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domingo, 27 de enero de 2013

Cada día, valora las cosas pequeñas






Cada día, valora las cosas pequeñas
En lo pequeño está la verdadera santificación si lo sabemos vivir, si sabemos convertir lo ordinario en lo extraordinario.



No es bueno perderse en la ensoñación de un futuro grandísimo.

Queremos ser mejores, queremos superarnos pero haciendo algo que realmente sea toda una proeza, ¡que se vea!

Queremos alcanzar la perfección y la santidad, pero...eso será "mañana" porque ahora estamos muy ocupados, tenemos miles de problemas. Tal vez cuando estos se resuelvan. Si nos falta salud, cuando estemos bien. Si estamos cansados, cuando tengamos mejor ánimo.

Todos nuestros buenos propósitos se quedan en "eso", para un mejor momento, para "mañana"... Y la vida se nos va y no nos damos cuenta que es, esa vida, que son la suma de los instantes, de las horas, los días y los años en que vamos dejando pasar todas y cada una de las pequeñas cosas que podrían ser fruto de nuestra santidad.

En las cosas pequeñas está la verdadera santificación si las sabemos vivir, si sabemos convertir lo ordinario en lo extraordinario.

Si queremos realizar este milagro en nuestra vida pensemos en Cristo. Fue Dios tanto en la cruz como cuando niño ayudando a su Madre en las cosas del hogar, obedeciendo a José en el trabajo humilde y sencillo de la carpintería, en unas mil cosas pequeñas con las que fue formando su vida hasta hacerse hombre.

Es difícil que siguiendo los pasos de Cristo dejemos todo y nos lancemos a predicar, a ser apóstoles recorriendo el mundo. Es difícil que seamos mártires por defender nuestra fe - que si los hay y su vida es una entrega total - pero nosotros sí lo podemos imitar en lo que fue su vida oculta en la rutina de todas las cosas de todos los días, esas que nos parecen tan insignificantes, tan simples que no les damos la mayor importancia.

En nuestro diario convivir con los demás, ¿por qué no somos más tolerantes, más generosos? ¿por qué pensamos siempre en nosotros y en todo lo que nos satisface?. Si en todas las cosas, por pequeñas que sean, ponemos el máximo esfuerzo de hacerlas bien, el resultado será la suma de todas ellas que nos darán, al final de la jornada, un día bueno, un día santo.

Las cosa simples, pequeñas, vendrán a nosotros, saldrán a nuestro paso en el diario vivir y es entonces cuando tenemos que tener el ánimo presto, la voluntad decidida. El momento heroico de saltar de la cama, a su hora, para no llegar tarde y cumplir con nuestro deber; ese trabajo que tanto nos fastidia hacerlo con gusto, con amor; esa sonrisa al compañero, ese buscarle alguna virtud en vez de dejarnos llevar por la fácil pendiente de la crítica; ese saber escuchar; ese templar la voluntad no saboreando la golosina que nos ofrecen; ese saber esperar un rato más para saciar nuestra sed; esa valentía de no escudarnos en la mentira fácil; esa forma de estar siempre dispuestos a servir en vez de ser servidos; ese ofrecer cualquier contrariedad, incomodidad o dolor, para que estas cosas adquieran su verdadero valor y no se pierdan; esa paciencia ante las personas o cosas que quieren sacarnos de quicio; esa esperanza, esa fe, ese amor; ese toque de alegría en nuestra rutina; esa paz que tenazmente pretendemos poner o dejar en el corazón de los demás; esa conformidad para las cosas inevitables, aceptándolas, aprendiendo a decir en todos los momentos: "Hágase Tu Voluntad, Señor"

No esperamos a ese "mañana" cuando todas las cosas estén en perfecto estado y a nuestro gusto.

Empecemos hoy, ahora, en este mismo momento.

Antes de que nos podamos dar cuenta se nos presentará la oportunidad de santificarnos en estas cosas tan nuestras de todos los días. En las cosas simples, en las cosas pequeñas, esas, que no nos dan más, esas son, las que harán que nuestra vida merezca ser vivida en todo lo que vale.

Hay una y mil cosas que creemos que nos darán la felicidad pero no nos damos cuenta de que en cuanto logramos lo que deseábamos pasamos inmediatamente a anhelar otra cosa para ser felices. Y es que las cosas que nos llegan de afuera, del exterior, no nos satisfacen plenamente pues es en nuestro interior donde tenemos que experimentar el verdadero valor de cada cosa. Muchas veces las grandes victorias, los grandes triunfos, los grandes acontecimientos nos dejan más vacíos que una pequeña cosa, casi insignificante pero que vino a inundar nuestra alma de una sensación profunda de felicidad.

Una caricia, una sonrisa, una frase amable, una mirada tierna, alguien que se paró a escucharnos, un beso, una palabra de aliento, una tarde soleada, una carta o mensaje de alguien que está lejos, el estreno de unos zapatos o de un vestido que fue un sacrificio comprar, un encuentro con alguien que hacía mucho tiempo que no veíamos, un perdón, una reconciliación, ver un capullo convertido en flor, mirar la lluvia que lava y moja las hojas de los árboles, el olor a tierra húmeda y barbechada, una puesta del sol, contemplar el mar y sus cambiantes olas, la caricia de la brisa al tardecer, una noche estrellada, sentir una mano pequeñita y confiada en la nuestra, saber que en nuestro hogar hay alguien que nos espera con amor, tener la fortuna de una sincera y buena amistad... en fin tantas y tantas cosas que no nos dan más, que no les damos el valor que tienen y que dejamos pasar sin darles importancia y que son ellas las que, sin hacerse notar, nos dan la felicidad.

Esa felicidad sencilla y simple pero inmensamente grandiosa de las cosas pequeñas. Aprendamos a ser felices con ellas pues el que sabe aprisionarlas y gozarlas, bien puede decir que encontró la mágica fórmula para ser feliz. No las dejemos ir sin darles el valor que tienen.


Y termino con mi poema de Las Cosas Pequeñas.

La fuente quiere ser río
y el río quiere ser mar,
y el mar...sueña con que es fuente
y que ha vuelto allí a brotar.

Imponente y majestuoso,
añora y vuelve a añorar,
aquellos riscos y flores
donde dejó su cantar,

por donde pasó tan niño,
con prisa y en loco afán
de convertirse en gran río
y por fin , en un gran mar.

Tanto corrió, corrió tanto
que apenas pudo gozar
de las cosas pequeñitas,
que tan fácil dejó atrás.

¡Ay, las cosas pequeñitas, simples,
que no nos dan más...
ay esas cosas tan simples,
cómo se van y se van!.
Sin darnos cuenta se escapan...
mientras que ciegos andamos
buscando felicidad.

La fuente quiere ser río
y el río quiere se mar
y el mar...se ha vuelto salado,
¡quizá de tanto llorar!. 

Autor: Ma. Esther De Ariño | Fuente: Catholic.net

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