubiese sido fatal. Me hubiese desesperado y posiblemente no estaría aquí contandote mi vida.

-¿Por qué llegasteis a esa situación?
-Por mi comportamiento inmaduro e ilógico, absurdo en muchísimas cuestiones sin importancia del día a día, y en otras muchas que sí que la tenían. Yo no estaba centrado en mi vida, en atender a mi mujer y mis hijos y siempre estaba distraído con cualquier cosa que me apeteciese a mí. 

»Esto poco a poco te va separando de la familia, huyes de tus responsabilidades, y llegamos un poco al límite cuando nació nuestra cuarta hija, porque nació con una enfermedad severa, lo que que te exige mucho más, y yo sin embargo, empecé a dar mucho menos. Me escondía.

-¿Cómo salisteis adelante?
-Mis suegros percibieron que estábamos llegando a una situación límite. Ellos ya vieron que sus rezos se estaban agotando sin que se remediase nada en nosotros y nos ofrecieron, como recurso de emergencia, ir a Medjugorje.

-¿Qué pensaste tú cuando te lo ofrecieron?
-Yo dije a mi mujer: “Perdona, pero yo no voy a dedicar mis vacaciones a estar en un convento ni nada así. No me da la gana, no me fastidies. ¿A qué voy a ir a Medjugorje? ¿Pero eso qué es?”.

- ¿Cómo es que fuiste, entonces?
-Por respeto a mis suegros. Ellos estaban preocupados, y son unas personas que nos quieren mucho. A su hija por supuesto, pero yo sé que a mí también me quieren mucho, y ya que me ofrecían algo por ayudarme, me sabía mal despreciarles. Acepté ir con mi hija Elena. Si Dios existía, que me lo demostrase curándola a ella.

-¿Qué pasó en Medjugorje?
-La pregunta sería mejor qué no pasó en Medjugorje, pero bueno, voy a tratar de resumir aquel segundo día allí.


-Adelante
-Mi mujer se quiso confesar y fuimos hacia la parroquia. Cuando salió del confesionario fuimos dentro de la iglesia para oír Misa. Esto era durante el Festival de Jóvenes de Medjugorje y el día anterior habíamos oído Misa en la explanada, pero ese día decidimos quedarnos allí dentro, atrás del todo. 

»De repente entró una monja en la iglesia, una señora muy delgadita, con el pelo grisáceo, con una rebeca azul, una camisa grisácea y una falda larga de tubo, también azul. Tendría unos cincuenta años y su cara era muy dulce. Transmitía mucha paz. Se sentó al lado de Elenita y empezó a jugar con ella. La peque se quiso sentar en ella. Yo lo intenté evitar pero esta señora dijo que no pasaba nada, y así estuvieron toda la Misa. Había cierta comunicación entre ellas y a Elenita se le notaba estar a gusto a su lado. 

»Cuando llegó el momento de ir a comulgar, la monja, en italiano, sin venir a cuento, nos dice: “Vuestra hija no está enferma”. Yo me quedé como aturdido, porque se me juntaron demasiados pensamientos en la cabeza. Primero, quien eres tú para decirme a mí que mi hija no está enferma. Pero al mismo tiempo hubo sorpresa, porque ella no tenía por qué saber que mi hija tiene lo que tiene, ya que no se le nota a no ser que le de un episodio de epilepsia, que no fue el caso.

»Cuando pude reaccionar, le dije: “Mire señora, sí que lo está”. Pero insistió: “No, no está enferma. La niña tiene un bloqueo. Hay algo oculto que la bloquea”. Yo empecé a pensar que la mitad de aquel pueblo estaba loco. Se me hizo un nudo en la cabeza, de verdad. Me sentó mal, pero al mismo tiempo pensaba muy rápido sobre por qué esta señora nos decía esto. Entonces ella insistió: “Vuestra hija está sana. He rezado por ella durante la Misa y he percibido algo que no me gusta. Cuando volváis a casa llevadla a vuestro párroco y que haga una oración de liberación por ella. En un futuro, sanará. Creedme, que sé de lo que hablo”. Entonces, cambió el semblante, se pudo seria y nos preguntó a mi mujer y a mí:”¿Habéis hecho algún tipo de magia, espiritismo o habéis jugado con la güija o algo así?”.

-¿Os sentisteis incómodos?
-¡Por supuesto! Nos hizo preguntas fuera de lugar. Yo pensé que había sido un error ir a ese sitio. Yo no estaba preparado para ese episodio, pero no fue nada con lo que vino a continuación.

-¿Qué fue?
-Comulgamos y en cuanto nos dieron la bendición nos marchamos. Sabes que en la iglesia de Medjugorje hay un espacio entre la puerta del templo y la puerta de la calle, donde están colocadas las pilas de agua bendita y las revistas de la parroquia. Tal vez tardas cinco segundos en atravesarlo.

-Sí, así es
-En ese tramo, en ese lugar, a mí se me abren unos recuerdos en mi cabeza que yo tenía absolutamente olvidados, y de repente veo con toda claridad una serie de imágenes, como en flashes en mi cabeza, de mi época del colegio, con unos trece años, haciendo espiritismo con una güija.

-¿Puedes describir con detalle lo que viste?
-Perfectamente. Fueron unos recuerdos muy nítidos, que me vinieron de golpe, y que yo no había recordado jamás en mi vida, desde no sé cuando. Estaba yo con un grupo de compañeros del colegio, en una de sus casas de convivencias, alrededor de una güija que habíamos fabricado nosotros. Recuerdo que lo hicimos porque nos aburríamos, y no fue una sola vez, sino más veces. Era algo en cierta manera habitual. Pero sí que recuerdo que la primera vez fue en una de esas convivencias. De hecho, recuerdo las caras de las personas que estábamos allí.

-¿Qué recuerdas en cuanto a sensaciones?
-Recuerdo el morbo por lo desconocido, por lo prohibido, la curiosidad del adolescente ante lo peligroso. Recuerdo que aquel vaso se movió, pero yo ya no sabría decirte si lo movía yo o si se movía solo, y no te puedo dar muchos más detalles. Al mismo tiempo que esto se me revela en la cabeza, me acuerdo de algo que me asustó, y es verme a mí mismo haciendo güija, yo solo en mi casa, con una tabla que me fabriqué después yo mismo. Se me ponen ahora los pelos de punta.

-Guillermo, de todo esto que me cuentas, ¿no te acordabas de nada?
-Cero. Jamás. Nunca. Algo pasó alguna vez que me hizo olvidarlo todo. Y de repente, lo veo tan nítido como cualquier recuerdo de cosas que he hecho esta mañana. Fue un recuerdo que aglutinaba todas las veces que había hecho aquello, que no fueron dos o tres, fueron muchas, con relativa frecuencia, de manera muy inocente, por curiosidad, por pasar el rato, sin ninguna intención extraña. No sé, supongo que cuando eres adolescente buscas divertirte de cualquier manera y nunca nadie nos advirtió del peligro que eso conllevaba. No sabíamos ni de lejos lo serio que es este problema.

-¿Recuerdas cuando dejaste de hacer aquello?
-Yo hice güija con frecuencia los años que fui alumno de este colegio, que fue entre los trece y los dieciocho. No volví a hacerlo más y ni siquiera me acordé. Es como si me hubiesen cortado esos recuerdos de golpe al mismo tiempo que el interés por hacerlo. Pasó algo que me cortó la conciencia de haberlo hecho, pero no sé qué fue. No me volví a acordar hasta ese día en Medjugorje, en el momento en que salgo de esa iglesia.

-¿Cómo reaccionaste?
-Me puse literalmente malo. Me entró un sudor muy frío, se me aceleró el corazón y me temblaron las piernas. No es una forma de hablar, sino que literalmente casi me caigo. Salí de allí en estado de shock. Tuve que sentarme porque justo a continuación de recordar todo eso, tomé conciencia enseguida de que a mí me pasaba algo que tenía que ver con aquello, que los comportamientos tan extraños que he tenido siempre con mi familia, vienen de aquello. 

»Que hay muchas cosas que he hecho muy mal y que yo no sabía por qué las hacía, cosas que me descentraban de lo que realmente era importante en mi vida. Tomé conciencia de que había algo en mí como que me gobernaba más que yo, haciéndome tomar decisiones erróneas y haciendo que me comportara de manera equivocada. Entonces me di cuenta, allí sentado en la puerta de la parroquia, y sentí algo así como que Dios, o la Virgen, o quien fuese, como que me decía: “Guillermo, no es tu hija quien necesita ayuda, sino tú. Déjala a ella que está muy bien cuidada y ocúpate de arreglar lo tuyo”.

-¿Qué es "lo tuyo"?
-Yo he tenido algún tipo de influencia diabólica en algún grado. No creo que haya sido una posesión, pero sí he vivido bajo la influencia severa del Demonio durante años. En Medjugorje, gracias a Dios, la Virgen empezó a poner orden en mi desordenada vida, empezando por darme a conocer cual era mi problema, y el de mi familia. A partir de Medjugorje he ido conociendo verdades de nuestra fe, tan desconocidas incluso para los católicos en el seno de la Iglesia, que al principio te descuadran, pero que luego son muy ordinarias.

-¿A qué tipo de verdades te refieres?
-Hay muchas cosas que pensamos que no son verdad, y que sí que lo son. Por ejemplo, los dones del Espíritu Santo, esos de los que habla San Pablo. No son una manera bonita de hablar. Existen y si te abres a Él y le invocas con fe, se te dan. Son cosas que no se ven, como lo que nos pasó con esta religiosa en la iglesia.

-¿Dormiste aquella noche?
-¿Cómo voy a dormir? Es imposible. No pegué ojo. El cuerpo se resiente de tantos impactos en un solo día. Es como que se tiene que adaptar a las realidades del espíritu.

-¿Como estabas el día siguiente?
-El día siguiente mi estado era flotar.

-¿A qué te refieres?
-A que yo voy flotando. De repente la vida me pareció tan maravillosa, que parecía que mi cuerpo me pesaba poco. No se qué me pasaba, pero vi la vida como un don precioso, y empecé a rezar.

-Bueno, ya habías rezado un poco los días de antes.
-Yo no había rezado en mi vida. Ahí me di cuenta de lo que era rezar. En Medjugorje la oración te brota a raudales, no lo puedes parar. Es como respirar, una presencia de Dios constante, casi tangible. Como no sabes muy bien qué hacer con ese deseo, pues yo empecé a rezar rosarios, y no se cuantos pude rezar ese día. Fue maravilloso rezar sin esfuerzo. A mí siempre me había costado tanto, y de repente yo rezaba con la misma facilidad con la que das pasos al andar. Así pasé el resto de días en Medjugorje, flotando, rezando y feliz. Conociendo una felicidad nueva. Y así, volvimos a Barcelona.

-¿Qué reflexiones haces una vez que llegas a casa?
-Poco a poco fue pasando el tiempo y de una manera nítida me doy cuenta de que quien necesita ayuda de Dios no es Elenita. Ella es un ángel que nos ha enviado Dios, a la que Dios quiere mucho tal y como es, y que quien más bien necesita un milagro, soy yo. Me doy cuenta también de que nosotros no vivíamos la fe como debíamos vivirla. Al regresar a Barcelona comenzamos a vivir la fe desde una postura apostólica y evangelizadora en la que yo no me reconocía. O al menos, no me ubicaba para nada sabiendo como era apenas unos días antes. La vida te da la vuelta.


-¿Sabrías decirme qué diferencia ves tú, desde tu perspectiva de cristiano que deja la fe y luego es converso, la diferencia entre rezar y orar?
-Creo que rezar es recitar unas oraciones y orar es ponerse en presencia de Dios. Compartir con Dios tu vida familiar. Eso es lo que empezamos a hacer a la vuelta de Medjugorje. Metimos a Dios en casa. Desde la vuelta de Medjugorje la vida en casa ha cambiado. Ante cualquier tesitura, nuestra actitud, la de mi mujer y la mía, es otra. Es diferente, y es que de verdad yo siento que a mí me han cambiado. 

-¿Cómo afrontasteis el tema de tus sesiones de güija?
-Empezamos a hacer oraciones de liberación. No exorcismos, pues es diferente, y el exorcismo requiere de una liturgia especial oficiada por un exorcista, pero sí pequeñas oraciones en las que implorábamos a Dios mi liberación, o la de aquellos que la necesitaran en mi familia. Entonces mi suegra me recomendó hacer un retiro, unos ejercicios espirituales dirigidos por el padre Ghislain Roy, un sacerdote canadiense que sabe de esto.

-¿A qué te refieres con lo de que ese padre Ghislain sabe de esto?
-El padre Ghislain es un sacerdote canadiense que posee una serie de dones que se han manifestado a lo largo de su vida sacerdotal, cosas extrañas incluso para la inmensa mayoría de los católicos, pero que están todas ellas descritas en la Palabra. Una de estas cosas es el descanso en el Espíritu. Al menos así lo llaman los que participan de la espiritualidad de la Renovación Carismática, gente muy abierta a las manifestaciones del Espíritu Santo.

-¿Qué es un descanso en el Espíritu?
-Pues yo no te se explicar realmente lo que es, pero yo viví un descanso de unos treinta minutos.

-No sé si eso es mucho o poco...
-Pues es una barbaridad. No suelen durar más de unos diez minutos, como mucho.

-¿Puedes relatar lo que viviste?
-Claro, no es nada raro, aunque ya sé que para muchos lo parece. Verás. El sacerdote te impone las manos y ora por ti. Entonces, Dios obra en ti de una manera sensible a los sentidos. Tal es así que te caes al suelo. Tu cuerpo se debilita y sin perder la consciencia, vives una experiencia en la que sin dejar de estar en la Tierra, tu espíritu, tu alma, saborea de alguna manera a Dios.

-¿Es algo parecido a lo que santa Teresa llamaba un arrobamiento?
-No lo sé. Podría ser.

-¿Dices que esto es normal?
-Sí. Lo anormal es que los sacerdotes no crean el poder del que disponen por el Orden Sacerdotal. Los sacerdotes tienen mucho poder. Si me apuras, y sin comparar lo que una y otra cosa son, pero más raro es lo que sucede en la transubstanciación, que un pedazo de pan se convierte en Cristo, y a todo el mundo le parece normal. Supongo que será cuestión de costumbres o educación, pero esto es así.

-De acuerdo. Sigue con tu descanso.
-Cuando el padre Ghislain me impuso sus manos y oró en silencio, yo caí hacia atrás. Entré en un estado en el que como te he dicho, no llegas a estar inconsciente, pero al mismo tiempo recibes una percepción más amplia de las cosas. No se queda en la percepción física de los sentidos, sino que va un poco más allá. Los trasciende y ves cosas que pasan en tu interior, en tu alma.

-Suena a rollo esotérico.
-Esotérico y demoniaco fue la güija. Esto es de Dios. Yo lo llamaría místico. Nuestra historia como católicos está repleta de experiencias místicas en las vidas de los santos, por las que precisamente les hicieron la vida imposible, y luego ya ves. Son manifestaciones de Dios a través de sus elegidos. En este caso, a través de este sacerdote. 

-¿Cómo acabó esta experiencia?
-Yo estaba tumbado y empecé a ver como empezaban a salir hacia fuera de mí unas manchas negras, como nubarrones, que se iban hacia una luz que había encima de mí. Allí se disolvían. Yo esto lo veía mientras vivía una sensación de mucha calma, de mucho bienestar. Me pregunté que sería todo aquello, y lo interpreté como que era porquería o algo así que había en mí. Así un buen rato hasta que aquello dejó de salir e hice un ademán como de levantarme, pero el padre me lo impidió y me dijo: “No te levantes aún. Quédate ahí y deja que el Señor llegue a ti”. Me volví atrás y en unos tres segundos comenzó una segunda oleada. Ahí tuve una conciencia mucho más clara de que el Señor me estaba limpiando, así que esta vez me dejé hacer a conciencia. Llegó un momento que me encontraba tan bien, que tenía tal sensación de paz y de alegría al mismo tiempo, que yo pensé: “Señor, déjame ver a la Virgen. ¿Puedo verla ya?”. Pero no la vi. Creo que lo que yo viví es una antesala del Cielo, pero no me morí. Aquello acabó, me levanté y me marché.

-Dice la Palabra que cosas sorprendentes veremos si tenemos fe.
-En ese retiro se ven estas cosas. En Medjugorje también. Creo que en este retiro yo quedé liberado de lo que a mí me pasase, que llevaba arrastrando desde mi adolescencia, cuando al jugar con la güija abrí la puerta a la parte oscura de nuestra realidad trascendente, y luego, en verdad, nunca se la abrí a la parte buena, y ahí quedé atrapado. Jugar con la güija es como meter una bala en el tambor de una pistola y dejar espacios libres. Puede que no pase nada, o puede que sí. Si pasa tendrá conceciencias fatales.

-Una vez que ha pasado tanto tiempo, ¿qué recuerdas de Medjugorje? ¿Qué dirías si un desconocido te preguntases qué es lo que te sorprendió de allí, fuera de tu experiencia tan íntima?
-Que allí no te cuesta nada ponerte en presencia de Dios. Es como un cielo terrenal. Ambas realidades se solapan. Allí no te cuesta nada rezar ni ir a Misa.Cuando digo nada, es nada. Allí tu ser desea rezar, desea ir a Misa. Allí tu ser toma conciencia sensible al cuerpo de tu neecsidad de Dios. Yo esto no lo había visto nunca antes, ni nadie me lo había explicado. Allí pasa algo.

-¿Qué?
-Allí pasa lo que la Virgen quiere que te pase, y lo que tú la dejes hacer. Allí tú llegas y de primeras no pasa nada, pero en un momento dado, cuando quieres darte cuenta, es como si hubiese un parón en el tiempo, en el que entras y como que todas tus inquietudes, tus angustias, se quedan a un lado temporalmente, como congeladas. Así te da tiempo a detenerte en lo realmente importante en tu vida, que es dónde está Dios. Te da tiempo así a conocerle, un poquito, y cuando todo recobra su velocidad normal, tú ya has cambiado. 

»De hecho, una vez que regresas a casa, puede ser muy duro, porque regresas a una realidad repleta de cruz, y allí como que se ha quedado un poco a parte. Vuelves a la realidad limitada temporal de la que de alguna manera has salido por un tiempo. Pero es muy importante dejarte hacer, ponerte esos días en manos de Dios con el corazón abierto. Con confianza. Allí no hay cruz. Allí hay alegría. Allí no hay gente con mal humor, ni malas caras. En Medjugorje se crea una comunidad brutal entre miles de personas que solo desean el bien, un bien que conocen y que reconocen que viene de Dios, y conocen la manera de importarlo a sus vidas. Allí la vida no cuesta.

-¿Te sigue siendo fácil rezar?
-Sí, me es mucho más fácil que antes de ir a Medjugorje. Ya te dije que para mí, ir a Misa, era una tortura. Y orar, hablar con Dios, con Cristo... ahora es tan normal... Es como si hubiera conocido a un amigo nuevo, con el que más te gusta estar, con el que más te gusta compartir. Un amigo divino que está a la altura de los hombres. Es brutal.

-Ahora que le conoces y que le quieres dar a conocer, ¿quien dirías que es Dios?
-Dios es amor. Un amor enorme con el que puedes hablar y nunca pone mala cara.

-Guillermo, quiero hacer una reflexión contigo en este momento. Tú estudiaste en un colegio católico y te dedicabas a jugar con la güija. En España, algo se ha hecho muy mal para que habiendo tenido tan fácil la evangelización, haya tanta gente tan alejada de la Iglesia. ¿qué hemos hecho tan mal?
-Yo creo que nos han contado mal a Dios, lo hemos explicado mal. Durante muchos años no se ha contado bien cómo ni quien es Dios. La imagen que a mí me vendieron de Dios era falsa. Si me lo hubiesen presentado bien, tal vez no habría necesitado ir a Medjugorje, pero me lo contaron mal.

-¿Por qué? Quiero decir, que no sería con mala intención.
-Claro que no. Sencillamente se ha explicado mal a Dios porque no se le conocía. Si no conoces a Cristo no puedes presentarle. Necesitas vivir una experiencia que se llama encuentro personal con Cristo, en el que estáis solos tú y Él, sin nadie más que te contamine ni te distorsione, ni a favor ni en contra. Si le conoces ahí, ya podrás vivir tu experiencia de fe, no la que te contaron otros. Yo ya le he conocido, y con todo lo pecador que llego a ser, doy testimonio de Cristo, porque le he conocido.

-¿Por qué das testimonio?
-Yo doy mi testimonio porque la Virgen pide en Medjugorje que demos testimonio absoluto, y yo tengo una deuda muy grande. Me tomo muy en serio eso de encontrarme delante de Dios y que su primera pregunta sea: “Después de todo esto, ¿qué has hecho? ¿A quien se los has contado? ¿A tu familia y ya está? ¿Yo te enseño el cielo y tu lo metes en una lata?”. La Virgen dice en Medjugorje: “Yo busco apóstoles de hoy que transmitan la luz de Dios”. Lo que nos viene a decir esto es que ella busca gente dispuesta, que ella necesita reclutar gente que se ofrezca, porque somos muy duros y cuando consigue tocar el corazón de uno solo de nosotros, porque se ofrece, necesita que lo cuente.

-¿Cómo está Elena?
-Elena está mucho mejor. No curada, pero mucho mejor. Voy a contarte algo de ella. Cuando mi mujer se quedó embarazada, no la aceptamos bien. Era la cuarta y cayó como un jarro de agua fría. ¡Dios mío, qué error! No entraba en nuestros planes, rompía la carrera profesional de mi mujer. Hubo un rebote importante. Ahora sabemos que ella ha sido el ángel que nos ha enviado Dios para poder conocerle. Es el ángel que nos ha dado Dios para que mi familia siga unida y para llevarnos a Medjugorje. Elenita no necesitaba nada. Ella es así y Dios la quiere así y la quería así porque sabía que lo que mas necesitábamos nosotros era a Elenita, así. Él lo ha querido. Que ella se cura, fantástico. Que no se cura, fantástico también. Ella está cumpliendo en la tierra su misión, que es querernos desde su enfermedad y dejarse querer por nosotros.