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lunes, 31 de agosto de 2015

San José de Arimatea, 31 de agosto

31 de Agosto

SAN JOSÉ DE ARIMATEA
Discípulo de Jesús

Arimatea-Ramá, siglo I

El Martyrologium Romanum de 2001 comienza este día con la «Conmemoración de los Santos José de Arimatea y Nicodemo, que tomaron el cuerpo de Jesús descolgado de la cruz, lo envolvieron en una sábana y lo colocaron en el sepulcro».


Los artistas han representado a José de Arimatea desclavando y descendiendo a Jesús de la cruz y depositándolo en brazos de María. Los Evangelios nos ofrecen muy pocos datos de él, pero éstos resultan muy significativos.

Debía de proceder de Arimatea, la antigua localidad de Ramá, patria de Samuel, situada en los montes de Efraín.

José era un hombre rico que formaba parte del Sanedrín. Este alto Consejo judío, que solía reunirse en el área del templo de Jerusalén, estaba formado por setenta hombres que en tiempos de Jesús tenían autoridad para legislar en Judea sobre cuestiones religiosas y algunos problemas civiles, aunque bajo la supervisión de los procuradores romanos.

El Sanedrín se componía de tres clases de miembros. El primer sector agrupaba a los sumos sacerdotes y representantes de las cuatro familias sacerdotales. Otro tercio lo formaban los doctores y expertos de la ley, en su mayoría fariseos. Otro grupo estaba formado por miembros de familias representativas por su posición social. A este grupo debía de pertenecer José de Arimatea (Mc 15, 43; Lc 23, 50), al que Mateo denomina como hombre rico (Mt 27, 57).

El Evangelio de Lucas nos ofrece además unos datos nada desdeñables sobre él. Nos lo presenta como hombre bueno y justo que esperaba el reino de Dios. Dice, además, que no había estado de acuerdo con el modo de proceder del Sanedrín durante el proceso a Jesús (Lc 23, 50-51).

No deja de llamar la atención que la silueta espiritual de José de Arimatea sea descrita por Lucas con trazos tan semejantes a los que el mismo evangelista ha empleado para presentarnos al anciano Simeón (Lc 2, 25). Se diría que, tanto al principio como al final de la vida de Jesús, se nos hacen presentes algunos judíos rectos y piadosos, cuya nota espiritual más importante es precisamente la de vivir aguardando el reino de Dios.

Es notable que para el Evangelio de Juan la nota más característica de José de Arimatea es que era discípulo de Jesús, aunque en secreto por miedo a los judíos (Jn 19, 38).

Pues bien, José de Arimatea sale de su clandestinidad precisamente después de la muerte de Jesús, lo cual indica que es uno de los discípulos que han seguido el drama de Jesús hasta la cruz. Es como si su fidelidad al Maestro no le permitiera seguir permaneciendo en la sombra cuando aquel cuerpo destrozado puede ser enterrado en un lugar desconocido. El prudente seguidor de Jesús decide finalmente hacer público su seguimiento y su afecto.

Según los Evangelios, José de Arimatea se atrevió a llegar hasta Pilato para pedirle el cuerpo de Jesús (Mc 15, 43). Llama la atención que este judío piadoso supere ahora los escrúpulos legales que poco antes habían impedido a sus compañeros entrar en casa de un pagano por miedo a contaminarse antes de la celebración de la Pascua (Jn 18, 28). Se diría que el espíritu de Jesús ha comenzado a librar de la esclavitud de la Ley a sus discípulos, incluso a los clandestinos.

El relato de Marcos es muy minucioso a la hora de reflejar algunas cautelas del procurador romano: «Pilato se admiró de que ya hubiera muerto y, llamando al centurión, le preguntó si ya había muerto. Y asegurándoselo el centurión, le concedió el cuerpo a José (Mc 15, 44-45). Fueron momentos de nerviosismo y de prisa. Los cuerpos de los condenados no debían permanecer al aire durante la noche. Por otra parte, las sombras iban cayendo y era preciso realizar con urgencia la tarea del enterramiento de Jesús antes de que comenzase el sábado, que coincidía aquel año con la fiesta de Pascua.

La proximidad de la noche parece sugerirle a Juan el recuerdo de Nicodemo, otro discípulo clandestino de Jesús y miembro también del Consejo que en otro tiempo había acudido a ver a Jesús en el corazón de la noche (Jn 3, 1-22). Los dos miembros del Sanedrín, unidos durante tiempo por una fidelidad mantenida en secreto, se unen ahora para el testimonio de su último servicio al Maestro. Así lo relata el Evangelio de Juan: «Fue, pues, y se llevó su cuerpo. Fue también Nicodemo –el que antes había ido de noche a ver a Jesús– llevando una mezcla de mirra y áloe, como cien libras. Tomaron, pues, el cuerpo de Jesús y lo envolvieron en vendas con los perfumes, como es costumbre enterrar entre los judíos (Jn 19, 39-40).

Es asombrosa la fidelidad del texto para describirnos los ritos funerarios de los judíos. Ni las prisas de una tarde de viernes, a punto de comenzar el sábado, impiden a José de Arimatea y a Nicodemo prestar a su amigo y maestro los servicios mínimos del ritual funerario de los judíos. Es más, todo hace pensar -como ha sostenido la tradición ya desde el evangelio apócrifo de Pedro– que José de Arimatea decide depositar en un sepulcro de su propiedad el cuerpo de Jesús. Ese mismo texto lo hace a la vez amigo de Pilato y de Jesús y testigo de todo el bien que éste ha hecho.

Los Evangelios canónicos no aluden a tal pretendida propiedad del sepulcro, sino que se limitan a referir los hechos que se desarrollaron aquel viernes, mientras se iba apagando la luz del sol: «Había un jardín en el lugar en que fue crucificado, y en el jardín un sepulcro nuevo, en el que todavía no había sido colocado nadie. Allí pusieron a Jesús, porque era el día de la Preparación de los judíos, pues el sepulcro estaba cerca" (Jn 19, 41-42).

Los dos amigos de Jesús hicieron rodar la piedra que cerraba la antecámara del sepulcro. Allí, en el silencio, quedaba escondido, por el momento, aquel que era la Palabra. La novedad y virginidad del sepulcro evoca en los escritos de los Santos Padres la virginidad del vientre de María. La madre-mujer y la madre-tierra recibieron, conservaron y ofrecieron el fruto más rico de la vida. Jesús quedó sepultado en la tierra como promesa de una fecunda sementera de vida y esperanza.

José de Arimatea es el símbolo de una fidelidad en el seguimiento de Jesús que se hace oportunamente presente en la hora en que muere el amigo y los demás discípulos lo han abandonado.

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS

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