Ingirió 150 pastillas y se tiró al mar: cuando despertó del coma vio un rosario... y estaba en paz
La fe permitió a Vanessa comprender su lugar en el mundo y superar problemas que la habían atormentado durante años.
Una mañana de agosto de 2013, Vanessa Guillot se despertó en la cama de un hospital. No tenía ni idea de cómo había llegado hasta allí.
Poco a poco empezaron a llegar los recuerdos de unas horas antes, cuando entreabrió los ojos e intuyó, más que vio, un escenario aterrador: "Un techo blanco, excesivamente iluminado, que me impide reconocer el entorno desconocido en el que me encuentro... Tengo la nuca paralizada, como el resto del cuerpo... Estoy tumbada, semiinconsciente y tengo frío, un frío terrible. Mi sangre está tan fría que la circulación parece haberse interrumpido. Un rostro espeluznante se cierne de golpe sobre mí por la izquierda, al cabo de un segundo me sorprende situándose a mi derecha. Solo veo sus ojos, la parte inferior de la cara la oculta completamente una mascarilla verde. Me quiere decir algo alzando las cejas con insistencia, pero los únicos sonidos que percibo son unos acúfenos agudos que resuenan sin cesar en mi cabeza, que siento muy pesada y me duele enormemente. Sus miradas se cruzan, sus cabezas se agitan, hablan entre ellos. De golpe siento un movimiento a mi alrededor y quedo cegada por una luz viva que agitan ante mis ojos... Un silbido corta toda comunicación con lo que está pasando. Esa luz me mata, no deja de moverse y me ha desconcertado porque ya no veo a nadie. Todo se vuelve negro".
Es el relato que hace la misma Vanessa en el libro que recoge su historia, Le crayon à papier [El lapicero].
Es su primera novela, autobiográfica. Probablemente ella habría querido que su opera prima publicada fuese otra, porque escribir ha sido su pasión y su entretenimiento favorito desde que iba al colegio. Pero con estas páginas ha querido ayudar a personas que puedan encontrarse en una situación parecida a la que acaba de describir, y que responde, obviamente, a un ingreso hospitalario de urgencia. La razón: un intento de suicidio. Una de las causas: la anorexia y el maltrato a su propio cuerpo durante años.
Ella pudo escapar al destino que la confinaba en un centro psiquiátrico, lo hizo gracias a la oración de sus seres queridos, y el mejor mensaje de esperanza es verla expresarse con tanta tranquilidad y certidumbre en las diversas entrevistas que ha concedido para promocionar su obra.
Vanessa tiene 35 años y es natural de Mónaco, donde creció en una familia de cinco hermanos, dos chicos y dos chicas además de ella. Ahora vive y trabaja entre Montecarlo y París con su propia agencia de casting para eventos y se siente feliz.
Pero hace unos años las cosas no eran tan sencillas. Un día se instaló en ella lo que, en una reciente conversación con Cyril Lepeigneux para el programa Un corazón que escucha de la cadena católica francesa KTO, definió como "un malestar muy profundo". Había tenido algún problema profesional, también algún desengaño amoroso, pero "como todo el mundo", reconoce. El problema era otro: se sintió invadida como por una "fuerza extraña" que no la abandonaba y le causaba una inquietud severa y continua. Describiendo lo que fue el inicio de una grave depresión, cuenta que en su vida solo veía "sombras" y "todo negro", y se sentía desplazada, con "un problema de lugar": "No encontraba mi lugar... Diría que no quería un lugar".
Era el año 2008. "Esa depresión me hizo perder toda esperanza": su familia y sus amigos estaban ahí, pero ella se aisló, convencida de que nadie la quería. "Rechacé toda ayuda, era una bestia salvaje", explica, afirmando que se sentía como en una "jaula" y no consentía que nadie le hablase de enfermedad, ni de anorexia, ni de psiquiatras, ni de medicamentos.
Una mañana de 2009, una idea empezó a rondarle: "Una frase en mi cabeza me decía 'Debes morir, debes morir'... Me puse delante del espejo para saber si era Vanessa quien hablaba... y vi cómo mis labios decían 'Debes morir'... A partir de ese momento, hice todo lo posible por destruirme". Curiosamente, estos hechos tuvieron lugar en Nevers, donde estudiaba para ser profesora de autoescuela y cuando se alojaba en el convento donde vivió y murió, para alejarse del bullicio de Lourdes, Santa Bernadette.
El mal
Vanessa dejó de comer y se autolesionaba. A raíz de visitar a una nutricionista, ésta la derivó a un médico que la pesó y le dijo claramente que si seguía así moriría al cabo de un mes: con una estatura de 1,78 metros, pesaba 43 kilos. Fue entonces cuando aceptó acudir a un psiquiatra y fue internada en un hospital psiquiátrico durante tres años, con breves salidas a su casa, donde su familia, católica, rezaba por ella, sobre todo su abuela italiana. En esos tres años se sintió cuidada y atendida por el personal sanitario, y le dieron el alta.
Le habían salvado la vida de su anorexia, pero... no de su obsesión por morir: "Me cansé. Me dije, 'Te has salvado de morir a fuego lento, pero hay que hacerlo' [matarse]". Durante esos años había ido detrayendo, de los medicamentos que le daban, 150 pastillas, y una noche las ingirió junto con una botella de ron. Como veía que no hacían efecto inmediato, se fue a la playa y se metió en el mar para esperar allí la muerte.
Afortunadamente, el instinto de supervivencia funcionó, y cuando empezó a sentirse morir ahogada empezó a gritar. Acudieron a salvarla dos "ángeles" -como los califica- que en aquel momento cerraban su restaurante junto al mar, providencialmente más tarde de lo habitual porque eran las dos y media de la madrugada.
El bien repentino
Cuando se despertó, tras varios días en coma, todos sus problemas habían desaparecido: "Era ya la Vanessa que ves ahora", explica a Cyril. Lo primero que vio, fue numerosos rosarios alrededor de su cama. Todos sus conocidos de Mónaco habían hecho una cadena de oración por ella. "Es difícil explicar, sentía una inmensa liberación y un inmenso amor que nunca había conocido, un calor... Era el cielo, evidentemente, estoy segura de ello. A partir de ese momento recobré la fe".
La había perdido junto con la esperanza que le condujo a atentar contra su propia vida. Al recuperar no solo la fe en Dios, sino también la fe "en la vida y en el futuro", comprendió que "el intento de suicidio había sido un pecado": "Desde el momento en el que me dije que el cielo me había perdonado, me perdoné a mí misma y comencé a revivir".
Ahora tiene un acompañante en la vida: la Virgen. "María es mi ángel de la guarda. Siempre he llevado esta medalla al cuello que me impusieron en Lourdes cuando peregrinaba. También he ido a Fátima. Siempre me he sentido muy cercano a ella. Es mi madre del cielo que me tomó en brazos y me dijo, 'Hija mía, vuelve, puedes hacerlo, puedes quererte a ti misma'".
"He sido levantada"
Vanessa sabe que siempre es posible recaer y cometer los mismos errores, pero se siente segura: "No creo [que me vuelva a pasar]. Tengo confianza en mí misma y confianza en el cielo. No puedo caer tan bajo. He sido levantada, no he estoy sola".
Seis años después de su curación repentina, de su elevación súbita desde lo más bajo a una sanación completa y a la paz espiritual, Vanessa analiza lo sucedido y cree que fue "atacada por el mal": "Todos somos pecadores, todos cometemos errores, pero creo que yo fui invadida por el mal, por una fuerza terrible que tiraba hacia abajo de mí. Había una batalla en mí entre el bien y el mal".
Recuerda que, cuando rechazaba la ayuda de su madre, veía en ella a la Virgen María sufrir por Jesús, "siempre con Él, hasta el pie de la Cruz". Por eso, a los padres que puedan tener hijos con anorexia les pide: "Estad con ellos, estad ahí como hizo María, creed en ellos, dadles amor, y si ya se lo dáis, dadles más".
Su experiencia de la enfermedad y la fe ha tenido un impacto sobre su trabajo, porque se centra "en lo positivo", y en su trabajo de casting tiene muy presente que los medios de comunicación deben transmitir "amor, confianza y esperanza", por eso solo trabaja para programas "amables, que eleven": "Eso me ha permitido ser mejor, personal y profesionalmente". Su sufrimiento le ha permitido asimismo ser "más abierta de espíritu" para comprender a los demás y asumir que "estamos todos en el mismo barco y somos hermanos".
"Mi vida de fe me permite tener confianza todos los días", concluye, "y no sentirme sola, porque llegué a estar traumatizada por mi soledad. Cada mañana, cuando me levanto, sé por qué estoy aquí, sé que tengo un lugar. La fe me dice: sigue adelante".
Fuente: Religión en libertad
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