domingo, 9 de junio de 2019

La Fiesta del Fuego



LA FIESTA DEL FUEGO

Por Antonio García-Moreno

1.- "Viendo aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se repartían posándose encima de cada uno...” (Hch 2, 3) Cuando Jesús se despedía de ellos, les prometió que el Espíritu vendría para estar siempre con ellos. Una luz de esperanza quedó brillando en el corazón rudo y amedrentado de aquellos hombres. Estaban escondidos, rezando y esperando, con mucho miedo, las puertas cerradas, atentos a cualquier ataque por sorpresa. Pero ante la fuerza de Dios no cabe cerrar las puertas. Un fuego vivo llegó como viento salvaje, abriendo violentamente las ventanas. El soplo de Dios se había desencadenado de nuevo. En la primera creación había aleteado suave sobre las aguas y sobre la faz del hombre. La luz brotó en las tinieblas y en la mirada apagada de Adán.

Ahora, en la segunda creación, su aleteo es violento, de fuego incandescente. Y esos hombres, cobardes y huidizos, son abrasados por el beso de Dios, sacudidos por el Espíritu. La luz ha brillado también en las sombras de sus ojos. Y enardecidos se lanzan a la calle a proclamar las maravillas de Dios, anunciando la Buena Nueva, lo más sorprendente que jamás se haya oído.

"Enormemente sorprendidos preguntaban: ¿No son galileos todos esos que están hablando?" (Hch 2, 7) Toda Jerusalén se ha conmovido ante aquel remolino arrollador. Una multitud corre hacia el lugar donde el viento de fuego desgajó puertas y ventanas. La sorpresa aumenta por momentos. Aquellos hombres han roto las fronteras de la lengua, y sus voces se oyen claras y sencillas en el corazón de cada hombre.

Te lo suplicamos, Señor, haz que de nuevo venga el Espíritu Santo, que de nuevo llueva del cielo ese fuego vivo que transforma y enardece. Es la única forma que existe para que tu vida, la Vida, brote otra vez en nuestro mundo corrompido y muerto... Ven, sigue soplando donde quieras, mueve a la Iglesia hacia el puerto fijado por Cristo, fortalécela, ilumínala, para que sea siempre la Esposa fiel del Cordero. Desciende de nuevo sobre un puñado de hombres que griten ebrios de tu amor. Hombres que sean realmente profetas de los tiempos modernos. Sigue viniendo siempre, aletea sobre las aguas muertas de nuestras charcas, danos fuerza para seguir llenando de luz la oscuridad de nuestro pobre y viejo mundo.

2.- "¡Dios mío, qué grandes eres!" (Sal 103, 1) Quisiéramos, Señor, hacer nuestras esas exclamaciones de entusiasmo que muchas veces brotan del salmista. Quisiéramos participar de su fe, de su esperanza, de su amor. Y llenarnos de exultación al mirar la grandeza de tu obra divina y prorrumpir también en exclamaciones gozosas, en bellas canciones que celebren la formidable realidad de lo divino.

Sobre todo, cantar al contemplar el mundo de lo espiritual, ese mundo invisible que, sin embargo, está ahí, a nuestro lado; con una grandeza sin parangón alguno con todo lo demás, ya que el menor bien del espíritu rebasa con mucho el mayor bien del mundo sensible y material. Para descubrir esos valores, y poder gozar con su contemplación, es preciso tener la mirada limpia, es necesaria la luz de Dios, la luminosa claridad del Espíritu Santo. Hoy, día de Pentecostés, repitamos con la liturgia: Ven, padre de los pobres; ven, dador de todo bien; ven, luz de los corazones.

"Les retiras el aliento y expiran " (Sal 103, 29) Todo ser viviente, tanto animal como vegetal, participa del hálito vital que tú nos transmites. Al igual que el hombre comenzó a cobrar vida cuando tú echaste el aliento sobre su rostro, así también todo cuanto existe con vida la recibe de continuo de tu poder misterioso y sin límites. Recordemos que basta un mínimo y rápido instante para que, si Dios lo quisiera todo vuelva a la nada de donde salió.

Puesto que es así, vamos a ser agradecidos con el Señor por la vida que nos ha dado, por el aliento que nos presta. Vamos a gozar de este don maravilloso con vistas a la eternidad, vamos a utilizarlo para el bien y no para el mal. Resulta horrible pensar que la mano que se mueve, gracias al movimiento que Dios le presta, se vuelva contra él. Por último, tengamos en cuenta que por medio del Espíritu Santo se nos da la vida de la gracia, la vida misma de Dios. Por el bautismo nos ha hecho partícipes el Señor de su grandeza, de su bondad, de su alegría sin límites. El Espíritu Santo ha sido infundido en nuestros corazones para enseñarnos a querer, para suscitar en lo más íntimo de nuestro ser una persuasión tan grande de nuestra condición de hijos de Dios que, casi necesariamente, digamos con ternura y emoción: ¡Abba, Padre!

3.- "Nadie puede decir Jesús es Señor, si no es bajo la acción del Espíritu Santo" (1 Co 12, 3) De nuevo la liturgia nos introduce en las regiones inefables de la divinidad. Después de seis dominicas dedicadas a recordar, y a revivir en cada uno el triunfo de Cristo sobre la muerte, la Iglesia nos presenta ahora y nos ofrece la fuerza del aliento de Dios; el Espíritu que vuelve a sacudir con violencia los cimientos del cenáculo, donde se encierran los tímidos apóstoles de Cristo; el Espíritu Santo que desciende otra vez para que los enviados del Evangelio se llenen de valentía y de coraje al proclamar el divino mensaje.

Necesitamos un nuevo Pentecostés que repita el prodigio del primer día, nuevos vientos que abran las puertas cerradas de nuestro egoísmo y de nuestra sensualidad, nuevo fuego que queme y cauterice nuestras conciencias apagadas, dormidas y apáticas. Nueva luz que alumbre nuestros oscuros senderos, que descubra la bajeza de tantas vidas ocultas bajo piel de cordero, nuevas fuerzas que nos empujen con vigor por los caminos de la verdad y del amor.

"En cada uno se manifiesta el Espíritu para el bien común" (1 Co 12, 7)

Muchos son los dones del Espíritu Santo. Isaías ve a Cristo como un retoño que brota del viejo tronco de Jesé, el padre de David, como una rama verditierna que crece pujante. Y sobre ese vástago -nos dice- se posará el Espíritu de Yahvé, la sabiduría y la inteligencia, el consejo y la fortaleza, el entendimiento y el santo temor de Dios. San Pablo por su parte nos dice que los frutos del Espíritu Santo son la caridad, el gozo, la paz, la bondad, la afabilidad, la longanimidad, la fe, la mansedumbre y la templanza.

Una lluvia abundante y oportuna que no cesa de mantener fresca la tierra es como el sol que calienta y vitaliza la siembra, como la luz que da calor a los campos, la fuerza intangible que sazona los frutos. Sí, el Espíritu Santo sigue actuando en la Iglesia de Cristo, sigue presente en los creyentes, en los fieles cristianos. Pero no olvidemos que cuanto nos transmite el Espíritu Santo, con generosidad sin límites, está destinado al bien común. Él nos llena de gozo y de paz para que llevemos esa paz y ese gozo a cuantos nos rodean. Somos como vasos que el Espíritu Santo llena hasta rebosar nuestra medida, para que nosotros vertamos ese amor sobre los demás.

4.- "Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados..." (Jn 20, 21) Pentecostés, cincuenta días después de la fiesta pascual, cincuenta días de espera que se hacía cada vez más intensa a partir, sobre todo, del día de la Ascensión. Ha sido un período de preparación al gran acontecimiento de la venida del Paráclito. Hoy, el día de Pentecostés, se rememora ese momento en que se inicia la gran singladura de conducir a todos los hombres a la vida eterna, actualizar en cada uno los méritos de la Redención.

En efecto, con su venida, los apóstoles recuperan las fuerzas perdidas, renuevan la ilusión y el entusiasmo, aumentan el valor y el coraje para dar testimonio ante todo el mundo de su fe en Cristo Jesús. Hasta ese momento siguen con las puertas atrancadas por miedo a los judíos. Desde que el Espíritu descendió sobre ellos las puertas quedaron abiertas, cayó la mordaza del miedo y del respeto humano. Ante toda Jerusalén primero, proclamaron que Jesús había muerto por la salvación de todos, y también que había resucitado y había sido glorificado, y que sólo en él estaba la redención del mundo entero. Fue el arranque, rayano en la osadía, que pronto suscitó una persecución que hoy, después de veinte siglos, todavía sigue en pie de guerra.

Porque hemos de reconocer que las insidias de los enemigos de Cristo y de su Iglesia no han cesado. Unas veces de forma abierta y frontal, imponiendo el silencio con la violencia. Otras veces el ataque es tangencial, solapado y ladino. La sonrisa maliciosa, la adulación infame, la indiferencia que corroe, la corrupción de la familia, la degradación del sexo, la orquestación a escala internacional de campanas contra el Papa. Las fuerzas del mal no descansan, los hijos de las tinieblas continúan con denuedo su afán demoledor de cuanto anunció Jesucristo. Lo peor es que hay muchos ingenuos que no lo quieren ver, que no saben descubrir detrás de lo que parece inofensivo, los signos de los tiempos dicen a veces, la ofensiva feroz del que como león rugiente merodea a la busca de quien devorar.

 Pero Dios puede más. El Espíritu no deja de latir sobre las aguas del mundo. La fuerza de su viento sigue empujando la barca de Pedro, las velas multicolores de todos los creyentes. De una parte, por la efusión y la potencia del Espíritu Santo, los pecados nos son perdonados en el Bautismo y en el Sacramento de la Reconciliación. Por otra parte, el Paráclito nos ilumina, nos consuela, nos transforma, nos lanza como brasas encendidas en el mundo apagado y frío. Por eso, a pesar de todo, la aventura de amar y redimir, como lo hizo Cristo, sigue siendo una realidad palpitante y gozosa, una llamada urgente a todos los hombres, para que prendan el fuego de Dios en el universo entero.

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