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jueves, 20 de agosto de 2015

San Samuel Profeta 20 de agosto


20 de Agosto
SAN SAMUEL
Profeta


En la tradición bíblica, Samuel es presentado como un hombre de Dios. Es, a la vez, un orante y un dirigente del pueblo. Un hombre de oración que ha tenido que orientar y decidir sobre la marcha diaria de su pueblo. Un hombre de acción que ha buscado en el silencio y la oración, la fuerza y la tolerancia necesarias. La palabra alentadora y el grito denunciador. Samuel es un hombre que, por una parte, ha actuado con limpieza y sin sobornos. Y, por otra, ha orado sin escapismos ni evasiones. Samuel es, al mismo tiempo y con pareja sinceridad, el profeta comprometido, el juez honesto, el orientador discreto.


EL PROFETA

Cuando el libro del Eclesiástico califica a Samuel como «amado de su Señor» (Si 46, 13) está recordando sin duda las copiosas tradiciones que evocaban la figura legendaria y señera de aquel hombre inabarcable y polifacético. Pero el mismo libro parece reconocer que, antes que nada, Samuel fue un profeta, acreditado por su fidelidad y sus oráculos.

Un profeta, rodeado del halo del nacimiento prodigioso que circunda de gloria la aparición de los héroes. La esterilidad de la madre y las caricias comprensivas del padre no hacen más que subrayar una convicción fuertemente arraigada en el pueblo: la figura de un liberador es siempre un don de los cielos. La primera dificultad para un profeta es la dificultad de nacer. No es fácil que surja una voz desgarradora en medio del cacareo amedrentado de los hombres. Lo nuestro es siempre la esterilidad, cuando no la burla cínica ante los que lloran y viven en el lamento (1S 1). La amarga experiencia de la humanidad entera se hace confesión en el canto de Ana, la madre del profeta: «Yahvé enriquece y despoja, abate y ensalza» (1S 2, 7).

Pero los profetas no son héroes prodigiosos. Los hombres del cansancio y la fatiga, del sueño y la oscuridad. Toda la atmósfera poética de la primera visión del niño Samuel (1S 3) puede hacernos olvidar que un profeta experimenta siempre una estremecedora dificultad para la percepción de Dios. Es más: la voz de Dios es fácilmente confundible con el tono de las voces más habituales. El joven profeta que duerme en la noche no puede sospechar que Dios se esté acercando a su vida. Ni entonces ni ahora resulta espontáneo al hombre Samuel abrir la vida en disponibilidad para susurrar: «Habla, Yahvé, que tu siervo escucha» (1S 3, 9-10).

Y luego, los profetas no son hombres pseudocontemplativos que se detienen en el regusto almibarado de las palabras de su Señor. De sobra saben que las palabras de su Señor no les pertenecen como herencia indiscutible. Si así fuera, las atesorarían con religiosa fidelidad. Pero el mensaje les ha sido confiado para ser anunciado con religiosa urgencia. La tercera gran dificultad del profeta es siempre la de proclamar lo escuchado. Porque la proclamación es siempre anuncio de planes y promesas, pero es también denuncia de cobardías y traiciones. El hombre Samuel, entonces como ahora, necesita una desvalida osadía para desenmascarar las villanías que envenenan a los mismos promotores oficiales de la justicia. Milagro parece que éstos acepten sus palabras y que una voz popular comente de siglo en siglo: «Samuel crecía; Yahvé estaba con él y no dejó caer en tierra ninguna de sus palabras» (1S 3, 19).

A veces el mundo se nos llena de charlatanes que alardean de profetas. El mundo entero debería exigirles sus credenciales. Porque sólo esa imprevisibilidad humana en el nacer, esa disponibilidad para escuchar en la noche, esa prontitud para proclamar un mensaje poco gratificante..., garantizan y acreditan al profeta del Señor (1S 3, 20).


EL JUEZ

El libro del Eclesiástico alaba también a Samuel por haber juzgado a la asamblea según la ley del Señor (Si 46, 14). Tras los años de infancia pasados en el santuario de Silo, Samuel amaba su retiro solariego de Ramá, donde transcurría su vida con su familia, y donde había edificado un altar a Yahvé. Pero la fuerza de aquella plegaria silenciosa debía convertirse, año tras año, en peregrinaje en servicio de su pueblo. «Hacía cada año un recorrido por Betel, Guilgal, Mispá, juzgando a Israel en todos estos lugares» (1S 7, 16).

Y juzgar significa, antes que nada, denunciar. El pueblo siempre vuelve los ojos a los dioses de la inmediatez y la eficacia. El pueblo cae en la tentación de las idolatrías que le impone la propaganda de turno. Ante los éxitos económicos o culturales de los pueblos de alrededor, el pueblo se siente inclinado a venerar a los presuntos patronos divinos de tal prosperidad. Y el juez Samuel ha de criticar la idolatría y animar a una liberación ideológica y religiosa. Samuel invita a la conversión. Al verdadero y único servicio en el que se cifra la libertad: «Fijad vuestro corazón en Yahvé, servidle a él solo y él os liberará...»> (1S 7, 3).

Para el hombre arrancado del silencio de su hogar, juzgar significa también orar. Los hombres crecen fácilmente en el mito del progreso. Y los pueblos se arrodillan ante los frutos de sus propios éxitos. Como si todo dependiera de ellos. Sólo la capacidad para el asombro descubre en el total de la historia una cantidad que no habíamos incluido en los sumandos. Siempre hay un «algo más» que no depende de nuestro trajinar. Más allá del problema, toda vida y toda empresa está siempre aureolada por el misterio. El juez Samuel invoca al Señor, a petición de su pueblo, y orienta sus miradas y sus corazones al otro sentido de la vida, al sentido de la vida que pasa por la adoración (1S 7, 8-9).

Pero juzgar no significa sólo orientar las miradas, sino también fortalecer las manos vacilantes. El pecado original de los hombres consiste en la pereza. En la flojera que los lleva a abandonar las riendas de su destino en las manos de la irracionalidad: en la voz de una serpiente que planea un futuro diferente o en el dictado de los que han monopolizado la sinrazón de la fuerza (ver 1S 13, 19-22). El pecado original de los pueblos consiste en la abdicación de las razones que los hacen señores y libres. El juez Samuel orienta a su pueblo hacia el servicio a su Señor. En él radica su unidad originaria y su fuerza de elección. Sólo en la aceptación de los caminos del Señor, el pueblo volverá a ser libre y valiente, unido y valeroso. Samuel lo subraya al levantar una estela memorial: «Hasta aquí nos ha socorrido Yahvé» (1S 7, 12).

A veces el mundo se nos llena de charlatanes que presumen de liberadores. No todos lo son. Solamente aquellos que renuncian a halagarnos y en el dolor nos invitan a superarnos, en la plegaria nos llevan a encontrarnos a nosotros mismos frente al absoluto, y en la decisión nos empujan a recobrar la esperanza (1S 7, 13-15).


EL ORIENTADOR

El libro del Eclesiástico alaba a Samuel por haber fundado la realeza y haber ungido a los príncipes del pueblo (Si 46, 13). Ni el santuario de Silo era su refugio, ni su hogar de Ramá fue su descanso. Tal vez el mayor dolor de Samuel haya sido comprobar que sus propios hijos no seguían su camino: atraídos por el lucro, aceptaban sobornos y torcían el derecho (1S 8, 3). Por otra parte, la antigua estructura tribal parece ser insuficiente para hacer frente a las exigencias defensivas del momento. El pueblo pide un rey. El santuario de Silo ha sido profanado, robada el arca, amenazada la frágil unidad de las tribus. La decisión no fue nada fácil. El Gran Libro conserva todavía el eco de las posiciones monárquicas y el celo antimonárquico de dos corrientes de opinión. Y, en medio, Samuel. El hombre de la plegaria y la prudencia ha de convertirse en el hombre de la decisión comprometida.

La primera decisión ha sido la de escuchar el clamor del pueblo. Es fácil intuir el dolor de Samuel. Desde su grandeza humana parece lamentar la disgregación de su pueblo. Percibe las funestas consecuencias que la monarquía acarreará. Oye como un mazazo el grito de aquel pueblo: Tendremos un rey y seremos como los demás pueblos». Esa pérdida de la diversidad es, tal vez, más dolorosa (1S 8, 19-20). Pero el hombre de la fe no se evade de las demandas de su pueblo. Al contrario, solamente su hondura religiosa ha logrado el equilibrio suficiente para que la demanda no sea blasfema: para que el rey elegido no sea absolutizado, divinizado, por encima de la única Majestad absoluta. Solamente su hondura religiosa da un sentido religioso a la nueva institución: un sentido liberador al fin (1S 8, 22).

La segunda decisión es la de la elección de Saúl. Entre las líneas del relato bíblico es fácil descubrir la tensión en que el hombre de Dios va dando cada uno de los pasos. El encuentro con el príncipe elegido ha sido sin duda magnificado por los relatos tradicionales. De todas formas, parece vivido en un clima de oración: el Señor orienta la mirada para reconocer al elegido (1S 9, 17) y él es al fin quien lo ha ungido como caudillo de su heredad (1S 10, 1). Él es quien le cambia el corazón (1S 10, 9) y quien orienta los pasos del sorteo (1S 10, 22). Entre líneas es fácil imaginar la tensión del hombre Samuel el día de la inauguración de la monarquía, mientras va pronunciando su discurso, su testimonio personal, su interpelación profética, su recordatorio de los planes salvadores de Dios (1S 12). Y fácil es adivinar el desgarro que se produce en su corazón al tiempo que se rasga su manto entre las manos crispadas del rey que se ha buscado el fracaso (1S 15, 27-28).

La tercera decisión es la de la elección de David. Elección arriesgada, si las hay. La fe yahvista ha tenido que comprometerse aquí en un cambio político de indudable trascendencia. El hombre de la oración y la prudencia parece tocado por los tintes de la conspiración. A medio camino entre el dolor por el fracaso de Saúl y el miedo por la muerte probable, Samuel tiene que cumplir aún la misión más decisiva para la historia de su pueblo, la unción clandestina de un joven pastor destinado a ser rey (1S 16). Según una tradición aislada, un día se encontrarán los tres personajes de este drama en las celdas del convento de los profetas en Ramá (1S 19, 18, 24). ¿Quién nos diera a conocer los sentimientos que aquel día se cruzaban en el corazón del anciano profeta?

A veces el mundo se nos llena de charlatanes que separan la opción religiosa de las opciones comprometidas en favor del pueblo. Solamente en la hondura religiosa, en la honradez incorruptible y en el temblor del riesgo se hace posible el paso de los orientadores llorados por su pueblo (1S 25, 1). Ante ellos, Samuel se nos presenta como una figura actual y fascinante: la del hombre al que su fe le lleva a comprometerse al servicio de su pueblo.

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS

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