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sábado, 22 de junio de 2013

Nuestra Señora de la Mediación




Nuestra Señora de la Mediación

Camilo Valverde Mudarra



La vid es una planta de larga tradición en muchas culturas. María es Nuestra Señora del vino. El vino, símbolo y manifestación de la sangre de Jesucristo en el misterio eucarístico. María, su Madre, provocó el primer milagro del Hijo: “Haced lo que Él os diga”. Y convirtió el agua en vino en las bodas de Caná. Iba invitada en calidad de madre. Y fue, como se va a las bodas, a pasarlo bien, pero, también a echar una mano. Hacendosa y solícita, servía las viandas y las jarras de vino. En un momento determinado, se dio cuenta de que las tinajas cataban vacías, que el vino se acababa. Salió corriendo a decírselo a su Hijo. Había que evitar a los novios el sonrojo de encontrarse sin vino a mitad de la fiesta, festejo que aún tenía que continuar, había que seguir divirtiéndose y alegrándose con los nuevos esposos. Una boda sin vino y sin alegría deja de ser celebración y festividad.

Se colocó entre su Hijo y los criados, en medio, como mediadora, que ese es su oficio. A Él le dijo: "No tienen vino". Le pedía con autoridad de madre, con pleno derecho, que arreglara la situación. Que no falte de nada. En una boda no puede faltar la comida y menos el vino. Y a ellos les ordenó: “Haced lo que Él os diga”, porque sabía que su Hijo daría la solución. Ella actúa de perfecta mediadora, presentando a Dios las necesidades de los hombres y pidiendo a los hombres que escuchen la palabra de Dios -"lo que él diga"- y que la pongan en práctica, en su obrar: “Haced”.

A María, le debemos este milagro, que puede servir de escándalo para los fariseos y los beatos, que no sabrán nunca comprenderlo. Hacer seiscientos litros de vino exquisito para que la fiesta no decayera y siguiera la alegría de las bodas, no es producto de unos "aguafiestas" como esos, que no quieren entender, sino, por el contrario, atención y delicadeza de unos “alegrafiestas''. Habrá gente, muy espiritual ella, que hubiera preferido que el primer milagro del taumaturgo hubiera sido el que propuso el demonio: tirarse desde el pináculo del templo, rodeado de multitudes en una fiesta solemne y ser recogido en los aires por los ángeles del cielo. Un milagro muy espectacular, muy espiritual, muy angélico. Mientras que el milagro del vino parece demasiado vulgar y chabacano, excesivamente material y mundano. Ahí, empero, radica la grandeza del milagro, en que es muy humano. Su Hijo ha venido justamente a eso, a socorrer la desventura humana, las privaciones, las necesidades, los sufrimientos de los hombres.

El milagro indica también que hay que vivir el gozo en alegría. La Biblia dice que el vino es alegría de Dios y de los hombres. Bien puede ser conside­rado como la ambrosía, el néctar de los dioses. El Hijo de María, en el primer banquete público y social al que asiste, hace a los anfitriones de la fiesta el mejor regalo de bodas, para que corriera el vino en abundancia; y, en su postrer banquete, la última cena, nos dejó como sacramento y presencia suya el vino consagrado. Algo muy especial tendrá el vino, cuando Jesús quiso consagrarlo. El vino nos ayuda y favorece la práctica de la generosidad y de la alegría. Un hombre de fe, un cristiano, tiene que ser un hombre generoso, simpático, alegre y optimista; que lo da todo y lo acata todo como venido de la mano de Dios, ocurra lo que ocurra. Sabe que todo está inexorable y amorosamente programado por la divina providencia; que ni siquiera las hojas de los árboles, “ni un pelo de vuestra cabeza”, se caen sin su consentimiento. Todo lo que ocurra, será, sin duda, lo mejor para el hombre. Todo lo debemos aceptar con alegría. La vida es breve y se acaba muy pronto. No vale la pena estar tristes, si sabemos que dentro de muy poco estaremos eternamente alegres, gozando de una felicidad impe­recedera, que nada ni nadie nos podrá arrebatar ya. 

Señora y Madre, enséñanos a vivir contentos y alegres. Que todo el mundo viva en alegría. Como aquellos invitados a las bodas, que, locos de entusiasmo, se pusieron a aplaudir y a dar vivas al divino taumaturgo, que les había proporcionado aquel vino tan extraordinario. De esta manera tan festiva dieron gloria a Dios y creyeron que Jesús de Nazaret era el Mesías, era el Hijo de Dios, que había venido al mundo a remediar las necesidades de los hombres. Que sepamos estar pendientes de los demás, atentos a sus carencias y privaciones; pendientes de llenar sus ánforas vacías del vino de solera de la felicidad cristiana. Ese vino exquisito que da Jesucristo con su amor grande y extenso, con su perdón incondicional, con su misericordia infinita. 



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