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martes, 30 de junio de 2015

Primeros mártires de la Iglesia Romana, 30 de junio

30 de junio

Primeros mártires de la Iglesia Romana


Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.

Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.

Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.

 

Primeros mártires de la Iglesia Romana



30 de junio

Primeros mártires de la Iglesia Romana


Nada sabemos de sus nombres, salvo que los apóstoles Pedro y Pablo encabezaron este ejército de los primeros mártires romanos, víctimas en el año 64 de la persecución de Nerón tras el incendio de Roma. A veces me he preguntado si estaría entre ellos una ilustre dama romana, Pomponia Graecina, esposa de Aulo Plaucio, gobernador de Britania. Antiguas leyendas incluso hacen de Pomponia una princesa britana y la relacionan con los orígenes del cristianismo en las Islas Británicas. Pero no parece probable que aquella mujer se contara entre los mártires de la primera persecución contra los cristianos. Sin embargo, hay indicios escritos y arqueológicos que permiten asegurar que hacia el año 57 ó 58, Pomponia dio también testimonio, aunque incruento, de su fe cristiana. Los Anales de Tácito (XIII, 32) aseguran que fue acusada de “superstición extranjera”, algo que podría hacer referencia a su condición de cristiana. Se constituyó un tribunal doméstico, presidido por su marido, y que finalmente proclamó la inocencia de la esposa, tras una indagación sobre su vida y su fama. Con todo, Tácito atribuye a Pomponia el carácter de “una persona afligida”, alguien que durante cuarenta años llevó luto por el asesinato de Julia, una víctima más entre los miembros de una familia imperial, diezmada por las ejecuciones o envenenamientos que el círculo del poder disponía de forma arbitraria. Acaso esa aflicción no procediera de una mera tristeza humana sino del deseo de mantenerse al margen de una sociedad marcada por el crimen y la corrupción. Quizás la tristeza que Tácito ve en Pomponia no fuera tal sino un aire de seriedad, una expresión de desaprobación por un ambiente en el que no se respira a gusto, pero en el que hay que estar necesariamente en función de las obligaciones familiares y sociales. Habría que pensar que Pomponia no borraría por completo su afabilidad femenina y su “saber estar”, pese a algunas apariencias externas. En el cristiano no puede caber la tristeza. Las únicas lágrimas que puede derramar son las del amor, como las que derramó Cristo a la vista de Jerusalén. Pero cuando alrededor de alguien, se extienden las risas maliciosas, las alusiones de dudoso gusto y, en general, todas las dimensiones de las lenguas desatadas, es comprensible que pueda adoptar una expresión de seriedad. Sea como fuere, Pomponia padeció en su fama y en su ánimo por seguir a Cristo. Como en todas las épocas, los cristianos que están en el mundo, pero no son del mundo, son señalados con el dedo, tachados de locos o etiquetados con calumnias.

Pomponia Graecina es también un personaje secundario de la célebre novela Quo Vadis de Henryk Sienckewicz. La matrona romana acoge en su casa y educa en la fe cristiana a Ligia, la hija del rey de los ligios reducida a la esclavitud. El novelista polaco presenta a Pomponia como un modelo de virtud femenina en una sociedad corrompida. En las páginas de su obra se trasluce que ha leído a Tácito, sobre todo cuando describe la persecución neroniana, cuando “se empezó a detener abiertamente a los que confesaban su fe” (Anales XV, 44). Tácito no expresa la menor simpatía por los cristianos, tal y como demuestran los calificativos que aparecen en el muchas veces citado pasaje: “ignominias”, “execrable superstición”, “atrocidades y vergüenzas”, “odio al género humano”, “culpables”, “merecedores del máximo castigo”... Lo de menos es que fuera verdad o mentira que los cristianos hubieran incendiado Roma, el odio se había desatado y todos tenían que morir. Poco más de treinta años después de la crucifixión de Cristo, se cumplía el pronóstico del Maestro de que sus seguidores serían también perseguidos y de que serían odiados por su causa. Tácito especifica claramente los géneros de muerte que se aplicaron a los cristianos: “A su suplicio se unió el escarnio, de manera que perecían desgarrados por los perros tras haberlos hecho cubrirse con pieles de fieras, o bien clavados en cruces, al caer el día, eran quemados de manera que sirvieran como iluminación durante la noche”.

Juan Pablo II reflexionó sobre aquellos primeros mártires de la Iglesia romana con motivo del preestreno de un film polaco, que pudo ver en la tarde del 30 de agosto de 2001. Se trataba de la quinta versión cinematográfica de Quo Vadis, adaptado y dirigido por Jerzy Kawalerowicz, uno de los más importantes directores de la cinematografía polaca desde la década de 1960. Me sorprendió que Kawalerowicz dirigiera esta película, dados sus antecedentes: realizó Madre Juana de los Ángeles, escandalosa crónica de un supuesto caso de posesión demoníaca en un convento francés del siglo XVII, y también fue autor de Faraón, una superproducción en la que presentaba a un desconocido faraón, Ramsés XIII, como un gobernante manipulado por los sacerdotes de Amón. Detrás de esta historia algunos críticos veían una referencia a la Iglesia católica en sus relaciones con el Estado polaco. Pero en Polonia han cambiado muchas cosas. El hoy octogenario Kawalerowicz se hacía, con ocasión del lanzamiento de su película, esta pregunta: Quo vadis, homo?, ¿Hacia dónde va el hombre contemporáneo? Tras la proyección de Quo Vadis, el Papa matizaba la misma pregunta: “¿Vas al encuentro de Cristo o sigues otros caminos que te llevan lejos de él y de ti mismo?”. El recuerdo de los primeros mártires romanos era para Juan Pablo II mucho más que un dato histórico. De allí surge una reflexión enteramente actual, una llamada para los cristianos de hoy de tiempos futuros: “Es necesario recordar el drama que experimentaron en su alma, en el que se confrontaron el temor humano y la valentía sobrehumana, el deseo de vivir y la voluntad de ser fieles hasta la muerte, el sentido de la soledad ante el odio inmutable y, al mismo tiempo, la experiencia de la fuerza que proviene de la cercana e invisible presencia de Dios y de la fe común de la Iglesia naciente. Es preciso recordar aquel drama para que surja la pregunta: ¿algo de ese drama se verifica en mí?”. Estas palabras del Papa nos recuerdan que, tarde o temprano, los cristianos son llamados a ser mártires, es decir testigos. Pocos serán los que derramarán su sangre, al menos en los países del mundo desarrollado. La mayoría experimentarán, en cambio, la incomprensión, el ridículo o el odio. Tendrán que pedirle a Cristo la fortaleza suficiente para no negarle delante de los hombres.

Santo Evangelio 30 de Junio de 2015



Día litúrgico: Martes XIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,23-27): En aquel tiempo, Jesús subió a la barca y sus discípulos le siguieron. De pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas; pero Él estaba dormido. Acercándose ellos le despertaron diciendo: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!». Díceles: «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?». Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza. Y aquellos hombres, maravillados, decían: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?».

«Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza»

Fray Lluc TORCAL Monje del Monasterio de Sta. Mª de Poblet 
(Santa Maria de Poblet, Tarragona, España)

Hoy, Martes XIII del tiempo ordinario, la liturgia nos ofrece uno de los fragmentos más impresionantes de la vida pública del Señor. La escena presenta una gran vivacidad, contrastando radicalmente la actitud de los discípulos y la de Jesús. Podemos imaginarnos la agitación que reinó sobre la barca cuando «de pronto se levantó en el mar una tempestad tan grande que la barca quedaba tapada por las olas» (Mt 8,24), pero una agitación que no fue suficiente para despertar a Jesús, que dormía. ¡Tuvieron que ser los discípulos quienes en su desesperación despertaran al Maestro!: «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mt 8,25).

El evangelista se sirve de todo este dramatismo para revelarnos el auténtico ser de Jesús. La tormenta no había perdido su furia y los discípulos continuaban llenos de agitación cuando el Señor, simplemente y tranquilamente, «se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran bonanza» (Mt 8,26). De la Palabra increpatoria de Jesús siguió la calma, calma que no iba destinada sólo a realizarse en el agua agitada del cielo y del mar: la Palabra de Jesús se dirigía sobre todo a calmar los corazones temerosos de sus discípulos. «¿Por qué tenéis miedo, hombres de poca fe?» (Mt 8,26).

Los discípulos pasaron de la turbación y del miedo a la admiración propia de aquel que acaba de asistir a algo impensable hasta entonces. La sorpresa, la admiración, la maravilla de un cambio tan drástico en la situación que vivían despertó en ellos una pregunta central: «¿Quién es éste, que hasta los vientos y el mar le obedecen?» (Mt 8,27). ¿Quién es el que puede calmar las tormentas del cielo y de la tierra y, a la vez, las de los corazones de los hombres? Sólo quien «durmiendo como hombre en la barca, puede dar órdenes a los vientos y al mar como Dios» (Nicetas de Remesiana).

Cuando pensamos que la tierra se nos hunde, no olvidemos que nuestro Salvador es Dios mismo hecho hombre, el cual se nos acerca por la fe.

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lunes, 29 de junio de 2015

Santo Evangelio 29 de Junio de 2015


Día litúrgico: 29 de Junio: San Pedro y san Pablo, apóstoles

Texto del Evangelio (Mt 16,13-19): En aquel tiempo, llegado Jesús a la región de Cesarea de Filipo, hizo esta pregunta a sus discípulos: «¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del hombre?». Ellos dijeron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías, otros, que Jeremías o uno de los profetas». Díceles Él: «Y vosotros ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro contestó: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Replicando Jesús le dijo: «Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».


«Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo»

+ Mons. Pere TENA i Garriga Obispo Auxiliar Emérito de Barcelona 
(Barcelona, España)

Hoy es un día consagrado por el martirio de los apóstoles san Pedro y san Pablo. «Pedro, primer predicador de la fe; Pablo, maestro esclarecido de la verdad» (Prefacio). Hoy es un día para agradecer la fe apostólica, que es también la nuestra, proclamada por estas dos columnas con su predicación. Es la fe que vence al mundo, porque cree y anuncia que Jesús es el Hijo de Dios: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16,16). Las otras fiestas de los apóstoles san Pedro y san Pablo miran a otros aspectos, pero hoy contemplamos aquello que permite nombrarlos como «primeros predicadores del Evangelio» (Colecta): con su martirio confirmaron su testimonio.

Su fe, y la fuerza para el martirio, no les vinieron de su capacidad humana. No fue ningún hombre de carne y sangre quien enseñó a Pedro quién era Jesús, sino la revelación del Padre de los cielos (cf. Mt 16,17). Igualmente, el reconocimiento “de aquel que él perseguía” como Jesús el Señor fue claramente, para Saulo, obra de la gracia de Dios. En ambos casos, la libertad humana que pide el acto de fe se apoya en la acción del Espíritu.

La fe de los apóstoles es la fe de la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Desde la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo, «cada día, en la Iglesia, Pedro continúa diciendo: ‘¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo!’» (San León Magno). Desde entonces hasta nuestros días, una multitud de cristianos de todas las épocas, edades, culturas, y de cualquier otra cosa que pueda establecer diferencias entre los hombres, ha proclamado unánimemente la misma fe victoriosa.

Por el bautismo y la confirmación estamos puestos en el camino del testimonio, esto es, del martirio. Es necesario que estemos atentos al “laboratorio de la fe” que el Espíritu realiza en nosotros (Juan Pablo II), y que pidamos con humildad poder experimentar la alegría de la fe de la Iglesia.

San Pedro, 29 de Junio

29 de junio

SAN PABLO

SAN PEDRO 

(†  67)

 El buen Simón de Betsaida, bronco y tierno como una ola del mar de su patria, fogoso y sencillo como un mílite de las legiones romanas, es una de las figuras más humanas v mas encantadoras que desfilaron por la órbita divina del Evangelio de Jesús de Nazaret. Con su barca y sus llaves, con sus dichos y sus hechos, con sus pecados y sus lágrimas, la personalidad histórica de San Pedro encuadra a todo el apostolado de los Doce y atrae por su fe ardiente y por su cálido humanismo la simpatía y el amor de todas las generaciones cristianas.

 Ignoramos el año exacto del nacimiento de San Pedro, pero sí sabemos que nació en Betsaida, una aldea campesina y marinera tendida en la ribera occidental del lago Tiberiades, donde vivía con su esposa dedicado a las tareas salobres de la pesca. Su nombre de pila era el de Simón, y fue el mismo Jesucristo quien, en su primer encuentro con este pescador, le impuso el nuevo nombre de Cefas, que significa "Pedro" o “piedra". El evangelista San Juan nos narra el primer encuentro de Jesús con San Pedro con la santa simplicidad de estas palabras: “Andrés halla primero a su hermano Simón y le dice: Hemos hallado al Mesías. Llevóle a Jesús. Poniendo en él los ojos, dijo Jesús: Tú eres Simón, hijo de Juan; tú te llamarás Cefas" (lo. 1, 41-42). Jamás olvidaría Pedro de Betsaida esa mirada y esa delicadeza exquisita de Jesús. Tiempo adelante, el porvenir nos daría la clave y el sentido de este cambio de nombre y confirmaría el vaticinio de Jesús de Nazaret.

 A pesar del laconismo biográfico del Evangelio, en sus páginas encontramos datos más que suficientes para formarnos una idea clara y cabal de la fisonomía moral del apóstol San Pedro. Vehemente y francote por temperamento, un poco o muchos pocos presuntuosillo, transparente y casi infantil en la manifestación de sus espontáneas y más íntimas reacciones psicológicas, encontramos en la veta de sus valores morales un alma bella, un gran corazón, una lealtad, una generosidad, unas calidades humanas tan tan entrañables y subyugantes que aún hoy, a distancia de siglos, la fragancia de su recuerdo perdura y atrae la simpatía y la confianza de las generaciones cristianas.

 Al primer llamamiento vocacional de Jesús el corazón de Pedro, abierto siempre a todo lo grande y generoso, abandona todo lo que tenía. Poco, ciertamente; pero todo lo deja por seguir a Cristo con la confianza de un niño, el ardor de un soldado. Algo especial vio Jesús en la humanidad cálida y abierta del antiguo pescador de Betsaida, cuando, por un acto de su misericordiosa predilección, le elige para la misión de "pescador de hombres" (Lc. 5, 11), para ser la piedra fundamental de la Iglesia (Mt. 16, 18) y cabeza suprema de los doce apóstoles y de toda a cristiandad (lo. 21,15-17). Para ser el predilecto entre los tres apóstoles predilectos de Cristo, otorgándole la promesa y la garantía de una asistencia especial, a fin de que su fe no vacilara y confortara la de sus hermanos (Lc. 22,31).

 Así fue, en efecto. A las puertas de Cesarea de Filipo, Cristo le promete el primado universal y supremo sobre toda la Iglesia; y más tarde, en el candor intacto de una mañana primaveral, junto a la orilla del Tiberíades, Cristo, ya resucitado, cumple esta promesa al conferirle el poder de apacentar a las ovejas y a los corderos de su grey. Aquella promesa fue el premio a la fe de San Pedro, y su cumplimiento fue realizado ante las pruebas de amor de Pedro hacia el Maestro y Pastor de todos los pastores. La fe ardiente y el amor profundo de Pedro a Jesús constituyen los trazos más destacados de su semblanza y de su vida toda. Basta evocar el recuerdo de estos pasajes evangélicos y de la vida de Pedro: su confesión en Cesarea de Filipo, su actitud después del discurso anunciador de la institución de la Eucaristía, en el lavatorio de los pies de los apóstoles en el Cenáculo, en el prendimiento de Jesús en el huerto de los Olivos, en las lágrimas amargas que empezó a derramar después de la caída de sus tres negaciones, en su carrera madrugadora hacia el sepulcro de José de Arimatea, en su lanzamiento al agua y entrega total de la pesca milagrosa para llegar pronto y obedecer sin regateos al Maestro, en la escena romana del Quo vadis?, en el testimonio y en la forma de su martirio.

 Amor que fue siempre correspondido, y con predilección, por Jesucristo, como se transparenta —entre otras ocasiones— en el encargo expreso que las piadosas mujeres recibieron del ángel en el alba de la mañana de la Resurrección: "Decid a sus discípulos y a Pedro... (Mc. 16,7).” A Pedro, concreta, particular y principalmente: Tal vez el pobre San Pedro seguiría llorando amargamente su triple negación, sin que sus lágrimas pudieran borrar de la retina de sus ojos el reflejo de aquella dulce mirada de Jesús en el patio hebreo de la casa de Caifás. Tal vez, replegado en el regazo contrito de su dolor y de su cobardía, no se atreviera a acercarse al buen Jesús; sin embargo, Jesús le seguía amando y mantenía su promesa de levantar sobre Pedro el edificio colosal de la Iglesia católica.

 Frente a los prejuicios sectarios y a las interpretaciones torcidas en torno a la designación de Pedro como jefe y maestro supremo y universal de la Iglesia, ahí están los documentos históricos del Evangelio y la actuación primacial de San Pedro en la vida interna y externa de la Iglesia. Los pasajes del capítulo 16 del evangelio de San Mateo y del capítulo 21 del evangelio de San Juan son tan claros que, ante su claridad solar, algunos debeladores del primado de San Pedro no tienen otra salida que el negar la autenticidad histórica de esos pasajes evangélicos. En conformidad con su sentido actuó siempre San Pedro, y todos los cristianos vieron en esta conducta la puesta en práctica de sus poderes, concedidos por Cristo y simbolizados en la entrega de las llaves del reino de los cielos al antiguo pescador de Betsaida.

 Efectivamente, fue San Pedro quien anatematiza al primer heresiarca Simón Mago; quien recibe en Joppe la ilustración de Cristo en orden a la universalidad de la joven Iglesia y marcha a Cesarea a convertir al centurión romano Cornelio; quien preside y define la actitud dogmática de la Iglesia en el concilio de Jerusalén; quien propone a los fieles la elección del sustituto del traidor Judas en el Colegio Apostólico; quien en el día augural de Pentecostés se levanta, en nombre de todos, para arengar a la multitud y exponer la doctrina y el mensaje divino de Jesús; quien es consultado y obedecido por San Pablo, quien anuncia el castigo a Ananías y a Tafita, y es citado y ocupa siempre el primer lugar. Todos acuden a Pedro, y Pedro acude a todas partes, dejando con sólo la sombra de su cuerpo una estela de milagros, y abriendo con su palabra horizontes de luz, de unidad, de universalidad y de paz,

 Esta posición y esta influencia de San Pedro dentro y fuera de la Iglesia fue el origen de su encarcelamiento en Jerusalén y de su sentencia de muerte dada por Herodes Agripa, el nieto de aquel Herodes degollador de los niños inocentes y sobrino de Herodes Antipas, el asesino del Bautista y burlador de Cristo en los días de la Pasión. El odio contra la naciente Iglesia se centraba ya en su primera cabeza visible, en San Pedro. La pluma de Lucas nos lo afirma en el libro de los Hechos de los Apóstoles, al decir: "Y entendiendo (Herodes Agripa) ser grato a los judíos, siguió adelante prendiendo también a Pedro" (Act. 12,3). Esta narración bíblica del prendimiento y liberación de San Pedro por un ángel, horas antes de la ejecución de la sentencia de su muerte, es todo un poema, una de las páginas más bellas, más emotivas, más realistas y de más fino sentido psicológico de la literatura universal al servicio de la verdad histórica. La Iglesia la recuerda y conmemora litúrgicamente en la fiesta de San Pedro ad víncula, y a ella remitimos al lector de este AÑO CRISTIANO.

 Libertado por el ángel, Pedro salió de Jerusalén. El libro de los Hechos de los Apóstoles, después de la escena encantadora y realísima ocurrida en “la casa de María, la madre de Juan, apellidado Marcos", añade: "Y, partiendo de allí, se fue a otro lugar" (12,17). ¿Cuál es este lugar? ¿Adónde se dirigieron los pasos peregrinos de San Pedro recién liberado? ¿A Roma? ¿A Cesarea? ¿A Antioquía? Con certeza histórica no lo sabemos. Lo cierto es que a San Pedro volvemos a encontrarle en Antioquía; que una antigua tradición afirma que San Pedro fue el primer obispo de Antioquía; que la Iglesia admite y confirma esta tradición con la institución litúrgica de la fiesta de la Cátedra de San Pedro en Antioquía; que Eusebio, en su Historia Eclesiástica, nos dice que Evodio fue el segundo obispo de Antioquía y sucedió a San Pedro. ¿Fue a raíz de su milagrosa liberación de la cárcel de Jerusalén cuando Pedro fue por primera vez a Antioquía? ¿Había ido anteriormente, hacia el año 36,37, después de la muerte del protomártir San Esteban, a fundar la primera cristiandad antioqueña? Tampoco podemos contestar con certeza a estas preguntas, ni ofrece gran interés a los lectores del AÑO CRISTIANO la exposición de los últimos resultados de la investigación histórica acerca de estos detalles marginales en la gran trayectoria de la vida del apóstol San Pedro.

 Más importancia teológica e histórica presenta y encierra el incidente de Antioquía aludido por San Pablo en su Epístola a los gálatas (2,11). Tiempos eran aquéllos en los que, por una parte, las formas de expresión del viejo culto judaico estaban más concretadas que en la nueva religión cristiana, y, por otra parte, los judíos cristianos de Jerusalén —especialmente los de procedencia farisea— abrigaban la ilusión de esperar en la joven Iglesia un simple florecimiento espiritualista y más lozano de la antigua sinagoga mosaica. Por ello, algunos judíos cristianos defendían que el mundo de la gentilidad sólo podía entrar en la Iglesia de Cristo pasando previamente por el Jordán de la circuncisión y la observancia total de la Ley de Moisés.

 El problema era de fondo, no sólo de forma y de rito. Porque obligar a la circuncisión a los gentiles, y a la observancia de los ritos mosaicos, equivalía a reducir la Iglesia de Cristo a la estrechez nacionalista de la vieja sinagoga, a negar la universalidad de la redención por los méritos de Cristo, a hacer del cristianismo universal y universalista una religión de raza.

 El aspecto dogmático y religioso de esta cuestión había sido ya resuelto, hacia el año 50, en el concilio de Jerusalén, al definir la no obligatoriedad de la circuncisión y de la observancia de la ley mosaica, y precisamente se había zanjado por la autoridad de San Pedro. Mas, en la práctica, seguían algunos judíos cristianos absteniéndose en las comidas de los manjares impuros según la ordenanza y el rito de la Ley de Moisés. Efectivamente, desde el punto de vista dogmático y teológico la cuestión estaba resuelta en el plano del pensamiento; pero la continuidad de su planteamiento, aun en el plano del rito y de la práctica, seguía presentando serios y graves peligros para la desviación doctrinal en torno a la unidad y universalidad de la Iglesia. El incidente ocurrido en Antioquía entre Pedro y Pablo fue originado por las condescendencias del gran corazón de San Pedro en el terreno de las conveniencias prácticas de la prudencia, no de los principios doctrinales de la Iglesia. San Pablo no era un hombre de medias tintas ni de términos medios, y en la condescendencia del corazón de San Pedro vio "una simulación" —así la califica— que en el orden de las conductas podría, por orgullo de raza, dar pretextos para seguir manteniendo, dentro de la catolicidad de la Iglesia, un muro de separación entre judíos y gentiles, como en el templo de Jerusalén. San Pablo no transigía ante estas condescendencias rituales de San Pedro, y el Espíritu Santo, que, por encima de todas las flaquezas, dirige a la Iglesia de Dios, facilitó los caminos a la expansión ecuménica del cristianismo. El muro que en el templo de Jerusalén separaba a los gentiles y judíos fue derrumbado para siempre. Sobre sus escombros y sus ruinas se levantan hoy, abiertas y campeadoras, las columnas berninianas la gran plaza romana, precisamente, de San Pedro.

 La fantasía novelera de la Escuela de Tubincia se atrevió un día a lanzar por el mundo la especie de una oposición dogmática y de una indisciplina jerárquica entre ambos príncipes de la Iglesia. Hoy la misma crítica histórica contemporánea ha echado por tierra tal imputación, Pedro y Pablo, figuras cimeras de la Iglesia, almas hermanadas por una misma fe y un mismo amor, sellaron con la sangre del martirio sus nombres y sus vidas bajo los cielos de Roma. Por encima de sus distintos temperamentos, un mismo credo, un mismo amor, un mismo ideal, les unió en el combate y en la muerte, emparejando sus personas, tan íntimamente, que ya, desde los primeros tiempos de la Iglesia, aparecen juntos en el medallón de las catacumbas de Santa Domitila y en el más antiguo aún sarcófago de Junio Baso, hallado en la cripta del Vaticano,

 Si los enemigos de la Iglesia han gastado tanta tinta en combatir la institución misma del Primado, mayores aún son sus ataques contra el hecho histórico-dogmático del Primado de Pedro y de sus sucesores en la cátedra de Roma. Frente a la claridad que brota de los documentos históricos en favor de las tesis católicas, se empeñan en afirmar que, tanto la institución del Primado en la Iglesia como su encarnación en la persona de Pedro y en el obispo de Roma, son productos puramente naturales de un proceso evolutivo histórico.

 Ni el Evangelio ni la Iglesia temen a la verdad, y ahí están las realidades históricas proclamando la verdad católica en relación con el Primado de Pedro y de sus sucesores los papas. La Iglesia había de desarrollarse como el grano de mostaza y perpetuarse a través de los siglos. La indefectibilidad de la Iglesia exige una autoridad indefectible también, y para ello Cristo la cimentó en la piedra, en Cefas, en Pedro, y contra esa piedra ni han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno. Dos mil años de historia vienen confirmando esta realidad, garantizada por la promesa de Cristo Dios (Mt. 16,18).

 La estancia de San Pedro en Roma, su pontificado romano y su martirio en la Ciudad Eterna son hechos históricos hoy admitidos por todos los historiadores responsables y de buena fe. El mismo Harnack, nada sospechoso, llega a afirmar "que no merece el nombre de historiador el que se atreve a poner en duda esta verdad". La fecha de la misma llegada y la duración de la estancia en Roma de San Pedro son hoy cuestiones aún por dilucidar, así como la fecha exacta de su martirio en tiempos de Nerón.

 ¿Fue San Pedro el primer sembrador de la semilla evangélica en Roma? ¿Fueron los romanos residentes en Jerusalén en el día de Pentecostés, a quienes alude el libro de los Hechos de los Apóstoles (2,10) y convertidos a la fe de Cristo por el discurso de San Pedro? ¿Fueron los judíos dispersos de Jerusalén los que, con motivo de la persecución de Herodes Agripa, se alejaron hasta Roma y fundaron el primer núcleo de la cristiandad romana entre la numerosa colonia judía del Trastevere? Nada sabemos con certeza histórica sobre estas interrogaciones tan sugerentes.

 El hecho cierto es que Pedro estuvo en Roma y que fue su primer obispo. Desde Roma escribió su primera carta a los fieles del Ponto, Galacia, Capadocia, Asia y Bitinia, fechada en Babilonia (5,13), nombre simbólico universalmente interpretado por Roma, la ciudad pagana sucesora o representante de la antigua Babilonia. Los testimonios de Clemente Romano, tercer sucesor de San Pedro en el pontificado romano; de Ignacio de, Antioquía, en su epístola dirigida a los romanos; de San Ireneo, en su tratado Contra todas las herejías, y recientemente las últimas excavaciones realizadas en la cripta de la basílica Vaticana, demuestran hasta la evidencia la estancia de San Pedro, su pontificado y el ejercicio de su jurisdicción primacial en Roma y en toda la Iglesia.

 Roma y San Pedro son dos términos plenos de grandeza histórica, que se asocian espontáneamente en la inteligencia y en el corazón de todos los cristianos. Según una antiquísima tradición, el pontificado romano de San Pedro duró veinticinco años: "Annos Petri non videbis". Esta tradición viene a confirmar la opinión de los que afirman que la primera llegada de San Pedro a Roma aconteció hacia el año 42, y su martirio hacia el año 67. En efecto, el martirio de San Pedro ocurrió entre estas dos fechas extremas: entre el año 64, fecha del gran incendio de Roma, y el año 68, fecha de la muerte de Nerón. San Juan en su evangelio nos legó estas palabras de Jesucristo a San Pedro: "En verdad, en verdad te digo: Cuando eras más joven tú mismo te ceñías y andabas adonde querías; mas cuando hayas envejecido extenderás tus manos y otro te ceñirá y te llevará donde tú no quieras" (21, 18-19). Era una alusión delicada al martirio del apóstol.

 En el verano del año 64 un gran incendio devastó gran parte de la ciudad de Roma. Mientras ocurría la gran catástrofe, Nerón —según escribe Tácito en sus Anales— cantaba en su teatro privado su poema acerca de la ruina de Troya, aspirando a la gloria de fundar una ciudad nueva que llevase su nombre. Esta actitud de Nerón dio ocasión al rumor popular de que el incendio de Roma había sido provocado por el propio emperador; Nerón acusó entonces a los cristianos como causantes y provocadores del incendio de Roma, y comenzó su sanguinaria persecución contra la Iglesia. Torrentes de sangre cristiana corrieron por el circo, por las cárceles, por las afueras de Roma. La leyenda, flor de la historia, ha recogido la escena enternecedora del Quo vadis, que la piedad y el arte cristiano nos recuerdan en la devota capilla romana del Quo vadis, erigida en el lugar donde Jesús se apareció a San Pedro, cuando huía de Roma despavorido por la persecución neroniana. Pedro pregunta al Maestro: "Señor, ¿adónde vas?". y el Señor le responde: "A Roma, para ser otra vez crucificado". Pedro comprende la significación y el alcance de este dulce reproche de Jesús, y retorna a la ciudad de su martirio.

 Pronto es apresado por los esbirros de Nerón. El peregrino cristiano visita en Roma con profunda veneración la célebre cárcel Mamertina, donde fue preso San Pedro, y donde convirtió y bautizó a sus mismos carceleros, Proceso y Martiniano, futuros mártires de la fe cristiana,

 Poco tiempo después el gran apóstol San Pedro moría clavado en la cruz, como su Maestro; pero, en conformidad con su propio deseo, cabeza abajo, dándonos con esta actitud una gran prueba de su humildad y de su amor a Cristo Jesús. Su sangre cayó cerca del obelisco de Nerón, en la colina vaticana, donde se levantó la antigua basílica Constantiniana y hoy se alza la gran basílica que lleva su nombre.

 La tumba del gran apóstol San Pedro se yergue bajo la bóveda grandiosa del Bramante, el monumento más hermoso del orbe. Ante el altar de la confesión y de la tumba del apóstol arrodillémonos con veneración, y, a semejanza del viejo pescador de Betsaida, volvamos nuestro espíritu hacia Cristo Redentor, para repetir el eco de la fe y de la plegaria de San Pedro: "Tú eres Cristo, el Hijo del Dios viviente".

 La Iglesia celebra con los máximos honores de su liturgia la fiesta de San Pedro, en el mismo día que la fiesta de San Pablo. Ellos fueron, y serán siempre, los Príncipes de los Apóstoles, Así los ha apellidado la Iglesia, así los invoca la fe y el arte de las generaciones cristianas.

 PEDRO CANTERO CUADRADO

domingo, 28 de junio de 2015

Santo Evangelio 28 de Junio de 2015


Día litúrgico: Domingo XIII (B) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 5,21-43): En aquel tiempo, Jesús pasó de nuevo en la barca a la otra orilla y se aglomeró junto a Él mucha gente; Él estaba a la orilla del mar. Llega uno de los jefes de la sinagoga, llamado Jairo, y al verle, cae a sus pies, y le suplica con insistencia diciendo: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva». Y se fue con él. Le seguía un gran gentío que le oprimía. 

Entonces, una mujer que padecía flujo de sangre desde hacía doce años, y que había sufrido mucho con muchos médicos y había gastado todos sus bienes sin provecho alguno, antes bien, yendo a peor, habiendo oído lo que se decía de Jesús, se acercó por detrás entre la gente y tocó su manto. Pues decía: «Si logro tocar aunque sólo sea sus vestidos, me salvaré». Inmediatamente se le secó la fuente de sangre y sintió en su cuerpo que quedaba sana del mal. Al instante, Jesús, dándose cuenta de la fuerza que había salido de Él, se volvió entre la gente y decía: «¿Quién me ha tocado los vestidos?». Sus discípulos le contestaron: «Estás viendo que la gente te oprime y preguntas: ‘¿Quién me ha tocado?’». Pero Él miraba a su alrededor para descubrir a la que lo había hecho. Entonces, la mujer, viendo lo que le había sucedido, se acercó atemorizada y temblorosa, se postró ante Él y le contó toda la verdad. Él le dijo: «Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu enfermedad». 

Mientras estaba hablando llegan de la casa del jefe de la sinagoga unos diciendo: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?». Jesús que oyó lo que habían dicho, dice al jefe de la sinagoga: «No temas; solamente ten fe». Y no permitió que nadie le acompañara, a no ser Pedro, Santiago y Juan, el hermano de Santiago. Llegan a la casa del jefe de la sinagoga y observa el alboroto, unos que lloraban y otros que daban grandes alaridos. Entra y les dice: «¿Por qué alborotáis y lloráis? La niña no ha muerto; está dormida». Y se burlaban de Él. Pero Él después de echar fuera a todos, toma consigo al padre de la niña, a la madre y a los suyos, y entra donde estaba la niña. Y tomando la mano de la niña, le dice: «Talitá kum», que quiere decir: «Muchacha, a ti te digo, levántate». La muchacha se levantó al instante y se puso a andar, pues tenía doce años. Quedaron fuera de sí, llenos de estupor. Y les insistió mucho en que nadie lo supiera; y les dijo que le dieran a ella de comer.

«Solamente ten fe»

Fray Valentí SERRA i Fornell 
(Barcelona, España)


Hoy, san Marcos nos presenta una avalancha de necesitados que se acerca a Jesús-Salvador buscando consuelo y salud. Incluso, aquel día se abrió paso entre la multitud un hombre llamado Jairo, el jefe de la sinagoga, para implorar la salud de su hijita: «Mi hija está a punto de morir; ven, impón tus manos sobre ella, para que se salve y viva» (Mc 5,23).

Quién sabe si aquel hombre conocía de vista a Jesús, de verle frecuentemente en la sinagoga y, encontrándose tan desesperado, decidió invocar su ayuda. En cualquier caso, Jesús captando la fe de aquel padre afligido accedió a su petición; sólo que mientras se dirigía a su casa llegó la noticia de que la chiquilla ya había muerto y que era inútil molestarle: «Tu hija ha muerto; ¿a qué molestar ya al Maestro?» (Mc 5,35).

Jesús, dándose cuenta de la situación, pidió a Jairo que no se dejara influir por el ambiente pesimista, diciéndole: «No temas; solamente ten fe» (Mc 5,36). Jesús le pidió a aquel padre una fe más grande, capaz de ir más allá de las dudas y del miedo. Al llegar a casa de Jairo, el Mesías retornó la vida a la chiquilla con las palabras: «Talitá kum, que quiere decir: ‘Muchacha, a ti te digo, levántate’» (Mc 5,41).

También nosotros debiéramos tener más fe, aquella fe que no duda ante las dificultades y pruebas de la vida, y que sabe madurar en el dolor a través de nuestra unión con Cristo, tal como nos sugiere el papa Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi (Salvados por la esperanza): «Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito».

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San Ireneo de Lyon, 28 de Junio

28 de junio

SAN IRENEO DE LYON
(†  203)


Nos conserva recuerdos de su infancia el mismo San Ireneo en una carta suya escrita hacia el año 190 a un compañero de su niñez, Florino. Es un bello relato, lleno de vida y verdad. El antiguo condiscípulo se había afiliado a una secta gnóstica y el Santo trata de atraerle al buen camino.

 "No te enseñaron estas doctrinas, oh Florino, los ancianos que nos precedieron, los que habían sido discípulos de los apóstoles. Te recuerdo, siendo yo niño, en el Asia inferior, junto a Policarpo. Brillabas tú entonces en la corte imperial y querías también hacerte querer de Policarpo. Recuerdo las cosas de entonces mejor que las recientes, tal vez porque lo que aprendimos de niños parece que va acompañándonos y afianzándose en nosotros según pasan los años. Podría señalar el sitio en que se sentaba Policarpo para enseñar, detallar sus entradas y salidas, su modo de vida, los rasgos de su fisonomía y las palabras que dirigía a las muchedumbres. Podría reproducir lo que nos contaba de su trato con Juan y los demás que vieron al Señor, y cómo repetía sus mismas palabras; lo que del Señor les había oído, de sus milagros, de sus palabras, cómo lo habían visto y oído, ellos que vieron al Verbo de vida. Todo esto lo repetía Policarpo, y siempre sus palabras estaban de acuerdo con las Escrituras. Yo oía esto con toda el alma y no lo anotaba por escrito porque me quedaba grabado en el corazón y lo voy pensando y repensando, por la gracia de Dios, cada día.”

 "En la presencia del Señor podría yo ahora asegurar que aquel bienaventurado anciano, si oyera lo que tú enseñas, exclamaría, tapándose los oídos: "¡Señor! ¡A qué tiempos me has dejado llegar! ¡Que tenga que sufrir esto! Y seguramente huiría del lugar donde, de pié o sentado, oyese tales palabras."

 Con estas suyas lreneo nos confía lo más hondo de su intimidad. Ha recibido la enseñanza, y se ha familiarizado con la presencia de Cristo junto a quien lo recibió de los que con Él convivieron; él es plenamente de Cristo; no puede sufrir que Cristo sea deformado por vanas especulaciones. Las palabras de Jesús, sus acciones salvadoras, sus milagros, tal como las recibió, en toda su autenticidad, son desde su niñez alimento de su espíritu, por la gracia de Dios las va repitiendo cada día; es desde niño cristiano de constante oración. Seguramente por ello son sus escritos tan densos, sus palabras tan llenas de significado.

 Poco más tarde, cuando Ireneo podía contar unos quince años, hacia el 155, hubo de grabarse en él otro recuerdo, no menos vivo y fecundo. La Iglesia vivía incesantemente amenazada; las leyes persecutorias se mantenían en vigor, aunque hubiera algún período de calma; aún los edictos de Adriano y Antonino Pío reprobando los procesos en los que las turbas acusaban tumultuariamente a los cristianos, y que a veces se alegan como mitigaciones de los primitivos edictos, no siempre tenían cabal cumplimiento. Ciertamente, no se observaron en el caso de San Policarpo.

 Los gentiles y judíos de Esmirna, no contentos con el suplicio de once cristianos que se les ofreció en el circo, reclaman al anciano obispo. Este confiesa valerosamente a Cristo y es condenado a la hoguera, para la que buscan diligentemente leña las turbas. Se presiente la presencia emocionada de cristianos entre los espectadores del suplicio; ellos están a punto para pedir inmediatamente los sagrados despojos, y conservan los detalles del martirio, la serena dignidad del santo anciano, la postrera oración de perdón, paz y entrega. Entre estos cristianos no había de faltar el adolescente que seguía embebecido las enseñanzas del santo obispo.

 Durante veinte largos años se nos hace muy borrosa la figura de Ireneo, aunque por sus escritos podemos colegir con gran seguridad una prolongada estancia en Roma. Su peregrinar de Esmirna a Lyon le fue confirmando en la fidelidad con que se conservaba en las Iglesias que recorría la tradición apostólica; pero hubo también de apreciar el pulular oscuro de jefecillos de sectas diversas, hinchados de vanidad. Volvemos a encontrarle en Lyon en 177 al lado de un grupo excepcional de mártires. Son cerca de cincuenta y los preside el anciano obispo Potino, también oriundo de Asia Menor y discípulo de San Policarpo. Desde la cárcel escriben una carta preciosa dirigida a las Iglesias de Roma, Asia y Frigia; el documento es de lo más hermoso que conservamos de los tiempos martiriales; ellos ven la muerte con sencillez, sin jactancia, como lo que corresponde a cristianos que lo son de veras; en espera del suplicio se preocupan de la perturbación que causa en la Iglesia universal la falsa profecía de Montano, y quieren prevenir. Ireneo trabajaba hacía tiempo al lado de su anciano compatriota el obispo Potino, que le había ordenado presbítero de la iglesia de Lyon. No había sido capturado y lo aprovechan los mártires para que lleve su carta a Roma. En ella le dedican un cumplido elogio.

 Mientras su legación en Roma, muere Potino, acabado de sufrimientos en la cárcel; los otros cincuenta van sucumbiendo a diversos suplicios.

 Al regresar de Roma recae en él el peso de restaurar la iglesia lionense. Contaría Ireneo, al ser promovido al episcopado, unos cuarenta años.

 La labor que se le encomendaba era muy dura. Eran los albores de aquella cristiandad, y el martirio de aquellos cincuenta cristianos tenía que dejar sus filas notablemente menguadas; pero el martirio, lejos de dificultar la propagación de la fe, resultó su mejor ayuda; la sangre de los mártires fue siempre semilla de cristianos. San Ireneo vio crecer su grey de manera maravillosa. Aunque no conocemos bien la organización de la Iglesia en las Galias en esta segunda mitad del siglo II, parece seguro que no había por entonces en aquellos contornos más sede episcopal que la de Lyon; pronto comprobamos la existencia de otras cristiandades; Lyon se había convertido en un pujante centro de irradiación en un área bastante extensa. San Ireneo gobernaba estas nacientes comunidades, ya que el nacimiento de nuevas sedes episcopales en esta parte de las Galias parece bastante más tardío; desde luego, posterior al martirio de San Ireneo. Podemos, pues, dar por seguro que su vida se empleó en frecuentes viajes de misión y organización. Cada una de estas nuevas comunidades cristianas va rindiendo su tributo de martirio; San Alejandro, San Epipodio, San Marcelo, San Valentín y San Sinforiano serían, seguramente, discípulos de San Ireneo en Chalons, Tournus y Autun. La inscripción sepulcral de Pectorio en Autun, hermosa profesión de fe eucarística, puede considerarse como un eco de la predicación de Ireneo.

 Los viajes apostólicos del Santo hubieron de llegar hasta el limes o confín del Imperio, pues él mismo nos da noticia por primera vez de que la predicación cristiana ha llegado más allá de las fronteras y de que empiezan a entrar en la Iglesia gentes de estirpe germánica: los bárbaros.

 Toda esta actividad se desarrolla sin que remita nunca la persecución, en pobreza y peligro; tiene que ser obra casi personal del obispo, pues aún los presbíteros no han empezado a hacerse cargo de comunidades aisladas; es el obispo el único que celebra la sagrada liturgia, admite al bautismo y prepara para el mismo durante el catecumenado, y es también el que recibe a los pecadores a penitencia y reconciliación.

 No poseemos grandes detalles acerca de esta actividad, que, no obstante, podemos apreciar en su impresionante conjunto. Conocemos, en cambio, su labor como maestro, y ello nos revela otro aspecto de máximo interés.

 A todas las dificultades que hubo de vencer se sumó para él la más dura y dolorosa, pues la causaban las defecciones de los mismos cristianos. Aun en el seno de las cristiandades heroicas de los años de las persecuciones no faltó a la Iglesia el desgarramiento interno de la herejía. Esta se presentaba bajo una forma cuya sugestión no comprendemos hoy bien, pero cuyo peligro efectivo fue considerabilísimo. La Iglesia venció el peligro gracias a su inquebrantable adhesión a la enseñanza recibida, conservada con inalterable firmeza por los obispos. El cristianismo, sin este esfuerzo y fidelidad, se hubiera transformado en un pobre sistema no muy lejano de las sectas oscuras de inspiración maniquea que más o menos han sobrevivido. Claro que esto no podía ocurrir, y el Señor preparó los remedios por caminos, por cierto, bien distintos a los que a cualquiera se le hubieran ocurrido. El vario complejo de desviaciones con que se enfrentó San Ireneo se denomina gnosticismo. La gnosis pretende ser un conocimiento más razonable de la religión, patrimonio de un grupo selecto de iniciados. Ya antes de Cristo la gnosis había tratado de encontrar un substrato racional a los cultos paganos. Se trató de emplear el mismo procedimiento con la enseñanza cristiana. Los intentos son varios e inconexos, denominados por sus iniciadores: Basílides, Marcos Valentín, Marción. Tema común a todos suele ser el del origen del mal, que se atribuye a un principio poco menos que divino. Este principio para algunos es el Yahvé del Antiguo Testamento, distinto del Dios de Jesús.

 San Ireneo había conocido algunos de estos sistemas en vida de San Policarpo; desde entonces no ceja en desenmascararlos y hacer ver que nada tienen que ver con la enseñanza cristiana, aunque lo afecten.

 Conservamos una obra de San Ireneo que recoge su actividad como maestro; su título es Manifestación y refutación de la falsa gnosis, aunque se la conoce más corrientemente con el de Adversus haereses.

 Frente a la varia y confusa proliferación de especulaciones, Ireneo mantiene la integridad de la enseñanza de Jesús, tal como la han conservado las Iglesias, por una tradición no interrumpida y de acuerdo con las Santas Escrituras. Entre las diversas Iglesias hay una a la que se acude siempre con seguridad, la de Roma, “la más grande, la más antigua, por todos conocida, fundada por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo". "Con esta Iglesia, a causa de su superior preeminencia, es preciso que concuerden todas las demás que existen en el mundo, ya que los cristianos de los diversos países han recibido de ella la tradición apostólica."

 La argumentación de Ireneo y su práctica eran los buenos frente a la gnosis; una discusión en el mismo terreno de sus corifeos hubiera sido inútil. La verdadera enseñanza es la del que el Padre envió y Él confió a su Iglesia.

 En esta obra de San Ireneo, y en otra de propósitos en gran parte catequéticos, Demostración de la verdad apostólica, se pueden espigar tesoros de enseñanza y piedad. Se considera a Ireneo como el primer teólogo de la Iglesia: lo que más sugestiona en sus escritos es su fuerza de testimonio de la continuidad de la doctrina de la Iglesia; no sólo hacia el pasado, sino principalmente hacia el porvenir, hacia nosotros. Leyendo sus escritos encontramos nuestra fe de hoy, en los términos que hoy empleamos; la seguridad de que somos los mismos que aquel muchacho que escuchaba de los labios de Policarpo los recuerdos directos de los que vieron y oyeron al Señor.

 Es Ireneo el primero que da a la Virgen Santísima el título de causa salutis: causa de nuestra salvación; lo bebió en buena fuente.

 Aún nos ha conservado Eusebio de Cesarea, con un hermoso fragmento de otra carta de Ireneo, un rasgo más de su carácter, que relaciona con su nombre, de resonancias pacificadoras. El papa Víctor, un tanto impacientado por no lograr el acuerdo de las iglesias de Oriente sobre la fecha de la celebración de la Pascua, llegó a pensar en excluirlas de su comunión. Ireneo escribe entonces al Papa, en nombre de los fieles a quienes gobernaba en las Galias. Afirma, desde luego, que debía guardarse la costumbre romana y celebrarse en domingo el misterio de la Resurrección del Señor; pero exhorta respetuosamente al Papa a no excomulgar iglesias enteras por su fidelidad a una vieja tradición. "Si hay diferencias en la observancia del ayuno, la fe, con todo, es la misma." Es honra también del papa Víctor haber escuchado la advertencia del obispo de Lyon.

 La vida laboriosa y santa de San Ireneo termina con el martirio. No sabemos cómo ni cuándo; sin duda en tiempos de Septimio Severo, muy a principios del siglo III. Verosímilmente se encuadran los días del Santo entre los años 140 y 202.

 Figura muy familiar a teólogos e historiadores, era poco conocida del pueblo fiel fuera de Francia. El papa Benedicto XV hizo una obra de justicia al extender su fiesta a la Iglesia universal. Las lecciones del oficio que adoptó el Breviario Romano son un ejemplo de concisa y piadosa exactitud.

 JOSÉ LÓPEZ ORTIZ, O. S. A.

sábado, 27 de junio de 2015

Santo Evangelio 27 de Junio de 2015


Día litúrgico: Sábado XII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mt 8,5-17): En aquel tiempo, al entrar en Cafarnaúm, se le acercó un centurión y le rogó diciendo: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos». Dícele Jesús: «Yo iré a curarle». Replicó el centurión: «Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace». Al oír esto Jesús quedó admirado y dijo a los que le seguían: «Os aseguro que en Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande. Y os digo que vendrán muchos de oriente y occidente y se pondrán a la mesa con Abraham, Isaac y Jacob en el reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes». Y dijo Jesús al centurión: «Anda; que te suceda como has creído». Y en aquella hora sanó el criado. 

Al llegar Jesús a casa de Pedro, vio a la suegra de éste en cama, con fiebre. Le tocó la mano y la fiebre la dejó; y se levantó y se puso a servirle. Al atardecer, le trajeron muchos endemoniados; Él expulsó a los espíritus con una palabra, y curó a todos los enfermos, para que se cumpliera el oráculo del profeta Isaías: «Él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades».

«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo; basta que lo digas de palabra y mi criado quedará sano»


Rev. D. Xavier JAUSET i Clivillé 
(Lleida, España)


Hoy, en el Evangelio, vemos el amor, la fe, la confianza y la humildad de un centurión, que siente una profunda estima hacia su criado. Se preocupa tanto de él, que es capaz de humillarse ante Jesús y pedirle: «Señor, mi criado yace en casa paralítico con terribles sufrimientos» (Mt 8,6). Esta solicitud por los demás, especialmente para con un siervo, obtiene de Jesús una pronta respuesta: «Yo iré a curarle» (Mt 8,7). Y todo desemboca en una serie de actos de fe y confianza. El centurión no se considera digno y, al lado de este sentimiento, manifiesta su fe ante Jesús y ante todos los que estaban allí presentes, de tal manera que Jesús dice: «En Israel no he encontrado en nadie una fe tan grande» (Mt 8,10).

Podemos preguntarnos qué mueve a Jesús para realizar el milagro. ¡Cuántas veces pedimos y parece que Dios no nos atiende!, y eso que sabemos que Dios siempre nos escucha. ¿Qué sucede, pues? Creemos que pedimos bien, pero, ¿lo hacemos como el centurión? Su oración no es egoísta, sino que está llena de amor, humildad y confianza. Dice san Pedro Crisólogo: «La fuerza del amor no mide las posibilidades (...). El amor no discierne, no reflexiona, no conoce razones. El amor no es resignación ante la imposibilidad, no se intimida ante dificultad alguna». ¿Es así mi oración?

«Señor, no soy digno de que entres bajo mi techo...» (Mt 8,8). Es la respuesta del centurión. ¿Son así tus sentimientos? ¿Es así tu fe? «Sólo la fe puede captar este misterio, esta fe que es el fundamento y la base de cuanto sobrepasa a la experiencia y al conocimiento natural» (San Máximo). Si es así, también escucharás: «‘Anda; que te suceda como has creído’. Y en aquella hora sanó el criado» (Mt 8,13).

¡Santa María, Virgen y Madre!, maestra de fe, de esperanza y de amor solícito, enséñanos a orar como conviene para conseguir del Señor todo cuanto necesitamos.

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Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. 27 de Junio


NUESTRA SEÑORA DEL PERPETUO SOCORRO
27 de junio


Pocos casos hay en la historia de la Iglesia de difusión tan rápida y universal de una devoción mariana como es la del culto al famoso cuadro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro.

 Era el día 23 de junio del año 1867, domínica infraoctava del Corpus, cuando, en la iglesia de padres redentoristas de Roma, el decano del Capítulo Vaticano, patriarca de Constantinopla (después cardenal), daba comienzo a la ceremonia de coronación de la imagen de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Con anterioridad, el día 12 de mayo del mismo año, habían aprobado por unanimidad los capitulares el proyecto de coronación, declarando en público decreto que dicho cuadro reunía todas las condiciones para tal honor: antiquísimo culto de más de tres siglos y fama de muy milagroso. Se señaló para la litúrgica conmemoración. de aquella fiesta la domínica que precede a la Natividad de San Juan Bautista. Hoy se celebra trasladada al 27 de junio en el calendario universal de la Iglesia.

 ¿Cuál es la historia de este cuadro, desde entonces tan celebrado en las cinco partes del mundo?

 Precisamente uno de los diputados por el Cabildo Vaticano para la coronación era Pedro Wenzel, subprefecto después del Archivo Secreto Vaticano, quien, años andando, en 1903 comunicó a un padre redentorista, investigador del origen de este cuadro por Bibliotecas y Archivos vaticanos, un interesante documento manuscrito que constituía la fuente primaria para la historia de la venerada imagen. Hallábase el documento en un códice manuscrito de Franciscus Turrigius (s. XVI), También se hallaron dos relaciones del mismo en la obra manuscrita en veintiséis grandes volúmenes de lo. Antonius Brusius (s. XVII) sobre antigüedades sacras de Roma. El documento primitivo, escrito en pergamino, fijo en una tabla, estaba colocado en el cancel que cerraba el altar mayor de la iglesia de San Mateo in Merulana. Ambos autores copiaron el original, que, por ser largo, lo resumiremos aquí.

 Un comerciante de Creta robó de una iglesia el cuadro milagroso y se dio a la mar, ocultando el cuadro entre las mercancías. Sobrevino una tempestad y todos, sin saber del cuadro, invocaban a la Virgen. Serenóse el mar y tomaron puerto. Un año después el comerciante, con el cuadro, llegaba a Roma. Enfermó el cretense y un amigo romano se lo llevó a su casa. En el trance de la muerte el cretense contó al romano el robo del cuadro, sin honor entre sus mercancías, rogándole que lo colocase en una iglesia donde se le diera culto. Lo prometió el romano. Muerto el mercader, hallaron, en efecto, el cuadro, mas la mujer del piadoso amigo persuadió a su marido a quedarse con el cuadro, reteniéndolo nueve meses. La Virgen, en una visión, dijo al romano que no hiciera tal, sino que lo colocara en lugar más decente. No obedeció. Volvió la Virgen segunda y tercera vez, amenazándole entonces con una mala muerte si no lo ponía en una iglesia. Temió el romano y rogó a su mujer que regalara el cuadro a alguna iglesia. Negóse ella con muchas razones y el marido se conformó. La Virgen volvió a hablar al romano: "Te avisé, te amenacé, no has querido obedecer. Tendrás que salir tú primero, para salir yo después en busca de lugar más honorable”. Y se murió el romano. Se apareció la Virgen a una hija suya de seis años y le dijo: "Avisa a tu madre y a tu tío, y diles que Santa María del Perpetuo Socorro quiere que la saquéis de casa si no queréis morir todos muy pronto". Contó la niña, temió la madre, que había tenido la misma visión, y se determinó a obedecer. Pero en esto una vecina, enterada de lo ocurrido, la decide con muchas y poco piadosas razones a que no lo haga. Volvió la vecina a casa, pero enfermó de peste. Entonces invocó a la Virgen y se curó. Volvió la Virgen a la niña para que dijese a su madre: que quería ser llevada a cierta iglesia llamada de San Mateo, entre Santa María la Mayor y San Juan de Letrán. Obedeció la madre y, avisando a los frailes agustinos que llevaban aquella iglesia, con acompañamiento de todo el clero Y pueblo fue trasladado el cuadro y el mismo día de la traslación hizo el primer milagro.

 La fecha de la traslación fue el 27 de marzo de 1499, reinando Alejandro VI, y la data del documento fue entre la fecha anterior y el año 1503, en que murió dicho papa. Brutius decía que la letra y el color denunciaban la fecha.

 Quedó allí la imagen durante tres siglos (1499-1798). Las tropas de Napoleón ocuparon Roma y, entre otras iglesias, derribaron la de San Mateo. Los agustinos irlandeses que la regentaban se pasaron con el cuadro a la próxima iglesia de San Eusebio y, de allí, a la de Santa María in Posterula. En el año 1855 tomaba el hábito de redentorista el joven Miguel Marchi. De niño había sido monaguillo en la casi extinta comunidad de agustinos, custodios del cuadro que ignoraban. Pero un lego, fray Agustín Orsetti, muy viejo, que había conocido el culto y los milagros de la Virgen olvidada, decía con frecuencia al monaguillo: "Sábetelo bien, Miguelito. La Virgen de San Mateo la tenemos en el oratorio. No lo olvides... ¡Era muy milagrosa!". Y no lo olvidó. Enterado el superior general de los padres redentoristas, reverendísimo padre Nicolás Maurón, se presentó con el padre Marchi a Pío IX. Le refirió el caso del milagroso cuadro, su paradero, ser voluntad de la Virgen exponerla al culto entre San Juan de Letrán y Santa María la Mayor, término que coincidía precisamente con el solar de los redentoristas. Acogió Pío IX las súplicas y pocos días después, por billete escrito de propio puño, ordenó (11 de diciembre de 1865) al cardenal prefecto de la Propaganda gestionase la entrega del cuadro a los padres redentoristas. Así se hizo.

 El día 26 de abril de 1866 recorrió el cuadro de nuevo las calles de Roma. Al año siguiente, como dijimos al principio, fue coronado por el Cabildo Vaticano. Desde entonces no ha cesado su devoción de recorrer aldeas y ciudades de las cinco partes del mundo con gran fruto espiritual de conversiones.

 El cardenal Francisco Ehrle, S. I., decía a un padre redentorista: "No hay Virgen romana más documentada que la Virgen del Perpetuo Socorro".

 Descripción del cuadro.-Su tamaño es de 53 por 41,5 centímetros. Está pintado al temple y en nogal. Fue restaurado por el artista polaco Novodny en 1866. La Virgen viste túnica roja, peplos o manto azul marino con vueltas verdes y esclavina. El quecrúfalos, redecilla o pañuelo verde, le recoge el cabello. El Niño viste túnica verde con cinturón púrpura y manto marrón claro. A la derecha de la figura San Miguel, túnica jacinto, manto y paño de honor verdes. A la izquierda, San Gabriel, túnica, manto y paño de honor jacinto. Todos los personajes nimbados. Los pliegues de los paños van acusados con reflejos de oro. El fondo es oro. Los personajes llevan sus nombres en abreviaturas griegas: Jesús-Cristo, Madre de Dios, el arcángel Miguel, el arcángel Gabriel. Los trazos sobre las letras son signos ortográficos y de abreviación.

 Composición del cuadro.- No es una simple imagen o retrato de María. Es una escena, una especie de cuadro de género. Para ello no basta que haya en la escena varios personajes. Es preciso que el pedazo de vida que allí se vive encadene y relacione a los personajes unos con otros, no con inscripciones o guiones, sino con el gesto, la mirada, el sentido. Es un momento simbólico de la vida de María.

 Su momento feliz es interrumpido por una visión terrible: la Pasión, cuyos instrumentos presentan los ángeles al Niño. Este vuelve la mirada consternado hacia la aparición. Con el movimiento brusco de terror contrae el pie izquierdo y la sandalia se le desprende. Las manecitas se aferran al pulgar de la Madre. Por eso la llaman a veces los rusos la Virgen del pulgar (Taletskaia Bojia Mater). La mirada de la Virgen trasciende el cuadro y pasa al espectador.

 Escuela y fecha.- La flexibilidad de la escena denota la presencia del realismo italiano. Sin embargo, la técnica es bizantina. Su dibujo es más rígido que el de sus contemporáneos italianos, tiene más de calco que de inspiración personal. No es un cuadro hecho en Italia como sus congéneres de Cimabue, Bernabé de Módena y Botticelli. Es un cuadro bizantino con influencias italianas. La isla de Creta era entonces colonia veneciana. Un ejemplar de nuestro cuadro está firmado por Andreas Rico de Candía (s. XV). El nuestro parece más antiguo que sus similares esparcidos por Italia. Kondakof y Muratof, disintiendo a veces, convienen en la inspiración italiana y lo atribuyen a la escuela ruso-bizantina de Novgorod, entre los siglos XIV y XV. En Rusia las Metsnaia ikona (imágenes de asiento) o Poklonnaia ikona (imágenes grandes) estaban fijas en el Iconostasio. Las Vírgenes de la Pasión (nuestro cuadro) eran imágenes de la devoción íntima y se llamaban Domovaia (imagen doméstica) o Molennaia ikona (imagen pequeña).

 Los papas han tenido siempre particular devoción al cuadro de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Pío IX lo regaló a los católicos de Zitomir (Rusia), que le pedían una de las Vírgenes más veneradas en Roma. León XIII se la dio a los misioneros de la Asunción que partían para Bulgaria. San Pío X la regaló a la emperatriz abisinia Taitú. Benedicto XV la tenía sobre su trono; para el 50 aniversario de la exposición al culto del prodigioso cuadro acuñó, a sus expensas, una medalla conmemorativa con su busto y la imagen del Perpetuo Socorro. Pío XI la puso en el escudo de la misión pontificia para socorrer a los niños hambrientos de Rusia. Hoy se la considera como símbolo de enlace entre la Iglesia romana y las Iglesias orientales disidentes, para la unión. Es cosa menos que interminable enumerar las naciones y centros en que a la Virgen del Perpetuo Socorro se le tributa culto especial. Baste decir que se halla extendida su devoción por las cinco partes del mundo. Sólo destacaremos las formas más significativas de este culto.

 Existe la Archicofradía de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, de la que Pío IX quiso ser el primer archicofrade, encabezando las listas. También lo fue Alfonso XIII, cuya curación, en una gripe infantil, se atribuyó a una estampa de la Virgen colocada en su cuna. La Archicofradía tiene una sección especial: la Súplica Perpetua, por la que los socios se comprometen a orar media hora todos los meses ante el cuadro. Está también en plena vitalidad la Visita Domiciliaria por medio de capillas portátiles. En muchos países extranjeros existe la Novena Perpetua, sobre todo en los pueblos anglosajones, originaria de los Estados Unidos, que celebra una función religiosa como de media hora un día a la semana, durante todo el año. Pero esa función se repite, como en San Luis (Estados Unidos) once veces por día, para dar entrada a las oleadas de devotos. Estos, en la iglesia de Boston, no bajan de 20.000 el día semanal de la novena. El centro de Manila es asombroso. En Baclarán, barrio de la capital, se ha construido una iglesia capaz para 12.000 personas. En los días de Novena Perpetua el municipio organiza servicio especial de tranvías y autobuses, con un promedio de 60.000 asistentes en los siete ejercicios al día. El delegado apostólico, monseñor Panico, decía: “La Novena Perpetua es la gracia más grande que Dios ha dado a Filipinas después de su conversión al cristianismo". A estas Novenas Perpetuas asisten muchos no católicos. El padre Juan Herat, oblato de María Inmaculada, decía que, en su parroquia de Colombo, asistían los miércoles de la Novena 30.000 personas entre católicos, hindúes, budistas, mahometanos, parsis y protestantes. Francia, Italia, Bélgica, Holanda, Alemania, Inglaterra la tienen en la mayor parte de sus iglesias. Son cientos de miles los lugares misionados adonde se ha llevado el cuadro y su devoción. Varios cientos de miles suman los ejemplares de las revistas de su nombre. Los altares erigidos en su honor son innumerables. Un cronista extranjero contaba por el año 1916 unos 1.200 altares sólo en pueblos de Andalucía. En España, además de la devoción privada que todo español conoce, tiene esta Virgen el homenaje de instituciones públicas de que es ella Patrona, así: Sanidad Militar, Colegios Médicos, Beneficencia Municipal de Madrid, en el Ministerio de la Gobernación, Asociación Mutua de Socorros, el Seguro Español, Mutualidad de Peritos del Ministerio de Agricultura, Ministerio de Hacienda. En Méjico y en las naciones de Centro y Sudamérica florece la devoción en prácticas piadosas y frutos de bendición, como en cualquier nación europea.

 No basta la distancia remota de los pueblos para limitar su devoción. A principios de siglo unos misioneros austríacos, en misión rodante por el Transiberiano, llevaron el cuadro desde Moscú a VIadivostok. En Africa lo presentan al culto los misioneros del Alto Níger (franceses), del Congo (belgas), de Africa del Sur (ingleses). También en Oceanía los misioneros de Nueva Guinea. Siete catedrales de Australia y Nueva Zelanda celebran la Novena Perpetua. En Newcastle (Oceanía) cinco estaciones radiofónicas comerciales transmiten la Novena Perpetua. En 1948 el padre Henry, oblato de María Inmaculada, llevaba el cuadro al Polo Norte, al 70º de latitud, península de Boothia.

 Como se ve, esta devoción tiene un marcado carácter universalista, con un fruto abundante de conversiones.

 RODRIGO BAYÓN, C. SS. R.

viernes, 26 de junio de 2015

Santo Evangelio 26 de Junio de 2015



Día litúrgico: Viernes XII del tiempo ordinario

Santoral 26 de junio: San Josemaría, presbítero
Texto del Evangelio (Mt 8,1-4): En aquel tiempo, cuando Jesús bajó del monte, fue siguiéndole una gran muchedumbre. En esto, un leproso se acercó y se postró ante Él, diciendo: «Señor, si quieres puedes limpiarme». Él extendió la mano, le tocó y dijo: «Quiero, queda limpio». Y al instante quedó limpio de su lepra. Y Jesús le dice: «Mira, no se lo digas a nadie, sino vete, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que prescribió Moisés, para que les sirva de testimonio».


Comentario: Rev. D. Xavier ROMERO i Galdeano (Cervera, Lleida, España)
«Señor, si quieres puedes limpiarme»

Hoy, el Evangelio nos muestra un leproso, lleno de dolor y consciente de su enfermedad, que acude a Jesús pidiéndole: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2). También nosotros, al ver tan cerca al Señor y tan lejos nuestra cabeza, nuestro corazón y nuestras manos de su proyecto de salvación, tendríamos que sentirnos ávidos y capaces de formular la misma expresión del leproso: «Señor, si quieres puedes limpiarme» (Mt 8,2).

Ahora bien, se impone una pregunta: Una sociedad que no tiene conciencia de pecado, ¿puede pedir perdón al Señor? ¿Puede pedirle purificación alguna? Todos conocemos mucha gente que sufre y cuyo corazón está herido, pero su drama es que no siempre es consciente de su situación personal. A pesar de todo, Jesús continúa pasando a nuestro lado, día tras día (cf. Mt 28,20), y espera la misma petición: «Señor, si quieres...» (cf. Mt 8,2). No obstante, también nosotros debemos colaborar. San Agustín nos lo recuerda en su clásica sentencia: «Aquél que te creó sin ti, no te salvará sin ti». Es necesario, pues, que seamos capaces de pedir al Señor que nos ayude, que queramos cambiar con su ayuda.

Alguien se preguntará: ¿por qué es tan importante darse cuenta, convertirse y desear cambiar? Sencillamente porque, de lo contrario, seguiríamos sin poder dar una respuesta afirmativa a la pregunta anterior, en la que decíamos que una sociedad sin conciencia de pecado difícilmente sentirá deseos o necesidad de buscar al Señor para formular su petición de ayuda.

Por eso, cuando llega el momento del arrepentimiento, el momento de la confesión sacramental, es preciso deshacerse del pasado, de las lacras que infectan nuestro cuerpo y nuestra alma. No lo dudemos: pedir perdón es un gran momento de iniciación cristiana, porque es el momento en que se nos cae la venda de los ojos. ¿Y si alguien se da cuenta de su situación y no quiere convertirse? Dice un refrán popular: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».

San José María Escribá de Balaguer 26 de Junio

26 de junio
 
San Josemaría Escrivá de Balaguer,
Fundador. Año 1975.

San Josemaría Escrivá es uno de los más populares  fundadores y apóstoles del siglo XX. Nació en Barbastro Aragón, España, de un hogar sumamente creyente y ejemplar y fundó en 1928 una de las asociaciones apostólicas más fuertes del mundo, el Opus Dei.

Desde muy pequeño tuvo una gran cualidad: su espíritu de servicio a los demás. Parecía que su oficio más agradable era poder ser útil a los demás en todo lo que le fuera posible ayudarles. La frase de Jesús que más le impresionaba era esta: "El hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir, y a dar la vida en redención de muchos" (Mt. 20, 28). Y le impresionaba el meditar que Jesús desde su nacimiento en el pesebre hasta su muerte en la cruz, no tuvo otro fin que el de dar gloria al Padre Dios y hacer el mayor bien a las criaturas humanas. Y él se propuso emplear también todas sus cualidades al servicio de Dios y de las personas humanas.

José María se propuso pues imitar el espíritu de servicio de Jesús, y dedicar su vida entera a lograr hacer el mayor bien posible a toda clase de gentes.

Después de obtener su doctorado en la universidad, fue ordenado de sacerdote en 1925 y se dedicó al apostolado con todas las fuerzas de su alma, tendiendo como lema aquella frase de la S. Biblia: "El sacerdote está constituido a favor de los hombres" (Hebr. 5, 1).

Su madre, Doña Dolores, le había enseñado una frase que ella repitió muchas veces y que a él le fue muy útil en el apostolado: "Para lo único que hay que tener vergüenza es para pecar". Así que al joven sacerdote no le dio jamás vergüenza hablar de Cristo y de su mensaje en todas partes y ante toda clase de personas. Y esto mismo enseñó con la palabra y el ejemplo a sus millares de discípulos de todo el mundo.

Cuando Dios encamina a una persona hacia una gran obra le concede todas las cualidades necesarias para desempeñar bien el oficio que le ha encomendado. Al Padre Escrivá le concedió un espíritu sumamente alegre y jovial que le ganaba la simpatía a todos los ambientes. Una alegría que se contagiaba a los que lo escuchaban. Lo dotó también la Divina Providencia de un corazón sumamente generoso para amar a todos. Uno de sus socios, que lo acompañó por muchos años, declaró: "Me consta que jamás Monseñor Escrivá se sintió enemigo de nadie". Quiso bien a todos y los seguía queriendo aún después de que lo trataran mal. Su única moneda de cambio con quienes se dedicaban a atacarlo, era rezar por ellos.

José María fue un instrumento en las manos de Dios, por medio del cual la Iglesia Católica logró conseguir líderes apostólicos en todos los continentes y empezó nuevas obras de apostolado en muchas naciones. Pero él siempre se consideraba un simple instrumento en manos de Dios. Ninguno de sus triunfos apostólicos lo atribuía a sus cualidades o a sus esfuerzos personales, sino todo solamente a la bendición de Dios. Recordaba la famosa frase del libro de los proverbios: "Lo que nos produce éxitos es la bendición de Dios. Nuestros afanes no le añaden nada". Sabía que cuanto mejor preparado está el instrumento (por ejemplo el pincel, con el cual le agradaba mucho compararse) mejor saldrá la obra del artista. Por eso trataba de prepararse lo mejor posible siempre, pero también estaba convencido de que sin la acción del artista, (que siempre en el apostolado es Dios) el instrumento nada logra conseguir por sí mismo.

Pero la humildad de Escrivá no era un apocamiento, un creerse sin valor o un inútil y sin cualidades (porque eso sería mentira. Y la humildad es la verdad). Su humildad no era un no atreverse a proponer nuevas iniciativas o dejar de exigir derechos que son deberes. Era un estar convencido de que se es incapaz de realizar nada valioso sin la bendición de Dios, pero a la vez una convicción de que entre más preparado y calificado esté el apóstol, mayores éxitos podrá obtener si confía plenamente en la ayuda divina.

Siendo muy joven en Logroño en pleno y terrible invierno vio sobre la nieve las huellas de unos pies de un religioso capuchino, que por amor de Dios y por salvar almas andaba descalzo sobre ese hielo tan temible. Y José María se preguntó: "Todo esto hacen los demás, y yo ¿qué voy a hacer por Cristo y por las almas?". Desde entonces se propuso gastarse y desgastarse por hacer amar más a Dios y por conseguir salvar almas.

El 2 de octubre de 1928 José María sintió que Dios le iluminaba una idea maravillosa (durante unos Ejercicios Espirituales), fundar una asociación en la cual cada persona, siguiendo sus labores ordinarias en el mundo, se dedicara a conseguir la santidad y a propagar el reino de Cristo. Y fundó entonces la famosa organización llamada Opus Dei (Obra de Dios) que ahora está extendida por todos los países del mundo. Su lema era la frase de San Pablo: "Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación" (1 Tes. 4, 3).

El famoso fundador repetía: "El creyente, ya sea barrendero o gerente, ya sea pobre o rico, sabio o ignorante, conseguirá su santificación y un gran puesto en el cielo si todo lo que tiene que hacer lo hace por amor de Dios y con todo el esmero que le sea posible. En el servicio de Dios no hay oficios de poca categoría. Todos son de gran categoría si se hacen por amor a Nuestro Señor".

Desde 1928 hasta su muerte en 1975, José María Escrivá dedicó todas sus energías y sus grandes cualidades y todo su tiempo, a extender y a perfeccionar la obra maravillosa que Dios le había encomendado: El Opus Dei, una asociación para llevar hacia la santidad a las personas, pero permaneciendo cada cual en su propia profesión y oficio.

Fue beatificado por S.S. Juan Pablo II en Roma el 17 de mayo de 1992.

Escribió Monseñor Escrivá un librito pequeño pero hermosísimo que ha influido en millones de personas en el mundo entero. Se llama "Camino". Son mil pensamientos (numerados) acerca de los temas más importantes para conseguir la santidad. Su estilo es simpático, impactante, incisivo y muy agradable. Y como antes de escribir rezó mucho por lo que iba a redactar, las frases del libro "Camino" llegan hasta el corazón de sus lectores y lo conmueven profundamente.

He aquí algunos de esos pensamientos cortos de su libro "Camino": Acostúmbrate a decir No a lo que es malo... ¿Qué no puedes hacer más? ¿No será que no puedes hacer menos?... ¿Virtud sin orden? ¿Y a eso llamas virtud?... ¡Qué hermoso desgastar la vida por Dios y por los demás!... Tu mayor enemigo es: tu egoísmo... Si no te dominas a ti mismo, aunque seas poderoso, eres poca cosa... Al que puede ser sabio no se le perdona que no lo sea... Tu orgullo: ¿de qué?...

Dios le concedió la gracia de ser muy simpático para los universitarios, para los profesionales y para los de las clases dirigentes. Y él empleó este don tan especial para conseguir que muchísimos líderes de diversos países aprovecharan sus notables influencias en los demás para llevarles los mensajes de la Iglesia Católica y extender así nuestra Santa Religión. La simpatía personal del Padre Escrivá le atraía amigos en todas las naciones a donde llegaba su influencia y muchos de ellos ocupan ahora puestos influyentes, para gloria de Dios.

El 6 de octubre de 2002, más de 400.000 personas asisten en la plaza de san Pedro a la canonización de Josemaría Escrivá. En la homilía, Juan Pablo II señaló que el nuevo santo "comprendió más claramente que la misión de los bautizados consiste en elevar la Cruz de Cristo sobre toda realidad humana, y sintió surgir de su interior la apasionante llamada a evangelizar todos los ambientes.

El Papa animó a los peregrinos llegados desde los cinco continentes a seguir sus huellas. "Difundid en la sociedad, sin distinción de raza, clase, cultura o edad, la conciencia de que todos estamos llamados a la santidad. Esforzaos por ser santos vosotros mismos en primer lugar, cultivando un estilo evangélico de humildad y servicio, de abandono en la Providencia y de escucha constante de la voz del Espíritu".