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sábado, 13 de julio de 2013

Auténtica Madre de los hombres



Auténtica Madre de los hombres

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El pasado 13 de octubre, Juan Pablo II recibió a los participantes del VIII Coloquio Internacional de Mariología, que trataba de la espiritualidad de San Luis Grignion de Montfort. Al saludarlos, el Sumo Pontífice recordó la época en que, joven seminarista, leyó y meditó diversas veces el “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen”, de autoría de este santo. “Desde entonces -dijo el Papa- este libro constituye para mí una significativa figura de referencia, que me iluminó en momentos importantes de la vida. Montfort me ayudó a entender que la Virgen pertenece al plan de la salvación por voluntad del Padre, como Madre del Verbo encarnado, concebido por Ella por obra del Espíritu Santo (...) Comprendí, entonces, que no podía excluir de mi vida a la Madre del Señor, sin desatender la voluntad de Dios-Trinidad.” 



En su esencia, el “Tratado de la verdadera devoción a la Santísima Virgen” expone una gran verdad que nos enseña la Iglesia: la maternidad espiritual de Nuestra Señora en relación al género humano. 

Dada la espesa ignorancia religiosa reinante entre nosotros, no falta quien suponga que la Iglesia otorga a Nuestra Señora el título de Madre del género humano simplemente para describir de cierta manera los sentimientos afectuosos y protectores que Ella experimenta en relación a los hombres. Como dichos sentimientos son propios de las madres, por analogía, la Virgen Santísima sería asimismo nuestra Madre. Y nosotros seríamos, en relación a Ella, unos pobres mendigos que, en su generosidad, protege como si fuesen hijos. 

Sin embargo, la realidad es muy diferente. No somos sus hijos simplemente por una adopción afectiva. Ella no es nuestra Madre tan sólo en el terreno ficticio o en el orden sentimental, sino de forma objetiva, en el orden verídico de la vida sobrenatural. 

El pecado original y la redención 

Antes del pecado original, nuestros primeros Padres, viviendo en el Paraíso, fueron creados por Dios para la gloria celestial, y ellos podrían alcanzar transponiendo los umbrales de esta vida en un tránsito que no tendría la tétrica tristeza de la muerte, sino el esplendor de una glorificación. 

Sin embargo, el pecado original, al romper la amistad en que vivía el género humano con Dios, le cerró al hombre la puerta del Cielo, y obstruyó el libre curso de la gracia de Dios para con él. En otras palabras, con la punición del pecado original perdieron cualquier derecho al Cielo y a la vida sobrenatural de la gracia. 

El hombre sólo podría readquirir tal vida si presentase ante la Divina Justicia una expiación proporcionada a la enormidad de su pecado. Ahora bien, Dios es infinitamente grande. Por ahí se puede sopesar fácilmente la gravedad del pecado original. Una ofensa hecha al Infinito sólo podría ser convenientemente rescatada por medio de una expiación infinitamente grande. Y no está en poder del hombre, ser contingente por naturaleza y envilecido por el pecado, ofrecer al Creador un desagravio tan valioso. Los cabos que nos ligaban a Dios parecían, así, definitivamente cortados, e irremediable la decadencia a la que se lanzara locamente el género humano con el pecado. 

Fue para remediar tan insoluble situación que la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnándose en el seno purísimo de María Virgen, asumió la naturaleza humana sin perder nada de su Divinidad, y el Hombre-Dios así constituido pudo presentarse ante la Justicia del Padre como cordero expiatorio del género humano. 

Efectivamente, como Hombre, Nuestro Señor Jesucristo podía ofrecer una expiación que fueses realmente humana. Mas, en virtud de la dualidad de las naturalezas existentes en Él, esa expiación, si bien que humana, tenía un valor infinito, pues consistía en la efusión generosa y superabundante de la Sangre infinitamente preciosa del Hombre-Dios. Así, en el Sacrificio del Calvario, Nuestro Señor aplacó la Divina Justicia e hizo renacer para el Cielo y para la vida sobrenatural de la gracia a la humanidad que estaba absolutamente muerta en todo cuanto se refiriese a lo sobrenatural. Si Dios, Uno y Trino, es nuestro Creador, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, encarnándose, se tornó nuestro Padre a título muy especial, que es el de la Redención. Jesús, al morir, nos dio la vida sobrenatural. Y quien da la vida es verdaderamente Padre, en el sentido más amplio de la palabra. 


María es auténticamente nuestra Madre 
Si el género humano pudo beneficiarse de la Redención fue porque la Segunda Persona de la Santísima Trinidad se hizo hombre, ya que el pecado de los hombres había de ser rescatado. 

Ahora bien, si Jesucristo asumió la naturaleza humana, lo hizo en María Virgen, y así ésta cooperó de manera eminente en la obra de la Redención, transmitiéndole al Salvador la naturaleza humana que en los designios de Dios era condición esencial de la Redención. Más todavía, María Santísima ofreció de modo entero, y sumamente generoso, a su Hijo como víctima expiatoria, y aceptó sufrir con Él, y a causa de Él, el océano de dolores que la Pasión hizo brotar en su Corazón Inmaculado. 

Así pues, la Redención nos vino por María Virgen, y su participación en esta obra de resurrección sobrenatural del género humano fue tan esencial y tan profunda, que puede afirmarse que María cooperó para hacernos nacer a la vida de la gracia. Por lo que Ella es, auténticamente, nuestra Madre. Acentuemos lo de auténticamente, pues no se trata de divagaciones sentimentales o literarias, sino de realidades objetivas que, aunque sobrenaturales, no dejan de ser absolutamente verdaderas precisamente en razón de ser sobrenaturales. 

Nuestra Señora, ápice de la Creación 

Santo Tomás de Aquino dice que Nuestra Señora recibió de Dios todas las cualidades con las que le sería posible colmar a una criatura. De suerte que Ella se encuentra en el ápice de la creación, afirmando su trono por encima de los más altos coros angélicos, y siendo inferior apenas al propio Dios, que, siendo sólo Él infinito, está infinitamente por encima de todos los seres, inclusive de la Santísima Virgen. 

Se suele decir que Nuestra Señora brilla más que el sol, que tiene la suavidad de la luna, la belleza de la aurora, la pureza de los lirios, y la majestad del firmamento entero. Mucha gente supone que todo esto no pasa de hipérboles; pero estas comparaciones pecan por su irremediable deficiencia. El sol, la luna, la aurora, y todo el firmamento son seres inanimados, y están, por lo tanto, colocados en la última escala de la creación. No es admisible que Dios los hiciese tan hermosos, dándole al hombre dones menores. Y, por eso mismo, la más apagada de las almas muerta en paz con Dios, tiene una hermosura que excede incomparablemente a todas las criaturas materiales. ¿Qué decir entonces de María Santísima, colocada incalculablemente por encima no sólo de los mayores santos, sino más aún de los Ángeles más elevados en dignidad junto al trono de Dios? 

Imaginemos un humilde aldeano que fuese a la coronación de un rey. Volviendo a su tierra posiblemente no encontrase términos más adecuados para referirse a la magnificencia de aquello que vió que compararlo con las fiestas que da el señor más poderoso de la región. Si el rey oyese esto, ¿podría hacer otra cosa sino sonreir? 

Pues bien, cuando nosotros queremos describir la hermosura de Nuestra Señora con los escasos términos de nuestro lenguaje hacemos el mismo papel y... Ella también sonríe. 

Fuente: Asociación Cultural Salvadme Reina de Fátima - España

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