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jueves, 23 de mayo de 2019

Elena y su madre con Alzheimer: «El Señor me la pone como compañía para ayudarme a elevar la mirada»

Helena Faccia, colaboradora de ReL, ofrece un bello y profundo testimonio sobre su experiencia junto a su madre desde que ella sufre Alzheimer.

«Aprendes, aunque te cueste, que no pasa nada por renunciar a tu vida de antes»


Elena y su madre con Alzheimer: «El Señor me la pone como compañía para ayudarme a elevar la mirada»

Helena Faccia, colaboradora de ReL, ofrece un bello y profundo testimonio sobre su experiencia junto a su madre desde que ella sufre Alzheimer.

Vincent Lambert, Alfie Evans, Charlie Gard... son muchos los casos que son utilizados para defender la eutanasia, en nombre de un buenismo que esconde una lógica pérfida basada en los supuestos "derecho a decidir" y "derecho a una muerte digna".

Todos estos casos se han convertido, como escribe Laurence de Charette en Le Figaro respecto a Vicent Lambert, en "el emblema de una nueva exigencia: el 'derecho' a morir 'cuando yo quiera' y 'como yo quiera' (es decir, 'si yo quiero'). Quienes reclaman la soberanía sobre los cuerpos desde la concepción a su extinción  y pretenden regentar el misterio que los habita, los desposeen de su singularidad y de su humanidad para hacer de ellos el instrumento de esta reivindicación. Es la escapatoria de un nuevo brote de este higienismo hostil a todas las formas de debilidad, consideradas como afrentas al desarrollo y obstáculos a la propia realización. Vicent Lambert es la víctima de esta gran operación de negación que ha emprendido el hombre moderno, que cree que puede vencer a la muerte procurándosela él mismo, o negándola mediante la expulsión de los moribundos de las casas, como antes se expulsaba a los leprosos por temor al contagio".

Hace unas semanas se emitió un programa en La Sexta sobre la eutanasia. Siendo la cadena que es, no es de extrañar que todos los casos que presentaba fueran de enfermos con familiares partidarios de la eutanasia. Evidentemente, es demasiado pedir hoy en día que un programa que quiere abordar un tema de tanto espesor y relevancia intente, por lo menos, ser objetivo, e incluya a familiares y enfermos contrarios a la eutanasia.

"La mayor parte del tiempo es una niña feliz"

Mi madre tiene Alzheimer. Es el primer caso en nuestra familia. Y no ha sido fácil. En 2008, cuando tenía 71 años, tuvo un ictus del que se recuperó. Dos años más tarde tuvo la primera de una serie de crisis que los médicos diagnosticaron como epilepsia residual. Empezó un proceso degenerativo que, al principio, era lento (pequeños cambios de carácter, olvidos, dificultad en manejar el dinero), para acelerarse al cabo de un tiempo.


Tardaron en diagnosticarle el Alzheimer porque, como nos explicaron los médicos, su inteligencia y su riqueza de lenguaje les despistaba, pues aunque se daban cuenta de que no respondía exactamente a lo que ellos le preguntaban, tenía un discurso lógico.

Aunque físicamente está genial –análisis perfectos, camina, sube escaleras (vivimos en un segundo piso sin ascensor)– mi madre, mujer independiente donde las haya, artista, viajera en solitario, ahora depende totalmente para necesidades básicas como ir al baño, aseo personal, vestirse y, a veces, comer. No entiende las indicaciones, lleva braga-pañal día y noche y cinco de cada siete noches se suele hacer todo, o casi todo, encima. No se da ni cuenta.

Inventa palabras, a menudo mezclando italiano y español (mi padre era italiano), y a veces se pone nerviosa viendo una película, porque piensa que las personas están físicamente en casa. Y eso que solemos ver películas antiguas, muchas en blanco y negro. De manera esporádica, tiene alguna crisis epiléptica. Y también periodos de gran agresividad, como el que tuvo a principio de este año y que ha durado dos meses largos. En estos periodos pega, patalea y muerde (o lo intenta).

Sin embargo, la mayor parte del tiempo es una niña feliz a la que haces reír con cualquier tontería. Digamos que mi hija y yo vivimos con una niña de 3-4 años en un cuerpo de una señora de 81, que a mí me llama "mamá" desde hace tiempo.


Marisol, en el centro, flanqueada por su nieta Irene y su hija Elena.

¿Es mi madre menos por estar ella así? Lo pregunto porque es lo que solemos oír cuando las personas que defienden la eutanasia hablan de sus familiares enfermos. Oyes decir: "Es que ya no es ella", "él ya no está allí".

"Ahora soy yo su álbum de los recuerdos"

¿Somos sólo cuando nuestras facultades están intactas? Es decir, ¿sólo si nuestras facultades están intactas somos? ¿Sólo si podemos llevar una vida "normal" si somos útiles, somos?

Creo que somos más, mucho más. Mi madre es mi madre, su persona y su personalidad están intactas, aunque ya no controle los esfínteres y haga mucho que se ha olvidado de nuestros nombres, del mío y de mi hija, que somos las que vivimos con ella.

La diferencia es que ahora soy yo su álbum de los recuerdos, su diario, la que le recuerda lo que ha vivido antes de mí, porque me lo había contado en el pasado, y a partir de mí porque llevamos 56 años juntas. Me he convertido en su madre y en su memoria.

En una sociedad que limita la humanidad de la persona a la utilidad que tiene (valorada siempre en términos del beneficio económico aportado a la sociedad, que es inversamente proporcional al gasto que ocasiona a esta misma sociedad), yo defiendo el inmenso valor de mi madre, y la aportación que hace.

Sin mi madre y su Alzheimer, yo no sería la persona paciente que soy ahora. Y mi hija Irene no sería la niña -bueno, la adolescente, ya que tiene 17 años- que es ahora, a la que no le importa limpiarle las cacas a su abu.


Abuela y nieta, dos "niñas" que sonríen a la vida.

Que ha sido difícil, claro, es imposible negarlo. Al haber sido el primer caso en la familia, íbamos a ciegas, cada día había algo que superar, cada paso adelante que hacía la enfermedad, con el consiguiente retroceso en sus facultades, era un luto.

"No pasa nada por renunciar a tu vida de antes"

No es fácil vivir con una persona a la que quieres y ver que pierde facultades, que se olvida de tu nombre, de los recuerdos que te unían a ella. Mientras yo aún voy almacenando ideas, frases, conceptos, recuerdos, mi madre se va liberando de ellos porque los va perdiendo. Lloras, lloras mucho porque no sabes qué hacer, te encuentras perdida, echas de menos a este ser amado. Sin embargo, aprendes a apreciar algo tan simple como que, de repente y sin saber por qué -es el misterio de esta enfermedad- pronuncie una palabra que no ha dicho hace tiempo, o que te diga: "Me llamo Marisol", aunque haga tiempo que no se acuerde del nombre de mi hermano, su hijo. Aprendes, aunque te cueste, que no pasa nada por renunciar a tu vida de antes, en la que ibas al cine cada semana, o al teatro, o viajabas siempre que podías juntar dos días, porque hay alguien que depende de ti. Y aunque tengo un hermano maravilloso, Iván, que viene siempre que puede, tu vida ya no es tan "libre".

Aprendes que hay belleza en pasar los fines de semana viendo películas antiguas (porque nos gustan y porque las caras de los actores "le suenan"), cogidas de la mano, aunque no se entere. O escuchando música, porque la música siempre ha formado parte de nuestras vidas. ¡Cuántas veces volvía del instituto y encontraba a mi madre tejiendo -hacía tapices y esculturas textiles- y escuchando a Bach, el summum para ella!

"Un camino marcado por el encuentro con el Señor"

Aprendes a amar la debilidad y la fragilidad de la persona que siempre has considerado la más fuerte que has conocido en tu vida, porque aprendes a mirarla con ojos compasivos y, a la vez, con los ojos de la realidad. Pero para conseguir esto hay que emprender un camino, al menos yo he tenido que emprenderlo. Un camino marcado por el encuentro con el Señor, por los amigos que Él ha puesto a mi lado que, en los momentos iniciales más agudos de la enfermedad (cuando mi madre se negaba a ducharse durante cinco días, o no dormía por las noches, por lo que no dormía nadie en casa, o era de una violencia increíble, una persona que ha sido de lo más pacífico en su vida), han sido mi apoyo, los que me han ayudado a elevar la mirada hacia Él, a no perder el centro. Porque el quid de la cuestión, muchas veces, es este: la compañía. La compañía del Señor y, también, la compañía "encarnada" que el Señor te da y que tiene nombres propios y rostros distintos. Como, por poner un único ejemplo, el de una amiga mía que, una vez que tenía una reunión aquí, en ReL, se ofreció a ocuparse de mi madre. Y, en un segundo que había ido a la cocina a buscar agua, se la encontró desnuda en su patio y metida en la piscina de plástico de sus hijos. A la pobre le costó Dios y ayuda convencerla para que se vistiera.


A veces, cuando miro a mi madre, me acuerdo del retrato que hace Philip Roth de su padre, diagnosticado de tumor cerebral, en su maravillosa obra Patrimonio. En un momento del libro, Roth cuenta que su padre se levanta de la mesa para ir al baño. Al cabo de bastante tiempo se da cuenta de que aún no ha regresado y va a ver qué pasa. Su padre, que llevaba días con estreñimiento, literalmente dice: "Me he cagado". Lo que sigue es una descripción del baño, cubierto de heces por todas partes, cómo Roth vuelve a duchar a su padre, que ya había intentado limpiarse, cómo limpia todo el baño, lo airea, etc. Y en un momento dado escribe: "Me hacía sentirme a disgusto que hubiera tenido que luchar con tanto heroísmo y tan poca fortuna por lavarse antes de que yo subiera al cuarto de baño; también comprendía su vergüenza, el bochorno que había tenido que sentir; y, no obstante, ahora que todo había terminado, viéndolo tan profundamente dormido, pensé que no habría podido pedir más para mí antes de su muerte: esto también está bien y era lo que tenía que ser. Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás antes se había sentido. […] Este era mi patrimonio: no el dinero, ni los tefelines, ni el cuenco de afeitar, sino la mierda".


Elena Faccia, colaboradora de ReL, junto a Marisol, su madre.

Es también el patrimonio que me deja mi madre, junto a su fragilidad, su dependencia, la posibilidad de ser, a la vez, su hija y su madre y la conciencia de que ella también es parte de esa compañía que el Señor me ha dado: lo era cuando nací de ella, pero durante muchos años no fui plenamente consciente porque lo daba por descontado. Siempre damos por descontados a los padres. Sin embargo, ahora que ella es la frágil, la más débil, la más necesitada, el Señor me la pone como compañía de manera nueva, para ayudarme a elevar la mirada.

Fuente: Religión en Libertad

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