miércoles, 31 de diciembre de 2014

Santo Evangelio 31 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: 31 de Diciembre (Día séptimo de la octava de Navidad)

Texto del Evangelio (Jn 1,1-18): En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba con Dios, y la Palabra era Dios. Ella estaba en el principio con Dios. Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada de cuanto existe. En ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron. 

Hubo un hombre, enviado por Dios: se llamaba Juan. Éste vino para un testimonio, para dar testimonio de la luz, para que todos creyeran por Él. No era él la luz, sino quien debía dar testimonio de la luz. 

La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por ella, y el mundo no la conoció. Vino a su casa, y los suyos no la recibieron. Pero a todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios, a los que creen en su nombre; la cual no nació de sangre, ni de deseo de hombre, sino que nació de Dios. Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad. 

Juan da testimonio de Él y clama: «Éste era del que yo dije: El que viene detrás de mí se ha puesto delante de mí, porque existía antes que yo». Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia. Porque la Ley fue dada por medio de Moisés; la gracia y la verdad nos han llegado por Jesucristo. A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él lo ha contado.


Comentario: Rev. D. David COMPTE i Verdaguer (Manlleu, Barcelona, España)
Y la Palabra se hizo carne

Hoy es el último día del año. Frecuentemente, una mezcla de sentimientos —incluso contradictorios— susurran en nuestros corazones en esta fecha. Es como si una muestra de los diferentes momentos vividos, y de aquellos que hubiésemos querido vivir, se hiciesen presentes en nuestra memoria. El Evangelio de hoy nos puede ayudar a decantarlos para poder comenzar el nuevo año con empuje.

«La Palabra era Dios (...). Todo se hizo por ella» (Jn 1,1.3). A la hora de hacer el balance del año, hay que tener presente que cada día vivido es un don recibido. Por eso, sea cual sea el aprovechamiento realizado, hoy hemos de agradecer cada minuto del año.

Pero el don de la vida no es completo. Estamos necesitados. Por eso, el Evangelio de hoy nos aporta una palabra clave: “acoger”. «Y la Palabra se hizo carne» (Jn 1,14). ¡Acoger a Dios mismo! Dios, haciéndose hombre, se pone a nuestro alcance. “Acoger” significa abrirle nuestras puertas, dejar que entre en nuestras vidas, en nuestros proyectos, en aquellos actos que llenan nuestras jornadas. ¿Hasta qué punto hemos acogido a Dios y le hemos permitido entrar en nosotros?

«La Palabra era la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo» (Jn 1,9). Acoger a Jesús quiere decir dejarse cuestionar por Él. Dejar que sus criterios den luz tanto a nuestros pensamientos más íntimos como a nuestra actuación social y laboral. ¡Que nuestras actuaciones se avengan con las suyas!

«La vida era la luz» (Jn 1,4). Pero la fe es algo más que unos criterios. Es nuestra vida injertada en la Vida. No es sólo esfuerzo —que también—. Es, sobre todo, don y gracia. Vida recibida en el seno de la Iglesia, sobre todo mediante los sacramentos. ¿Qué lugar tienen en mi vida cristiana?

«A todos los que la recibieron les dio poder de hacerse hijos de Dios» (Jn 1,12). ¡Todo un proyecto apasionante para el año que vamos a estrenar!

31 de Diciembre San Silvestre I Papa



31 de Diciembre

San Silvestre I Papa
( † 355)

San Silvestre, con ese aire de despedida del año viejo, tiene una significación especial en la historia de la Iglesia, no ya sólo por sus virtudes, sino también por la época difícil y maravillosa, a su vez, que le tocó vivir.

Debido a esta circunstancia, no es extraño que su venerable figura haya ido recogiendo a través de los siglos una multitud de leyendas piadosas, haciendo difícil distinguir entre ellas lo que pueda haber de falso o de verdadero. De San Silvestre nos hablan, casi por encima, los primeros historiadores cristianos: Eusebio de Cesarea, Sócrates y Sozomeno. Más noticias encontramos en la relación de los papas que trae el Catalogo Liberiano y, sobre todo, en la multitud de detalles con que adorna su vida el famoso Pontifical Romano. Fue compuesta esta obra en diversos tiempos y por diversos autores, y en lo que toca a San Silvestre, recoge de lleno sus célebres actas, elaboradas durante el siglo v, y que, a pesar de ser admitidas por algunos Padres antiguos, fueron siempre consideradas como espúreas por la Iglesia de Roma.

El hecho de mezclar lo verídico con lo fabuloso, dieron a las actas de San Silvestre un gran predicamento durante toda la Edad Media, aunque pronto fueron cayendo en desuso, teniendo en cuenta, sobre todo, los dos hechos principales que en ellas se mencionan: la curación y conversión de Constantino y la donación que el emperador hace al papa Silvestre, no ya sólo de Roma, sino también de Italia y, como algunos llegaron a suponer, de todo ei Imperio de Occidente. Baronio, el autor de los Anales eclesiásticos, supone la autenticidad de las mismas y recurre al testimonio del papa Adriano I, que en el siglo Vlll las tiene como tales en una carta a los emperadores Constantino e Irene, cuando la lucha por las imágenes. Son citadas a su vez en la primera decretal del concilio II de Nicea, y autores no muy lejanos de la época, como San Gregorio de Tours y el obispo Hincmaro, traen a colación el bautismo de Constantino cuando narran el no menos famoso de Clodoveo.

La leyenda del bautismo parece estar tomada de una vida romanceado de San Silvestre, cuya fecha y patria se desconocen, pero que bien pudieran ser de la segunda mitad del siglo v. Duchesne la hace venir de Oriente, por el camino que trajeron todas las que se referían a la invención de la santa cruz, a Santa Elena y al mismo Constantino. Para otros, sin embargo, toda la leyenda tiene un carácter netamente romano.

Eusebio, el nada escrupuloso panegirista del emperador, nos dice con toda sencillez que Constantino fue bautizado al fin de su vida en Helenópolis de Bitinia, y nada menos que por un obispo arriano, Eusebio de Nicomedia. De ser cierto lo de las actas, no lo hubiera pasado por alto de ninguna de las maneras, pues vendría muy bien para exaltar la figura de aquel emperador, a quien hace lo posible por presentar como un príncipe simpatizante en todos sus hechos con el cristianismo. La costumbre, sin embargo, de aquellos tiempos, y, sobre todo, las disposiciones en que se encontraba el mismo Constantino, parecen convencer en seguida de lo contrario. Es verdad que manifiesta una verdadera simpatía por la nueva religión, pero no por eso deja de vivir en su juventud el paganismo depurado de su padre, Constancio Cloro. Cuando se proclama emperador en el año 306, adopta con la diadema el culto a la tetrarquía romana, y especialmente el de Júpiter y Hércules. Su contacto con los cristianos le lleva a un monoteísmo especial, que se concreta en el culto del sol invictus. Mas tarde, cuando vence a su rival Majencio en el 312, Constantino aparece identificado del todo con el cristianismo; pero este es supersticioso y con gran reminiscencia pagana. De hecho, nunca abandona las atribuciones de pontífice máximo, concibe el cristianismo como una religión imperial, semejante a la anterior, y en su misma vida no ofrece nunca las características de un auténtico convencido.

Algo semejante ocurre en lo que se refiere a la "Donación Constantiniana". Ya el emperador Otón III, por el siglo Xl, afirmaba que, a pesar de ser tan popular, habia de tenerse el documento como falso. Esto lo demuestra con buenas razones el humanista del siglo xv Lorenzo Valla, y hoy aparece claro cómo la noticia se inventó entre los siglos Vlll y IX con el fin de justificar en Roma la donación que de las tierras conquistadas a los lombardos hacen a diversos papas Pipino el Breve y Carlomagno.

Sólo teniendo en cuenta estas apreciaciones podemos conocer lo que de verdad hay sobre San Silvestre, sin temor a desvirtuar por ello su recia personalidad.

Nace San Silvestre alrededor del año 270, en época de relativa paz para la Iglesia. Su padre, Rufino, le pone desde niño bajo la dirección del prudente y piadoso presbitero romano Cirino, y en seguida se empieza a distinguir por una abnegada caridad, ofreciendo su casa a todos los peregrinos que acudían a visitar la tumba de los apostoles. En una ocasión llama a su puerta Timoteo de Antioquía, gran apóstol de la palabra y de santa vida. Pronto se dan cuenta de ello los paganos, y una noche, cuando vuelve cansado a la casa de Silvestre. es apresado por las turbas y condenado a morir entre los más horribles tormentos. Silvestre no se atemoriza ante el peligro, y poco después, aprovechando las sombras de la noche, se apodera de las reliquias y les da honrosa sepultura.

Sospechando el prefecto de Roma, Tarquinio Perpena de aquel celoso muchacho, y creyendo que acaso guardaba las riquezas que suponia tener Timoteo le manda llamar a su presencia, y entre ambos se entabla este diálogo, que nos han conservado las actas:

—Adora al instante a nuestros dioses—le dice el prefecto—-y deposita en sus altares los tesoros de Timoteo, si es que quieres salvar tu vida.

Silvestre no titubea, y más sabiendo la pobreza en que había vivido el mártir de Cristo.

—¡Insensato!—le dice—, yerras si piensas ejecutar tus amenazas, porque esta misma noche te será arrancada el alma, y así reconocerás que el único verdadero Dios es el que tú persigues; el mismo que adoramos los cristianos.

Tarquinio se enfurece y manda encerrar al joven; pero en la misma noche una espina que se le atraviesa en la garganta pone fin a su vida, y con ello Silvestre es puesto en libertad.

Sea lo que fuere del hecho, la verdad es que Silvestre era apreciado en la Roma de entonces por su humildad y apostolado, y muy pronto, a los treinta años, es ordenado sacerdote por el papa San Marcelino. Horas difíciles eran aquellas para la Iglesia. Desde el año 286, el emperador Diocleciano había asociado al Imperio al nada escrupuloso Maximiano Hercúleo, y poco más tarde ambos augustos adoptan como césares a Constancio Cloro para las Galias y Bretaña y al cruel Galerio para el Oriente. A qué obedeció la nueva postura de Diocleciano, se desconoce en parte; pero pronto se iba a organizar en su reinado una terrible persecución, que llevaba el intento de deshacer desde sus cimientos toda la Iglesia.

Por otra parte, no faltaban disensiones entre los mismos fieles, y sobre todo se hacia más acuciante el peligro de una nueva secta, el donatismo, que iba teniendo grandes prosélitos entre los cristianos de Africa. Silvestre toma parte por la ortodoxia, creándose pronto enemigos, pero esto no impide para que la Iglesia de Roma tenga puestos sus ojos en aquel varón de Dios, "puro, de piedad ferviente, mortificado y humilde", como le retratan las actas, y a quien había de designar para suceder al papa San Melquiades en la silla de San Pedro.

San Silvestre es elegido papa el 31 de enero del año 314, siendo cónsules Constantino y Volusiano y en el año noveno del imperio de Constantino. Largo va a ser su pontificado—veintitrés años, diez meses y once días—y lleno de grandes acontecimientos. Un año antes, en febrero del 313, había sido decretada la libertad de la Iglesia por el edicto de Milán, y desde entonces cuenta con el apoyo decidido del emperador y con la simpatía de los numerosos prosélitos que se presentan cada dia.

El paganismo, sin embargo, no podía acomodarse al nuevo sesgo que tomaban las cosas. Y de ser cierto lo del bautismo de Constantino que nos cuentan las actas, habríamos de encajarlo precisamente en estos primeros años del nuevo papa. Parece ser que, en una de las ausencias del emperador, los magistrados de Roma se aprovecharon para iniciar de nuevo la persecución. Silvestre mismo tiene que salir de la ciudad, y se refugia con sus sacerdotes en el monte Soracte o Syraptim, llamado después de San Silvestre, y que dista unas siete leguas de Roma. Cuando vuelve Constantino, se encuentra de manos con una tragedia dentro de su misma familia, pues nada menos que a Crispo, su hijo y heredero, se le acusaba de haber cometido adulterio con su segunda mujer, Fausta. Llevado de la cólera, el emperador manda darle muerte: pero es castigado de improviso con una repugnante lepra, que le cubre todo el cuerpo. En seguida acuden a palacio los médicos más renombrados, que se ven impotentes en procurarle remedio, y como última solución, y para aplacar la ira de los dioses, le proponen bañe su cuerpo en la sangre todavía caliente de una multitud de niños sacrificados con este fin. Cuando se van a hacer los preparativos y ya el cortejo imperial iba a subir las gradas del Capitolio, Constantino se conmueve ante los gemidos de las madres de los inocentes, que piden misericordia, y ordena se retire inmediatamente el sacrificio. Aquella misma noche se le aparecen en sueños dos venerables ancianos, Pedro y Pablo, que le recomiendan busque al obispo Silvestre, que está escondido, el cual les mostrará el verdadero baño de salvación que le curaría.

A la mañana siguiente aparece por las calles de Roma, y conducido con toda pompa por la guardia pretoriana, Silvestre, el perseguido. El encuentro con el emperador es benévolo. Entablan un diálogo de pura formación cristiana, y al fin el Pontífice le increpa con toda solemnidad: "Si así es, ¡oh príncipe!, humillaos en la ceniza y en las lágrimas, y durante ocho días deponed la corona imperial, y en el retiro de vuestro palacio confesad vuestros pecados, mandad que cesen los sacrificios de los ídolos, devolved la libertad a los cristianos que gimen en los calaboros y en las minas, repartid abundantes limosnas, y veréis cumplidos vuestros deseos".

Constantino lo promete todo, se fija el día para el bautismo, y, llegados por fin ante el baptisterio de San Juan de Letrán, se despoja el emperador de todas sus vestiduras, entra en la piscina, es bautizado por San Silvestre, y cuando sale, ante la expectación de todos, aparece completamente curado. De ahora en adelante, dicen las actas, Constantino será el gran favorecedor de los cristianos, y, no contento con eso, va a dejar al Papa su sede de Roma, retirándose con toda su corte a Constantinopla.

Toda esta historia nos indica, al menos, la gran preponderancia que iba tomando la Iglesia frente al Estado. De ello se ha de aprovechar San Silvestre para reconstruir iglesias devastadas y enmendar las corrompidas costumbres. Entre las nuevas leyes que bajo la égida del Pontífice iba a dar el emperador, sobresalen: la validez de la emancipación de esclavos realizada ante la Iglesia, el descanso dominical, contra los sodomitas; la educación de los hijos, revocación del destierro a que estaban condenados los cristianos, restitución de sus bienes, revocación de las leyes Julia y Popea contra el celibato, reconociendo de este modo la posibilidad de un celibato santo dentro del cristianismo: varios decretos asegurando el foro judicial de los clérigos, prohibición de los agoreros, de los juegos en que iban mezclada la inmoralidad y el engaño, etc., etc. Roma iba, de este modo, muriendo a su tradición pagana, para renacer poco a poco a la nueva Roma cristiana.

La gran labor pastoral en que se ve encuadrado el pontificado de San Silvestre ofrece unas facetas características, primicias todas ellas de la Iglesia, que se abre a nuevos horizontes, libre ya de trabas y de postergaciones.

Es su tiempo, la era de los grandes concilios, donde se fijan en detalle los cánones de la fe, el culto divino adquiere una grandeza insospechada, se establece una disciplina eclesiástica cuna de nuestro Derecho, y se extiende cada vez más la supremacía de la Iglesia de Roma. En el mismo año en que es elegido Papa, manda San Silvestre sus legados al concilio de Arlés, donde se resuelve la cuestión de los donatistas, que habían apelado otra vez en la causa de Ceciliano. Este concilio, juntamente con el primero ecumenico de Nicea (a. 325), son los dos puntales del esfuerzo dogmático de tiempos de San Silvestre. Mucho se ha discutido sobre la participación que en ellos tuvo el Pontífice de Roma, ya que tanto uno como otro fueron convocados a instancias del emperador Constantino: pero, a través de lo que en ellos se determina, no ofrece duda la presencia moral del Papa en las decisiones consulares. En Nicea, junto al presidente del concilio, Osio de Córdoba, se sientan los legados pontificios Vito y Vicente, y, de ser cierto el documento que recoge el Líber Pontiticalis, todos los obispos, al final de la asamblea, escriben una carta a Silvestre, donde le dan cuenta de las decisiones adoptadas.

Más claro y conmovedor es el testimonio de los Padres del concilio de Arlés. En esta asamblea, como en todas las que celebra Constantino, se ve, es cierto, una sumisión del episcopado al poder civil; pero al mismo tiempo un afecto y una gran sumisión al Papa. Es éste el que ha de dar su última palabra sobre los donatistas, quien ha de comunicar a las iglesias lo establecido en el concilio, y el que, en fin, ha de hacer poner en práctica sus acuerdos, sobre todo el que se refiere a la celebración de la Pascua. Dicen así en la segunda carta que le envían: "Al amadisimo papa Silvestre, Marino, Agnecio... Unidos en el común vínculo de caridad y de unidad de la madre Iglesia católica y reunídos en la ciudad de Arlés por la voluntad del piisimo emperador, te saludamos a ti, gloriosisimo Papa, con toda nuestra reverencia",

Y añaden: "Ojalá, hermano dilectísimo, hubierais estado presente a este gran espectáculo, pues creemos que contra ellos (los donatistas ) se hubiera dado una sentencia más severa, y de ese modo, uniéndote tú mismo a nuestro juicio, nuestra asamblea hubiera exultado con mayor alegria. Pero, como no pudiste separarte de aquellas tierras en las cuales se asientan también los apóstoles, y cuya sangre testifica sin intermisión la gloria de Dios, por eso te mandamos..."

Esta presencia del Papa se extendió a su vez en la serie de concilios y sínodos que se fueron celebrando en su tiempo: sínodo de Roma (a. 315), concilios de Alejandría, Palestina, segundo de Alejandría, de Laodicea, Ancira, Nicomedia, Cartago, Cesarea de Palestina, etc.

En todos ellos y en otros decretos del mismo Papa se fue creando una liturgia nueva, que, unida a los cánones disciplinares, sirvieron de base a la reorganización interior de la Iglesia. Acaso se pueda rechazar como inventada posteriormente la famosa Constitución de San Siluestre, donde se encuentran una serie de prescripciones sobre los clérigos; pero no podemos dar de lado otras muchas, que sin duda se debieron al celo pastoral de nuestro santo. Citemos algunas:

Solamente el obispo puede preparar el santo crisma y servirse de él para confirmar a los bautizados.

Los diáconos usen dalmática y manipulo en el servicio del altar.

Queda prohibido el uso de la seda o paño de color para el santo sacrificio de la misa. Deben emplearse telas de lino, o sea corporales, que representen la sindone en que fue envuelto el cuerpo de Cristo.

Ningún laico tenga la osadía de presentarse como acusador contra un clérigo.

Ningun clérigo puede ser citado ante un tribunal laico para ser juzgado.

Los días de semana, menos el sábado y el domingo, se llaman 'ferias". En cuanto a la recepción de las órdenes sagradas, determina el tiempo que ha de transcurrir entre una y otra: veinte años para el lectorado, treinta días para el exorcistado, cinco años para el acolitado, otros cinco para el subdiaconado, diez para el de custodio de los mártires, siete para el diaconado y tres, por fin, para el sacerdocio. Normas precisas da también respecto a la vida de los clérigos. Deben ser castos y han de procurar el grado sin ambición y sin ansia de lucro, y solamente pueden ser nombrados aquellos que sean elegidos en unanimidad por el pueblo y la clerecía. Los presbíteros han de tener una reputación bien probada, de modo que, aun los que están fuera de la Iglesia, puedan dar fiel testimonio de ellos. Otras prescripciones abundan; v. gr., sobre el ayuno, los réditos de la Iglesia, que han de dividirse en cuatro apartados; el culto divino, etc.

Y como detalle, esta nota disciplinar en el trato con los pecadores, que nos dice mucho de la delicadeza y caridad de San Silvestre: 'En primer lugar—dice—se les ha de llamar paternalmente y se les ha de esperar siete dias, sin que se les prohiba nada de las cosas de la Iglesia. A este compás de espera se le deben añadir otros siete días, vedándoseles ya todo acceso a los divinos oficios. Siguen otros dos días, en los cuales, si no se arrepintieran, se les separa de la paz y comunión de la santa Iglesia. Otros dos días más, y, por fin, añadiendo todavía uno, y viendo que ya su caso es desesperado, se le debe condenar con el anatema".

En cuanto se refiere al culto divino, nunca conoció Roma, podemos decir, fuera del tiempo del Renacimiento, otra época de tanto esplendor y grandeza. El Pontifical Romano nombra en primer lugar una iglesia del título de Equitio, que mandó construir San Silvestre junto a las termas de Trajano, hoy llamada de los Santos Silvestre y Martín, y que fue como su primera sede y el sitio donde hacía las ordenaciones. Seis veces ordenó en el mes de diciembre, y de aquí salieron 40 presbíteros, 26 diáconos y 65 obispos, que se fueron repartiendo por diversas tierras.

En seguida empiezan las famosas fundaciones constantinianas de San Juan de Letrán, en el monte Cello—in aedibus Laterani—, de San Pedro, en el Vaticano, San Pablo, en la vía Ostiense, y Santa Cruz de Jerusalén, situada en el atrio Sessoriano, muy cerca del templo de Venus y Cupido, como réplica, dice Baronio, a la estatua de Venus que mandó poner Adriano en la cumbre del Calvario. En la misma Roma se levantan a su vez la basílica de Santa Inés, a instancias de la hija de Constantino: la de San Lorenzo, en el campo Verano; la de San Pedro y Marcelino, en la vía Labicana, y otras más en otras ciudades de Italia, como Ostia, Capua y Nápoles.

El papa San Dámaso, cuando termina de dar sus noticias sobre San Silvestre, acaba con esta sencilla frase: Qui catholicus et confessor quievit.

Católico, porque supo mantener la luz de su fe en un tiempo de fuertes herejías. Ecuménico, porque lleva su acción de Arlés a Nicea, de Cartago a Viena del Delfinado. Y, a la vez, confesor, es decir, santo, tomando la palabra en el sentido que se le daba entonces.

Y esta gran confesión o santidad la supo llevar, sobre todo, con una caridad y mansedumbre que fue puesta a prueba muchas veces por aquel que se decía favorecedor del cristianismo. Es sabido cómo a Constantino le aquejaba el prurito de quererse inmiscuir en todos los problemas interiores y exteriores de la Iglesia. Por su mandato se reúnen los obispos en Arlés, convoca el concilio de Nicea, reíne sínodos, lleva a su tribunal la causa de los donatistas e interviene con toda su autoridad en la condena de los arrianos. Alguien ha querido ver cierta timidez en San Silvestre frente al emperador; pero creemos que es desconocer todo lo delicado de aquellos primeros años del cristianismo libre cuando se le atribuye tal especie. San Siivestre asiste a un renacer de la Iglesia, demasiado frágil todavía en lo que a efectos civiles se refiere, y, por otra parte, Constantino sigue siendo el hombre de carácter fogoso, con muchos matices paganos, que a veces le llevan hasta el crimen. La persecución no se habia superado del todo, ya que hasta el 324, con la muerte de Licinio, aún se sigue martirizando en el Oriente y aún en las tierras de Constantino brotan de vez en cuando gritos de rebeldía pagana.

Por otra parte, la solución de aquellos primeros conflictos politico-religiosos de las primeras herejías dependía casi siempre del emperador, pues solían convertirse en verdaderas luchas intestinas, con gran peligro para la tranquilidad del Imperio. No es extraño, por tanto, que San Silvestre, aun consciente de su autoridad, tuviera que ceder muchas veces para no convertir en desfavorables unas posiciones que eran en gran manera ventajosas para la Iglesia. En eso precisamente estuvo su santidad: en saber sufrir los excesos del despotismo por bien de la comunidad, pasando muchas veces al segundo lugar, aunque en lo que tocaba a su ministerio siempre se mantuviera decisivo.

Ni las actas ni la leyenda nos dicen más de su vida. Pero bastante dice ya aquella floración de vida cristiana en que empieza a vivir Roma; el culto divino, que se engrandece con las basílicas; la nueva disciplina eclesiástica y el ejemplo de aquel varón venerable, que iba señalando a todos el nuevo sendero que se abria.

San Silvestre muere el 31 de diciembre del año 337. Fue sepultado en el cementerio de Priscila, en la vía Salaria, en una basílica donde estaba enterrado el papa San Marcelo, y que desde entonces se llamó de San Silvestre. Por el año 1890 se creyó identificar sus ruinas en el transcurso de unas excavaciones, y por fin lo logra en 1907 el arqueólogo Marucchi. Reconstruida una iglesia sobre los primitivos cimientos, fue inaugurada el 31 de diciembre del mismo año, reinando en la Iglesia el santo Pio X.

La Iglesia, por su parte, le ha venerado ya desde antiguo, incluyendo su nombre, juntamente con el de San Gregorio Magno, en la letania de los Santos, y desde tiempos de San Pío V se ha venido celebrando su fiesta con rito doble aun dentro de la octava de Navidad.

FRANCISCO MARTÍN HERNÁNDEZ

martes, 30 de diciembre de 2014

Santo Evangelio 30 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: 30 de Diciembre (Día sexto de la octava de Navidad)

Texto del Evangelio (Lc 2,36-40): Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén.

Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.



Comentario: Rev. D. Joaquim FLURIACH i Domínguez (St. Esteve de P., Barcelona, España)
Alababa a Dios y hablaba del Niño a todos

Hoy, José y María acaban de celebrar el rito de la presentación del primogénito, Jesús, en el Templo de Jerusalén. María y José no se ahorran nada para cumplir con detalle todo lo que la Ley prescribe, porque cumplir aquello que Dios quiere es signo de fidelidad, de amor a Dios.

Desde que su hijo —e Hijo de Dios— ha nacido, José y María experimentan maravilla tras maravilla: los pastores, los magos de Oriente, ángeles... No solamente acontecimientos extraordinarios exteriores, sino también interiores, en el corazón de las personas que tienen algún contacto con este Niño.

Hoy aparece Ana, una señora mayor, viuda, que en un momento determinado tomó la decisión de dedicar toda su vida al Señor, con ayunos y oración. No nos equivocamos si decimos que esta mujer era una de las “vírgenes prudentes” de la parábola del Señor (cf. Mt 25,1-13): siempre velando fielmente en todo aquello que le parece que es la voluntad de Dios. Y está claro: cuando llega el momento, el Señor la encuentra a punto. Todo el tiempo que ha dedicado al Señor, aquel Niño se lo recompensa con creces. —¡Preguntadle, preguntadle a Ana si ha valido la pena tanta oración y tanto ayuno, tanta generosidad!

Dice el texto que «alababa a Dios y hablaba del Niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén» (Lc 2,38). La alegría se transforma en apostolado decidido: ella es el motivo y la raíz. El Señor es inmensamente generoso con los que son generosos con Él.

Jesús, Dios Encarnado, vive la vida de familia en Nazaret, como todas las familias: crecer, trabajar, aprender, rezar, jugar... ¡“Santa cotidianeidad”, bendita rutina donde crecen y se fortalecen casi sin darse cuenta la almas de los hombres de Dios! ¡Cuán importantes son las cosas pequeñas de cada día!

Santa Anisia, 30 de Diciembre



Santa Anisia
30 de Diciembre

Santa Anisia era una joven cristiana, huérfana de padre y madre y dueña de una gran fortuna con la que beneficiaba generosamente a los más necesitados. En los tiempos del gobernador Ducisio desató una cruel persecución en Tesalónica y trataba de impedir, especialmente, que los cristianos llevasen a cabo sus asambleas religiosas. Anisia decidió asistir a una de estas asambleas, pero en el camino, uno de los guardias del emperador le cerró el paso y le preguntó a donde se dirigía. 

La santa confesó valientemente su fe cristiana provocando la ira del guardia quien la mató inmediatamente. Cuando retornó la paz para la Iglesia, los cristianos de Tesalónica construyeron un oratorio en el lugar donde había sido sacrificada la santa.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Santo Evangelio 29 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: 29 de Diciembre (Día quinto de la octava de Navidad)

Texto del Evangelio (Lc 2,22-35): Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. 

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y en él estaba el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel».

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!- a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones».


Comentario: Chanoine Dr. Daniel MEYNEN (Saint Aubain, Namur, Bélgica)
Ahora, Señor, puedes (...) dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación

Hoy, 29 de diciembre, festejamos al santo Rey David. Pero es a toda la familia de David que la Iglesia quiere honrar, y sobre todo al más ilustre de todos ellos: ¡a Jesús, el Hijo de Dios, Hijo de David! Hoy, en ese eterno “hoy” del Hijo de Dios, la Antigua Alianza del tiempo del Rey David se realiza y se cumple en toda su plenitud. Pues, como relata el Evangelio de hoy, el Niño Jesús es presentado al Templo por sus padres para cumplir con la antigua Ley: «Cuando se cumplieron los días de la purificación según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor» (Lc 2,22-23).

Hoy, se eclipsa la vieja profecía para dejar paso a la nueva: Aquel, a quien el Rey David había anunciado al entonar sus salmos mesiánicos, ¡ha entrado por fin en el Templo de Dios! Hoy es el gran día en que aquel que San Lucas llama Simeón pronto abandonará este mundo de oscuridad para entrar en la visión de la Luz eterna: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos» (Lc 2,29-32).

También nosotros, que somos el Santuario de Dios en el que su Espíritu habita (cf. 1Cor 3,16), debemos estar atentos a recibir a Jesús en nuestro interior. Si hoy tenemos la dicha de comulgar, pidamos a María, la Madre de Dios, que interceda por nosotros ante su Hijo: que muera el hombre viejo y que el nuevo hombre (cf. Col 3,10) nazca en todo nuestro ser, a fin de convertirnos en los nuevos profetas, los que anuncien al mundo entero la presencia de Dios tres veces santo, ¡Padre, Hijo y Espíritu Santo!

Como Simeón, seamos profetas por la muerte del “hombre viejo”! Tal como dijo el Papa Juan Pablo II, «la plenitud del Espíritu de Dios viene acompañada (…) antes que nada por la disponibilidad interior que proviene de la fe. De ello, el anciano Simeón, ‘hombre justo y piadoso’, tuvo la intuición en el momento de la presentación de Jesús en el Templo».


Comentario: Rev. D. Joaquim MONRÓS i Guitart (Tarragona, España)
Han visto mis ojos tu salvación

Hoy contemplamos la Presentación del Niño Jesús en el Templo, cumpliendo la prescripción de la Ley de Moisés: purificación de la madre y presentación y rescate del primogénito.

La situación la describe san Josepmaría Escrivá, en el cuarto misterio de gozo de su libro Santo Rosario, invitando a involucrarnos en la escena: «Esta vez serás tú, amigo mío, quien lleve la jaula de las tórtolas. —¿Te fijas? Ella —¡la Inmaculada!— se somete a la Ley como si estuviera inmunda. ¿Aprenderás con este ejemplo, niño tonto, a cumplir, a pesar de todos los sacrificios personales, la Santa Ley de Dios?

»¡Purificarse! ¡Tú y yo sí que necesitamos purificación! —Expiar, y, por encima de la expiación, el Amor. —Un amor que sea cauterio, que abrase la roña de nuestra alma, y fuego, que encienda con llamas divinas la miseria de nuestro corazón».

Vale la pena aprovechar el ejemplo de María para “limpiar” nuestra alma en este tiempo de Navidad, haciendo una sincera confesión sacramental, para poder recibir al Señor con las mejores disposiciones. Así, José presenta la ofrenda de un par de tórtolas, pero sobre todo ofrece su capacidad de sacar adelante, con su trabajo y con su amor castísimo, el plan de Dios para la Sagrada Familia, modelo de todas las familias. 

Simeón ha recibido del Espíritu Santo la revelación de que no moriría sin ver a Cristo. Va al Templo y, al recibir en sus brazos lleno de alegría al Mesías, le dice: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación» (Lc 2,29-30). En esta Navidad, con ojos de fe contemplemos a Jesús que viene a salvarnos con su nacimiento. Así como Simeón entonó el canto de acción de gracias, alegrémonos cantando delante del belén, en familia, y en nuestro corazón, pues nos sabemos salvados por el Niño Jesús.

Santo Tomás de Canterbury 29 de Diciembre


Santo Tomás de Canterbury
29 de Diciembre

Este mártir que entregó su vida por defender los derechos de la religión católica, nació en Londres en 1118.

Era hijo de un empleado oficial, y en sus primeros años fue educado por los monjes del convento de Merton. Después tuvo que trabajar como empleado de un comerciante, al cual acompañaba los días de descanso a hacer largas correrías dedicados a la cacería. Desde entonces adquirió su gran afición por los viajes aunque fueran por caminos muy difíciles.

Un día persiguiendo una presa de cacería, corrió con tan gran imprudencia que cayó a un canal que llevaba el agua para mover un molino. La corriente lo arrastró y ya iba a morir triturado por las ruedas, cuando, sin saber cómo ni por qué, el molino se detuvo instantáneamente. El joven consideró aquello como un aviso para tomar la vida más en serio.

A los 24 años consiguió un puesto como ayudante del Arzobispo de Inglaterra (el de Canterbury) el cual se dio cuenta de que este joven tenía cualidades excepcionales para el trabajo, y le fue confiando poco a poco oficios más difíciles e importantes. Lo ordenó de diácono y lo encargó de la administración de los bienes del arzobispado. Lo envió varias veces a Roma a tratar asuntos de mucha importancia, y así Tomás llegó a ser el personaje más importante, después del arzobispo, en aquella iglesia de Londres. Monseñor afirmaba que no se arrepentía de haber depositado en él toda su confianza, porque en todas las responsabilidades que se le encomendaban se esmeraba por desempeñarlas lo mejor posible.

Dicen los que lo conocieron que Santo Tomás Becket era delgado de cuerpo, semblante pálido, cabello oscuro, nariz larga y facciones muy varoniles. Su carácter alegre lo hacía atractivo y agradable en su conversación. Sumamente franco, trataba de decir siempre la verdad y de no andar fingiendo lo que no sentía, pero siempre con el mayor respeto. Sabía expresar sus ideas de manera tan clara, que a la gente le gustaba oírle explicar los asuntos de religión porque se le entendía todo fácilmente y bien.

Tomás como buen diplomático había obtenido que el Papa Eugenio Tercero se hiciera muy amigo del rey de Inglaterra, Enrique II, y este en acción de gracias por tan gran favor, nombró a nuestro santo (cuando sólo tenía 36 años) como Canciller o Ministro de Relaciones Exteriores. Tomás puso todas sus cualidades al servicio de tan alto cargo, y llegó a ser el hombre de confianza del rey. Este no hacía nada importante sin consultarle. Su presencia en el gobierno contribuyó a que dictaran leyes muy favorables para el pueblo. Acompañaba a Enrique II en todas sus correrías por el país y por el exterior (pues Inglaterra tenía amplias posesiones en Francia) y procuraba que en todas partes quedara muy en alto el nombre de su gobierno. Y no tenía miedo en corregir también al monarca cuando veía que se estaba extralimitando en sus funciones. Pero siempre de la manera más amigable posible.

En el 1161 murió el Arzobispo Teobaldo, y entonces al rey le pareció que el mejor candidato para ser arzobispo de Inglaterra era Tomás Becket. Este le advirtió que no era digno de tan sublime cargo. Que su genio era violento y fuerte, y que tomaba demasiado en serio sus responsabilidades y que por eso podía tener muchos problemas con el gobierno civil si lo nombraban jefe del gobierno eclesiástico. Pero su confesor decía: "En su vida privada es intachable, y sabe mantener una gran dignidad aún en ocasiones peligrosas y en tentaciones de toda especie". Y un Cardenal de mucha confianza del Sumo Pontífice lo convenció de que debía aceptar, y al fin aceptó.

Cuando el rey empezó a insistirle en que aceptara el oficio de Arzobispo, Santo Tomás le hizo una profecía o un anuncio que se cumplió a la letra. Le dijo así: "Si acepto ser Arzobispo me sucederá que el rey que hasta ahora es mi gran amigo, se convertirá en mi gran enemigo". Enrique no creyó que fuera a suceder así, pero sí sucedió.

Ordenado de sacerdote y luego consagrado como Arzobispo, pidió a sus ayudantes que en adelante le corrigieran con toda valentía cualquier falta que notaran en él. Les decía: "Muchos ojos ven mejor que dos. Si ven en mi comportamiento algo que no está de acuerdo con mi dignidad de arzobispo, les agradeceré de todo corazón si me lo advierten".

Desde que fue nombrado arzobispo (por el Papa Alejandro III) la vida de Tomás cambió por completo. Se levantaba muy al amanecer. Luego dedicaba una hora a la oración y a la lectura de la S. Biblia. Después del desayuno estudiaba otra hora con un doctor en teología, para estar al día en conocimientos religiosos. Cada día repartía el personalmente las limosnas a muchísimos pobres que llegaban al Palacio Arzobispal. Muy pronto ya los pobres que allí recibían ayuda, eran el doble de los que antes iban a pedir limosna.

Cada día tenía algunos invitados a su mesa, pero durante las comidas, en vez de música escuchaba la lectura de algún libro religioso. Casi todos los días visitaba algunos enfermos del hospital. Examinaba rigurosamente la conducta y la preparación de los que deseaban ser sacerdotes, y a los que no estaban bien preparados o no habían hecho los estudios correspondientes no los dejaba ordenarse de sacerdotes, aunque llegaran con recomendaciones del mismo rey.

Tomás había dicho al rey cuando este le propuso el arzobispado: "Ya verá que los envidiosos tratarán de poner enemistades entre nosotros dos. Además el poder civil tratará de imponer leyes que vayan contra la Iglesia Católica y no podré aceptar eso. Y hasta el mismo rey me pedirá que yo le apruebe ciertos comportamientos suyos, y me será imposible hacerlo". Esto se fue cumpliendo todo exactamente.

El rey se propuso ponerles enormes impuestos a los bienes de la Iglesia Católica. El arzobispo se opuso totalmente a ello, y desde entonces el cariño de Enrique hacía su antiguo canciller Tomás, se apagó casi por completo. Luego pretendió el rey imponer un fuerte castigo a un sacerdote. El arzobispo se opuso, diciendo que al sacerdote lo juzga su superior eclesiástico y no el poder civil. La rabia del mandatario se encendió furiosamente. Enrique redactó una ley en la cual la Iglesia quedaba casi totalmente sujeta al gobierno civil. El arzobispo exclamó: "No permita Dios que yo vaya jamás a aprobar o a firmar semejante ley". Y no la aceptó. ¡Nueva rabia del rey! Enseguida este se propuso que en adelante sería el gobierno civil quien nombrara para ciertos cargos eclesiásticos. Tomás se le opuso terminantemente. Resultado: tuvo que salir del país.

Tomás se fue a Francia a entrevistarse con el Papa Alejandro III y pedirle que lo reemplazara por otro en este cargo tan difícil. "Santo Padre le digo yo soy un pobre hombre orgulloso. Yo no fui nunca digno de este oficio. Por favor: nombre a otro, y yo terminaré mis días dedicado a la oración en un convento". Y se fue a estarse 40 días rezando y meditando en una casa de religiosos.

Pero el Pontífice intervino y obtuvo que entre Enrique y Tomás hicieran las paces. Y así volvió a Inglaterra. Sin embargo, el problema peor estaba por llegar.

Después de seis años de destierro y cuando ya le habían sido confiscados por el rey todos sus bienes y los de sus familiares, el arzobispo Tomás regresó a Inglaterra el 1º de diciembre con el título de "Delegado del Sumo Pontífice". El trayecto desde que desembarcó hasta que llegó a su catedral de Canterbury fue una marcha triunfal. Las gentes aglomeradas a lo lago de la vía lo aclamaban. Las campanas de todas las iglesias repicaban alegremente y parecía que la hora de su triunfo ya había llegado. Pero era otra clase de triunfo distinta la que le esperaba en ese mes de diciembre. La del martirio.

Como él mismo lo había anunciado, los envidiosos empezaron a llevar cuentos y cuentos al rey contra el arzobispo. Y dicen que un día en uno de sus terribles estallidos de cólera, Enrique II exclamó: "No podrá haber más paz en mi reino mientras viva Becket. ¿Será que no hay nadie que sea capaz de suprimir a este clérigo que me quiere hacer la vida imposible?".

Al oír semejante exclamación de labios del mandatario, cuatro sicarios se fueron donde el santo arzobispo resueltos a darle muerte. Estaba él orando junto al altar cuando llegaron los asesinos. Era el 29 de diciembre de 1170. Lo atacaron a cuchilladas. No opuso resistencia. Murió diciendo: "Muero gustoso por el nombre de Jesús y en defensa de la Iglesia Católica". Tenía apenas 52 años.

Se llama apoteosis la glorificación y gran cantidad de honores que se rinden a una persona. La noticia del asesinato de un arzobispo recorrió velozmente Europa causando horror y espanto en todas partes. El Papa Alejandro III lanzó excomunión contar el rey Enrique, el cual profundamente arrepentido duró dos años haciendo penitencia y en el año 1172 fue reconciliado otra vez con su religión y desde entonces se entendió muy bien con las autoridades eclesiásticas. El mártir Tomás consiguió después de su muerte, esto que no había logrado obtener durante su vida.

Tres años después el Sumo Pontífice lo declaró santo, a causa de su martirio y por los muchos milagros que se obraban en su sepulcro.

Dos personajes con nombres de Tomás, ocuparon el cargo de Canciller en Inglaterra, junto con dos reyes de nombre Enrique. Y ambos fueron martirizados por defender a la santa Iglesia Católica. Santo Tomás Becket, martirizado por deseos de Enrique II y Santo Tomás Moro, martirizado por orden del impío rey Enrique VIII.

domingo, 28 de diciembre de 2014

Santo Evangelio 28 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: La Sagrada Familia (B)

Texto del Evangelio (Lc 2,22-40): Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos, según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor, como está escrito en la Ley del Señor: Todo varón primogénito será consagrado al Señor y para ofrecer en sacrificio un par de tórtolas o dos pichones, conforme a lo que se dice en la Ley del Señor. 

Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción —¡y a ti misma una espada te atravesará el alma!— a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones». 

Había también una profetisa, Ana, hija de Fanuel, de la tribu de Aser, de edad avanzada; después de casarse había vivido siete años con su marido, y permaneció viuda hasta los ochenta y cuatro años; no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios noche y día en ayunos y oraciones. Como se presentase en aquella misma hora, alababa a Dios y hablaba del niño a todos los que esperaban la redención de Jerusalén. Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría; y la gracia de Dios estaba sobre Él.


Comentario: Rev. D. Joan Ant. MATEO i García (La Fuliola, Lleida, España)
Llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarle al Señor

Hoy, celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Nuestra mirada se desplaza del centro del belén —Jesús— para contemplar cerca de Él a María y José. El Hijo eterno del Padre pasa de la familia eterna, que es la Santísima Trinidad, a la familia terrenal formada por María y José. ¡Qué importante ha de ser la familia a los ojos de Dios cuando lo primero que procura para su Hijo es una familia!

Juan Pablo II, en su Carta apostólica El Rosario de la Virgen María, ha vuelto a destacar la importancia capital que tiene la familia como fundamento de la Iglesia y de la sociedad humana, y nos ha pedido que recemos por la familia y que recemos en familia con el Santo Rosario para revitalizar esta institución. Si la familia va bien, la sociedad y la Iglesia irán bien.

El Evangelio nos dice que el Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría. Jesús encontró el calor de una familia que se iba construyendo a través de sus recíprocas relaciones de amor. ¡Qué bonito y provechoso sería si nos esforzáramos más y más en construir nuestra familia!: con espíritu de servicio y de oración, con amor mutuo, con una gran capacidad de comprender y de perdonar. ¡Gustaríamos —como en el hogar de Nazaret— el cielo y la tierra! Construir la familia es hoy una de las tareas más urgentes. Los padres, como recordaba el Concilio Vaticano II, juegan ahí un papel insubstituible: «Es deber de los padres crear un ambiente de familia animado por el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, y que favorezca la educación íntegra personal y social de los hijos». En la familia se aprende lo más importante: a ser personas.

Finalmente, hablar de familia para los cristianos es hablar de la Iglesia. El evangelista san Lucas nos dice que los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén para presentarlo al Señor. Aquella ofrenda era figura de la ofrenda sacrificial de Jesús al Padre, fruto de la cual hemos nacido los cristianos. Considerar esta gozosa realidad nos abrirá a una mayor fraternidad y nos llevará a amar más a la Iglesia.

© evangeli.net M&M

Los Santos Inocentes, 28 de Diciembre


LOS SANTOS INOCENTES
28 Diciembre

Hoy celebramos la fiesta de los Niños Inocentes que mandó matar el cruel Herodes.

Nos cuenta el evangelio de San Mateo que unos Magos llegaron a Jerusalén preguntando dónde había nacido el futuro rey de Israel, pues habían visto aparecer su estrella en el oriente, y recordaban la profecía del Antiguo Testamento que decía: "Cuando aparezca una nueva estrella en Israel, es que ha nacido un nuevo rey que reinará sobre todas las naciones" (Números 24, 17) y por eso se habían venido de sus lejanas tierras a adorar al recién nacido.

Dice San Mateo que Herodes se asustó mucho con esta noticia y la ciudad de Jerusalén se conmovió ante el anuncio tan importante de que ahora sí había nacido el rey que iba a gobernar el mundo entero. Herodes era tan terriblemente celoso contra cualquiera que quisiera reemplazarlo en el puesto de gobernante del país que había asesinado a dos de sus esposas y asesinó también a varios de sus hijos, porque tenía temor de que pudieran tratar de reemplazarlo por otro. Llevaba muchos años gobernando de la manera más cruel y feroz, y estaba resuelto a mandar matar a todo el que pretendiera ser rey de Israel. Por eso la noticia de que acababa de nacer un niñito que iba a ser rey poderosísimo, lo llenó de temor y dispuso tomar medidas para precaverse.

Herodes mandó llamar a los especialistas en Biblia (a los Sumos Sacerdotes y a los escribas) y les preguntó en qué sitio exacto tenía que nacer el rey de Israel que habían anunciado los profetas. Ellos le contestaron: "Tiene que ser en Belén, porque así lo anunció el profeta Miqueas diciendo: "Y tú, Belén, no eres la menor entre las ciudades de Judá, porque de ti saldrá el jefe que será el pastor de mi pueblo de Israel" (Miq. 5, 1).

Entonces Herodes se propuso averiguar bien exactamente dónde estaba el niño, para después mandar a sus soldados a que lo mataran. Y fingiendo todo lo contrario, les dijo a los Magos: - "Vayan y se informan bien acerca de ese niño, y cuando lo encuentren vienen y me informan, para ir yo también a adorarlo". Los magos se fueron a Belén guiados por la estrella que se les apareció otra vez, al salir de Jerusalén, y llenos de alegría encontraron al Divino Niño Jesús junto a la Virgen María y San José; lo adoraron y le ofrecieron sus regalos de oro, incienso y mirra.

Y sucedió que en sueños recibieron un aviso de Dios de que no volvieran a Jerusalén y regresaron a sus países por otros caminos, y el pérfido Herodes se quedó sin saber dónde estaba el recién nacido. Esto lo enfureció hasta el extremo.

Entonces rodeó con su ejército la pequeña ciudad de Belén, y mandó a sus soldados a que mataran a todos los niñitos menores de dos años, en la ciudad y sus alrededores. Ya podemos imaginar la terribilísima angustia para los papás de los niños al ver que a sus casas llegaban los herodianos y ante sus ojos asesinaban a su hijo tan querido. Con razón el emperador César Augusto decía con burla que ante Herodes era más peligroso ser Hijo (Huios) que cerdo (Hus), porque a los hijos los mataba sin compasión, en cambio a los cerdos no, porque entre los judíos esta prohibido comer carne de ese animal.

San Mateo dice que en ese día se cumplió lo que había avisado el profeta Jeremías: "Un griterío se oye en Ramá (cerca de Belén), es Raquel (la esposa de Israel) que llora a sus hijos, y no se quiere consolar, porque ya no existen" (Jer. 31, 15).

Como el hombre propone y Dios dispone, sucedió que un ángel vino la noche anterior y avisó a José para que saliera huyendo hacia Egipto, y así cuando llegaron los asesinos, ya no pudieron encontrar al niño que buscaban para matar.

Y aquellos 30 niños inocentes, volaron al cielo a recibir el premio de las almas que no tienen mancha y a orar por sus afligidos padres y pedir para ellos bendiciones. Y que rueguen también por nosotros, pobres y manchados que no somos nada inocentes sino muy necesitados del perdón de Dios.

Dios hace fracasar los planes de los malvados (S. Biblia).


Desde la Edad Media, monaguillos y sacristanes se recordaba paradójicamente con humor y la tradición bromista ha seguido hasta la fecha. En España, las inocentadas nacieron en la antigua urbe romana de Écija.en la época del reinado de Felipe II.

La broma o inocentada más usual es recortar un monigote de papel y pegarlo o clavarlo en la espalda de alguien cercano, que lo lleva sin enterarse, con el general regocijo (inocente, inocente,...). También se gastan bromas telefónicas, se dan avisos falsos o se inventan noticias sorprendentes que siembran la duda y conducen a las risas una vez descubiertas. 

Es normal que en esta fecha aparezcan en los medios de comunicación falsas noticias, algunas veces firmadas por un inexistente Inocencio Santos. 

El día de los Santos Inocentes es es el equivalente latino del anglosajón April Fool's Day.
 


Los Santos Inocentes

Autor: Archidiócesis de Madrid 

La consulta bien intencionada de aquellos Magos que llegaron de Oriente al rey fue el detonante del espectáculo dantesco que organizó la crueldad aberrante de Herodes a raíz del nacimiento de Jesús. 

Habían perdido el brillo celeste que les guiaba, llegó la desorientación, no sabían por donde andaban, temieron no llegar a la meta del arduo viaje emprendido tiempo atrás y decidieron quemar el último cartucho antes de dar la vuelta a su patria entre el ridículo y el fracaso.

Al rey le produjo extrañeza la visita y terror la ansiosa pregunta sobre el lugar del nacimiento del Mesías; rápidamente ha hecho sus cálculos y llegado a la conclusión de que está en peligro su status porque lo que las profecías antiguas presentaban en futuro parece que ya es presente realidad. Se armó un buen revuelo en palacio, convocaron a reunión a los más sabios con la esperanza de que se pronunciaran y dieran dictamen sobre el escondrijo del niño "libertador". El plan será utilizar a los visitantes extranjeros como señuelo para encontrarle. Menos mal que volvieron a su tierra por otro camino, después que adoraron al Salvador. Impaciente contó Herodes los días; se irritó consigo mismo por su estupidez; los emisarios que repartió por el país no dan noticia de aquellos personajes que parecen esfumados, y se confirma su ausencia. Vienen los cálculos del tiempo, y contando con un margen de seguridad, le salen dos años con el redondeo. 

Los niños que no sobrepasen dos años en toda la comarca morirán. Hay que durar en el poder. El baño de sangre es un simple asunto administrativo, aunque cuando pase un tiempo falten hombres para la siembra, sean escasos los brazos para segar y no haya novios para las muchachas casaderas; hoy sólo será un dolor pasajero para las familias sin nombre, sin fuerza, sin armas y sin voz. Unas víctimas ya habían iniciado sus correteos, y balbuceaban las primeras palabras; otras colgaban todavía del pecho de sus madres. Pero para Herodes era el precio de su tranquilidad. 

Son los Santos Inocentes. Están creciendo para Dios en su madurez eterna. Ni siquiera tuvieron tiempo de ser tentados para exhibir méritos, pero no tocan a menos. Están agarrados a la mano que abre la gloria. Aplicados los méritos de Cristo sin que fuera preciso crecer para pedir el bautismo de sangre, como tantos laudablemente hoy son bautizados en la fe de la Iglesia con agua sin cubrir expediente personal. El Bautismo es gracia. 

Entraron en el ámbito de Cristo inconscientes, sin saberlo ni pretenderlo; como cada vez que por odio a Dios, a la fe, hay revueltas, matanzas y guerras; en esas circunstancias surgen mártires involuntarios, que aún sin saberlo, mueren revestidos y purificados por la sangre de Cristo, haciéndose compañeros suyos en el martirio; y no se les negará el premio sólo porque ellos mismo, uno a uno, no pudieran pedirlo. En este caso es el sagrado azar providente de caer por causa de Cristo, porque la mejor gloria que el hombre puede dar a Dios es muriendo. 

Ya el mismo Jeremías dejó dicho y escrito que "de la boca de los que no saben hablar sacaste alabanza". 

Hoy los mayores también hacen bromas en recuerdo del modo de ser juguetón y alegre de aquellos bebés que no tuvieron tiempo de hacerlas; es buena ocasión de hacer agradable la vida a los demás, con admiración y sorpresa, en desagravio del mal que provocó el egoísmo de aquel que tanto se fijó en lo suyo que aplastó a los demás. 

 

sábado, 27 de diciembre de 2014

Santo Evangelio 27 de Diciembre de 2014



Día litúrgico: 27 de Diciembre: San Juan, apóstol y evangelista


Texto del Evangelio (Jn 20,2-8): El primer día de la semana, María Magdalena fue corriendo a Simón Pedro y a donde estaba el otro discípulo a quien Jesús quería y les dice: «Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto». Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó.


Comentario: Rev. D. Manel VALLS i Serra (Barcelona, España)
Vio y creyó

Hoy, la liturgia celebra la fiesta de san Juan, apóstol y evangelista. Al siguiente día de Navidad, la Iglesia celebra la fiesta del primer mártir de la fe cristiana, san Esteban. Y el día después, la fiesta de san Juan, aquel que mejor y más profundamente penetra en el misterio del Verbo encarnado, el primer “teólogo” y modelo de todo verdadero teólogo. El pasaje de su Evangelio que hoy se propone nos ayuda a contemplar la Navidad desde la perspectiva de la Resurrección del Señor. En efecto, Juan, llegado al sepulcro vacío, «vio y creyó» (Jn 20,8). Confiados en el testimonio de los Apóstoles, nosotros nos vemos movidos en cada Navidad a “ver” y “creer”.

Uno puede revivir estos mismos “ver” y “creer” a propósito del nacimiento de Jesús, el Verbo encarnado. Juan, movido por la intuición de su corazón —y, deberíamos añadir, por la “gracia”— “ve” más allá de lo que sus ojos en aquel momento pueden llegar a contemplar. En realidad, si él cree, lo hace sin “haber visto” todavía a Cristo, con lo cual ya hay ahí implícita la alabanza para aquellos que «creerán sin haber visto» (Jn 20,29), con la que culmina el vigésimo capítulo de su Evangelio.

Pedro y Juan “corren” juntos hacia el sepulcro, pero el texto nos dice que Juan «corrió más aprisa que Pedro, y llegó antes al sepulcro» (Jn 20,4). Parece como si a Juan le mueve más el deseo de estar de nuevo al lado de Aquel a quien amaba —Cristo— que no simplemente estar físicamente al lado de Pedro, ante el cual, sin embargo —con el gesto de esperarlo y de que sea él quien entre primero en el sepulcro— muestra que es Pedro quien tiene la primacía en el Colegio Apostólico. Con todo, el corazón ardiente, lleno de celo, rebosante de amor de Juan, es lo que le lleva a “correr” y a “avanzarse”, en una clara invitación a que nosotros vivamos igualmente nuestra fe con este deseo tan ardiente de encontrar al Resucitado.

San Juan Evangelista, 27 de Diciembre


27 de diciembre

HOMILÍAS


SAN JUAN, APÓSTOL Y EVANGELISTA
(+ final s. I)

 
1. Veinte años tendría escasamente cuando Jesús le llamó, Fue, sin duda, el más joven de los discípulos y me nor que el Maestro en una buena docena de años,

Ribereño del lago de Tiberíades, ni su género de vida como pescador, ni aquella fogosidad juvenil que le mereció el título de Boanerges (= hijo del trueno" ), compartido con su hermano Santiago el Mayor; ni su actividad apostólica en los tiempos heroicos de la primitiva Iglesia palestinense; ni su longevidad casi centenaria, la cual supone una constitución somática vigorosa; ni la intrepidez con que defendió, frente a herejes gnósticos—llamándoles "anticristos"—, la verdadera fe en Jesús Dios-hombre; ni la densidad sublime de su teología y de su mística, basadas, sin embargo, en la realidad histórica: nada de esto autoriza esa figura de jovencito blandengue—casi femenil, si no enfermizo—, tantas veces representada por un arte iconográfico que parece ignorar los datos bíblicos. Si Juan fue "el discípulo a quien amaba Jesús" y el más joven de los apóstoles, fue también el pescador robusto y vigoroso, el mozo equilibrado y sereno que respetuosamente sabe quedarse en segundo lugar cuando acompaña a Pedro; el hombre varonil a quien Jesús confía de por vida su propia Madre como herencia; el teólogo que, sin perder el contacto con la tierra, sabe elevarse a tales cumbres teológicas como ningún otro escritor neotestamentario, ni siquiera San Pablo. Todo ello supone una personalidad riquisima en cualidades humanas y una entrega interna y externa, total y decisiva, al amor y al servicio del Maestro.

Dos etapas conócense de su vida, separadas por un largo silencio de casi medio siglo. Los detalles de la primera quedaron consignados en los libros sagrados del Nuevo Testamento; los de la segunda, en la más estricta y depurada tradición contemporánea. Entre ambas, la carencia de datos durante ese prolongado silencio.

2. Respecto de la primera etapa sabemos que Juan era de Betsaida, a orillas del lago, patria también de Pedro. Sus padres fueron Zebedeo y Salomé (¿hermana de San José?). Los hijos de este matrimonio, Santiago y Juan, fueron pescadores, como su padre, pero no de condición precaria, puesto que tenían a su servicio jornaleros, poseían barca propia, pescaban al copo con amplia red barredera, y su madre era una de aquellas piadosas mujeres que con sus bienes sufragaban las necesidades materiales del Maestro,

Juan, su hermano Santiago y su amigo Pedro formaban el grupo predilecto de Jesús, Los tres fueron testigos directos de la resurrección de la hija de Jairo, de la transfiguración de Jesús en el Tabor, de su agonía en Getsemaní.

Jesús tuvo tal predilección por Juan que éste se señalaba a sí mismo como "el discípulo a quien amaba Jesús". En la noche de la cena reclinó su cabeza sobre el costado del Maestro y fue el único discípulo que estuvo al pie de la cruz, a quien Jesús agonizante dejó encomendada su divina Madre.

Su amistad con Pedro fue de siempre. Paisano suyo y compañero de pesca, ellos dos fueron los encargados por Jesús de preparar la ultima cena pascual. También fue Juan, seguramente, el que introdujo a Pedro en la casa del sumo sacerdote durante la noche de la pasión. Y en la mañana de la resurrección ambos comprueban juntos que el sepulcro está vacío. Juntos aparecen también en la curación del paralítico por Pedro, en la detención y en el juicio sufrido ante el Sanedrín, y en Samaria, adonde van en nombre de los Doce, para invocar allí, sobre los ya creyentes, al Espíritu Santo. Y cuando San Pablo, allá por el año 49, vuelve a Jerusalén al final de su primera expedición misionera, encuentra allí a Pedro y a Juan, a quienes califica de "columnas" de la Iglesia.

3. La segunda etapa de su vida coincide con el último decenio del primer siglo de nuestra era poco más o menos. Juan es ahora el oráculo de los cristianos de la provincia romana de Asia, es decir, del litoral egeo y parte de tierra adentro de la actual Turquía. El centro de su actividad apostólica es siempre Efeso.

Él mismo nos dice en el Apocalipsis que estuvo desterrado en Palmos por haber dado testimonio de Jesús. Esto debió de acontecer durante la persecución de Domiciano (años 81-96 d. C.). Su sucesor, el benigno y ya casi anciano Nerva (a. 96-98), concedió una amnistía general, en virtud de la cual pudo Juan volver a Efeso. Allí nos lo sitúa la tradición cristiana de primerisima hora, cuya solvencia histórica es irrecusable. El Apocalipsis y las tres cartas de Juan atestiguan igualmente que su autor vive en Asia y que goza allí de extraordinaria autoridad. Y no es para menos. En ninguna otra parte del mundo civilizado, ni siquiera en Roma, quedaban ya apóstoles supervivientes. Y sería de ver la veneración que sentirían los cristianos de fines del primer siglo por aquel anciano que había oído hablar al Señor Jesús, y le habia visto con sus propios ojos, y le habia tocado con sus manos, y le había contemplado en su vida terrena y ya resucitado, y había presenciado su ascensión a los cielos. Por eso el valor de sus enseñanzas y el peso de sus afirmaciones por fuerza había de ser excepcional y único. Y en este anciano, que al parecer jamás iba a morir—eso anhelaban y, en parte, creían los buenos hijos espirituales del apóstol viendo su longevidad—, encontraban aquellas comunidades cristianas un manantial inagotable de vida en Cristo. De él dependen, en su doctrina, en su espiritualidad y en la suave unción cristocéntrica de sus escritos, los Santos Padres de aquella primera generación postapostólica que le trataron personalmente o se formaron en la fe cristiana con los que habian vivido con él, como San Papias de Hierápolis, San`Policarpo de Esmirna, San Ignacio de Antioquía y San Ireneo de Lyón. Y son éstos precisamente las fuentes de donde dimanan las mejores noticias que la tradición nos transmitió acerca de esta última etapa de la vida del apóstol.

Mas la situación no era nada halagüeña para la Iglesia. A las persecuciones más o menos individuales de Nerón siguióse, bajo Domiciano, una persecución en toda regla. El inmenso poder del divinizado cesar romano se propone aniquilar la inerme Esposa de Cristo. La Bestia contra el Cordero. Y, para colmo, el cúmulo de herejías que entraña el movimiento religioso gnóstico, nacido y propagado fuera y dentro de la Iglesia, intenta corroer la esencia misma del cristianismo. Triste situación la de este nonagenario sobre cuyos hombros pesa ahora, por ser el único superviviente de los que convivieron con el Maestro, el sostenimiento de la fe cristiana. Pero Dios le concedió, providencialmente, tan largos años de vida para que fuera el pilar básico de su Iglesia en aquella hora terrible.

Y lo fue. Para aquella hora y para las generaciones futuras también. Con su predicación y sus escritos quedaba asegurado el porvenir glorioso de la Iglesia, entrevisto por él en sus visiones de Palmos y cantado luego en el Apocalipsis.

Cumplida su obra, el santo evangelista murió ya casi centenario, sin que sepamos la fecha exacta. Fue al final del primer siglo o muy a principios del segundo, en tiempos de Trajano (a. 98-117).

4. Entre estas dos etapas de la actividad apostólica de San Juan existe la gran laguna de un silencio prolongado. Desde el año 49, cuando San Pablo le encuentra todavía en Jerusalén, siendo allí "columna' de la Iglesia palestinense, hasta cerca del año 90, cuando fue desterrado a Palmos, nada se sabe de él. ¿Dónde estuvo? ¿Qué iglesias evangelizó?

Desde luego, la tradición considera su venida a Efeso después de Palmos como una vuelta, como un regreso. Allí, pues, había trabajado anteriormente. Mas ¿cuándo llegó por primera vez?

Quizá los hechos hayan de explicarse así: entre el año 66 y el 68 sucedieron muchas cosas que pudieron motivar la marcha de San Juan a Efeso. Por de pronto, la Santísima Virgen, encomendada a los cuidados filiales de Juan, había volado ya en cuerpo y alma a los cielos. Por otra parte, comenzaba en el 66 la espantosa guerra judía que terminaría con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano, y, en conformidad con el aviso previo de Jesús, los cristianos de la Ciudad Santa se dispersaron de antemano y se situaron en otras regiones. Ya no era, pues, necesaria la presencia de Juan en Palestina. Además, hacia el año 67, Pablo, el gran evangelizador del mundo greco-romano, que había permanecido en Efeso más tiempo que en ninguna otra ciudad del Imperio, había sido decapitado en Roma. ¿Cómo dejar abandonada a sí misma la región de Asia, que por su situación, su cultura helenistica y por el estado florecientisimo de sus comunidades, amenazadas de las nuevas corrientes heréticas, podía considerarse como el centro vital de irradiación cristiana? Las circunstancias de Efeso reclamaban la presencia de un apóstol que, como Juan, continuara en Asia la siembra de Pablo y fecundara su desarrollo doctrinal. Para tal obra nadie más a propósito—y quizá ya el único disponible— como aquel animoso Boanerges, el cual, por otra parte, había calado tan hondamente en la comprensión del "misterio" de Jesús,

Estos hechos motivaron seguramente el traslado de Juan a Efeso para ejercer allí su actividad misionera, plasmada luego en sus escritos.

5. Pero el Juan misionero queda como empequeñecido por el Juan escritor. Si con su palabra hablada fue el oráculo del Asia durante muchos años, con sus escritos es y seguirá siendo, a través de los siglos, el "teólogo" y el "místico" por excelencia, el "águila" de los evangelistas, la antorcha que ilumina con claridades celestiales el futuro terrestre y eterno de la Iglesia.

Tres son la obras salidas de su pluma incluidas en el canon del Nuevo Testamento: el cuarto evangelio, el Apocalipsis y las tres cartas que llevan su nombre.

A pesar de la aparente serenidad y del buscado anonimato, en parte, de estas obras, la recia personalidad de su autor, dominada por una hondísima penetración del "misterio" de Jesús, se acusa fuertemente en ellas por la concepción y trama de las mismas, por la profundidad de sus ideas, que el lector nunca logra agotar, y por lo peculiar de su estilo, pobre de gramática y de recursos literarios, pero de un dramatismo inigualado.

Los escritos de San Juan son ya el final de los libros sagrados, el último estadio del fieri de la Iglesia naciente, la madurez definitiva de la revelación. Con media docena escasa de ideas, pero cargadas de una densidad teológica inagotable, Juan desarrolla el tema central y aun único de sus escritos: enseñarnos quién es y qué es Jesús: Dios-hombre, luz, vida, verdad y amor.

Si a San Juan se le llama el evangelista del amor, por las mismas razones debería llamársele el evangelista de la vida, del Cristo-Vida, cuya "gloria' junto al Padre, reverberada sobre la vida terrestre del Maestro, nos describe como ningún otro escritor sagrado.

Igualmente es característica de San Juan la teología de nuestra palingenesia o renacer del Espíritu Santo y la de nuestra inmanencia en Cristo mediante la fe y la Eucaristía. Y es curioso anotar que San Juan no repara en la esperanza. Nunca utiliza este término en el evangelio o en el Apocalipsis y sólo una vez en sus epístolas, Parece como si no pensara en el más allá. Pero es que, según su ideologia, para el que "permanece en Cristo" no hay fronteras entre este mundo y el venidero. Todo es ya presente para el que ama a Cristo. La vida eterna la posee ya en toda su esencia el que tiene fe en Cristo y "permanece en El" por la observancia de los mandamientos.

Los escritos de San Juan son, pues, esencialmente cristocéntricos. Su finalidad es revelarnos las riquezas que se encierran en la persona de Jesús. Su tema central es Jesús, quien, por ser tan realmente hombre y tan realmente Dios, es el revelador del Padre, y es por eso la luz del mundo, y la vida de los hombres, y la clave del universo, que en Él encuentra la razón de su existencia y de su destino,

Juan es, por último, el evangelista de la universal misión maternal de María. Aun prescindiendo de la parte que él pudo tener en transmitir las noticias recogidas en San Lucas sobre la infancia de Jesús, el evangelista San Juan, que tanto simbolismo sabe descubrir en los principales milagros de Jesús, coloca a la Santísima Virgen en el milagro de Caná y al pie de la cruz—principio y fin de la vida pública de Jesús—, como para indicar la presencia permanente de María en la obra de su Hijo y su solícita colaboración maternal con Él.

Si quisiéramos resumir en pocas palabras a qué se deben estas características de los escritos de San Juan, diriamos: primero, al amor sincero de su corazón varonil por el Maestro durante su vida terrena: segundo, a la intimidad de su diario vivir con la Santísima Virgen desde que Jesús se la encomendara al pie de la cruz hasta que Ella subió a los cielos; tercero, a un continuo repensar los hechos de que fue testigo directo durante la vida de Cristo y valorar su significación sobrenatural, y cuarto, a su constante "permanecer en Cristo" a lo largo de tantos años de unión íntima con Él por la fe y por el recuerdo con lo que consiguió esa penetración sabrosísima del "misterio" de Jesús reflejada en sus obras.

6. Hay anécdotas simpáticas, aunque históricamente no del todo seguras, que confirman la amabilidad de este santo anciano, junto con su natural viveza de carácter y el amor en Cristo que a todos profesaba.

Cuentan de él que, como descanso para su espíritu, le gustaba entretenerse en acariciar a una tortolilla domesticada que tenía. Buen precedente para San Francisco de Asís... En cierta ocasión—narra San Ireneo—, habiendo ido el bienaventurado apóstol a bañarse en los baños públicos de Efeso, vió que en ellos estaba el hereje Cerinto; e inmediatamente, sin haberse bañado, salióse fuera diciendo: "Huyamos de aquí; no vaya a hundirse el edificio por estar dentro tan gran enemigo de la verdad". En cambio habiendo sabido que un joven cristiano, educado con miras al sacerdocio, dió luego tan malos pasos que acabó en jefe de bandoleros, hízose llevar el Santo hasta el monte que al ladrón servia de guarida, y, corriendo tras él y llamándole a grandes voces: "¡Hijo mío, hijo mío!", logró rescatarle para Cristo.

Algunos autores de los primeros siglos cuentan que San Juan resucitó en cierta ocasión a un muerto. Pero el milagro principal fue el sucedido en su propia persona. Refiere Tertuliano que, llevado el apóstol a Roma poco antes de su destierro a Palmos, fue sumergido en una tinaja de aceite hirviendo, de la que salió totalmente ileso y pletórico de renovada juventud, Hay quien pone en duda la historicidad de este hecho, porque ni consta que San Juan estuviera alguna vez en Roma ni de tal milagro se hacen eco los escritores que le conocieron, mientras que Tertuliano, de la iglesia de Africa, difícilmente podía tener información segura. Con todo, la Iglesia romana celebra esta fiesta en su liturgia bajo el título de "San Juan ante portam Latinam".

Una leyenda curiosa recogió San Agustín. En el sepulcro del santo apóstol—dice—se ve moverse la tierra sobre la parte correspondiente al pecho, como si el cuerpo allí sepultado respirara todavía o palpitara aún su corazón. Simple leyenda desde luego. Pero lo que no es leyenda sino realidad, es que el corazón del santo evangelista sigue palpitando en sus escritos, y que esas palpitaciones son de amor, de admiración, de arrobamiento ante la persona de Jesús, que fue para él la gran revelación de su vida y el centro de su vivir. Y Juan quería que lo fuera también para todos los hombres. Porque Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios; Él es la Luz, y la Verdad, y la Vida, y el Amor.

SERAFIN DE AUSEJO, O. F. M. CAP.
 

Juan Apóstol y Evangelista, San

Autor: P. Ángel Amo. 

El Discípulo Amado 

Juan, hijo de Zebedeo y de Salomé, hermano de Santiago, fue capaz de plasmar con exquisitas imágenes literarias los sublimes pensamientos de Dios. Hombre de elevación espiritual, se lo considera el águila que se alza hacia las vertiginosas alturas del misterio trinitario: “En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios”. 

Es de los íntimos de Jesús y le está cerca en las horas más solemnes de su vida. Está junto a él en la última Cena, durante el proceso y, único entre los apóstoles, asiste a su muerte al lado de la Virgen. Pero contrariamente a cuanto pueden hacer pensar las representaciones del arte, Juan no era un hombre fantasioso y delicado, y bastaría el apodo que puso el Maestro a él y a su hermano Santiago -”hijos del trueno”- para demostrarnos un temperamento vivaz e impulsivo, ajeno a compromisos y dudas, hasta parecer intolerante. 

En el Evangelio él se presenta a sí mismo como “el discípulo a quien Jesús amaba”. Aunque no podemos indagar sobre el secreto de esta inefable amistad, podemos adivinar una cierta analogía entre el alma del “hijo del trueno” y la del “Hijo del hombre”, que vino a la tierra a traer no sólo la paz sino también el fuego. Después de la resurrección, Juan parmanecerá largo tiempo junto a Pedro. Pablo, en la carta a los Gálatas, habla de Pedro, Santiago y Juan “como las columnas” de la Iglesia. 

En el Apocalipsis Juan dice que fue perseguido y relegado a la isla de Patmos por la “palabra de Dios y el testimonio de Jesucristo.” Según una tradición, Juan vivió en Éfeso en compañía de la Virgen, y bajo Domiciano fue echado en una caldera de aceite hirviendo, de la que salió ileso, pero con la gloria de haber dado también él su “testimonio”. Después del destierro en Patmos, regresó definitivamente a Éfeso en donde exhortaba infatigablemente a los fieles al amor fraterno, como resulta de las tres epístolas contenidas en el Nuevo Testamento. Murió de avanzada edad en Éfeso, durante el imperio de Trajano, hacia el año 98.
 
 
San Juan Apostol y Evangelista (S.I)

Juan iba con Juan Bautista cuando al pasar Jesús le dijo el Precursor: "Ese es el Cordero de Dios". El mismo se llamará "el discípulo al que amaba Jesús". Juan Evangelista escribió cinco libros del Nuevo Testamento: El cuarto Evangelio, tres Cartas y el único libro profético, el Apocalipsis.

Era el hijo del Zebedeo y de María la de Salomé. Era hermano menor de Santiago el Mayor. La primera llamada de Jesús la recibió Juan estando con Andrés: "Venid y veréis". Le quedaron tan profundamente grabadas las palabras de Jesús que, cuando escribía su Evangelio casi sesenta años después de aquella llamada, aún recordará la hora: Eran como las cuatro de la tarde cuando el Maestro me llamó.

Juntamente con su hermano Santiago y con Simón Pedro formará parte de los tres discípulos hacia lo que el Maestro sentía una predilección especial. A ellos se los llevará a la Transfiguración al Tabor.

A ellos les acercará más en la noche del Jueves Santo, en el Huerto. Si a Pedro le entrega la Iglesia, a Juan le entregará a su Madre.

¿Por qué sintió predilección especial Jesús hacia Juan? Lo ignoramos.

Algunos Santos Padres pensaron que fue por su virginidad, ya que sabemos que era muy jovencillo cuando lo llamó Jesús a seguirle y que fue virgen toda su vida. Dice San Jerónimo, el Padre de las Sagradas Escrituras: "El Señor virgen quiso poner a su Madre Virgen en manos del discípulo virgen".

Juan era de Betsaida, la patria de Simón Pedro y de Andrés, con quienes les unía a los hermanos Boanerges o hijos del trueno una gran amistad. Pertenecía a una familia bien acomodada, para lo que entonces se estilaba, ya que tenían jornaleros y barca propia. Juan era de los "validos" de Jesús. También asistió a la resurrección de la hija de Jairo junto con su hermano y Pedro, y fue el único que tuvo la dicha de reposar su cabeza en el Costado de Cristo la Noche de la última Cena.

Juan es el único que será fiel a Jesús hasta el último momento de la Cruz. Mientras los demás le abandonarán, le venderán o le negarán, Juan le acompañará en los últimos momentos y como premio recibirá a María como Madre suya y en su nombre, de toda la humanidad. ¡Gracias, Juan, por este regalo que por tu medio nos hace Jesús!

Cuando por el año 49 vuelve Pablo a Jerusalén de su primer viaje, dice que se encontró a Pedro y Juan "columnas de aquella Iglesia".

Hay un lapso de más de cuarenta años que nada se sabe de Juan, desde el año 49 hasta el 90 poco más o menos. ¿Dónde pasó este tiempo y qué hizo durante todos aquellos largos años? Lo ignoramos. Sabemos que los últimos años de su vida los pasó en Efeso y Patmos, y desde allí parece ser que escribió sus tres Cartas y el Apocalipsis. Él era el sostén de aquella naciente y floreciente Iglesia. Todos escuchaban con admiración sus palabras: "Hijitos míos, les decía, amaos los unos a los otros". Le dicen sus discípulos: Padre ¿por qué siempre nos repites lo mismo?" -"Porque, contesta él, es lo que yo aprendí cuando recosté mi cabeza sobre el pecho del Maestro. Y si hacéis esto, todo está cumplido."

Se cuentan muchas y bellas anécdotas de estos años, más o menos verídicas. Sus discípulos, San Papías de Hierápolis, San Policarpo, San Ignacio de Antioquía, San Ireneo, todos recogieron de sus labios las enseñanzas del Maestro. San Juan fue misionero, predicador de la Palabra de Dios, pero sobre todo "escritor" profundo del Mensaje del Maestro. Murió por el año 96, después de haber sido arrojado a una caldera de aceite hirviendo, sin hacerle daño. Con la muerte de Juan, enamorado de Cristo, se concluyó la revelación en el Nuevo Testamento.