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domingo, 16 de junio de 2019

Una canción a la Virgen, un testimonio de conversión y dos sentidas reflexiones, Premios Cari Filii

Uno de los ganadores besa la imagen de la Virgen que monseñor Reig Pla entregó a los premiados junto con el diploma acreditativo.

Una canción a la Virgen, un testimonio de conversión y dos sentidas reflexiones, Premios Cari Filii

Uno de los ganadores besa la imagen de la Virgen que monseñor Reig Pla entregó a los premiados junto con el diploma acreditativo.

El 6 de junio pasado, el obispo de Alcalá de Henares, Juan Antonio Reig Pla, entregó en Madrid los Premios Cari Filii 2019, que celebraba la Fundación Cari Filii en su octava edición. El acto tuvo lugar en el Salón de Grados de la Universidad CEU-San Pablo, donde monseñor Reig Pla fue recibido por Alfonso Bullón de Mendoza, presidente de la Acción Católica de Propagandistas.

Los Premios (en las categorías Letras y Audiovisual) se convocaron este año bajo el lema María, Puerta del Cielo, y las palabras del prelado versaron precisamente en torno a María, Puerta del Cielo para un mundo sin Dios. Tras su intervención, se hizo entrega de un diploma acreditativo a los ganadores de los Premios (consistentes en peregrinaciones para dos personas a Tierra Santa y a Medjugorje), junto con el obsequio de una estatuilla de la Virgen en 3-D.


La imagen de la Virgen entregada a los premiados.

Dos escritoras argentinas, María Agustina Buteler y María del Carmen Sandoval, obtuvieron respectivamente el primero y segundo premio en la categoría Letras. No pudieron recogerlos personalmente por razón de la distancia, pero sus textos fueron leídos junto con un montaje musical. Dos españoles, el cantautor José Miguel Seguido y el periodista Javier González García, fueron respectivamente primero y segundo premio en la categoría Audiovisual. 

Ofrecemos la videonoticia del acto difundida por la Fundación Cari Filii, y a continuación, por su calidad e interés, los textos y vídeos premiados.



Éste es un tema sobre el que he reflexionado mucho últimamente, ya que como madre observo azorada los ataques que en el mundo se dirigen contra la maternidad, presentándola como una esclavitud indeseable, que nos impide a las mujeres desarrollarnos profesionalmente y exige de nosotras sacrificios que sólo nos hacen descender en la escala comparativa con el hombre, quien, por cierto, no está obligado a soportar tan pesada carga.

Ante semejantes argumentos, que se escuchan en todos los ámbitos de la vida, que envenenan la convivencia pacífica de nuestras familias, y  con los que nos hemos acostumbrado a convivir, existe un antídoto poderoso al que los cristianos debemos recurrir con más frecuencia que nunca, que es la Bendita Maternidad de María. Este es el antídoto que nos purifica la visión a la hora de contemplar esa sublime misión que Dios le ha dado a la mujer de acoger y custodiar la Vida.

La Maternidad de María, sin duda, estuvo rodeada de incertidumbres y obstáculosaparentemente insalvables; no fue, precisamente, comodidad y confort lo que experimentó María en su vida de  madre y esposa, y, paradójicamente, la suya fue la maternidad que más frutos dio a lo largo de todas las épocas de la humanidad. Y no sólo fue grande por sus frutos, sino porque a partir de aquel feliz acontecimiento, María se convirtió en Puerta del Cielo, nueva Arca de la Alianza y en el más eficaz canal de comunicación entre el Cielo y la tierra, entre Dios y los hombres.

No resulta  para nada casual que desde que la humanidad ha dejado de mirar a Dios, y particularmente desde que las mujeres hemos dejado de mirar a María como el mejor y más perfecto modelo a seguir, las cosas se han puesto bastante feas… nuestros hijos  han quedado huérfanos, y en el mundo crece un vacío que parece imposible de llenar, porque si la mujer no ocupa los múltiples lugares que por derecho y deber le corresponden, nadie podrá ocuparlos.

Sin embargo la desesperanza no debe prevalecer, porque “donde hubo pecado, sobreabundó la Gracia”, y nuestra Madre tiene toda la potestad de llenar con su amor y su bendita presencia los lugares vacantes que las mujeres hemos dejado, casi sin darnos cuenta. Ella, como Madre de afligidos, nos está indicando el camino y la puerta por la que debemos pasar, que es la puerta estrecha del verdadero amor y de la entrega sin límites a los demás, pero también la puerta que nos conduce a la felicidad más plena y duradera ya desde esta vida temporal. Vale decir, si Jesús es el Camino, la Verdad y la Vida, María es la Puerta que nos introduce en ese camino, por ella debemos pasar los cristianos, y a ella tenemos que aspirar quienes hemos decidido seguir al Divino Maestro. Si deseamos recorrer tan noble camino, nunca deberíamos perder de vista la puerta que hacia allí nos conduce.

Pero en este especial enfoque sobre la crisis que atraviesa la humanidad que, en mi opinión, solo se puede entender a partir de la creciente sub-valoración de la maternidad y de la familia, y del combate que contra ambas se ha desatado en distintos ámbitos sociales, las mujeres somos ineludibles protagonistas, que para bien o para mal debemos librar una dura batalla.  Quienes hemos decidido estar en el victorioso bando de María, debemos mirarla constantemente, porque sólo ella sabe cómo ganar esta encarnizada guerra cultural.

Y no podría ser de otra manera, porque ¿quién es capaz de hablar el lenguaje del amor de manera más concreta? Ella, que puso el corazón en cada acto de amor hacia su Divino Hijo, que se sintió dichosa en el momento de la Anunciación aunque las perspectivas eran más que preocupantes,  que lo arropó y lo cobijó cuando Jesús era un pequeño niño, y que permaneció a los pies de la cruz con profundo dolor y tristeza, pero también con una indescriptible fortaleza, ella aprendió a la perfección el lenguaje del Amor, el lenguaje de Dios.  Y sin ninguna duda esta lucha, probablemente decisiva, sólo podrá ganarse con la fuerza del verdadero amor.

Es hora de que las mujeres se pongan de pie, no ya para reclamar merecidos derechos, ni para reivindicar los puestos más altos, sino para señalarle al mundo la Puerta, la única Puerta que nos llevará a la libertad y paz tan buscadas y tan difíciles de encontrar. Esa Puerta es María, no hay otra. La abnegación y la entrega heroicas, unidas a la humildad más profunda nos conducirán a una segura y abrumadora victoria, una victoria que nadie podrá quitarnos. Sin duda el mundo nos seguirá gritando al oído mensajes camuflados de feminismo, en donde lo que en verdad prevalece es el egoísmo más descarnado,  la codicia  desenfrenada de dinero y de poder, a partir de la cual los niños, los maravillosos niños, son sólo un obstáculo, una piedra en el camino… hacia el abismo. Pero jamás debemos dejarnos seducir por tan viles mentiras. La maternidad es el don más precioso que Dios le ha dado a la mujer, y es lo más valioso que la mujer le puede aportar a esta caótica humanidad. La maternidad, en todas sus dimensiones, es una prueba irrefutable del amor de Dios a los hombres. Es tiempo de que los cristianos, los cristianos verdaderos, nos postremos ante la sublime maternidad de María y proclamemos a una voz que María es Puerta del Cielo; es Reina porque antes fue Madre, y  esa  Bendita Maternidad salvará al mundo.

Primer Premio Audiovisual - José Miguel Seguido - "Allá en Medjugorje"


Segundo Premio Letras - María del Carmen Sandoval - "María, Puerta del Cielo"



Vastos imperios destellaban aquí y allá, algunos milenarios, otros más nuevos. Soberbios reyes y emperadores imponían su fuerza de dioses falsos. En una remota aldea al pie de las colinas, allá en la galilea de las naciones, escondida como un diamante dentro de una geoda, latía la Esperanza del pueblo elegido por el Único Dios Verdadero: una niña con el perfume de todas las virtudes y los ojos como zafiros radiantes de musical silencio. En ella se fue cuajando el marfil de todas las generaciones santas, hasta que su SÍ marcó la plenitud de los tiempos. El Cielo pudo con Ella bajar de nuevo a la tierra. En el renovado Edén de su Corazón el nuevo Adán maduró como el verdadero Sol Victorioso que intuían los paganos, abriendo al fin la luz sobre todas las tinieblas humanas. María, la nueva Eva, sonreía arrodillada, acariciando y adorando esos latidos minúsculos e infinitos, cantando por dentro una canción de cuna. Escuchaba a lo lejos el martilleo que la brisa traía desde el tallercito de José al fondo del huerto, con el dulce perfume de la madera noble. Respiró profundamente y su corazón se encogió de dolor y de ternura. Ella era la puerta -¡al fin!- del Esperado de los siglos. Pero sabía que su niño venía a morir para darnos vida, y lo que la brisa le trajo fue el perfume de la Cruz.

Recordó sus primeros años, allá, en el Templo de Jerusalén, cuando día y noche suplicaba que llegue el día de la Promesa. Conocía perfectamente las Escrituras y amaba sobre todo los salmos que anunciaban al Ungido. Soñaba con conocer y servir a esa mujer agraciada y bendita que lo traería al mundo. Y cuando Gabriel le acercó el plan maravilloso del Padre de los Vivientes, ofreciéndole ser Ella la Puerta del Cielo, su pobre corazón de puros lirios se derritió de amor y de humildad, sin poder dar crédito a semejante honor. Pero fue solo un segundo, porque cada célula y cada átomo de su ser estaban preparados y listos para decir que sí.

Ahora su vientre estaba redondo, y su solcito divino listo para salir. Mañana temprano partirían hacia Belén para cumplir con el censo imperial. Nadie le dijo nada, pero Ella preparó en silencio las ropitas que había tejido con los hilos de su amor y su secreto. Su sonrisa iba y venía por la habitación y sus ángeles custodios detrás de Ella como un enjambre de luciérnagas.

Durante todo el día se dedicó a los preparativos y oró sin cesar por este viaje. Una profunda alegría sobrepasaba la alegría habitual que iluminaba su rostro. Caminaba resplandeciente, como si la Luz ya no pudiese ser retenida y escapase por todos los poros de su piel. Fue a buscar agua a la fuente detrás de la casa, y se sentó bajo la sombra de la glorieta a recordar una vez más ese instante del ¡Fiat! Ni siquiera se sorprendió de que esa palabra escapase de sus labios con tanta rapidez. Era solo el cumplimiento de cada suspiro y cada latido de su corazón durante toda su vida. Ese era todo el secreto. Era la única puerta en toda la humanidad que siempre estuvo abierta de par en par, dispuesta al asombro infinito de la Fe. En esos vastos imperios y reinos fastuosos que se extendían por doquier, ella era la única puerta de lirios inmaculados, la única alma abierta de par en par al Dios Verdadero. Desde afuera nada lo denotaba. Aunque estar frente a ella hacía que el corazón latiera fuerte, sin saber uno por qué. Virgen de las vírgenes, su pureza habitaba en un silencio casi perpetuo.. Por eso, cuando hablaba, los corazones se abrían como tierra reseca ante una lluvia primaveral. No se veía nada extraordinario, pero como todo sagrario imantaba el corazón sin que uno supiera por qué, y los que la trataban se iban transformados, purificados, como si una madre santa les hubiese dicho al oído -“¡ya viene El que te ama!”-…

Destilaba una hermosura que no se podía definir, y a veces, cuando oraban juntos, José creía ver como toda ella resplandecía. José se había transfigurado desde que el mismo Gabriel le anunció que el Ungido habitaba en María. Y para él también cada día era como un sueño. Recordaba cómo cada año había renovado su voto de virginidad, ofreciéndole al Altísimo su corazón para que dispusiese de él según su beneplácito. Y cuando -como descendiente de David- fue convocado al Templo para ser evaluado como posible esposo de una virgen, se sintió desconcertado, pero su alma humildísima obedeció, y fue el escogido. Desde ese día la luz de María le acariciaba los ojos, y él se sentía feliz de servir a la voluntad divina aunque no comprendiese. Intuía en ella lo sobrenatural, pero cada uno se refugiaba en un respetuoso silencio. Y cuando el vientre de la Madre se puso en evidencia ¡cuánto desconcierto!… Su oración palpitaba de tal manera que los latidos del corazón los sentía en todo el cuerpo. No podía desconfiar de Ella, porque sus espíritus estaban en comunión, con el Altísimo y entre ellos. Pero sufrió la lucha interior durante días. Hasta que el Ángel le devolvió la paz.

María puso el cántaro de agua fresca sobre la mesa. Ella era la llave del manantial hermoso de agua viva. Pensaba en su Niño, manantial perpetuo del amor divino. Se sirvió un poco de agua y la bebió lentamente, con los ojos cerrados. Ella era el Huerto Cerrado y La Puerta de la Vida. La primer Custodia viva, el útero de todas las almas, y lo sigue siendo. Su precioso Corazón sigue al lado de Jesús y nos sonríe cuando nos acercamos a Él. Ese Corazón que es la primer capilla de adoración perpetua, es el que nos atrae y nos presta las lágrimas que nos purifican.

Entro a la capilla de adoración perpetua de mi parroquia y allí están, los tres, igual que en la casita de piedra de Nazareth. Hasta me parece sentir el mismo enjambre de ángeles que les acompañaba en Galilea. Hay un olor a madera, siempre. Madera de carpintería, y un maestro trabajando ese corazón con la paciencia de un crucificado. Madera de la mesa familiar, y la misma Madre sirviendo el Pan de la vida. Madera de taller, y el mismo José tallando nuestro sagrario interior.

Cuando estoy de rodillas, los ojos cerrados, siento la misma brisa de los salmos en arameo, cantados bajo la luz naranja del atardecer. Oigo el martilleo del amor trabajando en las almas. Veo los colores invisibles del silencio que abraza. Es Galilea otra vez, es Galilea eterna, es la casita con perfume de hogar que siempre añoramos.

La Puerta no tiene cerradura, está siempre abierta. Es madrugada de sábado y la calle bulle de ruido, música estridente y voces juveniles. Entramos antes de volver a casa. Estamos cansados y sedientos. Pero extrañamente, al entrar se nos pasan la sed y el cansancio. Todo lo que buscamos afuera estaba acá adentro. Hay una Madre, un padre, y un Amor. Una mesa servida y un pan vivo. Unas manos callosas, rústicas pero suaves invitan a pasar. Hay frutas sobre la mesa, igual que en Nazareth. La Madre nos ofrece el Pan. No hace frío, como afuera. No hay filos hirientes, como afuera. Nada se derrumba, como afuera. Acá sí que se está bien, y da ganas de quedarse.

José recuerda una vez más cuando Gabriel corrió el velo del misterio y él sonrió con la gratitud más grande del universo. Sintió que el corazón galopaba loco de alegría en la garganta y cayó de rodillas, tanto en el sueño como despertando. Honor, temor, amor, reverencia, ternura… todo se juntaba y el corazón no alcanzaba a procesarlo. Y le pasa lo mismo cuando entro a la capilla y me arrodillo: custodio de la Puerta del Cielo, no para cerrarla ni abrirla, custodia los cinco panes y tres peces para que sean infinitamente multiplicados.

Jesús pasaba en medio de un remolino de gente, con sus apóstoles a los lados y unos niños correteando y gritando por delante. La Madre iba detrás con un grupito de mujeres que le acompañaban y servían, La anciana estaba sentada al costado del camino, como todos los días, pidiendo limosna. Jesús ¿la curaría alguna vez? Estaba muy vieja para correr detrás de El o para gritar. Así que vio pasar a Jesús rápidamente y lo miró resignada. Pero cuando pasó la Madre, la anciana sin pensar sintió el impulso de gritar: -“¡Madre del Pan!”… Era la intuición de los pobres y desamparados, el Espíritu que impulsaba ráfagas de fuego, y la Madre se giró y se detuvo. Sonrió y se dirigió hacia la anciana. Era otra vez, una vez más La Puerta del Cielo.



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