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miércoles, 28 de diciembre de 2016


Nacida y educada como judía, descubrió a Jesús en un audio y una comunión y se enamoró de la misa

Luciana comprendió de golpe que Jesús es el Mesías y que está verdaderamente presente en el sacramento del altar.

Nacida y educada como judía, descubrió a Jesús en un audio y una comunión y se enamoró de la misa

[Reproducimos a continuación el testimonio de Luciana Rogowicz, argentina nacida y educada como judía, madre de tres hijas, que relata cuándo y cómo descubrió la persona de Jesucristo y la transformación que obró en su vida. Los ladillos son de ReL.]

Nací en una familia judía: abuelos, bisabuelos... todos judíos. Mi abuela paterna era polaca, y vino antes de la guerra a Argentina por las malas condiciones que había allí en varios sentidos.

Tuve una vida y una infancia siempre feliz. Llena de amor. Nunca me faltó nada ni material ni emocional.

Fui criada con valores tradicionales, familiares; y en cuanto a la religión, era más que nada una cuestión de pertenencia y tradición.

Fui siempre a una escuela judía, primaria y secundaria. Todo mi entorno era judío, en el club, en la escuela, amistades... Creo que casi no conocía personas que no fueran judías.

Seguí siempre las tradiciones: festividades de año nuevo judío, Pesaj, Día del Perdón... Cantaba las canciones judías, y también hice mi Bat Mitzvá, que es lo que las mujeres judías festejan a los 12 años, y la primera vez que leen la Toráh. Esto pasa en el judaísmo no ortodoxo, ya que en los más religiosos sólo los hombres pueden estudiar la Toráh.


Recién cuando comencé a salir de más grande empecé a conocer gente, chicos de otras religiones o sin religión en general. Siempre me interesaron mucho estos contactos con chicos universitarios que hablaban de cosas nuevas para mí que me encantaban: filosofía, psicología, religión, etc…

A los 19 años conocí a quien hoy es mi marido. Él, de familia católica. Totalmente. Incluso su hermana es monja hoy en día. Sus padres iban a misa todos los domingos, él también. Si faltaba era por una cuestión de “pereza de adolescente”, pero era parte de su vida y sus costumbres.

Yo fui criada por mis padres siempre bajo la premisa tácita de que “mejor me casara con un chico judío”. Pero ellos nunca fueron cerrados, y sabían que antes de eso lo principal era el amor y que quien fuera a ser mi esposo fuese una buena persona.

Una familia católica 
Yo mantuve siempre mi mente abierta en ese sentido, pero cuando pensaba que podía llegar a estar con un chico que no fuese judío, nunca me imaginé estar con alguien católico, o sea, con una religión latente y tan presente.

La primera vez que fui a su casa me sorprendieron las imágenes que había. Siempre pienso que estaba tan enamorada que pude superar todos los “shocks culturales” que se me presentaban: cruces colgadas, una foto del Papa, imágenes de la Virgen… ¡Era todo tan diferente a los lugares y hogares a los que siempre yo había estado!

A través de su familia conocí un excelente ejemplo de la religión católica. No en sus formas y costumbres, sino en su práctica cotidiana. La mamá de mi marido es una mujer simple, buena, que vive la religión en su sentido real, un excelente ejemplo de un buen cristiano.

Excluyendo a Jesús 
Más allá de esto, nunca me interesó la religión. Yo estaba de novia con este chico “ a pesar” de su religión.

Siempre charlábamos de diferentes temas: de Dios, de su Verdad, etc. Pero yo no quería entrar en el tema de Jesús. Eso era algo que un judío ni debía mencionar. Lo “otro”, lo “fuera de los límites”. No me lo enseñaron explícitamente en mi educación judía, pero es algo que se transmite y no sé cómo. En realidad hoy sí entiendo que es una cuestión divina, Dios no lo permite, Dios puso un velo sobre el pueblo judío y sólo va permitiendo de a poco que a algunas personas se les “caiga” este velo y puedan ver la Verdad, leer las Escrituras con un corazón abierto y sincero y encontrar allí las respuestas que siempre buscaron.

La conversión de San Pablo, de Nicolas-Bernard Lépicié (1735-1784): el apóstol de los gentiles también descubrió a Jesús de forma instantánea y tumbativa.

Después de años juntos, nos casamos y al tiempo tuvimos nuestra primera hija. Como ya habíamos hablado de novios, a nuestros hijos íbamos a criarlos en ambas religiones o tradiciones: íbamos a hacerles el bautismo y la circuncisión en el caso de que fuesen varones.

Llegó la hora del bautizo de mi primera hija, y así lo hicimos. Fue un momento difícil para mí. Todo lo que siempre vi en otras personas, en la tele, como parte de otra cultura, lo estaba viviendo con mi propia familia. Mis padres, presentes en todo momento, presenciando un momento también difícil para ellos (aunque pidieron estar presentes porque ese momento iba a ser parte de la vida de su nieta y no querían perderse ninguna parte de su vida, aunque no tuviese que ver con sus propios valores).

La alegría de la familia de mi esposo hizo que el día fuera un poco mejor, ya que me alegré por ellos, a quienes tanto quiero.

La primera llamada
Al día siguiente teníamos con mi esposo un largo viaje en auto y me insistió para escuchar un audio de un “judío católico”. Si bien en un principio me pareció algo medio extraño e incompatible, y no me generaba ningún tipo de interés escucharlo, no quise parecer tan cerrada como para negarme, así que no me quedó otra opción que escucharlo.

En este audio esta persona contaba sobre una experiencia “sobrenatural” que había tenido, una comunicación con Dios, y al cabo de un tiempo con la Virgen María. Es una historia muy interesante pero bastante larga para detallar aquí. (Esta persona tiene hoy en día libros y muchos audios donde cuenta su historia: su nombre es Roy Schoeman.) Este audio que escuché ese día era solo su testimonio. No hablaba en ningún momento de argumentos sobre cuál es la verdad, sino sólo contaba la experiencia sobrenatural que él había tenido.

Roy Schoeman era un judío ateo hasta que a los 30 años se convirtió a Jesús de una forma milagrosa.

¿Qué tiene que ver esto conmigo? Que en ese mismo instante, sólo por escuchar su testimonio (donde no daba ningún tipo de argumento ni nada, sino que contaba lo que a él le pasó y cómo hoy vivía su vida como judío completo, judío que reconoce a Jesús como el Mesías y a la Iglesia como transmisora de sus ideas y doctrina), el velo “invisible” cayó de mis ojos, de mi corazón, y creí en todo en un solo instante. No entiendo bien cómo funcionó, pero es como si hubieran trasplantado en mi cerebro una parte nueva, llena de conocimiento y entendimiento. No sólo creí que Jesús era el Mesías, sino que la Iglesia era la verdadera transmisora de la verdad, la virginidad de María, la infalibilidad del Papa y todo lo que la doctrina enseña. En ese momento creí para siempre, y también tomé conciencia del rol de mi existencia.

Siempre supe que tenía una misión, como todo el mundo la tiene, pero no sabía aun en qué consistía. Y en ese instante también comprendí que mi misión como judía era “abrazar” esta fe y transmitirla a mi entorno y a otros.

Largo proceso en lo escondido 
Esto fue hace ya ocho años y medio. ¿Y qué ocurrió desde ese momento? Si bien esa “conversión” fue instantánea en cuanto a mi vida interior, no fue tan rápida en cuanto a mi vida exterior. Con mi esposo conversamos mucho sobre el tema y comencé a investigar. Me puse en contacto con esta persona del testimonio que escuché, Roy Schoeman, y también comencé a investigar y leer argumentos racionales sobre el tema.

Mientras tanto estaba mi dilema interior: si creo en esto, debo ser coherente con eso. Y Jesús no sólo dijo increíbles y sabias enseñanzas sino que también dijo las cosas que uno debe hacer: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”… El bautismo, la comunión… era demasiado todo eso para mí en ese momento. La cuestión familiar era muy difícil. ¿Qué dirá mi familia? ¿Cómo le podrá doler esto a mis padres? Y no podía llevar a cabo todo este proceso en secreto. Si mi misión es transmitirles esto, ¿cómo iba a hacerlo en secreto? Si algún día les iba a tener que contar, mejor hacerlo antes que después.

Esto es solo un resumen de lo que fue pasando por mi mente en los cinco años y medio después de ese momento único. Por supuesto que también seguí con mi rutina, mi trabajo, mi hija, luego otra hija más a quien también bautizamos.

Este proceso mío fue interno, conocí historias de otros judíos católicos, y leí sobre las profecías. Pero ahí quedó. No avancé sobre el tema, el temor me paralizaba. Y al mismo tiempo se comenzaba a enfriar todo esto dentro de mí.

La segunda llamada
Cinco años después de este hecho, ya hoy casi tres años atrás, pasó algo increíble que transformó realmente mi vida y mi alma. Un domingo “cualquiera” acompañé a mi esposo a misa. No tenía muchas ganas de ir, pero ese día realmente no tenía ninguna excusa para no acompañarlo y realmente era más práctico ir con él, ya que luego teníamos que ir a otro lado, y de allí llegábamos directo.

Así que me senté junto a él, aguardando que terminase la ceremonia, un poco distraída. Pero algo ocurrió. En el momento de la consagración y sobre todo cuando las personas se acercaban a tomar la comunión, sentí en mí un amor profundo y una unión con todas las personas que estaban tomando la comunión. Una trasformación interior que no podía comprender qué era.


En ese momento fue como si el imán más potente del mundo se hubiera instalado en mi alma, un imán que se siente atraído siempre, cada día, por la Eucaristía. Yo creo, y lo sé, que Dios se hace presente allí, está allí.

Amor a la misa 
Desde ese día, no pasó ni un solo día que no tuviese ganas y necesidad de ir a Misa. Desde ese día mi corazón se tornó hacia Dios. Mi vida interior dio un giro inexplicable, un amor profundo diferente a todo lo que jamás sentí (y estuve y estoy rodeada de amor toda mi vida).

Tras ese domingo tan especial, al otro día le pedí a mi esposo que me acompañe a misa. Él me miraba raro: “¿Un lunes? Si ya fui ayer, domingo”. Pero no le quedó otra opción que acompañar a su judía esposa a misa. ¿Cómo decir que no a semejante pedido?

El martes, lo mismo… “Vamos a Misa” le dije. Y así todos los días de la semana. No podía pensar en otra cosa que no fuese la hora de ir a Misa. De que el cura levantase la hostia y dijese esas palabras para la Consagración. Miraba las misas en EWTN de la tele y sentía envidia de las personas que estaban allí presenciándola.


A la segunda semana mi esposo me dijo: “Te amo, pero si querés ir a Misa... ¡andá vos!”.

Pero jamás habría pensado ir sola. ¿Yo? ¿Judía? ¿En misa sola? Una cosa era acompañar a mi esposo y otra muy diferente era ir por mi cuenta, sin ninguna “excusa” si alguien me encontraba. Pero era tan fuerte lo que sentía que por supuesto comencé a ir todas las mañanas. Después de dejar a mis hijas en la escuela, allí iba yo, cada día.

Amor de Dios 
En esa etapa también tuve otras sensaciones y una conexión tan fuerte a Dios en cada momento. Era como si estuviera a mi lado, bien cerca de mi cabeza. Por momentos sentía una energía tan fuerte que solo podía llorar, llorar y llorar. No era de tristeza, ni tampoco de alegría: era como que mi alma se desbordaba de tal sensación de Dios. Sentir que todo lo que había escuchado alguna vez era verdad, que realmente Dios existía, y no solo eso, sino que se brindó por nosotros, en su totalidad. Y que está presente y nos conoce, me conoce y decidió no esperarme más y me sacudió y me llenó de su amor. Un amor tan grande y tan diferente a lo que conocía.

Todo esto, en ese momento de mi vida, fue el impulso que necesitaba para poder llevar a cabo lo que durante años sabía que tenía que hacer: hablar con mi familia, bautizarme y tomar la comunión.

Es una larga historia cómo cada cosa pasó, sus dificultades, nervios, pensamientos, tensiones. Pero en el transcurso de menos de tres meses pude hacer todo eso que por cinco años no me había animado a hacer: hablar con algunos integrantes de mi familia y luego bautizarme, tomar la comunión y la confirmación.

Comunión
Desde ese momento y hasta hoy (algunos días, más otros menos), cada vez que voy a una misa, al momento de la comunión mi corazón late. Aunque esté algún día más desconectada por las ocupaciones diarias de la vida, en ese momento mi corazón late como si actuara en forma independiente del resto de mi cuerpo, como si viera lo que mis ojos no ven, como si percibiera lo que mis sentidos no pueden percibir. Si no fuera por mis ocupaciones y responsabilidades, iría dos veces por día a misa para sentir esta presencia tan profunda de Dios. Recibirlo es sentir un abrazo de Él que alimenta mi alma.

Una luz que se expande
Aún no todo mi entorno conoce sobre esta parte de mi vida. De a poco voy contando a ciertas personas.

Actualmente estoy comenzando a contar mi historia y estoy armando un blog personal, Judía y Católica, con pensamientos y escritos para personas que les interese este tema y gente que quizás sienta dudas, miedos y necesite compartirlo con alguien.

De ningún modo diría que esta es una historia de conversión. La llamo una historia de “completud”, ya que no me convertí a otra religión. Soy judía y reconozco al verdadero Mesías del judaísmo que Dios envió, que es Jesús. Y Él transmite sus ideas, sacramentos, doctrinas, a través de la Iglesia. Por eso es que sigo al catolicismo. Esta Iglesia tiene la Eucaristía, a Dios presente, realmente presente en cada misa.

Asimismo, no pierdo mis raíces, ni dejé de tener mis tradiciones. Mis hijas son judías y católicas. Van a una escuela hebrea, y también van a hacer los rituales y tomar los sacramentos católicos. Estas dos “religiones” son la perfecta comunión, completud, la perfecta unión. Dos piezas de un rompecabezas que encajan perfectamente y ninguna, jamás, elimina a la otra.

Fuente: Religión en libertad

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