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lunes, 7 de abril de 2014

7 de abril SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE († 1719)

7 de abril

SAN JUAN BAUTISTA DE LA SALLE

(† 1719)


Es el 17 de enero de 1667. En la insigne catedral de Reims hay el revuelo propio de una gran fiesta. Un jovencito, de apenas dieciséis años, pero perteneciente a una de las más ilustres familias de la ciudad, la de La Salle, toma posesión de su silla en el coro: la número 21. Podernos imaginarnos la impresionante ceremonia sabiendo que entonces el Cabildo contaba, a más de cincuenta y seis canónigos, sesenta y un capellanes, cuatro sacerdotes y cuatro sacristanes. Tenía a su frente ocho dignidades. Y hasta 1789, época de la que poseemos un cálculo hecho, treinta y uno de sus miembros habían sido obispos, veintiuno cardenales y cuatro habían llegado a la Sede de San Pedro: Silvestre II, Urbano II, Adriano IV y Adriano V.

 Extraños los caminos de la Providencia. El año anterior, el día de Pascua, Pierre Docez, arcediano de Champagne, la segunda de las dignidades del Cabildo, había asistido a una velada en el colegio Des Bons Enfants y había quedado prendado de la modestia, la discreción y el ingenio de aquel jovencito, Juan Bautista, lejano pariente suyo. En vista de esto decidió resignar en su favor la canonjía. Y así lo hizo. De esta manera Juan Bautista de la Salle se incorporó al Cabildo.

 Poseemos un retrato hecho en esta época. El joven tiene un aire de seriedad y nobleza; la mirada profunda; una boca bien formada y enérgica; una amplia melena negra, partida por gala en dos; está revestido de la sobrepelliz, el bonete, el armiño... Causa una impresión agradable, pero nadie diría, ni él mismo se atrevería a sospechar, los designios que Dios tenía sobre él. Mientras llega la hora el joven canónigo ha de continuar sus estudios. Y lo hace en el seno de su familia, auténtica y sólidamente cristiana. La mitad de sus hermanos abrazarán el estado sacerdotal o religioso. El mismo, pese a su juventud, se constituye en un modelo "de regularidad, de modestia y de candor para sus compañeros de Cabildo.

 Aunque en las costumbres de aquel tiempo, y aun en la legislación, no se requería el sacerdocio para el canonicato, Juan Bautista prosigue ardientemente sus estudios: dos cursos de teología en la universidad de Reims. Y después pasa a París, y allí se pone en contacto con una institución excepcional: el seminario de San Sulpicio, que debía darle una regla, un método, una ascética. Y, efectivamente, se los dio. A pesar de que su estancia en el seminario no pudo prolongarse mucho, sin embargo, la influencia de San Sulpicio, a cuyo frente estaba una personalidad tan excepcional como Tronson, fue muy profunda. El ambiente era de gran fervor; los seminaristas, pertenecientes a las mejores familias de Francia, rivalizaban en el ejercicio de todas las virtudes. Condiscípulos suyos habían de estar, en los años siguientes, al frente de muchas diócesis y en puestos clave de la Iglesia en Francia, como artífices de la admirable restauración pastoral que durante el siglo XVI, tiene lugar en aquel país.

 Sin embargo, una nueva intervención de la Providencia le obliga a abandonar su amado seminario. Habían muerto sus padres y Juan Bautista tenía que hacer frente, a sus veintiún años, al cuidado de seis huérfanos, cuya edad iba desde los diecinueve años del mayor, Juan Remigio, hasta los seis años del más pequeño, Pedro. Carga bien pesada, que él hace compatible con el cumplimiento exacto de sus obligaciones de canónigo y con el estudio, para continuar preparándose al sacerdocio.

 Este tardará en llegar. Ha habido vacilaciones, luchas, y sólo la intervención de personas de autoridad puede tranquilizar la sobresaltada humildad del ordenando. Por fin se decide. El 9 de abril de 1678 recibe el presbiterado en Reims. Al día siguiente, 10 de abril, en una humilde capilla de la inmensa catedral, rodeado únicamente de su familia y acompañado por su director espiritual, el padre Roland, celebra su primera misa. Pese a su condición de canónigo y al esplendor de su posición social, prefirió la sencillez y la humildad de aquella primera misa, llena de recogimiento y fervor.

 Pasaron diecisiete días solamente. Dios iba a intervenir una vez más para marcar su camino a Juan Bautista. El 27 de abril moría su director espiritual, Nicolás Roland y aparecía designado como su albacea. Entendámonos: no se trataba solamente de hacer las gestiones correspondientes a los bienes que había dejado el difunto, sino de algo mucho más importante: continuar trabajando en el mismo campo en que él había trabajado. Esto suponía una doble y delicadísima misión: por lo que se refería a la juventud femenina, sacar adelante la Congregación de Hermanas del Niño Jesús, que el difunto había fundado. Por lo que se refería a los niños, había que hacerlo todo. Con una energía indomable, una clarísima visión de los problemas y una laboriosidad a toda prueba Juan Bautista de la Salle consigue en diez meses para las hermanas la aprobación del arzobispo de Reims y la consolidación jurídica de su Instituto ante la legislación francesa. Las hermanas habían quedado así definitivamente establecidas y podían continuar su admirable labor.

 Restaba el otro encargo. Cumplirlo iba a ser la labor de toda su vida. También aquí actuó el joven canónigo con decisión y energía. El 15 de agosto de 1679, siempre el día de la Asunción, como fecha señalada en los fastos de la Iglesia, abre sus puertas la escuela de San Mauricio.

 Sólo cinco meses más tarde, la de la parroquia de Santiago. Para atenderlas se constituye un primer grupo de maestros, a los que sólo une el deseo de trabajar con la niñez abandonada. San Juan Bautista, sin pensar en que ponía los fundamentos de un instituto religioso que iba a suponer una verdadera revolución, les busca una casa próxima a su propio hotel donde puedan vivir reunidos. Ocurrió el día de Navidad de 1679.

 Pero poco a poco aquellos maestros van a ir incorporándose a su propia vida. Juan Bautista hace un viaje a París y habla allí con un santo religioso mínimo: el padre Barré, que participaba también de las mismas inquietudes por la suerte de la niñez. El santo religioso le anima a seguir adelante y a llevar su entrega a la juventud hasta sus últimas consecuencias.

 Día 24 de junio de 1681. El canónigo De la Salle celebra su santo. Y a su mesa se sientan, juntamente con sus hermanos, aquellos humildes maestros de las escuelas parroquiales de Reims. Es demasiado ya. La familia se alarma e inicia una ofensiva en forma. Una de las mayores dificultades que tenemos para llegar a comprender el heroísmo de los santos está en que no podemos hacernos cargo exactamente del ambiente que tuvieron que vencer. Nos cuesta comprender lo que en aquella sociedad puntillosa, llena de vanidad, provinciana y en gran parte paganizada, suponía el gesto de un joven sacerdote de buena familia que se entregaba con alma y vida a la causa de las escuelas cristianas. Su familia presiona, amenaza, insiste, vuelve a la carga. Llegan a retirarle el cuidado de sus hermanos. Unas veces le ridiculizan, otras murmuran, otras le reprochan amargamente lo que está haciendo. Juan Bautista sigue su camino. Al año siguiente, ese mismo día de su santo, 24 de junio, ya los maestros no vienen a su casa para festejarle. Es él quien abandona su propio hogar para irse a vivir con ellos en la casita de la calle Neuve.

 Comienza una nueva vida. Al frente de aquel grupo de maestros Juan Bautista de la Salle se va dando cuenta de que no caben las medias tintas. Ellos le hacen su confesor, su confidente, su director y su guía. Van llegando nuevos maestros y se van abriendo perspectivas cada vez más dilatadas. Pero... estorba la canonjía. El oficio coral llevaba entonces a los canónigos de cinco a seis horas diarias: puede decirse que desde las cinco de la mañana, en que se reunía el Cabildo, hasta después de las tres de la tarde, apenas se podía disponer de tiempo. Por otra parte, los maestros no podían menos de experimentar un cierto contraste. Mientras ellos tenían que mirar a su porvenir fiándose únicamente de la divina Providencia, San Juan Bautista tenía su beneficio y su fortuna personal para cualquier avatar que pudiera sobrevenir.

 El Santo toma entonces una decisión heroica; vivirá la vida de sus queridísimos maestros en toda su integridad. Decide renunciar a la canonjía y a su fortuna personal, y lo hace llevando ambas cosas hasta las últimas consecuencias. Le aconsejaban que cediera la canonjía a su hermano Luis. El no quiere, y prefiere hacerlo en favor de un sacerdote digno y virtuoso, pero casi desconocido. La prudencia humana hubiese aconsejado reservar su propia fortuna para que sirviera de base a la obra que estaba emprendiendo. El espíritu sobrenatural aconsejó otra solución más radical: durante un invierno durísimo, en que el hambre azotó cruelmente a Francia, Juan Bautista repartió todo su dinero a los pobres. En lo sucesivo él y sus queridos discípulos mirarían al porvenir de idéntica manera, descansando sólo en los brazos de la divina Providencia.

 Y, en efecto, ahora había llegado el momento de plantear las cosas con toda seriedad. Los maestros piden a su director una regla. El, en aquellos tiempos de absolutismo, prefiere que esta regla sea hecha entre todos. El 9 de mayo de 1684 se abre la primera reunión de la nueva Congregación. Como resultado de ella el 27 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, doce discípulos, con Juan Bautista a la cabeza, hacen sus primeros votos. Muy prudentemente el fundador quiso que se tratara sólo del voto de obediencia y durante un año. El experimento era lo suficientemente arriesgado como para proceder con todo cuidado. Eso sí, al poco tiempo se preocupó de darles un hábito adecuado: la sotana de sarga negra, el tricornio de amplias alas, la gola o rabat blanco. Poco tiempo después, por indicación del alcalde, a quien daba pena ver a los hermanos sin protección alguna en pleno invierno, se añadió el manteo con las dos mangas vacías, que había de valerles durante mucho tiempo el nombre de "los hermanos cuatro brazos".

Por vez primera en la historia de la Iglesia nacía un Instituto única y exclusivamente de hermanos. Posteriormente habrán de crecer y desarrollarse otros muchos. Pero nadie podrá arrebatara San Juan, Bautista de la Salle la gloria de haber concebido con nítida claridad la idea de esta clase de congregaciones que ponen al servicio de su propia finalidad el más completo renunciamiento incluso a algo tan hermoso y tan sagrado como es el mismo sacerdocio.

El Instituto iba a suponer una auténtica revolución. No sólo por estar compuesto exclusivamente de hermanos, sino también por otras novedades. Por ejemplo, en el terreno de la pedagogía, en el que se romperían, con firme decisión y pese al enorme clamoreo que habría de levantarse, muchísimas rutinas. Se acabó ya el golpear a los niños. Se acabaron los gritos, sustituidos por la señal. Se acabó el enseñar a leer en latín, y la utilización de absurdas gramáticas. Se acabaron los maestros improvisados, pues a San Juan Bautista de la Salle le corresponde con toda verdad el titulo de fundador de las Escuelas Normales, ya que siempre vio como un complemento de su propio instituto la formación de maestros seglares.

Innovaciones también profundas en la misma formación de los religiosos. As! el noviciado menor, antesala del noviciado propiamente dicho, y que no tenía antecedentes en las congregaciones religiosas. Así también el mismo espíritu con que se procede a la formación de los hermanos, uniendo las prácticas de oración y mortificación de las más rigurosas Ordenes contemplativas con el espíritu de trabajo.

Primero en Reims, después en París, se van a escribir páginas de las más maravillosas de la historia de la Iglesia. Es necesario remontarse a la vida de los Padres del desierto para encontrar escenas similares a las de aquel noviciado de Vaugirard, donde el fundador da a sus novicios el espíritu y el aliento necesarios para su gran misión. París ve estupefacto cómo cambia la niñez en manos de los hermanos. Lo que hasta entonces era afrentoso, bajo y sucio, se trueca en luminoso y limpio. Todo el mundo se hace lenguas de su maravillosa eficacia pedagógica. Aquel método simultáneo, implantado por el Santo en sus escuelas, que hoy nos parece la cosa más natural, pero que entonces supuso una revolución pedagógica, servía para hacer maravillas. Sin embargo..., era demasiado desafío, y la persecución no podía tardar.

La vida de San Juan Bautista de la Salle es toda ella un contraste apasionante e increíble. De una parte, el Instituto se desarrolla, crece, se extiende por toda Francia. De otra parte, el fundador vive una vida de continuas persecuciones. Puede decirse que no hay prueba, por dolorosa que sea, que no se le presente.

Choca ante todo con el monopolio. Los maestros que entonces ejercitaban la enseñanza se sienten heridos. Unas veces reaccionan con violencia, y las escuelas de los hermanos son asaltadas brutalmente. Otras, por medio de interminables pleitos, que al menor descuido se transforman en sentencias desfavorables, se trata de hacerles la vida imposible. En ocasiones se recurre incluso a la calumnia y al libelo ofensivo. Es una lucha que dura largos años y que algunas veces llega a poner en riesgo la existencia misma del Instituto.

Pero no es la prueba más dolorosa. A San Juan Bautista le tocó defender algo más que su derecho a ejercitar la enseñanza: la idea misma del Instituto. Era natural. Lo que él intentaba hacer chocaba demasiado con las ideas hasta entonces corrientes y, eclesiásticos bienintencionados, incluso amigos verdaderos de las escuelas cristianas, se creían en el caso de darle consejos y, en alguna ocasión de querer imponer sus propias orientaciones. Ahora es un obispo a quien el Instituto debe mucho el que, en el curso de una comida, insiste en las modificaciones que hay que hacer. Luego aquel eclesiástico, basándose en un nombramiento de superior que se había convenido en que seria puramente nominal, intenta sacar adelante unas ideas que destrozarían la esencia misma del Instituto. Otra vez son las autoridades civiles, que intervienen para sustraer de la obediencia a los hermanos que trabajan en su propia población. Sobre todo hay una oposición obstinada, larga, tenaz la del párroco de San Sulpicio, de París, hombre, por otra parte, celoso y bueno, pero que intenta contra viento y marea imponer sus propias ideas. Ocasión habrá en que el Santo fundador abatido, puesto de rodillas, con la frente en el suelo, bañado en sollozos, verá al arzobispo de París, impresionado por los informes del párroco, marchar desdeñosamente a su finca de recreo sin darle respuesta alguna.

Estos sufrimientos tenían que herir profundamente el alma de San Juan Bautista. Paralelos a ellos corrieron otros que tenían una fuente menos pura y nacían de intención manchada. San Juan Bautista y el Instituto por él fundado fueron, como era natural, una de las presas que más podía apetecer el jansenismo francés. Se utilizó todo: la habilidad, el halago, la argumentación doctrinal, las amenazas, la coacción... Cuando todas estas armas hubieron fallado, el jansenismo decretó una guerra a muerte al fundador y a su Instituto. Por todas partes. Hubo choques en Marsella, en París, en Rouen... Así hasta el fin de su vida. Porque pocos días antes de morir hará el Santo una hermosísima profesión de fe, verdadero testamento espiritual, ratificando de manera inequívoca su absoluta oposición al jansenismo.

Casi tan dolorosas como éstas le tenían que resultar otras pruebas: las procedentes de los falsos hermanos. Unas veces por influencia de fuera, otras por mala voluntad de los mismos sujetos, en más de una ocasión el Santo se encontró con que se habían infiltrado en las comunidades elementos indeseables. El era tan bondadoso que no podía imaginar mala voluntad en nadie. Ocasión hubo, y más de una, en que los hermanos se vieron obligados a imponerse y a exigirle que no admitiera a algunos de estos sujetos, o expulsar a algún otro. Para el Santo todo el mundo era bueno, y, por mucho que se le hubiera ofendido, estaba presto a perdonar y a volver a admitir al que había faltado. Prueba dolorosísima para su corazón ver en ocasiones hermanos que se dejaban contagiar por el espíritu del mundo e incluso llegaban a hacer el juego a los propios enemigos del Instituto.

Junto a estas pruebas, tan íntimas, no faltaron tampoco las pruebas externas. La vida del Santo es un largo Viacrucis. No sólo por sus viajes interminables, hechos en forma humildísima, muy frecuentemente a pie, pidiendo limosna, acogiéndose a los hospedajes más pobres, sino también por su misma salud. En el fervor de la casa de Vaugirard había vivido todo un invierno en una habitación desmantelada, en la que contrajo un gravísimo reuma que le producía dolores tremendos, a los que se añadían los que le causaban los métodos, que hoy llamaríamos bárbaros, que en más de una ocasión se emplearon para curarle. Ni era menor el sufrimiento que tenía que causarle, habida cuenta de su naturaleza delicada, la vida común llevada con el máximo rigor. A la distribución del tiempo, ya muy dura, común a todos los hermanos, añadía él largas horas de oración, increíbles penitencias, estudio prolongado. Su estómago, hecho al género de comidas que en su casa había tenido, se resistía, hasta con vómitos de sangre, a las pobrísimas comidas de los hermanos. Sólo con esfuerzos heroicos logró acomodarse. Y así en todo. Siempre el más puntual, el más humilde, el más pobre. Su sotana, su manteo, eran tan raídos que inspiraban lástima. No los hubiera querido un pobre a quien se hubiesen regalado.

Ocasión hubo en que el Santo, creyendo estorbar, se retiró del gobierno y pasó unos meses al margen de la vida de la Congregación. Fue entonces cuando se produjo uno de los acontecimientos más hermosos en la historia de las Ordenes religiosas: la carta que los hermanos le escribieron pidiéndole que volviera a ponerse al frente de ellos. Es difícil concebir un trozo de literatura eclesiástica superior a esta carta, que casi no puede leerse con ojos enjutos. Los hermanos le piden con humildad, pero con firmeza, con sentimiento profundo, pero sin caer en exageraciones, con lógica firme, pero sin sequedad ninguna, que vuelva a hacerse cargo de su gobierno: "Señor y padre nuestro, nosotros, los principales hermanos de las Escuelas Cristianas, teniendo a la vista la mayor gloria de Dios, el mayor bien de la Iglesia y de nuestra sociedad, reconocemos que es de una extrema necesidad que usted vuelva a tomar el cuidado y la dirección de la santa obra de Dios que es también suya, pues gustó al Señor servirse de usted para establecerla y conducirla desde hace tanto tiempo...". No podemos reproducirla íntegra. Baste decir que el Santo escuchó la súplica y volvió a sus amadísimos hermanos.

Poco después, el día de Pentecostés, 16 de mayo de 1717, se reunían los principales hermanos en la célebre casa de San Yon, en la que el Santo había pasado días tan felices. La casa estaba envuelta en una atmósfera sobrenatural. Todo el mundo oraba y hacía penitencia. El día 18 se hizo la elección de nuevo superior y quedó elegido el hermano Bartolomé. El capítulo continuó trabajando y se fijaron las reglas. El Santo obtuvo, por fin, lo que tanto había deseado: obedecer. Y lo hizo con todo su corazón. Hasta para los más mínimos detalles pedía permiso al nuevo superior.

Ya podía marchar de este mundo. La obra quedaba consolidada. Aún vivió unos meses. Y por fin llegó la hora suprema. El martes de la Semana Santa de 1719, haciendo un esfuerzo colosal, se levantó de la cama para recibir con toda humildad el viático. Por la noche le rezaron la recomendación del alma. El dio sus últimos consejos a los hermanos, encargándoles que estuvieran siempre muy apartados del mundo. Por fin, a las cuatro de la tarde del 4 de abril de 1719, Viernes Santo, expiró dulcemente a los sesenta y ocho años de edad.

Su cuerpo fue inhumado, de primera intención, en la parroquia de San Severo, en cuya jurisdicción estaba enclavada la casa de San Yon. El 16 de julio de 1734, cuando esta casa tuvo su iglesia propia, fueron trasladados allí, y allí quedaron, incluso durante los avatares de la Revolución Francesa, hasta que en 1835 pasaron a la capilla del colegio de los hermanos, en el centro mismo de la ciudad de Rotien. Cuando en 1904 el laicismo obligó a los religiosos a expatriarse, la casa generalicia de los hermanos se trasladó a Lambecq-Lez-Hay (Bélgica) y a ella fueron también los sagrados restos. Construida una nueva casa generalicia en Roma, en la Vía Aurelia, a ella fueron llevados en 1938, y allí permanecen.

Pese a la fama de santidad de que gozó en vida, su proceso de beatificación comenzó tardíamente, en 1835. En 1840 fue introducida la causa y en 1846 aprobados los procesos. Rápidamente se fueron sucediendo los demás trámites, examen de los escritos, aprobación de los milagros, reuniones de la Sagrada Congregación, hasta que, por fin, el 19 de julio de 1888 se celebró la solemne beatificación. Poco tiempo después se iniciaba el proceso de canonización, por decreto de marzo de 1890. Y diez años después, 24 de mayo de 1900, era solemnísimamente canonizado, al mismo tiempo que Santa Rita de Casia.

La congregación por él fundada cuenta en la actualidad (1959) con 17.000 miembros extendidos por todo el mundo. Humildes y laboriosos, los hermanos desarrollan en todas partes una admirable labor, de acuerdo con el espíritu de su instituto, que "consiste en un ardiente celo de instruir a los niños y educarles en el amor de Dios, conduciéndoles a conservar su inocencia, si no la han perdido, e inspirarles gran aversión y sumo horror al pecado y a todo lo que pueda hacerles perder la pureza. Para vivir en tal espíritu los hermanos de la Sociedad se esforzarán con la plegaria, con las instrucciones, con la vigilancia y con la buena conducta en la Escuela, en procurar la salvación de los niños que les son encomendados, educándoles en la piedad y en el verdadero espíritu cristiano, esto es, según las reglas y las máximas del Evangelio".

De esta manera San Juan Bautista de la Salle continúa viviendo entre nosotros por la profunda influencia de sus obras escritas en la pedagogía contemporánea, y más aún por este fervoroso espíritu que pervive en sus hijos.

LAMBERTO DE ECHEVERRÍA.

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