SANTA FLAVIA DOMITILA
(s. I)
La hagiografía de los primeros siglos cristianos presenta la enorme dificultad de una numerosa serie de escritos apócrifos en los que es necesario descubrir los escasos pormenores históricos sin dejarse engañar por la exuberancia de literatura fantástica que la piedad de los fieles añadió a manera de novela edificante. La personalidad de los santos queda a veces diluida en esos relatos bizantinos; se llega a arrancar al protagonista de su tiempo y de su espacio para situarlo en un ambiente distinto del suyo; se llegaba a desdoblar una figura, para fabricar con ella dos personajes distintos. De una manera semejante, en novelas y películas de nuestro tiempo se describe aquel primer período del cristianismo entremezclando lo sucedido con lo imaginado, sin pretensión de engañar, sino de lograr un relato agradable con un fondo innegablemente histórico.
Las narraciones apócrifas de mártires y vírgenes pretenden, además, edificarnos, como la novela Fabiola inspirada en ellas, insistiendo más en el espíritu que en la historia, como las Florecillas de San Francisco de Asís.
Aún no había empezado la “era de los mártires", iniciada por Diocleciano, que sirvió de referencia cronológica antes de usarse la llamada "Era cristiana", equivocada esta última en la fijación de su año de origen. Pero Nerón había desencadenado ya la primera persecución local contra los cristianos. Muerto aquel monstruo sádico, la Iglesia vivió una época de deseada tranquilidad. Galba, Otón, Vitelio; dejaron a los cristianos en paz. Y los primeros emperadores Flavios; Vespasiano y Tito, tampoco mostraron enemistad contra aquella nueva religión. El cristianismo, que había seguido haciendo sus conquistas con la conversión de gentes humildes, escaló entonces las alturas de la sociedad imperial. El movimiento de conversión del paganismo al cristianismo invadió inconteniblemente las clases altas y la aristocracia romana.
Mientras filósofos y retóricos ponían su inteligencia y su palabra al servicio de la nueva religión que abrazaban, las familias que ingresaban en la Iglesia, con todas sus riquezas, no sólo facilitaron el incremento de algunas obras de caridad y el embellecimiento de varios cementerios cristianos, sino que hicieron posible la formación de un patrimonio eclesiástico. Gobernaba entonces la Iglesia de Roma un hombre de origen oscuro. Parece ser que el papa San Clemente, lejos de ser un aristócrata, como los de aquella nueva constelación de cristianos, era solamente un esclavo liberto. Entre las familias consulares que entonces abrazaron el cristianismo han dejado huella los Pomponios, los Acilios y los Flavios, todos ellos emparentados con los emperadores.
Aunque los Flavios habían hecho la guerra contra los judíos —Vespasiano había comenzado el sitio de Jerusalén que cayó en manos de Tito—, no sentían odio antisemita y no dudaron en rodearse de figuras del judaísmo, como la princesa Berenice y el historiador Josefo. Esta conducta favoreció la rápida difusión del cristianismo, considerado por los paganos como una secta judía, en los círculos de la aristocracia senatorial. El cónsul Flavio Clemente, sobrino de Vespasiano y primo hermano de Tito y de Domiciano, se convirtió al cristianismo juntamente con su mujer Flavia Domitila. Según el derecho romano, sus dos hijos, que eran discípulos de Quintiliano, debían suceder a Tito y a Domiciano, que carecían de hijos. De haberse efectuado esta sucesión, malograda por el desastre final de Domiciano, el Imperio romano hubiese sido regido por príncipes cristianos doscientos años antes de Constantino.
Fue el inhumano Domiciano quien desencadenó la segunda persecución contra el cristianismo. Tertuliano compara su crueldad con la de Nerón. Y el libro con que se termina el Nuevo Testamento, el Apocalipsis, parece ser una ensambladura de dos apocalipsis distintos del mismo autor, escrito el primero durante la persecución de Nerón y el segundo cuando la de Domiciano. Este libro inspirado nos da así el ambiente cristiano, de sufrimiento y de esperanza, en que vivió aquella generación de mártires. Domiciano veía mal aquella infiltración de personajes y costumbres judías en su corte, y decidió extirparla. Escudándose en sus dificultades económicas empezó exigiendo rigurosamente el impuesto de la didracma que los judíos pagaban para el Templo de Jerusalén, y que, desde la destrucción del mismo, se recaudaba para el emperador.
La recaudación alarmó a Domiciano, pues le hizo ver cuán numerosos eran los judíos que se habían infiltrado en su derredor, y decidió perseguirlos y aniquilarlos. Para Domiciano y para el paganismo, tan judíos eran los que seguían la religión de Moisés como los que seguían la de Jesús. Todos, sin distinción, fueron acusados de ateísmo. No debe extrañarnos esta acusación lanzada contra el judaísmo y el cristianismo, tan profundamente religiosos, ya que el hecho de no dar culto a ninguna imagen les hacía a los ojos de los idólatras vivamente sospechosos de ateísmo. Los cristianos de entonces, como los judíos de siempre, no daban culto a las imágenes, siguiendo en esto el segundo mandamiento del Decálogo dado por Dios a Moisés, tal como figura en la Biblia. Se condenó a muerte a judíos y cristianos, y fueron confiscados sus bienes. Flavia Domitila, mujer del cónsul Flavio Clemente y sobrina del emperador Domiciano, fue desterrada a la isla de Pandataria, en atención a su dignidad de miembro de la familia imperial. Según documentos menos seguros, habría habido entonces una segunda Flavia Domitila, virgen, sobrina de Flavio Clemente, desterrada también, por cristiana, a la isla Poncia. Es casi cierto que en la tradición ha habido un desdoblamiento legendario. No hay razón para admitir más de una Flavia Domitila, la mujer del cónsul, desterrada por cristiana a una isla que aparece como residencia de los personajes imperiales condenados al exilio.
La leyenda, consignada en los documentos apócrifos de las Actas, nos cuenta que la virgen Domitila, prometida de un joven gentil llamado Aureliano, tenía como esclavos a Nereo y Aquileo, a los cuales había convertido al cristianismo el apóstol San Pedro. Estos siervos veían muy mal que su señora se adornase para agradar a un pagano. Los argumentos que en las Actas aducen estos dos esclavos para disuadir a Domitila de esa boda son, ciertamente, desorbitados. Al hablar de la vida de matrimonio no se contentan con mostrarla inferior al estado de virginidad, sino que la presentan como positivamente aborrecible, por la brutalidad de los esposos, la ingratitud de los hijos y la serie innumerable de aflicciones y humillaciones que supone para la mujer. En cambio, dicen, la virginidad hace semejante al mismo Dios, y es la mejor corona a que puede aspirar una joven. La virginidad es un don concedido por Dios desde el nacimiento, y en el matrimonio es necesario renunciar a ella, prefiriendo un esposo mortal al Esposo inmortal. Llevados indudablemente de un celo excesivo, Nereo y Aquileo describen el matrimonio como algo muy distinto de lo que es en realidad, olvidando que la Iglesia tiene para el matrimonio un sacramento instituido por Cristo.
Y esas razones exageradas terminan por convencer a la joven, y ellos acuden gozosos al papa San Clemente, sobrino del cónsul Clemente, para que imponga a Domitila el santo velo de las vírgenes. Verificada la ceremonia religiosa, el resultado, previsto por el Papa, no se hace esperar. Aureliano, considerándose engañado, consigue sin dificultad que el emperador Domiciano destierre a su antigua prometida a una isla. Al llegar a ésta, con sus dos esclavos, encuentran a sus habitantes pervertidos por las predicaciones de dos discípulos de Simón Mago, Furio y Prisco. Para contrarrestarlas Nereo y Aquileo piden a Marcelo, hijo del prefecto Marco, discípulo de San Pedro, que cuente el fracaso de Simón Mago ante San Pedro. Pero llega Aureliano, que, no pudiendo corromper a los dos esclavos, los hace desterrar a Terracina, donde éstos son ejecutados. Con la esperanza de que Domitila llegue a ser su esposa Aureliano le envía dos amigas, Teodora y Eufrosina, que van a casarse también con Sulpicio y Serviliano. Pero Domitila convence a las dos jóvenes de las excelencias de la virginidad, y sus dos pretendientes, renunciando a ellas y convertidos también a la verdad de la religión cristiana, pasan a aumentar el número de los fieles. Aureliano muere desesperado después de una bacanal de dos noches, en la que intenta olvidar su derrota. Martirizados Nereo y Aquileo, caen también los dos cristianos de última hora, Sulpicio y Serviliano. Las tres vírgenes, Domitila, Teodora y Eufrosina, son encerradas en una casa en Terracina, a la cual prenden fuego. Las tres mueren, y sus cuerpos intactos son depositados por un santo diácono, llamado Cesáreo, en un sepulcro nuevo.
CARLOS MARÍA STAEHLIN, S. I.
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