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sábado, 10 de mayo de 2014

San Juan de Avila, 10 de Mayo


10 mayo

MAESTRO SAN JUAN DE ÁVILA

 († 1569)


Un buen día del año de 1517 Juan de Ávila, un estudiante alegre de la Mancha, que había recorrido durante cuatro cursos las callejuelas de Salamanca con sus cartapacios de apuntes bajo el brazo, camino del estudio, dejaba la ciudad del Tormes. Hacía días que Dios le hurgaba en el alma. El golpe de gracia fue en una fiesta de toros y cañas. Ahora, dejadas las "negras leyes", volvía a Almodóvar del Campo, que le había visto nacer el día de Epifanía del último año del siglo.

 Poco después Alcalá le dará su abrazo de bienvenida en un momento de efervescencia espiritual, a la que no podrá sustraerse. Las sabias lecciones de Artes del maestro Soto, de quien fue discípulo predilecto, y aquellas lecturas del docto maestro Medina, que enseñaba por la nueva vía de los Nominales, alternaban con la lección sabrosa de unos libros de Erasmo, saturados de espíritu paulino y salpicados de censuras mordaces ansiosas de reforma.

 Ya es sacerdote Juan de Ávila. Juan de Ávila ha entrado de lleno en el recogimiento y la oración. El fuego apostólico ha prendido en su alma y las Indias se le antojan cañaveral seco pronto para el incendio. Piensa ir allá con el padre Garcos, de la Orden de Santo Domingo, que marcha como primer obispo de Tlaxcala. ¿Vistió ahora el hábito dominicano en Santo Tomás de Sevilla? Veinte años más adelante se recordará, cuando esté inclinado a entrar en la Compañía, que el padre Ávila "ha seido fraile". Las íntimas relaciones que vemos tiene en Sevilla con los dominicos parecen dar pie para una conjetura.

 Alguna dificultad seria debió interponerse entre las Indias y aquel cristiano nuevo de Almodóvar. Sus Indias estaban en el sur de España. No acertamos a imaginarnos con colorido exacto el poder extraordinario de atracción de aquel clérigo joven, bachiller en teología, que vivía pobremente, sin tomar apenas cosa que llegase al fuego, sino granadas o frutos que pasaban por la calle. Su encuentro con Fernando de Contreras fue providencial. Era éste un clérigo de la Orden de San Pedro, antiguo capellán de San Ildefonso de Alcalá, fundador de un colegio de niño, famosos por sus redenciones de cautivos. Un día le oyó Contreras platicar a unos clérigos; otro día vio algo no común en su manera de decir misa. Y el círculo de Contreras, confesor entonces del arzobispo Manrique, inquisidor general, se abrió para acoger a Juan de Ávila. De esta manera entró en contacto con la casa de Priego, en cuya residencia de Montilla había de vivir los últimos años de su vida.

 Don Alonso Manrique logró retener al padre Ávila en su arzobispado. El maestro Baltanás, dominico, le encaminó a Ecija, ciudad de mucho comercio. Aquí comenzó su predicación y a leer públicamente unas lecciones sobre las epístolas de San Pablo. El celo de Ávila se extendía también a los niños, a quienes reunía al atardecer para enseñarles la doctrina, en la misma casa en que se hospedaba. También acudían allí personas mayores a quienes enseñaba a meditar. Leía un paso de la Pasión y luego estaban un poco meditándolo con poca luz. Pronto se murmuró de ello. Y en torno a él se iba formando un grupo sacerdotal, austero, de doctrineros y predicadores.

 Durante estos años de su estancia en Sevilla debió leer Ávila unos libros que años más adelante encarecerá: los Abecedarios de Osuna, que aparecen ahora. También él publica por estas fechas unos libros espirituales, entre ellos uno sobre el modo de rezar el rosario. Los publica sin su nombre, como hace con la traducción del Kempis, que sale ahora allí mismo en Sevilla, en 1536, y que se atribuirá más adelante a fray Luis de Granada.

 Pero esta vez una razón de prudencia debía aconsejar el anonimato. Los nombres de Juan de Ávila y de la Inquisición habían andado juntos en la boca de todos durante casi dos años que duró el proceso del apóstol de Andalucía (1532-33). Las acusaciones procedían de sus predicaciones en Ecija y Alcalá de Guadaira. La envidia de unos pocos, ciertas frases no bien interpretadas, su celo fuerte poco avenido con la prudencia cobarde, su espiritualidad en días de peligrosos iluminismos, le llevaron a la jurisdicción del Santo Oficio. Por fin salió del proceso sin nota alguna.

 Ávila deja Sevilla. Por entonces tiene lugar su predicación en Córdoba. Guadalcázar le ve llegar a sus puertas en 1537 para asistir a doña Sancha Carrillo en su último trance. A ella había escrito, pliego a pliego en forma de cartas, aquel precioso tesoro que es el Audi, filia, síntesis maravillosa de la vida cristiana, concebida por Ávila como una participación del alma en el gran misterio de Cristo. A principios de este mismo año había tenido lugar en Granada, el día de San Sebastián, la conversión de Juan de Dios, el portugués loco por amor a Cristo. En marzo del año siguiente su nombre aparece en las actas capitulares del Cabildo eclesiástico de Granada. Es ahora ya maestro y se le confía la predicación de la bula.

 ¿Qué había llevado a Granada a Juan de Ávila? Por aquellas fechas estaba fundando el arzobispo don Gaspar de Avalos aquella universidad. Ávila, hombre de letras, es llamado a la fundación. También aquí reúne un manojo de clérigos impacientes a lo divino. Conocemos varios de los nombres de aquellos pocos que vivían con él en una misma casa y comían con él en un pequeño refectorio que tenía. Entre ellos los más destacados fueron Bernardino de Carleval, rector del Colegio Real, que dijo un día a un compañero: "Vamos a oír a este idiota, veamos cómo predica", y en aquel mismo sermón se hizo su discípulo, y el austerísimo Hernán Núñez, gran predicador, que no tomaba nada de nadie, porque para unas migas y una ensalada que comía le bastaba su rentilla. Desde Granada sigue en relación con los muchos discípulos de Córdoba.

 Es ahora cuando el padre Ávila pone en obra un proyecto acariciado de mucho tiempo y organiza su congregación de sacerdotes operarios y santos. El poder arrebatador de su persona y su palabra había reunido en torno a él a muchos clérigos, en su mayor parte cristianos nuevos, hombres con fervores de novicios, a quienes juicios seculares cerraban las puertas de los mejores puestos. Ellos le dan la obediencia, sin votos desde luego, como a director de su movimiento sacerdotal. El les manda robustecer su vida interior: frecuencia de confesión y comunión, y no dejar nunca, a ser posible, las dos horas de oración, a la mañana y a la noche, sobre la Pasión y los novísimos. No deben olvidar el estudio del Nuevo Testamento —“y sería bien sabello de coro”—, para cuya inteligencia les recomienda la lectura de San Agustín, San Crisóstomo, San Bernardo, del Contemptus mundi, Enrique Herp y Erasmo. El resultado es una espiritualidad rigurosa y ascética, pero ungida y afectiva, en que el misterio de Cristo (Cruz, Eucaristía, Cuerpo Místico) tiene su puesto preferente. El darse al prójimo será para los suyos un desbordar de la vida del espíritu.

 Cuando más adelante escriba sus memoriales para Trento señalará Ávila dos clases de sacerdotes de quienes tenía necesidad la Iglesia de su tiempo: los curas y confesores, de una parte, y los predicadores. Estos últimos deben ser el brazo derecho de los obispos, con los cuales, "como capitán con caballeros, sean terrible contra los demonios". Sus discípulos debían ser preferentemente esta segunda clase de sacerdotes: una vanguardia móvil de misioneros, siempre dispuesta para el combate adonde quiera les llamasen los prelados, un cuerpo de letrados que forjasen en colegios y universidades legiones de sacerdotes evangélicos.

 Dos centros importantísimos de la escuela avilina son Baeza y Córdoba. La universidad de Baeza es fundada en 1538 por don Rodrigo y don Pedro López. Desde el primer momento es patrono y alma el maestro Ávila. Conocemos algo del género de vida de sus profesores Y estudiantes. Era tan ejemplar la vida de aquellos sacerdotes y alumnos que con razón se decía en aquel tiempo que las escuelas de Baeza más parecían convento de religiosos que congregación de estudiantes. Tales debían ser los discípulos de aquellos apostólicos varones, que lo eran a la vez del padre Ávila. Vivían en las mismas escuelas. Su traje, modestísimo. Despreciando honores y riquezas, leían teología escolástica y positiva los días ordinarios, y los domingos y fiestas predicaban en la ciudad y por los pueblos. Modo de vida parecido se tenía en los demás colegios —hasta quince— fundados por el maestro en toda Andalucía. En ellos, por usar una expresión del propio Ávila, se aprendía no tanto a gastar los ojos en el estudio cuanto a encallecer las rodillas en la oración. La orientación de las Escuelas es tan apostólica que nadie se gradúa en Baeza sin que haya salido a misionar por los pueblos. Aquellos doctores en Baeza no son unos especulativos: son varones espirituales, predicadores y directores de almas. Hay fama que el propio maestro Ávila no se atreve a decir misa el día que ha tenido que distraerse en una materia teologal demasiado sutil.

 El padre Ávila mora frecuentemente con los condes de Feria, particularmente en las villas cordobesas de Montilla y Priego. Con él está largas temporadas fray Luis de Granada, que al lado del púlpito le oye, cuando predica, con encandilamiento. El maestro, que no cura del bien decir, no deja en sus sermones ni una piedra de la retórica sin mover. De cada uno de aquellos sermones de Ávila saca él tema para otros veinte. Aquel predicar valiente a Cristo crucificado, a lo Pablo, deja un rastro indeleble en el alma de fray Luis. Muchas noches se pasaba Ávila cosido a los pies de un crucifijo, pensando su sermón. Cristo crucificado era su libro. Decía él que Dios le había alquilado para dos cosas: para hacer llegar a los hombres al conocimiento de sí mismos, para que se despreciasen, y al conocimiento de Cristo, para que apreciasen los tesoros de sabiduría y amor que se encerraban en aquel pecho divino. Ávila, con todo, no era un hombre despegado, ajeno a las cosas de la vida. Por un pleito del archivo de protocolos de Córdoba de 1552 nos consta que era hombre de habilidades mecánicas y que había descubierto por su industria "cuatro artes o ingenios de subir agua de bajo a alto".

 Córdoba era ahora centro irradiador en las misiones que organizaba Ávila. Una vez reunió allí más de veinticuatro discípulos de su escuela sacerdotal. Unos fueron a las Alpujarras; otros a las almadrabas de los atunes y Sevilla; otros a Fuenteovejuna, otros fueron por los obispados de Jaén y Córdoba. El aparejo y desarrollo de aquella correría tiene reminiscencias evangélicas. Van de dos en dos; en un jumentillo, el recado para decir misa, unos rosarios, estampas, alambres para hacer cilicios y unos libricos devotos; no llevan cosa de comer; no reciben regalos ni limosnas de misas; se recogen en los hospitales o en las sacristías de las iglesias; procuran dar en todo olor franciscano de desinterés y abstinencia.

 Hacia 1546 Juan de Ávila y sus discípulos toman contacto con la Compañía de Ignacio de Loyola. Se cruzan cartas entre Ávila y San Ignacio, y se habla de la polvareda levantada por Melchor Cano contra la Compañía. Ignacio de Loyola muestra sumo interés por que el jesuita Villanueva se entreviste con el maestro. Escribiendo, a primeros de septiembre de 1550, sus impresiones, Villanueva manifiesta su admiración por la coincidencia de pensamiento entre el padre Ávila y la Compañía. "En tanta conformidad —dice— no parece quepa otro acuerdo: o que él se una a nosotros o que nosotros nos unamos con él." De todos modos, había que trabajar por atraerle. "Traería tras sí mucha cosa el Ávila."

 En 1551 comienzan las grandes enfermedades del maestro Ávila, que le duran hasta el fin de sus días. Es entonces cuando piensa Ávila dejar a la Compañía la herencia de sus discípulos y colegios, Ávila hubiera deseado que siquiera el colegio de Baeza hubiera tenido perpetuidad después de sus días merced a los jesuitas. Pero este sueño no llegará a realizarse debido a la postura que la Compañía se verá forzada a tomar con relación a los conversos o descendientes de judíos, entre los cuales había reclutado Ávila sus mejores discípulos. Es el tiempo de la persecución del cardenal Silíceo.

 Y la escuela sacerdotal avilina queda desglosada: una parte —cerca de treinta— en la Compañía, y los otros —la mayoría— esparcidos por Andalucía y Extremadura, bajo la dirección de su maestro. Llegan días tristes para Ávila y los suyos. En 1559 es incluido en el Cathalogus inquisitorial de Valdés el Audi, filia del padre Ávila y son procesados en Sevilla y Valladolid varios de sus amigos y antiguos discípulos. En el proceso de Carranza, el arzobispo de Toledo, aparece también el nombre del padre Ávila y junto con el Catecismo de aquél censura Cano unos escritos avilinos. Ávila, cada vez más apretado por estas enfermedades, se ha confinado a Montilla, donde cuida con esmero el alma de aquella santa condesa de Feria, en el claustro sor Ana de la Cruz, favorecida con gracias extraordinarias. A pesar de sus achaques sigue predicando, particularmente en las fiestas del Corpus, del Espíritu Santo y de la Virgen Nuestra Señora. Se despuebla la villa para acudir a sus sermones. Y aun la buena marquesa de Priego, vieja y sorda, acude a la iglesia. Y la doncella doña Aldonza le repite por una caña los conceptos del maestro.

 Los discípulos del padre Ávila constituyen ahora tres grupos principales: uno, el de los doctores de Baeza con todos sus respectivos dirigidos y betas. Hay entre ellos frecuencia de sacramentos y largas horas de oración. Los que pueden desembarazarse de las obligaciones de sus casas se retiran a la soledad en unos caseríos donde tienen misa los días de fiesta, confiesan y comulgan. De estos principios ha de resultar luego la fundación descalza de la Peñuela. Ellos serán quienes acogerán con júbilo el colegio universitario de la reforma, que abrirá San Juan de la Cruz en 1571. Otro grupo lo forman los solitarios del Tardón regidos por la prudencia del padre Mateo de la Fuente, quien comunica las cosas de su espíritu y de sus ermitaños con el padre Ávila, a quien va a visitar con frecuencia. Un tercer grupo reside en Extremadura, en Zafra y Fregenal sobre todo. Son los más extremosos: buscan en la oración consolaciones sensibles y preocupan al padre Ávila.

 El padre Ávila muere el 10 de mayo de 1569. Muere con una humildad ejemplar. A los que le hablan de cosas muy altas les ruega que le digan aquello que, para consolarles, se dice a los grandes pecadores. Le coge la muerte después de largos años de enfermedad y parece sorprenderle. Quisiera, dice él, mejor aparejarse para la partida. Se dice allí mismo misa de la Resurrección mientras se agrava. Los dolores le aprietan. "Bueno está, Señor; bueno está", dice el padre Ávila. Y con voz muy flaca, muchas veces: "Jesús, María". Un padre le tenía el crucifijo en la mano derecha y otra persona la vela en la izquierda.

 Sólo cinco años más tarde ya vemos mezclados en los papeles de la Inquisición de Córdoba a carmelitas, discípulos de Ávila y alumbrados, del mismo modo que en los procesos de la Inquisición de Llerena andan confusos los nombres de algunos discípulos indignos del padre Ávila con los de los jesuitas, del padre Granada, Juan de Ávila y el Beato Ribera.

 El auto de fe de 1579, en que son castigados los alumbrados de Llerena, es un rudo golpe para la mística heterodoxa y aun para la ortodoxa. Por estos días la escuela de Ávila ya hace tiempo que ha dejado de ser algo concreto y compacto. Si algo queda todavía es aquel tinte espiritual y hondamente sacerdotal que conserva largo tiempo la universidad de Baeza. El fermento que había entrado en la Compañía fue eliminado poco a poco, sobre todo desde que se procuró purgarla de aquel tipo de espiritualidad afectiva que cultivaba el padre Baltasar Alvarez y otros de la primitiva Compañía. Los discípulos que, en un segundo tiempo, habían entrado en la reforma del Carmen apenas tuvieron influencia. Y, después del gran fracaso de fray Luis con la célebre monja falsaria de Lisboa, también el grupo de dominicos de la Bética, simpatizante con Ávila, se fue esfumando y prevaleció la corriente intelectualista que había patrocinado Melchor Cano.

 La escuela de Ávila había terminado, Pero su figura y sus escritos habían de seguir influyendo en la espiritualidad española. La misma gran escuela francesa de espiritualidad le es deudora. Beatificado en 1894, el 6 de julio de 1946 Pío XII le proclamaba patrono principal del clero secular español.

 LUIS SALA BALUST



 San Juan de Avila
Sacerdote, patrón de los sacerdotes españoles, reformador, escritor.

Aportado por el Padre José María González Ruiz basado en la obra del padre Juan Esquerda Bifet.

Homilía de Miércoles de Ceniza
"Acuérdate, hombre, que eres ceniza, dice Dios; acuérdate del pecado que te consumió y del fuego que te tornó ceniza; acuérdate de que para remediar esos males, hizo Dios por ti lo que hizo. Para remediar esto vino Dios y Él mismo fue abrasado de amor y hecho ceniza, fue trabajado, sudó, cansó, fue perseguido y afrentado, crucificado por ti.

Toma la ceniza de Cristo; toma la memoria de su Pasión; acuérdate que el obedeció más al Padre que tú pecaste; que agradó El más que desagradaste tú. Toma la memoria de Jesucristo crucificado; júntala con agua viva. No se te pide sino que te sujetes a la Iglesia, digas a Dios que pequé contra ti, pésame de haber ofendido a mi Dios, que eres, Señor, incomprensible bien. El pone los sacramentos; pon tú un poco de agua viva de contrición. ¿Cómo no te pesará de haber ofendido a quien se puso por ti en la cruz?"

Infancia y formación sacerdotal

San Juan de Ávila nació el 6 de enero de 1499 (o 1500) en Almodóvar del Campo (Ciudad Real), de una familia profundamente cristiana. Sus padres, Alfonso de Ávila (de ascendencia israelita) y Catalina Jijón, poseían unas minas de plata en Sierra Morena, y supieron dar al niño una formación cristiana de sacrificio y amor al prójimo. Son conocidas las escenas de entregar su sayo nuevo a un niño pobre, sus prolongados ratos de oración, sus sacrificios, su devoción eucarística y mariana.

Probablemente en 1513 comenzó a estudiar leyes en Salamanca, de donde volvería después de cuatro años para llevar una vida retirada en Almodóvar. A pesar de llamarlas ‘leyes negras’ los estudios de Salamanca dejaron huella en su formación eclesiástica, como puede constatarse en sus escritos de reforma. Esta nueva etapa en Almodóvar, en casa de sus padres, viviendo una vida de oración y penitencia, durará hasta 1520. Pues aconsejado por un religioso franciscano, marchará a estudiar artes y teología a Alcalá de Henares (1520-1526). De esta etapa en Alcalá existen testimonios de su gran valía intelectual, como así lo atestigua el Mtro. Domingo de Soto. Allí estuvo en contacto con las grandes corrientes de reforma del momento. Conoció el erasmismo, las diversas escuelas teológicas y filosóficas y la preocupación por el conocimiento de las Sagradas Escrituras y los Padres de la Iglesia. También trabó amistad con quienes habían de ser grandes reformadores de la vida cristiana, como don Pedro Guerrero, futuro arzobispo de Granada, y posiblemente también con el venerable Fernando de Contreras. Incluso pudo haber conocido allí al P. Francisco de Osuna y a San Ignacio de Loyola.

Primeros años de sacerdocio

Durante sus estudios en Alcalá, murieron sus padres. Juan fue ordenado sacerdote en 1526, y quiso venerar la memoria de sus padres celebrando su Primera Misa en Almodóvar del Campo. La ceremonia estuvo adornada por la presencia de doce pobres que comieron luego a su mesa. Después vendió todos los bienes que le habían dejado sus padres, los repartió a los pobres, y se dedicó enteramente a la evangelización, empezando por su mismo pueblo.

Un año después, se ofreció como misionero al nuevo obispo de Tlascala (Nueva España), Fr. Julián Garcés, que habría de marchar para América en 1527 desde el puerto de Sevilla. Con este firme propósito de ser evangelizador del Nuevo Mundo, se trasladó san Juan de Ávila a Sevilla, donde mientras tanto se entregó de lleno al ministerio, en compañía de su compañero de estudios en Alcalá el venerable Fernando de Contreras. Ambos vivían pobremente, entregados a una vida de oración y sacrificio,  de asistencia a los pobres, de enseñanza del catecismo.

Esta amistad y convivencia con Fernando de Contreras, fueron posiblemente las que motivaron el cambio de las ansias misioneras de Juan de Ávila. El P. Contreras habló con el arzobispo de Sevilla, D. Alonso Manrique, y éste le ordenó a Juan que se quedara en las ‘Indias’ del mediodía español. El mismo arzobispo quiso conocer personalmente la valía del nuevo sacerdote y le mandó predicar en su presencia. Juan de Ávila contaría después la vergüenza que tuvo que pasar; orando la noche anterior ante el crucifijo, pidió al Señor que, por la vergüenza que él pasó desnudo en la cruz, le ayudara a pasar aquel rato amargo. Y cuando, al terminar el sermón, le colmaron de alabanzas, respondió: <<Eso mismo me decía el demonio al subir al púlpito.

Durante algún tiempo continuó el ministerio juntamente con Fernando de Contreras. Pronto se dirigió a predicar y ejercer el ministerio en Écija (Sevilla). Uno de sus primeros discípulos y compañero fue Pedro Fernández de Córdoba, cuya hermana de catorce años, D.ª Sancha Carrillo (ambos hijos de los señores de Guadalcázar, Córdoba), comenzó una vida de perfección bajo la guía del Maestro Ávila. La que habría sido dama de la emperatriz Isabel, pasó a ser (después de confesarse con san Juan de Ávila) una de las almas más delicadas de la época y destinataria de las enseñanzas del Maestro en el Audi, Filia, preciosa pieza espiritual del siglo XVI y único libro escrito por Juan de Ávila. Su predicación se extendía también a Jerez de la Frontera, Palma del Río, Alcalá de Guadaira, Utrera..., juntamente con la labor de confesionario, dirección de almas, arreglo de enemistades.

Pero su presencia en Écija pronto le va a acarrear las enemistades y la persecución. El primer incidente ocurrió cuando un comisario de bulas impidió la predicación de Juan para poder predicar él la bula de que era comisario. El auditorio, sin embargo, dejó al bulero solo en la iglesia principal y fue a escuchar a Juan de Ávila en otra iglesia. Después del suceso, el comisario de bulas, en plena calle, propinó una bofetada a Juan. Éste se arrodilló y dijo humildemente: <<emparéjeme esta otra mejilla, que más merezco por mis pecados>>. Este hecho y las envidias de algunos eclesiásticos, llevaron precisamente a los clérigos a denunciar a San Juan de Ávila ante la Inquisición sevillana en 1531.

Procesado por la Inquisición

Desde 1531 hasta 1533 Juan de Ávila estuvo procesado por la Inquisición. Las acusaciones eran muy graves en aquellos tiempos: llamaba mártires a los quemados por herejes, cerraba el cielo a los ricos, no explicaba correctamente el misterio de la Eucaristía, la Virgen había tenido pecado venial, tergiversaba en sentido de la Escritura, era mejor dar limosna que fundar capellanías, la oración mental era mejor que la oración vocal... Todo menos la verdadera acusación: aquel clérigo no les dejaba vivir tranquilos en su cristianismo o en su vida ‘clerical’. Y Juan fue a la cárcel donde pasó un año entero.

Juan de Ávila no quiso defenderse y la situación era tan grave que le advirtieron que estaba en las manos de Dios, lo que indicaba la imposibilidad de salvación; a lo que respondió: <<No puede estar en mejores manos>>. San Juan fue respondiendo uno a uno todos los cargos, con la mayor sinceridad, claridad y humildad, y un profundo amor a la Iglesia y a su verdad. Y aquél que no quiso tachar a los cinco testigos acusadores, se encontró con que la Providencia le proporción 55 que declararon a su favor.

Este tiempo en la cárcel produjo sus frutos interiores, al igual que lo hiciera con san Juan de la Cruz. En ella escribió un proyecto del Audi, Filia, pero sobre todo, como él nos cuenta, allí aprendió, más que en sus estudios teológicos y vida anterior, el misterio de Cristo. Juan fue absuelto. Pero lo que más humillante fue la sentencia de absolución: “Haber proferido en sus sermones y fuera de ellos algunas proposiciones que no parecieron bien sonantes”, y le mandan, bajo excomunión, que las declare convenientemente, donde las haya predicado.

Viajes y ministerio desde 1535 a 1554

En 1535 marcha Juan de Ávila a Córdoba, llamado por el obispo Fr. Álvarez de Toledo. Allí conoce a Fr. Luis de Granada, con quien entabla relaciones espirituales profundas. Organiza predicaciones por los pueblos (sobre todo por la Sierra de Córdoba), consigue grandes conversiones de personas muy elevadas, entabla buenas relaciones con el nuevo obispo de Córdoba, D. Cristobal de Rojas, que quien dirigirá las Advertencias al Concilio de Toledo.

La labor realizada en Córdoba fue muy intensa. Prestó mucha atención al clero, creando centros de estudios, como el Colegio de San Pelagio (en la actualidad el Seminario Diocesano), el Colegio de la Asunción (donde no se podía dar título de maestro sin haberse ejercitado antes en la predicación y el catecismo por los pueblos). Explica las cartas de san Pablo a clero y fieles. Un padre dominico, que primero se había opuesto a la predicación de san Juan, después de escuchar sus lecciones, dijo: <<vengo de oír al propio san Pablo comentándose a sí mismo.

Córdoba es la diócesis de san Juan de Ávila, tal vez ya desde 1535, pero con toda seguridad desde 1550. Allí le vemos cuando murió D.ª Sancha Carrillo, en 1537, de quien escribió una biografía que se ha perdido. Predica frecuentemente en Montilla, por ejemplo la cuaresma de 1541. Y las célebres misiones de Andalucía (y parte de Extremadura y Castilla la Mancha) las organiza desde Córdoba (hacia 1550-1554). Juan recibiría en Córdoba el modesto beneficio de Santaella, que le vinculó a la diócesis cordobesa para lo restante de su vida. En el Alcázar Viejo de Córdoba reuniría a veinticinco compañeros y discípulos con los que trabajaba en la evangelización de las comarcas vecinas.

A Granada acudió san Juan de Ávila, llamado por el arzobispo D. Gaspar de Avalos, el año 1536. Es en Granada donde tiene lugar el cambio de vida de san Juan de Dios; en la ermita de san Sebastián, oyendo a san Juan de Ávila, Juan Cidad, antiguo soldado y ahora librero ambulante, se convirtió en san Juan de Dios. En numerosas ocasiones san Juan de Dios a Montilla para dirigirse espiritualmente con el Maestro Ávila, convirtiéndose en su más fiel discípulo.

El duque de Gandía, Francisco de Borja, fue otra alma predilecta influida por la predicación de san Juan de Ávila; las honras fúnebres predicadas por éste en las exequias de la emperatriz Isabel (1539) fueron la ocasión providencial que hicieron cambiar de rumbo la vida del futuro general de la Compañía.

En Granada lo vemos formando el primer grupo de sus discípulos más distinguidos. En Granada también, en 1538 están fechadas las primeras cartas de san Juan de Ávila que conocemos. En los años sucesivos vemos a san Juan de Ávila en Córdoba, Baeza, Sevilla, Montilla, Zafra, Fregenal de la Sierra, Priego de Córdoba. La predicación, el consejo, la fundación de colegios, le llevan a todas partes.

La cuaresma de 1545 la predicó en Montilla. Su predicación iba siempre seguida de largas horas de confesionario y de largas explicaciones del catecismo a los niños; éste era un punto fundamental de su programa de predicación.

Los colegios de san Juan de Ávila.

En todas las ciudades por donde pasaba, Juan de Ávila procuraba dejar la fundación de algún colegio o centro de formación y estudio. Sin duda, la fundación más celebre fue la Universidad de Baeza (Jaén). La línea de actuación que allí impuso era común a todos sus colegios, como puede verse plasmada en los Memoriales al Concilio de Trento, donde pide la creación de seminarios, para una verdadera reforma de la Iglesia y del clero.

Predicando el Evangelio.

Es la definición que mejor cuadra a Juan de Ávila: predicador. Éste es precisamente el epitafio que aparece en su sepulcro: “mesor eram”. El centro de su mensaje era Cristo crucificado, siendo fiel discípulo de san Pablo. Predicaba tanto en las iglesias como incluso en las calles. Sus palabras iban directamente a provocar la conversión, la limpieza de corazón. El contenido de su predicación era siempre profundo, con una teología muy escriturística. Pero ésta estaba sobre todo precedida de una intensa oración. Cuando le preguntaban qué había que hacer para predicar bien, respondía: ‘amar mucho a Dios’.

Los textos de los sermones de san Juan de Ávila están acomodados al tiempo litúrgico. Los temas principales son la Eucaristía, el Espíritu Santo, la pasión, el tiempo litúrgico; siendo el tema predilecto para los clérigos el del sacerdocio. La fuerza de su predicación se basaba en la oración, sacrificio, estudio y ejemplo. Podía hablar claro quien había renunciado a varios obispados y al cardenalato, y quien no aceptaba limosnas ni estipendios por los sermones, ni hospedaje en la casa de los ricos o en los palacios episcopales. El desprecio y conocimiento de sí mismo era el secreto para guardar el equilibrio al reprender a los demás, considerándose siempre inferior a los demás.

Su modelo de predicador era san Pablo, al que procuraba imitar sobre todo en el conocimiento del misterio de Cristo. Afirma su biógrafo el Lic. Muñoz que “no predicaba sermón sin que por muchas horas la oración le precediese”, ya que “su principal librería” era el crucifijo y el Santísimo Sacramento.

La misión apostólica de la predicación era precisamente uno de los objetivos de la fundación de sus colegios de clérigos. Ésta era también una de las finalidades de los Memoriales dirigidos al Concilio de Trento.

Retiro en Montilla

Desde 1511 Juan de Ávila se sintió enfermo. Gastado en un ministerio duro, sintió fuertes molestias que le obligaron a residir definitivamente en Montilla desde 1554 hasta su muerte. Rehusó la habitación ofrecida en el palacio de la marquesa de Priego, y se retiró en una modesta casa propiedad de la marquesa. Su vida iba transcurriendo en la oración, la penitencia, la predicación (aunque no tan frecuente), las pláticas a los sacerdotes o novicios jesuitas, la confesión y dirección espiritual, el apostolado de la pluma.

Su enfermedad la ofreció para inmolarse por la Iglesia, a la que siempre había servido con desinterés. Cuando arreciaba más la enfermedad, oraba así: “Señor, habeos conmigo como el herrero: con una mano me tened, y con otra dadme con el martillo”.

Pero a Juan todavía le quedaban quince años de vida fructífera, que empleó avaramente en la extensión del Reino de Dios. El retiro de Montilla le dio la posibilidad de escribir con calma sus cartas, la edición definitiva del Audi, Filia, sus sermones y tratados, los Memoriales al Concilio de Trento, las Advertencias al Concilio de Toledo y otros escritos menores. Se puede decir que Juan de Ávila inicia con sus escritos la mística española del Siglo de oro. Si en otros períodos de su vida se podía calificar de predicador, misionero, fundador de colegios, ahora, en Montilla, se puede resumir su vida diciendo que era escritor.

El Audi, Filia, a pesar de todas las vicisitudes por las que pasó, y tras retocarlo de nuevo en Montilla, queriéndolo confrontar con las enseñanzas de Trento, fue publicado después de su muerte. El rey Felipe II lo apreció tanto que pidió no faltara nunca en El Escorial. El Card. Astorga, arzobispo de Toledo, diría que, con él, “había convertido más almas que letras tiene”. Prácticamente es el primer libro en lengua vulgar que expone el camino de perfección para todo fiel, aun el más humilde. El sentido de perfección cristiana es el sentido eclesial de desposorio de la Iglesia con Cristo. Éste y otros libros de Juan influyeron posteriormente en autores de espiritualidad.

Las cartas de Juan de Ávila llegaban a todos los rincones de España e incluso a Roma. De todas partes se le pedía consejo. Obispos, santos, personas de gobierno, sacerdotes, personas humildes, enfermos, religiosos y religiosas, eran los destinatarios más frecuentes. Las escribía de un tirón, sin tener tiempo para corregirlas. Llenas de doctrina sólida, pensadas intensamente, con un estilo vibrante.

No hay en todo el siglo XVI ningún autor de vida espiritual tan consultado como Juan de Ávila. Examinó la Vida de santa Teresa, se relacionó frecuentemente con san Ignacio de Loyola o con sus representantes, con san Francisco de Borja, san Juan de Dios, san Pedro de Alcántara, San Juan de Ribera, fray Luis de Granada.

A Juan de Ávila se le llama <<reformador>>, si bien sus escritos de reforma se ciñen a los Memoriales para el Concilio de Trento, escritos para el arzobispo de Granada, D. Pedro Guerrero, ya que Juan de Ávila no pudo acompañarle a Trento debido a su enfermedad, y a las Advertencias al Concilio de Toledo, escritas para el obispo de Córdoba, D. Cristóbal de Rojas, que habrían de presidir el Concilio de Toledo (1565), para aplicar los decretos tridentinos.

La doctrina de san Juan de Ávila sobre le sacerdocio quedó esquematizada en un Tratado sobre el sacerdocio, del que conocemos sólo una parte, pero una belleza y contenido extraordinarios, y que sirvió de pauta para sus pláticas y retiros a clérigos, y para que sus discípulos hicieran otro tanto donde no podía llegar ya el Maestro.

Escuela Sacerdotal

Este término aparece con frecuencia en las primeras biografías de nuestro santo, para referirse a sus discípulos. Todos ellos tienen un denominador común, a pesar de ministerios muy diversos y de encontrarse en lugares muy distantes: predicar el misterio de Cristo, enderezar las costumbres, renovación de la vida sacerdotal según los decretos conciliares, no buscar dignidades ni puestos elevados, vida intensa de oración y penitencia, paciencia en las contradicciones y persecuciones, sentido de Iglesia, enseñar la doctrina cristiana, dirección espiritual, etc. Los encontramos en los pueblecitos más alejados de pastores y agricultores como en las aldeas de Fuenteovejuna, como entre los consejeros de los grandes; en los colegios y universidades o en las costas de Andalucía; en las prelaturas o en las minas de Almadén.

El grupo sacerdotal de Juan de Ávila parece que se estructura en Granada hacia el año 1537, aunque ya antes se habían hecho discípulos suyos algunos sacerdotes de Sevilla, Écija y Córdoba. En Córdoba reunió a más de veinte en el Alcázar Viejo. Y fue allí donde dirigió un centro misional durante ocho o nueve años. La gran misión del mediodía español es una de las manifestaciones típicas de la escuela sacerdotal de Juan de Ávila.

La escuela sacerdotal de Juan de Ávila no se puede estudiar sino teniendo a la vista la relación con la Compañía de Jesús. Juan encaminó a muchos de sus discípulos a la Compañía, y hubo intentos de fusión, cesión de colegios, estudio conjunto, ayuda a los jesuitas, que en Salamanca encontraron muchas dificultades. Pero Juan de Ávila no entró en la Compañía. Éste era el gran deseo de san Ignacio, hasta el punto de afirmar que “o nosotros nos unamos a él o él a nosotros”. Pero la voluntad del Señor no era ésta, la enfermedad de Juan y los caminos del Señor lo impidieron. A pesar de ello, él fue enviando a sus mejores discípulos a la Compañía.

La escuela sacerdotal avilista ser refleja principalmente en su Maestro. El testimonio y la doctrina de Juan dejaron huella imborrable, como le iba dejando su sello personal que tenía dibujado el Santísimo Sacramento. En sus discípulos dejó impresa la ilusión por la vocación sacerdotal, el amor al sacerdocio, con los matices de la vida eucarística, vida litúrgica y de oración personal profunda, devoción al Espíritu Santo, a la Pasión del Señor, a la Virgen María, entrega total al servicio desinteresado de la Iglesia en la expansión del Reino y la predicación de la Palabra de Dios. Pero lo que consideraba esencial en todo aquel que quería ser buen sacerdote era la vida de oración, ya que en la caridad y en la oración era en los que según él habrían de consistir los exámenes de Órdenes.

En la Santa Misa centraba toda la evangelización y vida sacerdotal. La celebraba empleando largo tiempo, con lágrimas por sus pecados. Sobre la Eucaristía jamás le faltó materia para predicar, especialmente en la fiesta y octava del Corpus. “Trátalo bien, que es hijo de buen Padre”, dijo a un sacerdote de Montilla que celebraba con poca reverencia; la corrección tuvo como efecto conquistar un nuevo discípulo. Ya enfermo en Montilla, quiso ir a celebrar misa a una ermita; por el camino se sintió imposibilitado; el Señor, en figura de peregrino, se le apareció y le animó a llegar hasta la meta. Fue el gran apóstol de la comunión frecuente, a pesar de las contradicciones que se le siguieron. Prefería la presencia eucarística a la visita de los Santos Lugares.

Su virtud principal fue la caridad. Tenía un amor entrañable a la humanidad de Cristo: “el Verbo encarnado fue el libro y juntamente maestro”. Su Tratado del amor de Dios es una joya de la literatura teológica en lengua castellana. Su amor al prójimo fue la expresión del ministerio sacerdotal. Toda la obra de Juan de Ávila mira hacia la caridad cristiana. De ahí la preocupación por la educación cristiana y humana integral, la preocupación por los problemas sociales, por la reforma del estado seglar (como él decía), por la reforma del clero.

Una cruz grande de palo en su habitación de Montilla, la renuncia a las prebendas y obispados (el de Segovia y Granada), así como el capelo cardenalicio (ofrecido por Paulo III), son índice de la pobreza y humildad de quien “fue obrero sin estipendio..., y habiendo servido tanto a la Iglesia, no recibió de ella un real” (Lic. Muñoz). No renunció al episcopado por desprecio, sino por imitar al Señor y por sentirse indigno. Su amor a la pobreza no tiene otra motivación sino un amor profundo a Jesucristo. Asistía a los pobres. Vivía limpia y pobremente y no consiguieron cambiarle el manteo o la sotana ni aun con engaño.

Su humildad le llevó a ser un verdadero reformador. No pudieron sacarle ningún retrato. Su predicación iba siempre acompañada del catecismo a los niños; su método catequético tiene sumo valor en la historia de la pedagogía.

El celo por la extensión del Reino aparece en sus obras y palabras. Las cartas a los predicadores son pura llama de apóstol. No admitía que murmurasen de nadie. La castidad la veía en relación al sacerdocio, principalmente como ministro de la Eucaristía. La devoción a María la expresa continuamente y la aconseja a todo el mundo.

De todas sus virtudes, de su prudencia, consejo, discreción, etc., hablan sus biógrafos. Pero él conocía bien sus propios defectos y, por eso, pidió en las últimas horas de su vida que no le hablaran de cosas elevadas, sino que le dijeran lo que se dice a los que van a morir por sus delitos. A Juan de Ávila no le atraían propiamente las virtudes en sí mismas, sino el misterio de Cristo vivido y predicado.

Entregado al estudio continuo de las Escrituras y de otras materias eclesiásticas, gastando su vida en la oración, predicación y fundación de obras apostólicas y sociales, en la dirección de las almas y en la enseñanza del catecismo, en la formación de sacerdotes y futuros sacerdotes, Juan de Ávila es un maestro de apóstoles.

La figura personal y pastoral de Juan de Ávila encontró pronto eco en Italia con san Carlos Borromeo, y en Francia en la escuela sacerdotal francesa del siglo XVII. Pero su obra quedó, en parte, en la tiniebla en su aportación más profunda a la vida evangélica precisamente para el clero diocesano y la vida de perfección cristiana en las estructuras de todo el pueblo de Dios.

Muerte de Juan de Ávila.

La estancia definitiva en Montilla fue especialmente fructífera. Dejó una huella imborrable en los sacerdotes de la ciudad. En una de sus últimas celebraciones de la misa le hablo un hermoso crucifijo que él veneraba: “perdonados te son tus pecados”.

Pero la enfermedad iba pudiendo más que su voluntad. A principio de mayo de 1569 empeoró gravemente. En medio de fuertes dolores se le oía rezar: “Señor mío, crezca el dolor, y crezca el amor, que yo me deleito en el padecer por vos”. Pero en otras ocasiones podía la debilidad: “¡Ah, Señor, que no puedo!”. Una noche, cuando no podía resistir más, pidió al Señor le alejara el dolor, como así se hizo en efecto; por la mañana, confundido, dijo a los suyos: “¡Qué bofetada me ha dado Nuestro Señor esta noche!”.

Juan de Ávila no hizo testamento, porque dijo que no tenía nada que testar. Pidió que celebraran por él muchas misas; rogó encarecidamente que le dijeran lo que se dice a quienes van a morir por sus delitos. Quiso que se celebrara la misa de resurrección en aquellos momentos en que se encontraba tan mal. Manifestó el deseo de que su cuerpo fuera enterrado en la iglesia de los jesuitas, pues a los que tanto había querido en vida, quiso dejarles su cuerpo en muerte. Quiso recibir la Unción con plena conciencia. Invocó a la Virgen con el Recordare, Virgo Mater... Y una de sus últimas palabras mirando el crucifijo, fue “ya no tengo pena de este negocio”. Era el 10 de mayo de 1569. Santa Teresa, al enterarse de la muerte de Juan de Ávila, se puso a llorar y, preguntándole la causa, dijo: “Lloro porque pierde la Iglesia de Dios una gran columna”.

La persona, los escritos, la obra y los discípulos de Juan de Ávila influirán en los siglos posteriores. Hemos visto los santos y autores que estuvieron relacionados más o menos con san Juan de Ávila; casi todos ellos influenciados por sus escritos, por su persona o por su obra. Se suelen encontrar, además, vestigios de influencia místico-poética en san Juan de la Cruz y en Lope de Vega. San Francisco de Sales y san Alfonso Mª de Ligorio citan frecuentemente a san Juan de Ávila. Y san Antonio Mª Claret reconocía el bien que le hicieron los escritos de san Juan de Ávila como predicador. Su influencia es notoria en la escuela francesa de espiritualidad sacerdotal, en cuyos escritos y doctrina se inspiraron.

En 1588, Fr. Luis de Granada, recogiendo algunos escritos enviados por los discípulos y recordando su propia convivencia con san Juan de Ávila, escribió la primera biografía. En 1623, la Congregación de san Pedro Apóstol, de sacerdotes naturales de Madrid, inicia la causa de beatificación. En 1635, el Licdo. Luis Muñoz escribe la segunda biografía de Juan de Ávila, basándose en la de Fr. Luis, en los documentos del proceso de beatificación y en algunos documentos que se han perdido. El día 4 de abril de 1894, León XIII beatifica al Maestro Ávila. Pío XII, el 2 de julio de 1946 lo declara Patrono del clero secular español. Pero el maestro de santos tendrá que esperar hasta el año 1970 para ser canonizado por el Papa Pablo VI.

El pasado año se celebró el centenario del nacimiento de san Juan de Ávila en Almodóvar del Campo el 6 de enero de 1499 (o 1500). Con motivo de este feliz aniversario se celebraron numerosos actos en su honor, como el encuentro sacerdotal el 30 de mayo de 2000 en la ciudad de Montilla o el extraordinario Congreso Internacional, celebrado en Madrid, sobre la persona y obra del Apóstol de Andalucía. La iglesia de la Compañía de Montilla, donde descansan sus restos, y la pequeña casa donde vivió sus últimos años san Juan de Ávila, son centros de continuo peregrinar de obispos, sacerdotes y fieles de toda España.

La Conferencia Episcopal Española ha pedido a la Santa Sede, con motivo del centenario del nacimiento de san Juan de Ávila, que sea declarado Doctor de la Iglesia Universal. Esperamos que aquél que ha sido conocido a lo largo de los últimos cinco siglos como el Maestro, pronto le sea reconocido por la Iglesia oficial el título de Doctor y Maestro del pueblo cristiano.

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