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lunes, 25 de mayo de 2015

Santa María Magdalena de Pazzis, 25 de Mayo

25 de mayo
 
SANTA MARÍA MAGDALENA DE PAZZIS

(†  1607)
 

Hay en el Borgo de San Friano un monasterio “donde se trata de perfección con particular cuidado”. Así lo decía un autor del setecientos y así lo leo yo hoy en las páginas tostadas de años, pero quemantes siempre, de una obra en pergamino y bellos tipos renacentistas que contiene la “vida de la bienaventurada y extática María Magdalena de Pazzis, virgen florentina", la santa contradictoria y apasionante que nos ha dejado una vida extraña y vehemente como su temperamento toscano.

 Su padre, Camilo Geri de Pazzis, gran señor florentino, había contraído matrimonio con María Lorenzo Buondelmonti, dama exquisita, amiga de los Médicis, que educó con extraordinaria delicadeza a su única hija Catalina. La niña era bellísima y de un natural dulce y quieto y a la vez ardiente y amoroso, mezclando voluntad y suavidades. No podemos detenernos en sus primeros años, ni en su educación entre las Canonesas de Malta, ni en su regreso al mundo, de cuya época se conserva un hermoso cuadro nos muestra a Catalina, gran figura de italiana, vestida de blanco y dorado con unas rosas.

 Vamos a partir de ese domingo primero de Adviento en que ingresa en el convento de carmelitas observantes en 1582 y donde recibe el santo hábito al final del enero siguiente. Ya se llama María Magdalena y tiene dieciséis años.

 Una tarde, después de la oración que tenían las novicias reunidas en el oratorio del noviciado, su rostro pareció ardiente e inflamado como de intensa calentura. No hallaba sosiego. Se agitaba, se movía, hacía lo posible por añojarse la correa de la cintura y deshecha en lágrimas sollozaba: “¡Oh amor que no eres conocido ni amado, que ofendido estás!” Sólo al cabo de dos horas tornó en sí.

 Era el primero de sus excesos de amor.

 El amor de Dios, que es intensamente espiritual, tiene sus redundancias sobre el organismo; la parte funcional y somática de Magdalena, joven y delicada novicia, desmayaba ante el acosamiento divino. ¿Es raro, acaso, que la naturaleza se estremezca cuando Dios la acaricia? Desde el día de sus votos comienza esa cuaresma de interior comunicación que ha sido llamada Ios cuarenta días". Su propia descripción es ésta: "No sabía si estaba muerta o viva, si en el cuerpo o en el alma, si en la tierra o en el cielo... sólo veía a Dios todo glorioso amarse a Sí puramente, conocerse a Sí enteramente, ser Trinidad indivisa en la unidad..." Y cuenta otra vez así las gracias de aquellas mañanas: "Vi el amor inmenso y unitivo que me unió con Jesús. Entendí también que todas las almas que participan en la sangre de Jesús son las que padecen en este mundo quedando delante de su divina Majestad bellas y hermosas. Si un alma pudiese comprender en cuánta grandeza está mientras ama así a Dios, casi se desharía a sí misma dulcísimamente".

 Hablaba con un ser invisible y, tomando el crucifijo con rostro brillante y enardecido, exclamaba: "¡Oh Jesús mío!, dame una voz grande que la oiga el mundo entero, el pésimo amor propio es el que nos quita vuestro conocimiento... el amor propio que es el contrario al vuestro, Señor... ¡Amor, haz que las criaturas no amen otra cosa que a Ti!" Y así duraba hasta eso de las cuatro en que le volvía el mal y la calentura y tornaba a la cama entre los solícitos cuidados de su madre maestra y sor Evangelista del Giocondo.

 Así pasaban los días maravillosos e incomprensibles, mientras con su oración y padecer Magdalena buscaba almas dadas plenamente al Amor. enseñando que el gran apostolado es difundir la santidad que vivifica a toda la Iglesia.

 Luego vinieron pesadumbres, tentaciones, luchas y negruras que ella llamó "el lago de los leones", con un recuerdo danielesco y estremecedor, mientras las obsesiones, la pesadez y el hastío de la observancia intensificaban la obra de la purificación.

 Nombrada maestra de novicias, les dio a todas la humildad como camino para llegar a la unión divina y les brindaba esta definición preciosa: "La humildad es un continuo conocimiento de ser nada y un continuo gozarse en todo lo que sirve para el desprecio de una".

 Y era tanta su luz sobre esta virtud que añadía: "En el infierno habrá almas apóstoles, almas vírgenes, pero no habrá nunca almas humildes".

 Teólogos de fuste acudían al convento para estudiar el caso de esta monjita que los sorprendía con las gracias más subidas. Profetizó al cardenal de Médicis, más tarde León XI, su elevación al Pontificado supremo, y su brevedad.

 Ella aprovechaba la curiosidad de muchos que la visitaban para inculcarles a todos una gran pureza de conciencia. Se confesaba diariamente y temía la menor imperfección involuntaria, Esta limpidez de espíritu la subió pronto a una oración que le era como habitual: "Tener gusto en gozarme y complacerme de los atributos divinos... gozarme de la comunicación que tienen entre sí las tres divinas Personas..., regocijarme en el amor infinito con que Dios se ama a Sí mismo... Ofrecerme a mí misma a Dios con toda aquella perfección que Él quiere que tenga".

 Es una tentación citar todo el texto.

 Bastan estas líneas para atisbar algo del secreto de María Magdalena de Pazzis, la santa de los grandes excesos de amor.

 El 25 de mayo de 1607 toda la Comunidad rodea el lecho de sor María Magdalena. Ninguna duda ya de su perfección. A esta hora no tiene gusto ni consuelo espiritual, porque Dios quiere que muera como Cristo en la cruz.

 Apretaban los dolores, cercábanla grandes sufrimientos. Ella, sencilla y humilde, deja caer esta frase: “yo gusto de todo lo que Él gusta, no quiero contentos, ¡con tal de que mi alma se salve!"

 Así, ignorante, inédita para sí misma, despojada de su propio valer. Va a dar la una del mediodía..., el confesor reza himnos y alabanzas divinas, la moribunda está bella y sonrosada, tiene sólo cuarenta y un años. “¡Con lo que pudiera vivir!", insinúa alguna monja entristecida; pero ¡no!..., ella sólo quiere el Amor.

 Y esta vez sin excesos el Amor viene, y definitivamente María Magdalena se pierde como llama de fuego en el seno eterno de la Infinita Trinidad.

 MARÍA H. DE LA SANTA FAZ, O. P.

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