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domingo, 17 de noviembre de 2013

Dios existe yo me encontré con Él

Dios existe yo me encontré con Él

Testimonios de un encuentro personal con Dios. 
Autor: P. Eusebio Gómez Navarro | Fuente: Catholic.net

André Frossard, pensador francés del siglo XX, fue educado sin fe, en un ambiente familiar en que se pensaba que era anticuado oponerse a los creyentes, luchar contra la religión. La religión no tenía ningún valor. Él mismo declaraba: Éramos ateos perfectos, de esos que ni se preguntan por su ateísmo... El ateísmo perfecto no era ya el que negaba la existencia de Dios, sino aquel que ni siquiera se planteaba el problema.

Una tarde, Willemin lo invita a cenar con él. Antes quiere rezar en una iglesia. Cogen el coche y vagan por las calles de París. En ese momento de su vida, todo le va bien, goza de buena salud y es feliz. Al entrar en la iglesia, observa a un grupo de religiosas que están rezando ante Jesús sacramentado, y a varios fieles. De repente le ocurre algo extraño.

Ve unos cirios, su mirada pasa de la sombra a la luz y ve una serie de prodigios que en un momento le cambian la vida. Comienza una vida espiritual, el cielo se abre y encuentra la verdad acompañada de una gran alegría. Y encuentra una nueva familia: la Iglesia, que lo acompañará en su nuevo caminar. Siente una gran presencia de Dios. Dice: Todo está dominado por la presencia, más allá y a través de una inmensa asamblea, de Aquel cuyo nombre jamás podría escribir sin que me viniese el temor de herir su ternura, ante Quien tengo la dicha de ser un niño perdonado, que se despierta para saber que todo es un regalo. 

Ha sido un momento breve. André sale a la calle con su amigo, que lo observa con preocupación. 

Pero ¿qué te pasa?
Soy católico... responde. Willemin está atónito, apostólico y romano. Willemin no comprende qué ha ocurrido, ve los ojos de André desorbitados, misteriosos. Dios existe, y todo es verdad.

El milagro se prolonga durante un mes. Cada mañana volvía a encontrar, con éxtasis, esa luz que hacía palidecer el día, esa dulzura que nunca habría de olvidar y que es toda mi ciencia teológica. 

Cuando deja de repetirse el prodigio, André Frossard, acude a un sacerdote y se instruye sobre las verdades fundamentales de la fe cristiana. Quiere ser bautizado, quiere ser miembro de la Iglesia. Y André repetirá a lo largo de su vida: Dios existe. Yo me encontré con Él. 

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Manuel García Morente, Paul Claudel y Rut Kat, ateos también, se encontraron con Dios a través del arte.

Manuel García Morente, gran filósofo, catedrático en la Universidad de Madrid, era públicamente conocido como ateo. Después de que mataran a su yerno, aunque Morente era apolítico, fue amenazado de muerte y tuvo que huir a París. 

Allí comenzó un periodo de angustias. Así, en París recuerda, el insomnio fue el estado casi normal de mis noches tristísimas. Cavilaba sobre su familia y sobre su suerte, pero también empezaba a verse de un modo distinto que antes:
También a veces repasaba en la memoria todo el curso de mi vida: veía lo infundada que era la especie de satisfacción modorrosa que sobre mí mismo había estado viviendo; percibía dolorosamente la incurable inquietud e inestabilidad espiritual en que de día en día había ido creciendo mi desasosiego.

El motivo principal de su angustia seguía inalterado: su familia. La idea de Dios llegó por primera vez a su cabeza: ¿sería un castigo de Dios? La primera vez que la idea castigo de Dios rozó su mente, fue cosa fugaz y transitoria, aunque después le pasarían cosas extrañas e incomprensibles. Poco a poco empezó a ver la mano de la Providencia, un poder incógnito, dueño absoluto del acontecer humano, arreglaba sin mí todo lo mío. Y seguían las dificultades; y, en su desesperación, daba vueltas y vueltas a su situación y al sentido mismo de la vida. 

Ya más tranquilo, pensaba en Dios; pero siempre en el Dios del deísmo, en el Dios de la pura filosofía, en ese Dios intelectual en el que se piensa pero al que no se reza. Dios humano, trascendente, inaccesible, puro ser lejanísimo, puro término de la mirada intelectual.

Pero seguía rebelde a que Dios pudiera jugar con él, no quería someterse al destino de Dios, no quería nada con ese Dios inflexible, cruel y despiadado. Y por pura rebeldía pensó en el suicidio, pero lo rechazó, pues el suicidio a nada conducía, nada resolvía. Estaba en un callejón sin salida. Puso la radio y oyó a César Frank; después, a Ravel. Siguió L´enfance de Jésus de Berlioz, bien cantada por un magnífico tenor.

Por fin consintió en pensamientos sobre la vida de Jesucristo. «Algo exquisito, suavísimo, de tal delicadeza y ternura que nadie puede oírlo con los ojos secos». Y cuando terminó, apagó la radio para no perturbar el estado de deliciosa paz en que esa música lo había sumergido y por su mente empezaron a desfilar imágenes de la vida de Jesús y se vio abrazado por Él. 

Aquello tuvo un efecto fulminante en mi alma. Por fin, quiso rezar de rodillas, pero había olvidado el Padrenuestro, recordó cómo su madre le había enseñado a rezar, reconstruyó el Padrenuestro, y el Avemaría... y de ahí no pudo pasar. No importaba demasiado; lo cierto era que una inmensa paz se había adueñado de mi alma. Y a partir de ese momento se sentía un hombre nuevo, dispuesto a ¡querer libremente lo que Dios quiera! He aquí el ápice supremo de la condición humana. Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.

Fue entonces cuando Morente se decidió a comprar unos libros para formarse en la doctrina cristiana; y un día, Jesús se hizo presente de un modo misterioso, pero real; de un modo que no se podía percibir por los sentidos, pero se percibía. Allí estaba Él. Yo no lo veía, no lo oía, no lo tocaba. Pero Él estaba allí. [...] Y no podía caberme la menor duda de que era Él, puesto que lo percibía, aunque sin sensaciones. ¿Cómo es esto posible? Yo no lo sé. 

Cuando pudo reunirse con su familia en París, les dio la noticia de su conversión. En mayo de 1938 volvió a España con la intención de realizar los estudios preliminares al sacerdocio. Fue ordenado sacerdote en 1940. 

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Una tarde de Navidad, el gran poeta y diplomático francés Paul Claudel acudió a la catedral de Notre-Dame de París por el simple deseo de contemplar una ceremonia noble, dotada de cierto sentido estético. Apoyado en una de las columnas de la nave lateral de la derecha, escuchó atento el canto de las vísperas. Al oír el Magníficat se vio inmerso en un ámbito de luz y belleza que pareció transportarlo a lo mejor de sí mismo.

En su mente se iluminó como por un relámpago la idea clara de que ese estado de autenticidad personal era propio de quienes viven en la Iglesia. Ésta dejó de ser para él una institución rígida y lejana, para convertirse en el espacio de vida en que se producen esas eclosiones de belleza y vida desbordante. La transformación espiritual estaba hecha. Había realizado la experiencia de lo divino, y de su riqueza iba a nutrir su espíritu durante el resto de su vida.

Otro testimonio, menos conocido pero no menos conmovedor y real de conversión a través del arte, es el de una joven restauradora americana que llegó a España en los años ochenta con 25 años. Pasó varios años subida en los andamios, armada con sus instrumentos químicos, sus cepillos y espátulas. 

Contempló de cerca la apoteosis del arte en lugares privilegiados, como la bella portada de la Gloria de la colegiata de Toro. A varios metros del suelo, Rut se dejaba mirar por las figuras de la Virgen María o los ángeles. Intuitivamente captaba las historias que las figuras de piedra o pintura contaban. 

La piedra fue para ella la mano suave y cálida de la experiencia de Dios. Rut pasó por un período de formación posterior, de dos años, despu&eacut

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