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lunes, 18 de agosto de 2014

Beato Nicolás Factor, 18 agosto (Valencia) y 19 septiembre (Madrid-Alcalá)

18 agosto (Valencia) y 
19 septiembre (Madrid-Alcalá)

 BEATO NICOLÁS FACTOR

(† 1583)


Pedro Nicolás Factor vio la luz en Valencia en la festividad del Príncipe de los Apóstoles del año 1520. Es, por consiguiente, un lustro más joven que la madre Teresa de Jesús y viene al mundo cabalmente un año antes que el gentilhombre Íñigo de Loyola colgara su espada y su daga ante la Virgen de Montserrat, dando otro cauce a sus ambiciones de gloria.

A los diecisiete años ingresa en la observancia franciscana, siendo ordenado de sacerdote en 1544, a poca distancia del concilio de Trento, que se inauguró al siguiente año. Fray Nicolás pertenece al movimiento de la restauración católica que, a raíz de aquel famoso concilio, cobra un impulso poderoso y de larga significación. La España de Cisneros, que ya conoció esta inquietud reformadora, vive ahora la era gloriosa de su mística. Como densa cordillera de altas cumbres, abundarán los santos de temple, de perfil acusadamente enérgico. Pero es indiscutible que en el horizonte de toda la Iglesia destacan como figuras señeras Ignacio y Teresa —fundador y reformadora—, que en medio de una actividad increíble practican y enseñan las doctrinas más elevadas de la vida espiritual al alcance de todos. Brilla también el austerísimo fray Pedro de Alcántara, que infunde renovado vigor en el viejo tronco franciscano, al par que dirige a Teresa de Jesús, a Luís de Granada, a Juan de Avila, a Francisco de Borja... En tanto, el maestro de Andalucía promueve la regeneración del clero y del pueblo, ayuda a la naciente Compañía y da por buenas las "locuras" del hermano Juan de Dios. Desde 1544 fray Tomás de Villanueva, asceta y teólogo, difunde entre su grey valentina aromas de subida caridad y predica el Evangelio en sermones de clásica factura.

En esta constelación gloriosa brilla con luz propia el extático Nicolás Factor. Tiene rasgos comunes con éstos y los demás santos contemporáneos. Mas su vida toda semejaba ya desde la infancia una réplica afortunada del probrecillo de Asís, sin menoscabo de su personalidad inconfundible. Como una estrella difiere de otra estrella.

El primer escenario de sus virtudes fue Valencia, su ciudad natal. Yendo de niño a la escuela, vio a la puerta de la parroquia de San Martín un pobre leproso. Arrebatado por superior impulso, se arrodilló y le besó pies y manos con mucha humildad. Repitió la escena con una enferma a las puertas del hospital de San Lázaro, y con parecidas muestras de caridad servía a los enfermos Pobres. Ayunaba cada semana y con toda naturalidad agradeció a un falso delator su solicitud en corregirle, no obstante haber seguido a la acusación un azote del maestro.

Siendo religioso hubo de aceptar bien pronto prelacías, juzgando los superiores que el mejor estímulo para los religiosos sería proponerles el ideal seráfico en un modelo de carne y hueso. Así fue guardián de los conventos de Santo Espíritu, Chelva, Val de Jesús, Murviedro (Sagunto), de los recoletos de Bocairent y también maestro de novicios. Cada vez que esto ocurría, entraba en duro conflicto su voto de obediencia con su humildad. Cuando se le encomendó el monasterio de la Val de Jesús en 1568, antes de aceptar, como de costumbre, consultó en la oración la voluntad de Dios. Y con la violencia del amor divino quedó arrebatado en éxtasis, del que no podían despertarle los absortos religiosos, oyéndole repetir: "Mi corazón está aparejado, Dios mío, aparejado está mi corazón". Todos los días tomaba tres disciplinas de sangre, especialmente antes de celebrar la santa misa. Su ordinaria comida era a pan y agua, con pocas excepciones; le bastaba una sola túnica y caminaba a pie descalzo. El sueño, sobre ser brevísimo, lo tomaba en dura tabla y por cabecera acomodaba un leño o una piedra. Era el primero en acudir a los actos de comunidad, en servir al hermano. En la oración se le veía atentísimo y perseverante, de modo que ninguna ocupación le distraía de la presencia y trato con Dios.

Su caridad necesitaba más campo y desbordábase más allá del claustro. Anunciaba el reino de Dios, aconsejaba, fue confesor ordinario de las religiosas de la Trinidad de Valencia, de las clarisas de Gandía y, por mandato de Felipe Il, de las Descalzas Reales de Madrid. Atendía a los apestados y cuando el cielo negaba el agua a los campos, como aconteció en Chelva, interponía su oración y penitencias con las de la comunidad.

Este pueblo y su comarca gustaron los primeros ensayos de su predicación. Dicción sencilla y breve, palabras de fuego, la fuerza irresistible de su ejemplo y las mejores gracias con que la naturaleza puede favorecer a un orador. He aquí los elementos que conjugaban su celo ardiente y su ingenio agudo para conmover y convertir.

También sintió impulsos incontenibles de derramar su sangre en defensa de la fe, e instó para ir a tierra de infieles. Predicando en Segorbe a unos mahometanos obstinados, ofreció, como San Francisco al sultán, arrojarse entre las llamas, dejando a su voracidad la decisión sobre la verdad o falsedad de la religión.

Los pobres y los enfermos seguían siendo sus predilectos. En la olla de caridad dejaban los religiosos su limosna, que fray Nicolás recogía y aumentaba, gozando en distribuirla por sí mismo. Allegaba otros recursos más pingües, y, cuando menos podía, se desprendía de su capa y hasta de su túnica, como aconteció en Játiva. Ningún pobre marchó defraudado, incluso en tiempos de hambre y de peste. La fe del guardián superaba las urgencias de tantos infelices sin que la despensa menguara sus existencias.

La madre más tierna no trataría mejor a sus hijos que fray Nicolás a los enfermos del hospital, promoviendo con su ejemplo este género de caridad entre la misma nobleza. En los pobres llagados le parecía ver a Jesucristo llagado por nuestros pecados, y sin poderse contener les besaba pies, manos y llagas. Estas muestras de fuerte religiosidad penitencial no podían menos de herir la sensibilidad de aquellos hombres pulidos y cargados de perfumes. Eclesiástico hubo que le advirtió se guardase de aquellas demostraciones, calificándolas de virtud grosera. Pero qué razones no le diría el bendito fraile que se creía por sus pecados y su ingratitud para con Dios digno de mayores humillaciones, siendo así que el Señor había sufrido tanto por él que el prudente monitor quedó edificado y corregido. Un canónigo que le advertía lo mismo no pudo menos de conmoverse ante una de estas escenas a la puerta de la Seo, y dio su limosna al pobre. Animole Nicolás a mejorar su disposición, y lo inaudito fue que el impresionable canónigo se arrodilló y besó al pobre por amor de Cristo. En cambio, a un religioso compañero le contuvo en otra ocasión, excusándole por lo delicado de su estómago. El hospital de San Lázaro contempló extremos mayores con los horrendos leprosos, seguidos de arrebatos extáticos.

Si San Ignacio hubiese juzgado el espíritu de fray Nicolás, hubiera dicho que estaba en el tercer grado de humildad —el más excelente—. En las moradas teresianas se hallaría sólo por lo que va dicho muy adentro de la sexta. Para San Francisco, este imitador fiel de Jesucristo había alcanzado la perfecta alegría. Realmente la locura de la cruz había hecho presa en él.

No obstante, este hombre extraño, que parecía encontrar sus delicias todas en la penitencia y en la humillación, poseía en alto grado el sentimiento de la bondad y de la belleza. La creación le extasiaba, gustaba infinito de la música, componía versos y manejaba con destreza los pinceles. Nada más agradable que gozar de su trato.

Su sensibilidad exquisita le inclinaba al cultivo de la amistad, buscando y comunicándose con los santos de su siglo. Viéndole sus frailes en cierta ocasión muy determinado a tomar viaje, le preguntaron adónde iba: "Voy, dijo, a ver a aquel grande santo rector de la Alcora, que es de las almas que hoy más agradan a Dios". Así era el venerable Juan Bautista Bertrán. En la ciudad que, promediado el siglo XVI, semejó a Pérez de Ayala una Babilonia, y lo demás —su reino— tierra de infieles, no todo era corrupción de costumbres e hipocresía morisca. Florecían los franciscanos Beato Andrés Hibernón y San Pascual Bailón, el mínimo Beato Gaspar Bono, San Luís Beltrán, el patriarca y arzobispo Juan de Ribera y una pléyade de almas de vida integérrima. A muchos de éstos conoció y trató nuestro Beato, y los que de ellos le sobrevivieron fueron testigos excepcionales en su proceso de canonización.

Mas el amigo entrañable e íntimo fue el dominico San Luís Beltrán. De nuevo el abrazo del hábito blanco y negro con el sayal y la cuerda. La luz y el fuego fundiéndose en la misma llama. Ambos se conocían, mejor dicho, cada uno veía la santidad del otro sin reconocer la propia. En los dos la misma ambición y los mismos temores. A no ser por fray Nicolás, el austero y melancólico dominico hubiese acabado sus días en una cartuja, al paso que éste hubo de sostener la esperanza del franciscano, que le preguntaba angustiado una y otra vez: "¿Qué os parece, Luís, me salvaré?" Esta debió ser su cruz mental, la noche oscura, el contrapeso de las gracias extraordinarias durante toda su vida, que se hizo sentir más pesadamente desde la muerte del amigo (octubre 1581). Seis meses después, Nicolás Factor, anhelando mayor perfección seráfica, pasaba al convento recoleto de Onda. Y al disolver Felipe II esta provincia tarraconense, el atormentado religioso emigró a los capuchinos, recién llegados a Barcelona, que por aquellos días renovaban la vida eremítica y las estrecheces de los primeros franciscanos. Mas en junio de 1583 decide el retorno a la observancia y a su primer convento de Santa María de Jesús. Este humano fracaso lo atribuía a su carácter voluble, mientras respondía con mansedumbre edificante a los impertinentes: "Vine de santos, fui a santos y he vuelto a santos".

Tenía el humilde franciscano éxtasis frecuentes. La hermosura de la creación, una conversación espiritual, las grandes solemnidades litúrgicas eran motivo para sus arrebatos místicos. Sabía esto el famoso arzobispo de Tarragona, Antonio Agustín. Habiendo logrado hospedarle en su palacio, cuando su regreso de Barcelona, quiso obsequiarle con un rato de música. Entonaron los cantores el salmo "Laudate pueri Dominum", y no bien llegaron al segundo verso, "Sit nomen Domini benedictum", se elevó el siervo de Dios con su semblante encendido. Hizo el devoto prelado que le retratase un pintor y él mismo compuso unos versos latinos como pie del cuadro, que luego, puestos en música, se complacía en oír.

Fácil sería recoger en esta semblanza episodios reveladores de sus virtudes heroicas, del don de profecía y milagros, de sus luchas titánicas contra el enemigo de nuestra salvación, de su devoción profunda a los sagrados misterios de la Trinidad, Eucaristía, Pasión... de su amor inefable a la Santísima Virgen, cuyas imágenes reprodujo tantas veces su devota inspiración. Estimaba en tanto su fe, que escribió una profesión de ella con su propia sangre, colgando esta cédula ante la imagen de Nuestra Señora de la Vela, en el monasterio de la Trinidad. Valga por todas las anécdotas el siguiente testimonio de San Luís Beltrán, nada amigo de lisonjas. Decía muchas veces que "Nicolás, aun estando aquí en la tierra, había llegado a amar y gozar del Sumo Bien, casi como le aman y gozan los bienaventurados".

Las cartas y opúsculos que escribió fueron breves y no forman un cuerpo de doctrina. Sin embargo, bien hubiera podido hacerlo, porque era buen escritor, gran maestro de espíritu y sabía declarar la teología espiritual con símiles maravillosos. Un tratadito que ha quedado sobre Las tres vías refleja la capacidad de su magisterio.

Cuando el 13 de diciembre llegó a Valencia, enfermo y extenuado, la carrera del Beato Nicolás tocaba a su fin. El día 23, fortalecido con los sacramentos y puestos los ojos en el crucifijo, dio el último aliento, pronunciando estas palabras: "Jesús, creo", que resume los ideales de su vida: el amor entrañable a la Santa Madre Iglesia y al Hijo de Dios humanado.

Había rogado que le enterrasen en un muladar, "porque no debía ser colocado entre sus hermanos un hombre tan ingrato a su Dios y Señor". En cambio, su cadáver exhalaba un perfume celestial los nueve días que permaneció insepulto, como lo atestiguan cuatro informaciones jurídicas. Aún duraba la suave fragancia cuando en 1586 Felipe II mandó abrir el féretro para venerar los sagrados despojos de su bienaventurado amigo.

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