domingo, 3 de marzo de 2013

Fe y Conversión



Esta fe, don de Dios, es al mismo tiempo la respuesta a su iniciativa, que expresa: “Sí te creo y acepto cien por cien al que tú enviaste a este mundo para salvarme”. Es confianza, dependencia y obediencia a Jesús Salvador, muerto y resucitado, que es el único mediador entre Dios y los hombres. La fe es la certeza de que Dios va a actuar conforme a las promesas de Cristo Jesús. 

Por lo tanto la fe no es creer en algo sino en alguien; y confiar en su promesa sin límites ni condiciones. Tampoco es un asentimiento intelectual a cosas que no entendemos, sino una dependencia de Dios y a su plan salvífico. No trata de un sentimiento, ni se mide por la emoción.

La total justificación la obtiene por Jesucristo todo el que cree (Hch13, 38).

La fe es pues la respuesta del hombre a la propuesta de la oferta de la salvación de Dios. Es un modo de relacionarse con Él, mediante una entrega sin condiciones, aceptando la salvación a través de Cristo Jesús. Es una decisión total del hombre que envuelve su ser entero y compromete toda su persona. La fe, pues nos conecta directamente con la fuente de gracia y nos permite tener acceso a la presencia divina, libres de todo temor al castigo, porque ya nuestros pecados fueron perdonados y estamos en paz con Dios. No nos salvamos por nuestra propia capacidad, sino mediante la fe. San Pablo es enfático en este campo, afirmando que no es el cumplimiento de la ley ni las buenas obras lo que nos salva, sino la fe.

Habéis sido salvados gratuitamente por la fe; y esto no es cosa vuestra, es un don de Dios; no se debe a las obras, para que nadie se llene de vanidad (Ef2, 8-9). Las obras buenas serán la manifestación y expresión de la salvación. Su ausencia demostrará, que no se trataba de una fe viva, sino muerta: “Pero sabemos que nadie se justifica por las obras de la ley, sino por la fe en Jesucristo; nosotros creemos en Cristo Jesús para ser justificados por la fe de Cristo, no por las obras de la ley; porque nadie será justificado por las obras de la ley” (Ga2, 16). Quien intente salvarse por el cumplimiento de la ley o realizando buenas obras, no necesita de Jesús como Salvador, ya que él pretende ser su propio salvador. Por lo tanto la fe no es optativa. Es absolutamente necesaria y de ella depende la salvación. “El que crea y sea bautizado se salvará, pero el que no crea se condenará” (Mc16, 16).

Por eso, Pedro y Pablo terminan con una invitación a creer para apropiarse de todos los frutos de la redención: “Todos los profetas testifican que el que crea en Él recibirá, por su nombre, el perdón de los pecados” (He10, 43).en concreto la fe nos lleva a creer que ya fuimos perdonados y vivir como tales, porque ya nuestra cuenta fue saldada y estamos en paz con Dios, ya no somos esclavos del pecado ni siervos de Satanás, sino plenamente libres de toda prisión y atadura. Se viven las primicias del Reino en nuestras relaciones con Dios, con los demás, con la creación y con nosotros mismos, instaurando el cielo nuevo y la tierra nueva.

“Arrepentíos y convertíos para que sean borrados vuestros pecados” (He3, 19). La conversión no se limita a un cambio moral: Eso sería muy poco. Es un cambio; no por nuestras fuerzas y propósitos, sino por la fe que nos conduce a entregar nuestro ser pecador a Jesús y compartir su vida de hijo de Dios. Él comienza a amar, servir y actuar en nosotros y a través nuestro. Entregamos a Jesús nuestra vida, tal y como está, servir y actuar en nosotros y a través nuestro. Entregamos nuestra debilidad, nuestros ídolos que han suplantado y renunciamos a toda rebeldía que nos separa de Dios.

En la conversión cambiamos nuestra vida por la de Jesús. Se le da la espalda al pecado, pero sobre todo se le presenta la cara a Dios; o mejor dicho se le ofrece el corazón. Otro aspecto de la conversión es el siguiente: vivir como hijos. Algunas personas han centrado su cristianismo en estar alejados del pecado, pero no tienen la alegría de vivir en fiesta, aun en medio de las adversidades de la vida. Cuando se habla de la conversión de San Pablo, no se refiere a que haya dejado su vida de pecado, pues sabemos que era un ferviente fariseo y fiel cumplidor de los 613 mandatos de la ley judía. Saulo de tarso se convirtió de justo a hijo. A raíz de su encuentro personal en el camino de Damasco, comenzó a vivir no tanto como siervo cumplidor de los mandatos de su amo, sino como hijo de Dios, con derecho a la herencia de todos los santos.
Todos necesitamos de la conversión. De una nueva conversión. Por esta razón, cada discurso Kerygmático, después de presentar a Jesús muerto, resucitado y glorificado, siempre culmina haciendo una llamada al corazón del hombre para que responda mediante la fe y el arrepentimiento. La fe se manifiesta en la conversión, que es un cambio de vida. Movidos por la fe nos da la certeza de nuestra victoria sobre el mundo, renunciamos a todo pecado, idolatría y criterios de este mundo, para someternos cien por cien bajo el poder del evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree. En estas palabras se confiesa a Jesús como salvador y se le proclama Señor. Se confiesa a Jesús como único y total salvador de toda la humanidad, pero de manera particular de cada uno de nosotros, renunciando cualquier otro medio de salvación que el mundo ofrezca.

Proclamar a Jesús Señor significa rendirse totalmente a Él, para que de ahora en adelante Él tome el timón de nuestra vida y dirija cada paso de nuestra existencia. Innumerables casos del evangelio, por no decir todos, manifiestan como una expresión de fe desatan la acción salvífica de Cristo Jesús. El ciego de Jericó, la siro fenicia, el centurión romano, el paralítico, el padre del epiléptico, etc. Sin embrago esto sigue sucediendo hoy día, porque Jesús esta vivo y tiene el mismo poder para cambiar las vidas y los corazones de las personas. Dice san Pablo: “Si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó entre los muertos, te salvarás. Con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa la fe para la salvación (Rm10, 9- 10). Jesús está a la puerta de cada uno de nosotros y nos invita a participar con Él de su vida nueva. Solo espera que le abramos la puerta. Él esta llamado. Ciertamente nunca va a forzar la puerta. Sólo entrará si le abrimos voluntariamente. Escucha hoy su voz. No endurezcas tu corazón. Invítalo a pasar. No vas a perder nada, sino tus pecados.

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