domingo, 23 de febrero de 2014

Dan Policardo de esnurabm 23 de febed

23 de Febrero

SAN POLICARPO DE ESMIRNA
Obispo y mártir († ca.150).

Policarpo significa: el que produce muchos frutos de buenas obras. 
(poli = mucho, carpo = fruto).23 de Febrero

SAN POLICARPO DE ESMIRNA
Obispo y mártir († ca.150).

Policarpo significa: el que produce muchos frutos de buenas obras. 
(poli = mucho, carpo = fruto).



Fue en Esmirna, la bella urbe asiática que, asentada en la ladera del monte Pagus, abraza las aguas del mar Egeo. La ciudad milenaria, resucitada de su ruina por Alejandro Magno, vivió un día más de fiesta clásica en la romanidad. Pero aquel 22 de febrero del año 155 haría que la Iglesia de Cristo, al congregarse junto al altar, volviese su memoria y su corazón a Esmirna por los siglos venideros. Hablan terminado los juegos de cacería en el estadio público; el populacho excitado e irresponsable esperaba con salvaje avidez de sangre la sentencia del procónsul sobre Policarpo, el anciano obispo de la ciudad. Hacía pocos días que en aquel mismo lugar hablan exigido a gritos su muerte, al contemplar el martirio valiente de un joven cristiano, llamado Germánico. Y allí se encontraba por fin el venerable obispo ante la autoridad romana.

Jura por el genio del César, Grita mueran los ateos.

El procónsul Estacio Cuadrado, siguiendo con ello el rumor popular, designaba con el nombre de ateos al grupo cristiano, que rechazaba el culto a las divinidades paganas. Policarpo, con la gravedad de sus muchos años, levantó su brazo, y señalando los graderíos repletos, donde se agolpaban los esmirnotas seguidores de la diosa Cibeles, mientras los iba repasando con su mirada, exclamó: "Sí, mueran los ateos".

Insatisfecho con esta respuesta ambigua, el procónsul insiste:

- Jura por el genio del César. Maldice de Cristo y te pongo en libertad.

Hay algo más precioso que la libertad misma para un cristiano: Aquel, a quien libremente se ofrece la vida entera. Por eso Policarpo responde pausadamente, como reviviendo todo su mundo interior:

- Ochenta y seis años hace que le sirvo y ningún daño he recibido de Él, ¿Cómo puedo maldecir de mi rey, el que me ha salvado? Si tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio, como tú dices, del César, y finges ignorar quién soy, óyelo con toda claridad: YO SOY CRISTIANO".



¡Maldecir de Cristo... - Policarpo! Cuando la persona de Jesús le aparecía confundida con los primeros recuerdos de su niñez. Cuando la lista de sus servicios a Cristo se iniciaba exactamente en la hora en que su conciencia se abría a la responsabilidad. No es palabra vacía e insustancial el ser cristiano. Sin querer viene a la memoria la definición del viejo catecismo: "Cristiano es el hombre que tiene la fe de Jesucristo y está ofrecido a su santo servicio". ¿Comprendemos en este siglo de altas traiciones o de heroicas entregas a ideales humanos lo que significa tomar en serio la fe y el servicio de Cristo, y esto durante ochenta y seis años? No basta el ímpetu brioso, pero breve, de quienes llegaron a Cristo en la hora undécima. No. El soportar el peso del día y del calor de toda una vida consagrada a Cristo encierra un alto significado de fidelidad extrema. La fe en Cristo iluminó la cuna de Policarpo. El pudo beber de labios de San Juan, el discípulo amado, el recuerdo caliente y minucioso de todo lo que dijo e hizo el Señor. Más tarde, fue probablemente el mismo apóstol que encomendó a su cuidado episcopal la grey cristiana de Esmirna. Cuando cesó de latir aquel pecho que sintió reposar sobre sí la cabeza del Salvador en la noche trágica y se cerró aquel archivo viviente de recuerdos de Jesús, Policarpo pudo repasar con ansiedad el testamento del apóstol, su Evangelio espiritual, sus cartas profundas, su Apocalipsis misterioso, y asimilar definitivamente su mensaje inflamado: Dios es Amor. Amad. Amaos unos a los otros como Cristo os ha amado.

Servir a Cristo es una sinfonía de amor... también para un obispo. Pero su melodía ha de discurrir por el cauce de un real pentagrama. Porque para él servir es amar, y amar significa enseñar y vigilar y perdonar, animar y corregir, buscar y esperar, consumir su vida pensando en los demás.

Y Policarpo enseñaba sin fatiga desde su cátedra o desde la carta pastoral, que Cristo murió y resucitó por nuestros pecados y vendrá a juzgarnos de nuestras obras. Y vigilaba sobre la pureza de la fe de sus ovejas: "Todo el que no confesare que Jesucristo ha venido en Carne es un anticristo, y el que no confesare el testimonio de la cruz, procede del diablo, y el que torciere las sentencias del Señor en interés de sus propias concupiscencias, ese tal es primogénito de Satanás".

Pero además de maestro era padre y por eso levantaba a los casados camino de disciplina y temor de Dios y a las viudas a mayor oración y, prudencia. Ponía freno y vigor en los jóvenes, exigía blancura intachable en las vírgenes e invitaba largamente a los ancianos a la solicitud sincera por enfermos y pobres, a tener entrañas de misericordia y comprensión para con todos y a no pecar por severidad excesiva, por lucro o favoritismo.

Su programa es elemental y transpira sencillez evangélica: orar siempre, hacer el bien, vivir unidos a Cristo para gloria del Padre. Porque en el centro de todo, eso si, está Cristo, "nuestra esperanza y prenda de nuestra salvación", "el que levantó sobre la cruz nuestros pecados", "el que lo soportó todo por nosotros". Un jovencito acurrucado a los pies de Policarpo recoge este mensaje sin perder una palabra o un gesto, grabando fijamente en su memoria la figura respetable de Policarpo, sus modos de andar y hablar, hasta el timbre de su voz gastada. Es Ireneo, el futuro gran obispo de Lyon. Muchos años más tarde recordará estas escenas en una carta al amigo de la infancia con calor y viveza conmovedoras e imborrables.

¡Qué grande es después de mil ochocientos años sentirse incorporado al santo obispo en la misma fe y como hermanado con él en la gran familia cristiana! Y no todo son luces en los tiempos pasados ni fueron aquellos cristianos de otra raza. Policarpo nos insinúa en sus escritos las venganzas miserables, las lenguas venenosas que muerden en su nombre de cristiano. Entonces como hoy era indiferente apostar por los verdes o ser partidario de los blanquiazules. Pero no existía neutralidad ante la condición del cristiano. Entonces tenían la culpa de que se perdiesen las batallas o saliesen de madre los ríos; hoy de que no funcionen los trenes o prosperen los ambiciosos. Para esta raza de acusadores no basta nuestra vigilancia y le reforma constante de nuestras vidas: se requiere una virtud especial que se llama paciencia y es una manifestación brillante, aunque no aparatosa, de otra virtud que se llama fortaleza. Además, la visión gozosa de que así participamos de algo esencial del misterio del cristianismo, que es la cruz de Cristo. Ya lo dijo el obispo de Esmirna: "Seamos pues, imitadores de la pasión de Cristo, y si por causa de su nombre tenemos que sufrir, glorifiquémosle, porque ése fue el ejemplo que El nos dejó en su propia persona y eso es lo que nosotros hemos creído".

El aire triunfal cristiano, su serenidad de redención, nada tienen que ver con el jolgorio mundano, con la libertad contra toda ley freno con la prepotencia política o económica. Dios y el mundo no van de acuerdo cuando se trata de poner a los hombres la corona de "bienaventurado", Pero, ¿no dijo San Pablo que "pasa la figura de este mundo"? (1 Cor. 7,31). ¿No había dicho en aquel mismo estadio de Esmirna pocos días antes el joven Germánico que "quería verse lejos de una vida sin justicia y sin ley como la de los paganos?" ¿Y no dijo el Señor que vino a traer la guerra?" (Mt. 10.34).

Servir a Cristo ochenta y seis años representa una larguísima pelea. No la batalla fulminante en que se elimina al adversario. Sino el penoso combate del desgaste diario, en que la valentía de la ofensiva y el tesón de la defensiva se reparten por igual el mérito del heroísmo y de la fortaleza. En el servicio de Cristo hay días generosos que exigen gestos nobles y definitivos. Y días sencillos nunca anónimos de ofrenda humilde. Lo que importa es el amor de cada instante: que no nos falte vigor para el martirio, aunque nos falte el martirio mismo.

Policarpo conoció de cerca la garra de la persecución. Quedaba lejos el recuerdo de la muerte luminosa de los apóstoles todos. Más cerca los zarpazos de Plinio en Bitinia con las apostasías tristes y los gloriosos martirios. Luego inolvidable la marcha hacia la muerte de Ignacio, el obispo de Antioquía. Fue el año 117 cuando, atado a un pelotón de salvajes, pasó camino de Roma, con ansias de muerte y de plenitud cristiana. Todavía vibraba su palabra deportivamente cristiana: "Sé atleta". Cristo se merecía esta actitud combativa integral. Y lo reclamaba también la solidaridad y comunión con los otros hermanos cristianos los mártires en tiempos en que seguir a Cristo equivalía a ser oficialmente candidato a la muerte cruenta.

"Os exhorto pues a todos decía Policarpo en su carta a que obedezcáis a la palabra de la justicia y ejecutéis toda paciencia, aquella, por cierto, que visteis con vuestros propios ojos no sólo en los bienaventurados Ignacio. Zósimo y Rufo, sino también en otros de entre vosotros mismos, y hasta en el mismo Pablo y los demás apóstoles. Imitadlos, bien persuadidos de que todos éstos no corrieron en vano, sino en fe y justicia.... porque no amaron el tiempo presente, sino a Aquel que murió por nosotros."

Tampoco Policarpo corrió en vano ochenta y seis años para jugárselo todo ligeramente al final de la vida. Sus últimos días tuvieron horas de servicio intensivo Resonó en aquel estadio el odio masivo contra él: ¡Policarpo al fuego! Y vino la congoja de la huida, la angustia de quien se siente perseguido, el lenitivo de la oración viva y reposante, o de la amistad sin ficción de quienes se arriesgaban al ocultarlo en sus villas de campo. Luego el momento negro de la delación de pobres esclavos atormentados, el instante siempre fatal del descubrimiento y el arresto sin remedio. Más tarde la sorpresa y el sonrojo de los soldados al ver la pobre vejez del tan ansiosamente rebuscado; el covachuelismo de los amigos que empujan a la cobardía y pasan del fingido amor a las injurias humillantes, el acceso penoso al estadio lleno de tumulto y el consuelo cordialmente agradecido de la voz amiga: "Policarpo, ten buen ánimo y pórtate varonilmente". Por último. tras el diálogo conciso, la confesión sincera, pero mortífera: Yo soy cristiano.

Su nombre es su sentencia. Se hace un silencio espeso en el ambiente y se escucha por tres veces la sentencia del heraldo desde el centro de la arena: "Policarpo ha confesado que es cristiano", La muchedumbre ruge y pide fieras contra el anciano obispo; el procónsul lo niega, pero decreta la muerte por el fuego. Mientras unos puñados de hombres buscan afanosamente por talleres y baños de la ciudad leña seca para la pira "sobre todos, los judíos, con el fervor que en esto tienen de costumbre", otros vociferan en el estadio, y en su furor ciego pronuncian la bula de canonización de San Policarpo: "Ese es al maestro de Asia, el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses, el que ha inducido a muchos a no sacrificarles ni adorarlos". Eran sus servicios a Cristo... los de los días ordinarios y sin relieve. "Morir cada día un poco es el modo de vivir".

Los detalles no importan. La muerte magnánima es el gesto supremo del hombre y por eso es capaz de ennoblecer cualquier existencia y de hacer respetable una causa equivocada. Pero cuando se trata de Cristo, lo dijo Él: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida'" (lo. 15,13). Hay pobretones de espíritu que quieren apagar el halo martirial diciendo que es fácil morir por Cristo y difícil vivir según Cristo. Muchos que así hablan no viven plenamente con Cristo y parecen incapaces de morir por Él. Por eso conviene repetir las palabras del Maestro: Nadie tiene mayor amor... aun cuando al morir tiemblen las piernas y sienta miedo el espíritu, aun cuando sea el primero y postrero, el único acto radicalmente cristiano de una vida humana.

El procónsul no permitió que fuesen las fieras las que acabasen con el cuerpo viejo de Policarpo. Fue la pira,abundante, el golpe de gracia de la puñalada en el pecho, la cremación de sus despojos. Los huesos calcinados del venerable maestro y padre son testimonio fuerte de su amor perfecto de Cristo. No quiso que le clavaran al palo. no por temer o rechazar el sufrimiento, sino porque su amor era tan intensamente decisivo como los clavos. Atado al poste, con las manos atrás "como carnero egregio escogido de entre tan gran rebaño... levantados los ojos al cielo dijo:

"¡Señor, Dios omnipotente. Padre de tu amado siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de Ti!... Yo te bendigo porque me tuviste digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus testigos (mártires), en el cáliz de Cristo para resurrección de eterna vida. Yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico.... por mediación de Jesucristo, tu siervo amado...

Es su testamento, su gesto de plenitud en el amor. Levantar los ojos al cielo y con ellos todo el espíritu - lo único que no pueden atar ni clavar los hombres - y optar, escoger en suprema libertad el servicio, la esclavitud voluntaria de Cristo. Ser cristiano es transformarse sustancialmente. Y así transformado y transfigurado por el fuego se aleja del mundo el santo anciano, sumergiéndose en llamas y en Cristo, que es "llama de amor viva". Ni siquiera un ademán de perdón para sus verdugos; su alma se levanta con brío sobre nuestras categorías humanas.

Sin querer nos golpea la mente la fórmula elemental del Catecismo. Ser cristiano es tener fe en Cristo y hacer profesión de servirlo. Con la perspectiva de ser dignos de una hora de martirio, para la mayoría imposible; pero con el vigor necesario para ella. El pórtico del Catecismo nos señala una alta meta final, que se confunde ya con el pórtico mismo de la eternidad. ¿Somos verdaderamente cristianos? ¿Desde hace cuántos años?

JOSÉ IGNACIO



Fue en Esmirna, la bella urbe asiática que, asentada en la ladera del monte Pagus, abraza las aguas del mar Egeo. La ciudad milenaria, resucitada de su ruina por Alejandro Magno, vivió un día más de fiesta clásica en la romanidad. Pero aquel 22 de febrero del año 155 haría que la Iglesia de Cristo, al congregarse junto al altar, volviese su memoria y su corazón a Esmirna por los siglos venideros. Hablan terminado los juegos de cacería en el estadio público; el populacho excitado e irresponsable esperaba con salvaje avidez de sangre la sentencia del procónsul sobre Policarpo, el anciano obispo de la ciudad. Hacía pocos días que en aquel mismo lugar hablan exigido a gritos su muerte, al contemplar el martirio valiente de un joven cristiano, llamado Germánico. Y allí se encontraba por fin el venerable obispo ante la autoridad romana.

Jura por el genio del César, Grita mueran los ateos.

El procónsul Estacio Cuadrado, siguiendo con ello el rumor popular, designaba con el nombre de ateos al grupo cristiano, que rechazaba el culto a las divinidades paganas. Policarpo, con la gravedad de sus muchos años, levantó su brazo, y señalando los graderíos repletos, donde se agolpaban los esmirnotas seguidores de la diosa Cibeles, mientras los iba repasando con su mirada, exclamó: "Sí, mueran los ateos".

Insatisfecho con esta respuesta ambigua, el procónsul insiste:

- Jura por el genio del César. Maldice de Cristo y te pongo en libertad.

Hay algo más precioso que la libertad misma para un cristiano: Aquel, a quien libremente se ofrece la vida entera. Por eso Policarpo responde pausadamente, como reviviendo todo su mundo interior:

- Ochenta y seis años hace que le sirvo y ningún daño he recibido de Él, ¿Cómo puedo maldecir de mi rey, el que me ha salvado? Si tienes por punto de honor hacerme jurar por el genio, como tú dices, del César, y finges ignorar quién soy, óyelo con toda claridad: YO SOY CRISTIANO".



¡Maldecir de Cristo... - Policarpo! Cuando la persona de Jesús le aparecía confundida con los primeros recuerdos de su niñez. Cuando la lista de sus servicios a Cristo se iniciaba exactamente en la hora en que su conciencia se abría a la responsabilidad. No es palabra vacía e insustancial el ser cristiano. Sin querer viene a la memoria la definición del viejo catecismo: "Cristiano es el hombre que tiene la fe de Jesucristo y está ofrecido a su santo servicio". ¿Comprendemos en este siglo de altas traiciones o de heroicas entregas a ideales humanos lo que significa tomar en serio la fe y el servicio de Cristo, y esto durante ochenta y seis años? No basta el ímpetu brioso, pero breve, de quienes llegaron a Cristo en la hora undécima. No. El soportar el peso del día y del calor de toda una vida consagrada a Cristo encierra un alto significado de fidelidad extrema. La fe en Cristo iluminó la cuna de Policarpo. El pudo beber de labios de San Juan, el discípulo amado, el recuerdo caliente y minucioso de todo lo que dijo e hizo el Señor. Más tarde, fue probablemente el mismo apóstol que encomendó a su cuidado episcopal la grey cristiana de Esmirna. Cuando cesó de latir aquel pecho que sintió reposar sobre sí la cabeza del Salvador en la noche trágica y se cerró aquel archivo viviente de recuerdos de Jesús, Policarpo pudo repasar con ansiedad el testamento del apóstol, su Evangelio espiritual, sus cartas profundas, su Apocalipsis misterioso, y asimilar definitivamente su mensaje inflamado: Dios es Amor. Amad. Amaos unos a los otros como Cristo os ha amado.

Servir a Cristo es una sinfonía de amor... también para un obispo. Pero su melodía ha de discurrir por el cauce de un real pentagrama. Porque para él servir es amar, y amar significa enseñar y vigilar y perdonar, animar y corregir, buscar y esperar, consumir su vida pensando en los demás.

Y Policarpo enseñaba sin fatiga desde su cátedra o desde la carta pastoral, que Cristo murió y resucitó por nuestros pecados y vendrá a juzgarnos de nuestras obras. Y vigilaba sobre la pureza de la fe de sus ovejas: "Todo el que no confesare que Jesucristo ha venido en Carne es un anticristo, y el que no confesare el testimonio de la cruz, procede del diablo, y el que torciere las sentencias del Señor en interés de sus propias concupiscencias, ese tal es primogénito de Satanás".

Pero además de maestro era padre y por eso levantaba a los casados camino de disciplina y temor de Dios y a las viudas a mayor oración y, prudencia. Ponía freno y vigor en los jóvenes, exigía blancura intachable en las vírgenes e invitaba largamente a los ancianos a la solicitud sincera por enfermos y pobres, a tener entrañas de misericordia y comprensión para con todos y a no pecar por severidad excesiva, por lucro o favoritismo.

Su programa es elemental y transpira sencillez evangélica: orar siempre, hacer el bien, vivir unidos a Cristo para gloria del Padre. Porque en el centro de todo, eso si, está Cristo, "nuestra esperanza y prenda de nuestra salvación", "el que levantó sobre la cruz nuestros pecados", "el que lo soportó todo por nosotros". Un jovencito acurrucado a los pies de Policarpo recoge este mensaje sin perder una palabra o un gesto, grabando fijamente en su memoria la figura respetable de Policarpo, sus modos de andar y hablar, hasta el timbre de su voz gastada. Es Ireneo, el futuro gran obispo de Lyon. Muchos años más tarde recordará estas escenas en una carta al amigo de la infancia con calor y viveza conmovedoras e imborrables.

¡Qué grande es después de mil ochocientos años sentirse incorporado al santo obispo en la misma fe y como hermanado con él en la gran familia cristiana! Y no todo son luces en los tiempos pasados ni fueron aquellos cristianos de otra raza. Policarpo nos insinúa en sus escritos las venganzas miserables, las lenguas venenosas que muerden en su nombre de cristiano. Entonces como hoy era indiferente apostar por los verdes o ser partidario de los blanquiazules. Pero no existía neutralidad ante la condición del cristiano. Entonces tenían la culpa de que se perdiesen las batallas o saliesen de madre los ríos; hoy de que no funcionen los trenes o prosperen los ambiciosos. Para esta raza de acusadores no basta nuestra vigilancia y le reforma constante de nuestras vidas: se requiere una virtud especial que se llama paciencia y es una manifestación brillante, aunque no aparatosa, de otra virtud que se llama fortaleza. Además, la visión gozosa de que así participamos de algo esencial del misterio del cristianismo, que es la cruz de Cristo. Ya lo dijo el obispo de Esmirna: "Seamos pues, imitadores de la pasión de Cristo, y si por causa de su nombre tenemos que sufrir, glorifiquémosle, porque ése fue el ejemplo que El nos dejó en su propia persona y eso es lo que nosotros hemos creído".

El aire triunfal cristiano, su serenidad de redención, nada tienen que ver con el jolgorio mundano, con la libertad contra toda ley freno con la prepotencia política o económica. Dios y el mundo no van de acuerdo cuando se trata de poner a los hombres la corona de "bienaventurado", Pero, ¿no dijo San Pablo que "pasa la figura de este mundo"? (1 Cor. 7,31). ¿No había dicho en aquel mismo estadio de Esmirna pocos días antes el joven Germánico que "quería verse lejos de una vida sin justicia y sin ley como la de los paganos?" ¿Y no dijo el Señor que vino a traer la guerra?" (Mt. 10.34).

Servir a Cristo ochenta y seis años representa una larguísima pelea. No la batalla fulminante en que se elimina al adversario. Sino el penoso combate del desgaste diario, en que la valentía de la ofensiva y el tesón de la defensiva se reparten por igual el mérito del heroísmo y de la fortaleza. En el servicio de Cristo hay días generosos que exigen gestos nobles y definitivos. Y días sencillos nunca anónimos de ofrenda humilde. Lo que importa es el amor de cada instante: que no nos falte vigor para el martirio, aunque nos falte el martirio mismo.

Policarpo conoció de cerca la garra de la persecución. Quedaba lejos el recuerdo de la muerte luminosa de los apóstoles todos. Más cerca los zarpazos de Plinio en Bitinia con las apostasías tristes y los gloriosos martirios. Luego inolvidable la marcha hacia la muerte de Ignacio, el obispo de Antioquía. Fue el año 117 cuando, atado a un pelotón de salvajes, pasó camino de Roma, con ansias de muerte y de plenitud cristiana. Todavía vibraba su palabra deportivamente cristiana: "Sé atleta". Cristo se merecía esta actitud combativa integral. Y lo reclamaba también la solidaridad y comunión con los otros hermanos cristianos los mártires en tiempos en que seguir a Cristo equivalía a ser oficialmente candidato a la muerte cruenta.

"Os exhorto pues a todos decía Policarpo en su carta a que obedezcáis a la palabra de la justicia y ejecutéis toda paciencia, aquella, por cierto, que visteis con vuestros propios ojos no sólo en los bienaventurados Ignacio. Zósimo y Rufo, sino también en otros de entre vosotros mismos, y hasta en el mismo Pablo y los demás apóstoles. Imitadlos, bien persuadidos de que todos éstos no corrieron en vano, sino en fe y justicia.... porque no amaron el tiempo presente, sino a Aquel que murió por nosotros."

Tampoco Policarpo corrió en vano ochenta y seis años para jugárselo todo ligeramente al final de la vida. Sus últimos días tuvieron horas de servicio intensivo Resonó en aquel estadio el odio masivo contra él: ¡Policarpo al fuego! Y vino la congoja de la huida, la angustia de quien se siente perseguido, el lenitivo de la oración viva y reposante, o de la amistad sin ficción de quienes se arriesgaban al ocultarlo en sus villas de campo. Luego el momento negro de la delación de pobres esclavos atormentados, el instante siempre fatal del descubrimiento y el arresto sin remedio. Más tarde la sorpresa y el sonrojo de los soldados al ver la pobre vejez del tan ansiosamente rebuscado; el covachuelismo de los amigos que empujan a la cobardía y pasan del fingido amor a las injurias humillantes, el acceso penoso al estadio lleno de tumulto y el consuelo cordialmente agradecido de la voz amiga: "Policarpo, ten buen ánimo y pórtate varonilmente". Por último. tras el diálogo conciso, la confesión sincera, pero mortífera: Yo soy cristiano.

Su nombre es su sentencia. Se hace un silencio espeso en el ambiente y se escucha por tres veces la sentencia del heraldo desde el centro de la arena: "Policarpo ha confesado que es cristiano", La muchedumbre ruge y pide fieras contra el anciano obispo; el procónsul lo niega, pero decreta la muerte por el fuego. Mientras unos puñados de hombres buscan afanosamente por talleres y baños de la ciudad leña seca para la pira "sobre todos, los judíos, con el fervor que en esto tienen de costumbre", otros vociferan en el estadio, y en su furor ciego pronuncian la bula de canonización de San Policarpo: "Ese es al maestro de Asia, el padre de los cristianos, el destructor de nuestros dioses, el que ha inducido a muchos a no sacrificarles ni adorarlos". Eran sus servicios a Cristo... los de los días ordinarios y sin relieve. "Morir cada día un poco es el modo de vivir".

Los detalles no importan. La muerte magnánima es el gesto supremo del hombre y por eso es capaz de ennoblecer cualquier existencia y de hacer respetable una causa equivocada. Pero cuando se trata de Cristo, lo dijo Él: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida'" (lo. 15,13). Hay pobretones de espíritu que quieren apagar el halo martirial diciendo que es fácil morir por Cristo y difícil vivir según Cristo. Muchos que así hablan no viven plenamente con Cristo y parecen incapaces de morir por Él. Por eso conviene repetir las palabras del Maestro: Nadie tiene mayor amor... aun cuando al morir tiemblen las piernas y sienta miedo el espíritu, aun cuando sea el primero y postrero, el único acto radicalmente cristiano de una vida humana.

El procónsul no permitió que fuesen las fieras las que acabasen con el cuerpo viejo de Policarpo. Fue la pira,abundante, el golpe de gracia de la puñalada en el pecho, la cremación de sus despojos. Los huesos calcinados del venerable maestro y padre son testimonio fuerte de su amor perfecto de Cristo. No quiso que le clavaran al palo. no por temer o rechazar el sufrimiento, sino porque su amor era tan intensamente decisivo como los clavos. Atado al poste, con las manos atrás "como carnero egregio escogido de entre tan gran rebaño... levantados los ojos al cielo dijo:

"¡Señor, Dios omnipotente. Padre de tu amado siervo Jesucristo, por quien hemos recibido el conocimiento de Ti!... Yo te bendigo porque me tuviste digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus testigos (mártires), en el cáliz de Cristo para resurrección de eterna vida. Yo te alabo por todas las cosas, te bendigo y te glorifico.... por mediación de Jesucristo, tu siervo amado...

Es su testamento, su gesto de plenitud en el amor. Levantar los ojos al cielo y con ellos todo el espíritu - lo único que no pueden atar ni clavar los hombres - y optar, escoger en suprema libertad el servicio, la esclavitud voluntaria de Cristo. Ser cristiano es transformarse sustancialmente. Y así transformado y transfigurado por el fuego se aleja del mundo el santo anciano, sumergiéndose en llamas y en Cristo, que es "llama de amor viva". Ni siquiera un ademán de perdón para sus verdugos; su alma se levanta con brío sobre nuestras categorías humanas.

Sin querer nos golpea la mente la fórmula elemental del Catecismo. Ser cristiano es tener fe en Cristo y hacer profesión de servirlo. Con la perspectiva de ser dignos de una hora de martirio, para la mayoría imposible; pero con el vigor necesario para ella. El pórtico del Catecismo nos señala una alta meta final, que se confunde ya con el pórtico mismo de la eternidad. ¿Somos verdaderamente cristianos? ¿Desde hace cuántos años?

JOSÉ IGNACIO

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