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El padre Doñoro vive entregado a los "niños crucificados", pequeños que llegan a su Hogar Nazaret en el Amazonas con historias durísimas.El Páter Doñoro y la Providencia con sus «niños crucificados»: «Llegan ayudas difíciles de explicar»
Javier Lozano / ReL03 noviembre 2020TAGS:Evangelización católicaDoctrina social de la IglesiaSacerdotes misioneros
El padre Ignacio María Doñoro es un loco de la providencia. Este sacerdote vasco que era capellán militar y más tarde de la Guardia Civil en el País Vasco en los años más duros de ETA acabó dejando todo tras descubrir la llamada dentro de la llamada que recibía incesantemente de Dios. Tenía que rescatar a los "niños crucificados". Y así lo hizo.
Acompañado por una fuerza asombrosa y una tenacidad que afirma que le provienen de la Eucaristía y de la Virgen María, el padre Doñoro fundó en el Amazonas peruano su Hogar Nazaret, una casa que actualmente tiene más de 300 niños y que sigue creciendo.
Muchas son las dificultades y retos. También los peligros. Pero la providencia lo acompaña. Algunas impresionantes historias de cómo Dios actúa literalmente para dar de comer a estos niños que arrastran terribles historias las cuenta en su libro El fuego de María, editado por Nueva Eva.
En este libro este sacerdote relata su vida porque para comprender por qué acabó creando este Hogar Nazaret es importante conocer de dónde venía. Sus difíciles años como seminarista en Bilbao, sus historias como capellán en misiones internacionales y finalmente los momentos clave con experiencias casi místicas que le han ido ocurriendo durante estos años le convencieron de que no debía seguir su voluntad sino la de Dios. Y todo pasaba por servir a estos niños.
En ReL hemos conversado con el padre Doñoro para intentar comprender a un sacerdote que rompe moldes y que está profundamente enamorado de Dios, y que ve al mismo Cristo en cada uno de los niños que recoge de la calle:
- ¿Cómo fueron sus años como capellán en el País Vasco y anteriormente en el Ejército? ¿Era feliz en medio de una situación tan complicada y peligrosa?
- Era feliz y, a la vez, sufría mucho. La alegría no es incompatible con el dolor. Fueron unos años de mi vida en que me sentí muy querido. Al mismo tiempo, teníamos que enfrentarnos a situaciones durísimas. En el libro cuento algunas de ellas, pero hubo muchas más que darían para otro libro. Lo positivo era que hacíamos una piña contra la adversidad, la violencia y la crueldad, y tratábamos de salir adelante haciendo lo que era nuestro deber. Eso une mucho.
- Habla usted de “niños crucificados”, un término duro, para definir a sus niños del Hogar… ¿por qué su misión se ha enfocado en los menores?
- Todo empezó en El Salvador, donde acudí como comisionado para supervisar el destino de unos fondos de ayuda económica de una ONG. Allí salvé a un niño a quien sus padres habían decidido vender por 26 dólares para tráfico de órganos, porque estaba muy enfermo y ya no sabían qué hacer con él, y tenían otras cuatro hijas que alimentar. Cuando me di cuenta de la indefensión de los más pequeños en los países de extrema pobreza, comprendí que aquella era mi vocación, mi llamada dentro de la llamada, como lo llamaría la Madre Teresa: salvar la vida y devolver la dignidad a los últimos de la tierra, a los que nadie quiere.
-¿Cuál es la realidad que encuentra cuando llegan a sus puertas?
- Cuando esos descartados, como dice el Papa Francisco, llaman a mi puerta, vienen rotos por fuera y por dentro, llenos de heridas purulentas, de parásitos, de enfermedades, de miedos… A pesar de que lo que llama la atención es lo destrozados y enfermos que están, eso no es nada comparado con el dolor con el que cargan, y por eso los llamo “mis niños crucificados”. La salud la pueden recobrar en seis meses, un año o dos, pero sanar las heridas del alma lleva bastante más tiempo.
- El ahora cardenal Sarah tuvo un papel fundamental en su vida y en el Hogar Nazaret. Hizo una especie de profecía hacia usted, ¿no es así?
- Acababa de aterrizar en el aeropuerto de Barajas de vuelta de un viaje a Mozambique cuando un amigo que vive en Roma me avisó de que me habían conseguido una entrevista con Monseñor Robert Sarah, que entonces era el secretario de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos. La cuestión era que habían fijado la entrevista al día siguiente a las doce de la mañana. Todavía no sé cómo me las arreglé, pero el caso es que un cuarto de hora antes de las doce estaba delante de la puerta del entonces obispo Robert Sarah…
Cuando me recibió, me habló en un italiano muy cerrado. Yo no domino el italiano y tuve que recurrir al intérprete para entender lo que me decía. Me pidió que sacara adelante la obra del Hogar Nazaret, que el Papa (Benedicto XVI) lo quería. Y antes de que me marchara, me miró a los ojos y me dijo: “No olvide que sus ángeles” —se refería a los de los niños que íbamos a rescatar— “en el cielo están contemplando el rostro de nuestro Dios. Que no se pierda ni uno solo”. Y lo repitió. Aquella frase se me quedó grabada en el alma.
- Conociéndole hay dos palabras que bajo mi punto de vista definen todo el libro y por tanto su vida: loco, “un loco de Dios” y Providencia…
-Sé que muchas personas consideran que estoy loco y no me molesta en absoluto, pero si estoy loco no es porque haya perdido la cabeza, sino porque estoy loco de amor por Jesús. ¡Y Él está todavía más loco de amor que yo! Me ama tanto que se fía de mí. Dios, fiándose de un ser humano para llevar a cabo su obra en la tierra… ¡Eso sí es estar loco!
En cuanto a la Providencia, es algo muy natural y real en la historia del Hogar Nazaret. Nunca me ha gustado considerar la asistencia de Dios como algo extraño o sobrenatural. Yo creo que Dios cuida de sus hijos y está pendiente de las necesidades de mis niños de un modo que muchas veces conmueve, pero eso no es algo exclusivo del Hogar Nazaret. Lo que pasa es que hay que saber mirar esas ayudas y el cuidado amoroso de Dios con ojos de fe. Si en el Hogar Nazaret se nota de un modo más palpable es porque en la selva del Amazonas carecemos de muchas cosas y de repente nos llegan ayudas que a veces son difíciles de explicar.
- En el libro habla de numerosas situaciones límite: amenazas, una paliza que le dejó moribundo, el vivir al día para dar de comer a tantos niños… ¿Cómo ha podido aguantar tanto? ¿Cuál es su secreto?
-Mi secreto es, sin duda, la Eucaristía. La Santa Misa es mi vida. Desde que me despierto por la mañana, empiezo a pensar cómo será la Misa de ese día. Así va creciendo mi deseo-necesidad de Jesús, acompañado por la certeza de que el Corazón de Dios lo desea aún más. Como un padre que espera el nacimiento de su hijo y se muere de ganas de tenerlo entre sus brazos, así me explota a mí el pecho de amor al pensar que de nuevo podré traer a Dios a la tierra y tenerlo entre mis manos, mirándole como si Él fuera solo para mí y yo para Él.
Cada día le pido al Señor que pueda cargar con el dolor de los niños crucificados y aguantar lo que venga, pero que nunca me falte traerlo a la tierra y gozar físicamente de su amor. Si me faltara la Misa, moriría de pena. No hay nada comparable a estar físicamente con Jesús.
- Usted en muchos aspectos rompe moldes, pero hay uno que destroza completamente. Es amante de la liturgia y la tradición, y vive dando la vida por los últimos. En usted se da la evangelización y lo social no como algo separado sino como completamente inseparable…
-Es que hay una relación muy estrecha entre servir a los más pobres y la presencia del Señor en la Eucaristía. Es todo uno. Igual que puedo abrazar a un niño, en la Eucaristía puedo abrazar con mis manos a Jesús. Cuando saco el copón del sagrario, aprovecho y le doy un beso, y cuando lo guardo le doy otro. El beso que le doy a un niño es el mismo beso que le doy a Jesús, porque Jesús está en ellos. Es lo mismo.
Los más pobres son los preferidos de Jesús, y si son niños, todavía más; y si encima son niños crucificados, ahí estás viendo directamente el rostro de Dios… Para mí, servirles, lavarles los pies y atenderles es una necesidad de amor. Servir es convertirse en pesebre. Yo me imagino el pesebre de Belén no con ángeles cantando, sino como un lugar maloliente donde comían los animales. Mis niños llegan externamente e internamente destrozados. Eso es el pesebre, eso es lavar los pies. Y después, cobra todo su sentido celebrar la Misa para traer al mismo Dios a la tierra y hacerse uno con Él, para formar parte de Dios y que Dios forme parte de nosotros. Es un movimiento de abajo arriba y de arriba abajo. Se trata de lavar los pies desde abajo para levantar a cada niño y que luego en la Eucaristía sea Dios quien desde arriba se anonade hasta abajo para que le comamos.
- Su vida no puede entenderse sin la Virgen María, que además da título a su libro. ¿Qué ha supuesto Ella para usted?
-La Virgen María me ha acompañado desde pequeño todos los días de mi vida y me lleva de la mano sin soltarme ni un minuto. El rezo del rosario y la devoción a nuestra Madre han sido dos constantes en mi vida. Mis primeros recuerdos de la infancia están asociados a santuarios de la Virgen, especialmente Lourdes y Fátima, y al rosario, que rezaba con naturalidad desde que tenía cinco años. Mis padres me pusieron de nombre Ignacio María; Ignacio significa «nacido del fuego» y la Virgen María es la que ha sabido mantener siempre ese fuego encendido. Ella es la que me sostiene cada día y mi afán como sacerdote es difundir su devoción.
- Un aspecto llamativo del Hogar Nazaret son las construcciones que forman este Hogar. No se parecen al resto de las que hay en el Amazonas sino que se inspiran en santuarios españoles tanto en estética como en calidad…
-Hay personas que, al ver los edificios del Hogar Nazaret piensan que son exagerados, como si fueran demasiado para los pobres y no los merecieran. Tampoco entienden que se pueda construir un edificio para que dure cientos de años. En la selva el concepto de vivienda se aplica a construcciones de adobe de baja calidad que ante cualquier movimiento sísmico o inundación se hunden. Como mucho, aguantan treinta o cuarenta años, no más.
En la selva no hay obras de arte como tales; es más, el propio concepto de arte escapa a la comprensión de muchas de estas personas. Pero si en todas las casas en las que he estado me he esforzado siempre porque hubiera un sagrario lo más bello posible para el Señor, ¿cómo no voy a preparar para estos niños un sagrario? En ellos está Jesús, ellos son Jesús. Es Jesús quien viene a mi puerta y no le puedo poner debajo de la escalera. ¡A Jesús quiero darle la mejor habitación de la casa! Ese es el doble sentido de los edificios del Hogar Nazaret: que sean seguros y aguanten muchos años en pie, y que alberguen a los niños, sagrarios vivos en los que mora Jesús.
En el Hogar de Nuestra Señora del Rocío hay una cruz cuya elaboración ha durado dos años. Es una versión de la cruz de Almonte. Tiene dos coronas de espinas en el centro, con un total de cuatrocientas espinas. Dentro de las espinas está el Corazón de Jesús. Y es curioso que la cruz del Rocío de la Amazonía tenga ese corazón, porque la de Almonte no lo tiene. El sentido de que en esta cruz hayamos puesto el corazón de Cristo es porque Él es el que está salvando a los niños del Hogar Nazaret. Es un Corazón rodeado de espinas, que son todos los impedimentos que ponemos los hombres a Dios, todos nuestros pecados. Es el propio Cristo quien asume esas espinas. En la parte de arriba, en vez de poner INRI, hemos puesto HN (Hogar Nazaret), porque Hogar Nazaret es el grito de Cristo en la cruz, que reclama un hombre nuevo. Jesús grita porque Él no quiere el horror de los niños crucificados.
- Dos preguntas más para acabar, ¿cuál ha sido su mejor experiencia en el Hogar Nazaret estos años? ¿Y la peor?
- Mi mejor experiencia es ver feliz a Jesús en cada uno de mis niños. Eso me hace feliz, porque la felicidad consiste en el gozo de Dios. No sabría aislar una experiencia concreta por encima de otras, como tampoco sabría seleccionar la peor, porque la peor sucede cada vez que llega un niño al que nadie quiere. ¿Cómo se puede no querer a un niño? ¿Cómo es posible no querer a Jesús, al que es Amor? Eso me destroza.
Fuente Religón en Libertad
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