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domingo, 31 de mayo de 2015

Fiesta de la Santisima Trinidad

FIESTA DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD
 

Puede extrañar que se haya instituido una fiesta específica en honor de la Santísima Trinidad. Hay peligro de que esta fiesta parezca una abstracción. En efecto, la teología latina presenta la Trinidad de un modo bastante metafísico, precisando los conceptos de Persona y Naturaleza. Tres personas distintas con una personalidad completa, pero una sola naturaleza divina. Por muchos esfuerzos que se haga, esto sigue siendo muy abstracto. Pues bien, la liturgia, lo mismo la latina que la oriental, no cesa de mostrar la actividad de las Tres Personas divinas en la obra de la salvación y la reconstrucción del mundo. Pero la teología griega tiene la prerrogativa de exponer de una manera vital lo que es la Trinidad.

De tal modo ama el Padre al mundo que, para salvarlo, envía a su Hijo que da su vida por nosotros, resucita, sube al cielo y envía al Espíritu. El Padre traza en nosotros la imagen de su Hijo, de manera que al vernos, ve en nosotros a su propio Hijo. Esta visión de la Trinidad, denominada "económica", nos permite situar mejor la Trinidad y situarnos mejor nosotros con respecto a ella, haciendo que entendamos mejor cómo el bautismo y toda nuestra actividad cristiana nos insertan en esta Trinidad que no es una mera abstracción.

La misma prerrogativa tiene la liturgia: mostrarnos la actividad de las Personas divinas. Tanto la liturgia sacramental como la eucológica, ya desde los primeros tiempos de la Iglesia, hacen hincapié en la actividad de la Trinidad o en nuestra alabanza en su honor. Así lo hacen las doxologías, como el Gloria Patri..., algunos himnos antiguos tales como el Gloria in excelsis, el Te Deum, etc. Aunque en el siglo IX encontramos iglesias dedicadas a la Trinidad, como en el caso del monasterio de san Benito de Aniano, aunque se tiene un oficio debido a Esteban, obispo de Lieja (+920), que compuso un oficio votivo en honor de la Trinidad, nada encontramos acerca de la institución de una fiesta. Sin embargo, en el año 1030 encontramos establecida una fiesta de la Trinidad, el primer domingo después de Pentecostés, que no tarda en extenderse. El que conozcamos el hecho mejor que sus orígenes, se debe a la oposición con que tropieza, hasta llegar a oponerse a dicha fiesta el propio Papa Alejandro II (+1181). A pesar de todo, la fiesta sigue celebrándose y gusta cada vez más a los fieles, tanto que el Papa Juan XXII la aprueba en 1334 y extiende su celebración a la Iglesia universal, quedando fijada en el domingo después de Pentecostés.

Cabría pensar que, al cerrar con Pentecostés ]as solemnidades pascuales con la celebración del envío del Espíritu, se ha querido sintetizar la obra de las Tres Personas divinas después de haber venido celebrando su actividad de modo particular. Sin embargo, no todas las iglesias mantuvieron la fecha indicada, celebrando algunas de ellas esta fiesta el último domingo después de Pentecostés.

Hay que reconocer que una celebración de este género sólo podría tener cierto éxito en el momento en que se acentuaban la vida de la liturgia y la pérdida del sentido bíblico. Pues un estrecho contacto con la Escritura proclamada en Iglesia y con la liturgia, toda ella impregnada de la Trinidad y que a cada momento expresa la actividad de las Tres Personas, no habría provocado el deseo de una celebración que, por otro lado, no podía por menos de resultar grata a la mentalidad teológica de la época en que dicha celebración se universalizó. Sin embargo esta fiesta puede atraer nuestra atención durante todo el año sobre la Trinidad operante en toda celebración.

ADRIEN NOCENT
EL AÑO LITURGICO:
CELEBRAR A JC 5 TIEMPO ORDINARIO
SAL TERRAE SANTANDER 1982, p. 61 s.

Santo Evangelio 31 de Mayo de 2015

Día litúrgico: La Santísima Trinidad (B)


Texto del Evangelio (Mt 28,16-20): En aquel tiempo, los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado. Y al verle le adoraron; algunos sin embargo dudaron. Jesús se acercó a ellos y les habló así: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y he aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».


Comentario: Mons. F. Xavier CIURANETA i Aymí Obispo Emérito de Lleida (Lleida, España)
Haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Hoy, la liturgia nos invita a adorar a la Trinidad Santísima, nuestro Dios, que es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Un solo Dios en tres Personas, en el nombre del cual hemos sido bautizados. Por la gracia del Bautismo estamos llamados a tener parte en la vida de la Santísima Trinidad aquí abajo, en la oscuridad de la fe, y, después de la muerte, en la vida eterna. Por el Sacramento del Bautismo hemos sido hechos partícipes de la vida divina, llegando a ser hijos del Padre Dios, hermanos en Cristo y templos del Espíritu Santo. En el Bautismo ha comenzado nuestra vida cristiana, recibiendo la vocación a la santidad. El Bautismo nos hace pertenecer a Aquel que es por excelencia el Santo, el «tres veces santo» (cf. Is 6,3).

El don de la santidad recibido en el Bautismo pide la fidelidad a una tarea de conversión evangélica que ha de dirigir siempre toda la vida de los hijos de Dios: «Ésta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Tes 4,3). Es un compromiso que afecta a todos los bautizados. «Todos los fieles, de cualquier estado o régimen de vida, son llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (Concilio Vaticano II, Lumen gentium, n. 40).

Si nuestro Bautismo fue una verdadera entrada en la santidad de Dios, no podemos contentarnos con una vida cristiana mediocre, rutinaria y superficial. Estamos llamados a la perfección en el amor, ya que el Bautismo nos ha introducido en la vida y en la intimidad del amor de Dios.

Con profundo agradecimiento por el designio benévolo de nuestro Dios, que nos ha llamado a participar en su vida de amor, adorémosle y alabémosle hoy y siempre. «Bendito sea Dios Padre, y su único Hijo, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros» (Antífona de entrada de la misa).

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La visitación de Ntra. Sra. a Santa Isabel

LA VISITACIÓN DE NTRA. SRA.

A SANTA ISABEL

 
"He aquí la esclava del Señor..." Imaginad a María. En el pequeño cuarto de su casa nazarena, donde aún queda el aire removido por las alas del ángel. Fuera, en la calle, seguirían los ruidos mínimos y familiares. El zurear de las palomas en el alero, el grito de los pájaros, el chorro de una fuente, el sol sobre la hierba —misterioso ruido de alegría vital que sólo escuchan los ángeles—... La estancia, ya vacía. Pero el corazón de la Doncella lleno de cosas que empiezan. Ella, en la penumbra, bajo la sombra del Espíritu Santo que la cubre como unas alas. Ella, aún con los ojos cerrados, apretados fuertemente para que no se le escape el misterio. Ella, aún con las manos sobre el regazo, junto a la artesa, la tinaja o la masa que enleudar.

 —Y mira —ha dicho el ángel—, también Isabel, tu pariente, ha concebido un hijo en edad avanzada, y éste es ya el sexto mes para ella, que es considerada como estéril. Porque para Dios no hay imposibles.

 ¡Qué lluvia de prodigios, Señor!, suspirará María desde dentro. Isabel, anciana, esperando un hijo. Cuando María abra los ojos y vuelva así la luz a la sala, y entre el sol por la ventana hasta su cuerpo reclinado; cuando María vuelva de su lejanía, allá donde ha dicho “sí” sencillamente, la vida estará esperando para reanudarse. María tendrá un primer suspiro, una primera ternura para Aquello que está en Ella. ¿Imagináis este despertar especial de esa ternura, cómo llenaría el corazón de la Doncella? Luego, al volver a la casa, al trabajo, a la pieza de hilo o al abrevar de los corderos, María pensaría en Isabel.

 Por aquellos días —dice el santo cronista Lucas— partió María y se dirigió aceleradamente a la montaña, a una ciudad de Judá..."

 Por aquellos días... ¡Lástima de parquedad del evangelista! ¡Lástima de no poder asomarnos a lo que pasaba en el corazón de la Señora "por aquellos días"! ¡Lástima de quedarnos a obscuras sin la luz de aquel tiempo! Por aquellos días la Doncella sentiría un renovarse del espíritu y de la sangre. Lo hemos visto en nuestro hogar de seglares, de padres de familia. Pasada la alegría algo inconsciente de las primeras fechas del matrimonio, llega un día lleno de temblores y de júbilos. Es, ya, la certeza de ese hijo del amor que viene a santificar el amor. Y empieza para nosotros, hombres vulgares, una etapa nueva, incomprensible hasta entonces: sabernos padres, saber en camino al fruto de la ternura santificada, nos va a dar una nueva dimensión, la de la gravedad, la de la hondura, la de una madurez que sólo nos trae la plenitud de la vida. Pues si esto es en nosotros, hombres de hoy, hombres del mundo, ¿qué ocurriría en el corazón de la Señora, de aquella que fue elegida para ser corredentora, de aquella en cuya casa se hospedaría el Señor? Esta nueva gracia sobre María, ¡qué hermosa luz daría a su rostro! Sus ojos serían más suaves y como más ausentes, su paso más ingrávido, sus manos más palomas, su amor tan ancho y tan alto, que las dimensiones del universo no podrían contenerlo. No es ya la madurez comenzada de la eternidad. Es que ese hijo es Dios mismo, es el Mesías prometido. Casi pienso que el corazón le dolería a la Doncella, incapaz de contener tanto amor. Y ya entonces tendría que empezar a amarnos a nosotros, incluso a los hombres que aún no existíamos, porque Ella no podría guardar dentro toda aquella necesidad de darse.

 Sí. Por aquellos días. María tendría pronto preparada su ropa, el hatillo y el velo que cubriría su rostro del sol de la montaña. Quizá marcharía con un grupo de peregrinos, de los que iban para la Pascua en Jerusalén. Una tierna teoría antigua nos quiere pintar a María marchando por los caminos de Judea con una escolta de ángeles. Como si los ángeles fuesen cuidando de su paso, quitándole las piedrecillas hirientes, los guijos puntiagudos, el calor y la sed, los cardos y la arena ardiente. Es una tierna teoría antigua. ¿Para qué iba a necesitar María del oficio de los ángeles, si Ella llevaba en su corazón, dentro de sí misma, a Aquel que era ya la alegría del mundo a través de la alegría de la Señora? ¿Para que más compañía y más amparo que los del mismo Dios? ¿Y acaso María iba a renunciar a la sed y al calor, a la fatiga y a las piedras? ¿Acaso podemos comprenderla a Ella hurtándose de los dolores de este mundo, Ella que va a ser la Señora del Dolor más intenso? Imaginemos mejor a María caminando hacia la casa de Isabel, a ratos en soledad —aparente— del camino, a ratos marchando con Samuel, el carpintero, o Jacob, el herrero, o Felipe, el labrador de Nazaret.

 "También Isabel", ha dicho el ángel. ¿También? La Doncella pensaría, sin duda, todas aquellas palabras, y no dejaría de ver que el "también" suponía alguna relación entre lo ocurrido en Isabel y lo ocurrido en Ella misma. Y tal vez por eso María va "aceleradamente". ¡Qué pocas veces se rompe la sobriedad narrativa de los evangelistas para darnos esta matización de la circunstancia! Aceleradamente, con prisa, María hace el camino hasta la casa de su prima. Por un lado, para expresar a Isabel su alegría de pariente. Pero, sobre todo, para dar cauce a esta alegría inmensa que la llena. ¿Cómo era posible tener esto guardado en el corazón sin compartirlo con nadie? Esto es amor: compartir, dar sobre todo, sin pedir nada o muy poco a cambio. Ama más quien más da. Son así las matemáticas de Dios, que hacen más rico a aquel que se empobrece dando que al que se ha enriquecido recibiendo. Habría, sin duda, cierto temor de María a comunicar, sin más ni más, la razón de su júbilo a Isabel. Pero algo le haría esperar —aquel "también"— que la comunicación sería fácil. Isabel, en mes sexto de su buena esperanza, quizá supiese comprender sólo con ver el brillo sobrenatural de los ojos de María. En tanto, María sigue su camino, dejando atrás la llanura de Esdrelón, amasando en su espíritu todas aquellas cosas extraordinarias. Cuatro o cinco días de viaje. Dormir, quizá, mirando a las estrellas, sobre la paja de una era, al lado de un camino, resguardada de la brisa fresca por unas rocas, escuchando el gran silencio de la noche que Ella llenaría con el eco misterioso de sus dos corazones, el propio y el de su Hijo, que María ya estaría escuchando en sus ansias. Días y noches para acunar su alegría, para asomarse a sí misma como a un pozo que escondiera toda la frescura del mundo. Un pozo donde el mundo podrá calmar pronto toda su sed.

 Y, al fin, en casa de Isabel. Quizá alguna vecina la viese llegar por la ladera. "¿No es aquélla María, tu pariente?" Quizá Isabel sentiría una súbita necesidad de salir bajo el emparrado y colocar su mano como visera sobre sus ojos y sonreír luego con el júbilo del reconocimiento.

 María "entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel", sigue San Lucas. Sería un saludo respetuoso, por los años de Isabel y por el afecto, el viejo saludo tradicional de Palestina: "La paz sea contigo, Isabel". Pero ya, aquí, en este momento, el prodigio. Isabel siente algo. Algo que no le dicen la sangre ni la carne, sino Aquel que está en los cielos y para el cual nada es imposible. Por primera vez el Mesías va a ser reconocido. Isabel siente que aquel hijo que va en el sexto mes y que, según la profecía del ángel a Zacarías, está lleno del Espíritu Santo desde el seno de su madre, salta en su vientre, como un niño que brinca de alegría. Y "ella misma —dice San Lucas— se sintió llena del Espíritu Santo". Isabel ve a María, se mira en sus ojos anchos y prodigiosos, entra por ellos hasta el misterio que trae escondido la Doncella. Y exclama en alta voz

 "¡Bendita eres tú entre las mujeres, y bendito es el fruto de tu vientre! ¿De dónde se me concede que la Madre de mi Señor venga a mí? He aquí que tan pronto como tu voz ha resonado en mis oídos, ha saltado el niño en mi seno. Bienaventurada tú, que has creído que se cumplirán las cosas que se te han dicho de parte del Señor!"

 Hay un desatarse del júbilo de Isabel. ¿Qué ha visto la anciana en aquella muchacha para bendecirla "entre todas las mujeres"? ¿Qué luz llevan los ojos de María? ¿Qué misterioso mensaje ha recibido Isabel, en inspiración súbita del Espíritu Santo? Esta es, sin duda, la fuente de su conocimiento. Sólo así pudo Isabel saber que su prima María esperaba un Hijo, y que ese Hijo no era un niño como los demás. Hay, en este acontecer de las cosas, una fulgurante dilación poética, que va encajándolas en una sorprendente armonía. Dios no sólo escribe la historia, no sólo la inventa, sino que, además —y es lógico que así sea—, lo hace con una delicadísima belleza, mezclando las encantadoras cosas cotidianas con las cosas celestes. Y, así, las personas que van cruzando por esa realista pantalla cinematográfica que es el Evangelio son seres suspendidos entre el cielo y la tierra, con sus ventanas abiertas siempre al prodigio.

 ¿Veis cómo Isabel rinde homenaje a María, su jovencísima prima? Los saltos de Juan el Bautista en el seno de su madre son el primer signo de una expectación humana ante el Mesías que ya viene, que necesitará que sus caminos sean allanados para que la Verdad camine fácilmente y encuentre eco en los corazones endurecidos de los hombres.

 Pero ved cómo Dios mismo quiere, además, evitar a la Señora la explicación de algo inexplicable. ¿Qué palabras podría usar María para decirle a Isabel que el Mesías estaba ya en su seno? ¿Podía tal prodigio ser explicado con las pequeñas palabras humanas, las que nos sirven para pesar, contar y medir, para dar razón apenas de los actos humanos? Dios se adelanta al rubor de María y hace conocer a Isabel, portentosamente, lo ocurrido. Como un ángel llegará a José más tarde para detenerle en su angustiado proyecto de abandonar a la Doncella, para decirle: "No tengas recelo en recibir a María, tu esposa, en tu casa, porque lo que ha concebido es obra del Espíritu Santo". Dios mismo va delante de María, abriendo también ante ella los caminos.

 Y viene ahora el más largo párrafo que conocemos de María. Nunca más recogerá el Evangelio tantas palabras suyas, Casi siempre, María va junto a Jesús como una sombra silenciosa. Imaginamos que hablaría poco, porque Ella y Jesús se entenderían fácilmente sin necesidad de largos parlamentos. ¿Recordáis la súplica tan breve, tan concisa, en las bodas de Caná? Ella siempre irá así, como un árbol deseando extender el cobijo de sus brazos para dar a Jesús un poquito de sombra fresca, como una ánfora en un rincón, como una sonrisa de infinito amor a la que, más de una vez, habrá de volverse Jesús.

 Pero ahora, no. Ahora el santo cronista va a recogernos para siempre una de las páginas mas hermosas del Evangelio. El cántico del Magnificat:

 "—Mi alma glorifica al Señor —dice María—, y mi espíritu está transportado de gozo en Dios, mi Salvador.

 —Porque ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava; por eso, desde ahora, me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

 —Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso y cuyo nombre es Santo.

 —Su misericordia perdura de generación en generación para los que le temen.

 —Muestra su brazo potente, desbarata a los soberbios en los deseos de su corazón.

 —A los poderosos los derriba del trono, a los humildes los ensalza, a los hambrientos los sacia de bienes, a los ricos los despide sin nada.

 —Ha tomado bajo su amparo a Israel, su siervo, acordándose en su misericordia, según lo prometió a nuestros padres, Abraham y su progenie, por siempre jamás.

 Es una hora nueva en el reloj que mide la existencia humana de la Señora. Una existencia que va a estar apretada de tantas y tantas horas densas. Porque María ha conocido la hora de la aceptación en la visita del ángel a su humilde casa nazarena; y aceptación será ya toda su existencia, dedicada tan sólo a Jesús: a atenderle de niño, a verle crecer, a verle sonreír y abstraerse, a verle prosperar en sabiduría y gracia, a seguirle luego humildemente por los caminos de toda Palestina... María conocerá la hora de la soledad cuando el Hijo alguna vez esté distante, en país tan hostil que recibe mal a sus propios profetas; y la soledad, sobre todo; cuando Jesús ascienda a los cielos finalmente y Ella aún pase años de existencia humana suspirando por volver junto a su Hijo, esperando con ansias la hora de la Dormición. María conocerá la hora tremenda del dolor cuando todos menos Ella abandonen a Cristo, cuando todos le nieguen, cuando el mundo se vuelva enloquecido, furioso, bárbaro, criminal, contra Aquel que no venía sino a dar liberación eterna a los hombres pecadores; la terrible hora en que María llorará con el Hijo, en el huerto, y estará a su lado, junto a los salivazos y las blasfemias, junto a la negación y el máximo horror de este mundo. María conocerá la hora de la felicidad cuando, ante sus lágrimas sonrientes, respetando milagrosamente su virginidad, tenga ante sí el cuerpecillo desvalido del Niño, aquella noche honda y misteriosa de Belén, aquella noche en que también habrá dolor —dolor por la ignorancia del mundo—, pero sobre todo la alegría de que el Mesías esté entre nosotros, y de que ese Mesías haya dado a la Doncella el honor de alimentarse en su seno.

 Pero ahora es un momento distinto. Hora para el júbilo, para la alegría que desata la lengua y parece rodear a la Señora de una luz que no es de este mundo. Ahora necesita decir con palabras, con las más hermosas palabras, que Ella acepta, junto al dolor, junto a la soledad, junto a tantas cosas, también la gloria de esta Maternidad.

 Y véase que lo primero que hace María es dar gracias —"Mi alma glorifica al Señor..."— en un perfecto modo de decir "gracias", que es reconociendo, al mismo tiempo, la grandeza del Señor y dándole alabanza. "Mi espíritu está transportado de gozo". ¿Veis cómo era imposible que el corazón de María guardase tanta alegría para sí? ¿Veis cómo era necesario dejar al viento aquel júbilo, para que el viento lo llevase sobre los caminos secos del mundo? ¿Es tan imposible pensar que, en aquel momento, todos los hombres que existían sobre la tierra debieron sentir un escalofrío de alegría incomprensible?

 Pero apenas ha dado gracias, al tiempo que da la razón de su cántico. María dice algo maravilloso: "porque ha puesto sus ojos en la bajeza de su esclava". ¡Señor, Señor! ¡Si esta criatura puede llamarse a sí misma "esclava", si puede hablar de su "bajeza", qué locos, qué ciegos, qué sordos somos los hombres cuando la vanidad se nos sube a la cabeza como un vino fácil, cuando creemos ser lo que no somos, cuando no sentimos a cada instante humillado el espíritu por el conocimiento de nuestra limitación humana!

 Apunta Williams con acierto que muchas personas conciben la humildad como una especie de modestia, que se traduce, en último término, en un estado de encogimiento ante los hombres. Y otros toman como humildad un como estar avergonzados ante Dios. Pero la esencia de la humildad no es eso: es doblegarse en las cosas de la vida a lo que se reconoce como voluntad del Altísimo. Por eso, dice Williams, la mirada de los humildes está dirigida siempre en primer término a Dios.

 María no es humilde porque se considere más baja que los restantes hombres. Sino porque, como ser humano, se reconoce tan pequeña al lado del Creador. Y al aceptar su gloria, al aceptar esta hora del júbilo, no pierde su perspectiva humana. Se sigue sabiendo mujer, sigue diciendo que todo el mérito de su actual grandeza está en la voluntad del Señor. Esta es la perfecta humildad.

 Ni se confunda humildad con ignorancia. Que María sabe exactamente lo que le ocurre está bien claro. "Algo grande ha hecho conmigo el Poderoso", dice. Y aún añade: "Desde ahora me llamarán bienaventurada..." María sabe, pues, que ese Hijo que lleva en sí es el Mesías. El Evangelio no nos cuenta "todo" de la vida de María. Deja largos espacios de tiempo y muchos sucesos posibles sin narrar. Y es natural que María, que tenía a Dios en sí misma, tuviese una fácil comunicación con el Padre, obrase siempre inspirada por Él. Lo mismo que por Él fue preservada de pecado original, preparada así para su Maternidad desde el principio de los tiempos.

 Tras expresar, tan humildemente, su alegría y su aceptación, junto al conocimiento perfecto del prodigio que en Ella se ha obrado, las palabras siguientes de María son para la confianza. Reconoce que la misericordia de Dios "perdura de generación en generación para los que le temen". ¿Verdad que María parece hablar, a veces, en nombre de todos nosotros, sus hijos, especialmente de los justos? ¿Acaso no es lo mismo que dice el salmista y que dirán los santos, al expresar su confianza en que su amor a Dios, la verdad de sus vidas, les llevarán a las puertas de la misericordia divina? La virtud, ciertamente, tendrá siempre el premio de Dios.

 Y en María esta esperanza está madurada. No sólo por la pureza de su propia vida, sin posibilidad de pecado. Por el conocimiento de su virtud. Sino también porque esa madurez espiritual, que está en María desde su origen, viene reforzada por la voluntad divina: "Ha puesto sus ojos en mí", dice la Doncella. ¿Veis los ojos del Padre, tan capaces —seguro— de sonreír, complaciéndose en la belleza, en la gracia, en la santidad de aquella muchachita judía? ¡Con qué amor habría preparado Dios el nacimiento de esta criatura! ¡Con qué infinita delicadeza pensaría su alma y su cuerpo! Pensad en los orfebres españoles, en Arfe y en tantos otros, tallando durante años aquellas portentosas custodias. Fundiendo la plata y el oro, y encargando las más hermosas perlas y los diamantes más limpios. Y soñando con formas esbeltas, con gracia de campanillas, con brillos cegadores para hacer las custodias. Pues Ella, María, primera custodia, la más grande Custodia de nuestro Dios.

 Cuando se escribe de María, de la vida de María, de los dolores o los gozos de María, los hombres nos sabemos pobres e incapaces. Todo en Ella es distinto. Ella es única. Sólo Ella puede decir sus palabras, y, cuando los labios humanos las repiten —como en esa piadosa costumbre de recitar el Magnificat tras la comunión de los fieles—, los labios humanos se sonrojan. Sólo Ella, la más perfecta criatura que haya existido, puede hacer ese tremendo balance de la misericordia de Dios que nos presenta el final del cántico. Sólo Ella, la que no podía temer por su salvación. Sólo Ella podría decir cómo Dios muestra la fortaleza de su brazo, la potencia de sus músculos, el ancho abarcar de su mano ante los hombres.

 Sólo Ella podía decir cómo Dios derrumba los castillos de los soberbios y arroja a tierra sus sueños de ambición y de mandato. Sólo Ella podría decir que Dios derriba del trono a los poderosos, sin que ninguna gloria humana prospere, porque todo en este mundo es fugaz y las criaturas humanas nacen muertas, nacen con el sello de la muerte, sin que su vida sea otra cosa que un acercarse, cada vez más, hacia el fin inevitable de la humana existencia. Y, por contra, cómo Dios busca a los humildes en sus rincones de silencio y los ensalza, como en aquella parábola de Cristo, cuando los que se colocan en los últimos puestos son llamados a sentarse en la cabecera de la mesa de bodas. Hay un admirable reconocimiento de la justicia humana en los versos del Magnificat: a los ricos, a los que viven como ricos, a los que no se empobrecen en el amor de Cristo, Dios los despide sin nada, sin decirles una palabra tan sólo. Y a los pobres, a los que viven como pobres y acomodan su existencia a las normas de la evangélica pobreza, Dios los sacia de bienes.

 ¿Verdad que sólo Ella podía decir tales cosas? Porque sólo Ella estaba libre de pecado.

 Pero aún dice algo María. Nadie como Ella podría hablar, como Ella lo hace, en nombre de Israel, del pueblo elegido, de la futura cristiandad. Dios, viene a decir María, ha sabido cumplir su promesa. He aquí que por mi camino nos manda al Señor, al Mesías, al esperado, al que soñaron ver los profetas, mientras se morían de ansias y de años en la espera inútil. Este es el día, como recordará Cristo, que los profetas hubiesen querido ver. ¡Qué bien sonarían estas palabras en los oídos del Padre! Mejor que los elogios de todos los ángeles y bienaventurados.

 Cuando sonasen las últimas palabras del Magnificat —yo imagino a María, de pie, inclinada, cogida la mano de Isabel y los ojos cerrados—, cuando siguiese un tenso y expectante silencio donde los suspiros fuesen como vientos..., Dios pondría música a la letra de María, a aquella letra que evidencia tan hondo conocimiento de los Santos Libros, tanta familiaridad con la Escritura. María, hoy, junto al Padre, seguirá diciendo su Magnificat. Y en ese cántico, y en los labios que lo modulan, nosotros, los hombres, tenemos hoy la esperanza. En María, mediadora del género humano.

 JOSÉ MARÍA PÉREZ LOZANO

sábado, 30 de mayo de 2015

9 ideas prácticas para rezar el Santo Rosario aunque tengas días muy, muy ocupados

Cómo rezar y hacer tareas mecánicas a la vez
9 ideas prácticas para rezar el Santo Rosario aunque tengas días muy, muy ocupados
9 ideas prácticas para rezar el Santo Rosario aunque tengas días muy, muy ocupados
Las personas que viven en el mundo, volcadas en su trabajo y sus tareas familiares, también pueden encontrar ocasiones para la oración

Lyn Mettler es una conversa al catolicismo que cuenta en su blog CatholicNewbie.com cómo organiza su vida con principios cristianos. Recientemente ha explicado sus ideas para rezar el Rosario en distintos momentos del día. Lo ha traducido PildorasdeFe.net.

He decidido que hacer el Rosario diario será una prioridad en mi vida. Si tú piensas que no tienes 20 minutos para sentarte a hacer oraciones a María y meditar sobre los misterios de la vida de su Hijo, nuestro Señor Jesucristo, yo encontraré 20 minutos en tu ocupada agenda. 

Ten en cuenta que no tienes que rezar los 5 misterios continuos, puedes dividirlos durante el día, y no es necesario que lleves un rosario contigo, para eso tienes 10 dedos que te ayudarán con este propósito.

A continuación te presentamos 9 ocasiones perfectamente apropiadas para que reces el Rosario HOY, por muy ocupado que esté tu día.

1. Mientras corres.
¿Acostumbras a trotar regularmente? Acompaña tu actividad física haciendo el Rosario, en vez de escuchar música. En internet puedes encontrar muchos podcasts (mp3) y aplicaciones que te permiten escuchar y rezar mientras corres.

2. En el automóvil.
Es asombroso cómo he aprendido a rezar el Rosario mientras me desplazo de un lugar a otro, mientras voy camino al supermercado, poner gasolina, llevar los niños a la escuela o rumbo al trabajo. Los viajes en el vehículo suelen ser de más de 20 minutos, así que los aprovecho activamente. Uso un CD con el Rosario y lo rezo mientras lo escucho. Me hace sentir como si estuviera rezando en grupo.

3. Mientras limpias. 
Reza mientras pasas la aspiradora, doblas la ropa, quitas el polvo y o lavas los trastes del almuerzo. Mientras lo haces, puedes interceder y bendecir con tu oración a todos aquellos que se verán beneficiados por tus esfuerzos por un hogar más limpio y organizado

4. Mientras sacas el perro a pasear. 
¿Llevas a pasear tu perro todos los días? Aprovechar el tiempo de paseo para rezar el Rosario es mucho mejor que dejar que tu mente vague sin sentido ¡Mantenla centrada en Jesús y María!

5. En tu hora de almuerzo. 
Toma un descanso a diario para tu almuerzo y sentarte en silencio a rezar el Rosario. Durante los meses de verano podrías hacerlo afuera y disfrutar contemplando las bellezas de la naturaleza que Dios nos ha regalado.

6. Caminando en un paseo a solas
Una vez a la semana considera rezar un rosario caminando. Llevas el rosario en la mano y caminas al ritmo de la oración. Otras personas podrán verte haciéndolo, así que tendrás que evitar la pena, ser valiente y dar testimonio alegre de oración. Un sacerdote de mi parroquia solía hacerlo en lugares visibles alrededor de la ciudad y era increíblemente poderoso verlo rezando mientras caminaba a la vista pública.

7. Antes de acostarte a dormir. 
Es una hermosa manera de tener a Jesús y María como últimos pensamientos en tu mente antes de dormir. El único riesgo es quedarte dormido antes de terminar el rosario entero. Concéntrate en el amor que le tienes a la Virgen y nuestro Señor para mantenerte despierto. Recuerda las palabras de Jesús “Velen y oren para no caer en la tentación, porque el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26,41)


8. En la Iglesia. 
Es muy poderoso rezar el Rosario en la presencia de Jesús Sacramentado y junto a otras personas de tu parroquia. Haz una cita semanal con Jesús para visitarlo en el Santísimo Sacramento y rezar el Rosario en Adoración. O, si tu parroquia tiene la práctica del Rosario en grupo ¡Únete! (Muchas parroquias suelen rezarlo grupalmente antes de la Santa Misa)

9. Mientras estás esperando
¿Cuántas veces estamos esperando algo en el día? Durante la espera en la fila del supermercado, en el consultorio del médico o en la parada del autobús, puedes rezar una década del Rosario cada vez que esperas y al final del día lo habrás terminado completo

¿Qué otras sugerencias tienes para hacer el rosario en tus días ocupados? Déjanos tus respuestas en los comentarios.


Santo Evangelio 30 de Mayo de 2015



Día litúrgico: Sábado VIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 11,27-33): En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos volvieron a Jerusalén y, mientras paseaba por el Templo, se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían: «¿Con qué autoridad haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?». Jesús les dijo: «Os voy a preguntar una cosa. Respondedme y os diré con qué autoridad hago esto. El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres? Respondedme».

Ellos discurrían entre sí: «Si decimos: ‘Del cielo’, dirá: ‘Entonces, ¿por qué no le creísteis?’. Pero, ¿vamos a decir: ‘De los hombres’?». Tenían miedo a la gente; pues todos tenían a Juan por un verdadero profeta. Responden, pues, a Jesús: «No sabemos». Jesús entonces les dice: «Tampoco yo os digo con qué autoridad hago esto».


Comentario: Mn. Antoni BALLESTER i Díaz (Camarasa, Lleida, España)
¿Con qué autoridad haces esto?

Hoy, el Evangelio nos pide que pensemos con qué intención vamos a ver a Jesús. Hay quien va sin fe, sin reconocer su autoridad: por eso, «se le acercan los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos, y le decían: ‘¿Con qué autoridad haces esto?, o ¿quién te ha dado tal autoridad para hacerlo?’» (Mc 11,27-28). 

Si no tratamos a Dios en la oración, no tendremos fe. Pero, como dice san Gregorio Magno, «cuando insistimos en la oración con toda vehemencia, Dios se detiene en nuestro corazón y recobramos la vista perdida». Si tenemos buena disposición, aunque estemos en un error, viendo que la otra persona tiene razón, acogeremos sus palabras. Si tenemos buena intención, aunque arrastremos el peso del pecado, cuando hagamos oración Dios nos hará comprender nuestra miseria, para que nos reconciliemos con Él, pidiendo perdón de todo corazón y por medio del sacramento de la penitencia.

La fe y la oración van juntas. Nos dice san Agustín que, «si la fe falta, la oración es inútil. Luego, cuando oremos, creamos y oremos para que no falte la fe. La fe produce la oración, y la oración produce a su vez la firmeza de la fe». Si tenemos buena intención, y acudimos a Jesús, descubriremos quién es y entenderemos su palabra, cuando nos pregunte: «El bautismo de Juan, ¿era del cielo o de los hombres?» (Mc 11,30). Por la fe, sabemos que era del cielo, y que su autoridad le viene de su Padre, que es Dios, y de Él mismo porque es la segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Porque sabemos que Jesús es el único salvador del mundo, acudimos a su Madre que también es Madre nuestra, para que deseando acoger la palabra y la vida de Jesús, con buena intención y buena voluntad, tengamos la paz y la alegría de los hijos de Dios.

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San Fernando III de Castilla y León, 30 de Mayo

30 de mayo

SAN FERNANDO III DE CASTILLA Y LEÓN

(† 1252)

 
San Fernando (1198?-1252) es, sin hipérbole, el español más ilustre de uno de los siglos cenitales de la historia humana, el XIII, y una de las figuras máximas de España; quizá con Isabel la Católica la más completa de toda nuestra historia política. Es uno de esos modelos humanos que conjugan en alto grado la piedad, la prudencia y el heroísmo; uno de los injertos más felices, por así decirlo, de los dones y virtudes sobrenaturales en los dones y virtudes humanos.

 A diferencia de su primo carnal San Luis IX de Francia, Fernando III no conoció la derrota ni casi el fracaso. Triunfó en todas las empresas interiores y exteriores. Dios les llevó a los dos parientes a la santidad por opuestos caminos humanos; a uno bajo el signo del triunfo terreno y a otro bajo el de la desventura y el fracaso.

 Fernando III unió definitivamente las coronas de Castilla y León. Reconquistó casi toda Andalucía y Murcia. Los asedios de Córdoba, Jaén y Sevilla y el asalto de muchas otras plazas menores tuvieron grandeza épica. El rey moro de Granada se hizo vasallo suyo. Una primera expedición castellana entró en Africa, y nuestro rey murió cuando planeaba el paso definitivo del Estrecho. Emprendió la construcción de nuestras mejores catedrales (Burgos y Toledo ciertamente; quizá León, que se empezó en su reinado). Apaciguó sus Estados y administró justicia ejemplar en ellos. Fue tolerante con los judíos y riguroso con los apóstatas y falsos conversos. Impulsó la ciencia y consolidó las nacientes universidades. Creó la marina de guerra de Castilla. Protegió a las nacientes Ordenes mendicantes de franciscanos y dominicos y se cuidó de la honestidad y piedad de sus soldados. Preparó la codificación de nuestro derecho e instauró el idioma castellano como lengua oficial de las leyes y documentos públicos, en sustitución del latín.

 Parece cada vez más claro históricamente que el florecimiento jurídico, literario y hasta musical de la corte de Alfonso X el Sabio es fruto de la de su padre. Pobló y colonizó concienzudamente los territorios conquistados. Instituyó en germen los futuros Consejos del reino al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran; mas prescindió de validos. Guardó rigurosamente los pactos y palabras convenidos con sus adversarios los caudillos moros, aún frente a razones posteriores de conveniencia política nacional; en tal sentido es la antítesis caballeresca del "príncipe" de Maquiavelo. Fue, como veremos, hábil diplomático a la vez que incansable impulsor de la Reconquista. Sólo amó la guerra bajo razón de cruzada cristiana y de legítima reconquista nacional, y cumplió su firme resolución de jamás cruzar las armas con otros príncipes cristianos, agotando en ello la paciencia, la negociación y el compromiso. En la cumbre de la autoridad y del prestigio atendió de manera constante, con ternura filial, reiteradamente expresada en los diplomas oficiales, los sabios consejos de su madre excepcional, doña Berenguela. Dominó a los señores levantiscos; perdonó benignamente a los nobles que vencidos se le sometieron y honró con largueza a los fieles caudillos de sus campañas. Engrandeció el culto y la vida monástica, pero exigió la debida cooperación económica de las manos muertas eclesiásticas y feudales. Robusteció la vida municipal y redujo al límite las contribuciones económicas que necesitaban sus empresas de guerra. En tiempos de costumbres licenciosas y de desafueros dio altísimo ejemplo de pureza de vida y sacrificio personal, ganando ante sus hijos, prelados, nobles y pueblo fama unánime de santo.

 Como gobernante fue a la vez severo y benigno, enérgico y humilde, audaz y paciente, gentil en gracias cortesanas y puro de corazón. Encarnó, pues, con su primo San Luis IX de Francia, el dechado caballeresco de su época.

 Su muerte, según testimonios coetáneos, hizo que hombres y mujeres rompieran a llorar en las calles, comenzando por los guerreros.

 Más aún. Sabemos que arrebató el corazón de sus mismos enemigos, hasta el extremo inconcebible de lograr que algunos príncipes y reyes moros abrazaran por su ejemplo la fe cristiana. "Nada parecido hemos leído de reyes anteriores", dice la crónica contemporánea del Tudense hablando de la honestidad de sus costumbres. "Era un hombre dulce, con sentido político", confiesa Al Himyari, historiador musulmán adversario suyo. A sus exequias asistió el rey moro de Granada con cien nobles que portaban antorchas encendidas. Su nieto don Juan Manuel le designaba ya en el En-xemplo XLI "el santo et bienaventurado rey Don Fernando".

 Más que el consorcio de un rey y un santo en una misma persona, Fernando III fue un santo rey; es decir, un seglar, un hombre de su siglo, que alcanzó la santidad santificando su oficio.

 Fue mortificado y penitente, como todos los santos, pero su gran proceso de santidad lo está escribiendo, al margen de toda finalidad de panegírico, la más fría crítica histórica: es el relato documental, en crónicas y datos sueltos de diplomas, de una vida tan entregada al servicio de su pueblo por amor de Dios, y con tal diligencia, constancia y sacrificio, que pasma. San Fernando roba por ello el alma de todos los historiadores, desde sus contemporáneos e inmediatos hasta los actuales. Físicamente, murió a causa de las largas penalidades que hubo de imponerse para dirigir al frente de todo su reino una tarea que, mirada en conjunto, sobrecoge. Quizá sea ésta una de las formas de martirio más gratas a los ojos de Dios.

 Vemos, pues, alcanzar la santidad a un hombre que se casó dos veces, que tuvo trece hijos, que, además de férreo conquistador y justiciero gobernante, era deportista, cortesano gentil, trovador y músico. Más aún: por misteriosa providencia de Dios veneramos en los altares al hijo ilegítimo de un matrimonio real incestuoso, que fue anulado por el gran pontífice Inocencio III: el de Alfonso IX de León con su sobrina doña Berenguela, hija de Alfonso VIII, el de las Navas.

 Fernando III tuvo siete hijos varones y una hija de su primer matrimonio con Beatriz de Suabia, princesa alemana que los cronistas describen como "buenísima, bella, juiciosa y modesta" (optima, pulchra, sapiens et pudica), nieta del gran emperador cruzado Federico Barbarroja, y luego, sin problema político de sucesión familiar, vuelve a casarse con la francesa Juana de Ponthieu, de la que tuvo otros cinco hijos. En medio de una sociedad palaciega muy relajada su madre doña Berenguela le aconsejó un pronto matrimonio, a los veinte años de edad, y luego le sugirió el segundo. Se confió la elección de la segunda mujer a doña Blanca de Castilla, madre de San Luis.

 Sería conjetura poco discreta ponerse a pensar si, de no haber nacido para rey (pues por heredero le juraron ya las Cortes de León cuando tenía sólo diez años, dos después de la separación de sus padres), habría abrazado el estado eclesiástico. La vocación viene de Dios y Él le quiso lo que luego fue. Le quiso rey santo. San Fernando es un ejemplo altísimo, de los más ejemplares en la historia, de santidad seglar.

 Santo seglar lleno además de atractivos humanos. No fue un monje en palacio, sino galán y gentil caballero. El puntual retrato que de él nos hacen la Crónica general y el Septenario es encantador. Es el testimonio veraz de su hijo mayor, que le había tratado en la intimidad del hogar y de la corte.

 San Fernando era lo que hoy llamaríamos un deportista: jinete elegante, diestro en los juegos de a caballo y buen cazador. Buen jugador a las damas y el ajedrez, y de los juegos de salón.

 Amaba la buena música y era buen cantor. Todo esto es delicioso como soporte cultural humano de un rey guerrero, asceta y santo. Investigaciones modernas de Higinio Anglés parecen demostrar que la música rayaba en la corte de Fernando III a una altura igual o mayor que en la parisiense de su primo San Luis, tan alabada. De un hijo de nuestro rey, el infante don Sancho, sabemos que tuvo excelente voz, educada, como podemos suponer, en el hogar paterno.

 Era amigo de trovadores y se le atribuyen algunas cantigas, especialmente una a la Santísima Virgen. Es la afición poética, cultivada en el hogar, que heredó su hijo Alfonso X el Sabio, quien nos dice: "todas estas vertudes, et gracias, et bondades puso Dios en el Rey Fernando".

 Sabemos que unía a estas gentilezas elegancia de porte mesura en el andar y el hablar, apostura en el cabalgar dotes de conversación y una risueña amenidad en los ratos que concedía al esparcimiento. Las Crónicas nos lo configuran, pues, en lo humano como un gran señor europeo. El naciente arte gótico le debe en España, ya lo dijimos, sus mejores catedrales.

 A un género superior de elegancia pertenece la menuda noticia que incidentalmente, como detalle psicológico inestimable, debemos a su hijo: al tropezarse en los caminos, yendo a caballo, con gente de a pie torcía Fernando III por el campo, para que el polvo no molestara a los caminantes ni cegara a las acémilas. Esta escena del séquito real trotando por los polvorientos caminos castellanos y saliéndose a los barbechos detrás de su rey cuando tropezaba con campesinos la podemos imaginar con gozoso deleite del alma. Es una de las más exquisitas gentilezas imaginables en un rey elegante y caritativo. No siempre observamos hoy algo parecido en la conducta de los automovilistas con los peatones. Años después ese mismo rey, meditando un Jueves Santo la pasión de Jesucristo, pidió un barreño y una toalla y echóse a lavar los pies a doce de sus súbditos pobres, iniciando así una costumbre de la corte de Castilla que ha durado hasta nuestro siglo.

 Hombre de su tiempo, sintió profundamente el ideal caballeresco, síntesis medieval, y por ello profundamente europea, de virtudes cristianas y de virtudes civiles. Tres días antes de su boda, el 27 de noviembre de 1219, después de velar una noche las armas en el monasterio de las Huelgas, de Burgos, se armó por su propia mano caballero, ciñéndose la espada que tantas fatigas y gloria le había de dar. Sólo Dios sabe lo que aquel novicio caballero oró y meditó en noche tan memorable, cuando se preparaba al matrimonio con un género de profesión o estado que tantos prosaicos hombres modernos desdeñan sin haberlo entendido. Años después había de armar también caballeros por sí mismo a sus hijos, quizá en las campañas del sur. Mas sabemos que se negó a hacerlo con alguno de los nobles más poderosos de su reino, al que consideraba indigno de tan estrecha investidura.

 Deportista, palaciano, músico, poeta, gran señor, caballero profeso. Vamos subiendo los peldaños que nos configuran, dentro de una escala de valores humanos, a un ejemplar cristiano medieval.

 De su reinado queda la fama de sus conquistas, que le acreditan de caudillo intrépido, constante y sagaz en el arte de la guerra. En tal aspecto sólo se le puede parangonar su consuegro Jaime el Conquistador. Los asedios de las grandes plazas iban preparados por incursiones o “cabalgadas" de castigo, con fuerzas ágiles y escogidas que vivían sobre el país. Dominó el arte de sorprender y desconcertar. Aprovechaba todas las coyunturas políticas de disensión en el adversario. Organizaba con estudio las grandes campañas. Procuraba arrastrar más a los suyos por la persuasión, el ejemplo personal y los beneficios futuros que por la fuerza. Cumplidos los plazos, dejaba retirarse a los que se fatigaban.

 Esta es su faceta histórica más conocida. No lo es tanto su acción como gobernante, que la historia va reconstruyendo: sus relaciones con la Santa Sede, los prelados, los nobles, los municipios, las recién fundadas universidades; su administración de justicia, su dura represión de las herejías, sus ejemplares relaciones con los otros reyes de España, su administración económica, la colonización y ordenamientos de las ciudades conquistadas, su impulso a la codificación y reforma del derecho español, su protección al arte. Esa es la segunda dimensión de un reinado verdaderamente ejemplar, sólo parangonable al de Isabel la Católica, aunque menos conocido.

Mas hay una tercera, que algún ilustre historiador moderno ha empezado a desvelar y cuyo aroma es seductor. Me refiero a la prudencia y caballerosidad con sus adversarios los reyes musulmanes. "San Fernando —dice Ballesteros Beretta en un breve estudio monográfico— practica desde el comienzo una política de lealtad”. Su obra "es el cumplimiento de una política sabiamente dirigida con meditado proceder y lealtad sin par”. Lo subraya en su puntual biografía el padre Retana.

Sintiéndose con derecho a la reconquista patria, respeta al que se le declara vasallo. Vencido el adversario de su aliado moro, no se vuelve contra éste. Guarda las treguas y los pactos. Quizá en su corazón quiso también ganarles con esta conducta para la fe cristiana. Se presume vehementemente que alguno de sus aliados la abrazó en secreto. El rey de Baeza le entrega en rehén a un hijo, y éste, convertido al cristianismo y bajo el título castellano de infante Fernando Abdelmón (con el mismo nombre cristiano de pila del rey), es luego uno de los pobladores de Sevilla. ¿No sería quizá San Fernando su padrino de bautismo? Gracias a sus negociaciones con el emir de los benimerines en Marruecos el papa Alejandro IV pudo enviar un legado al sultán. Con varios San Fernandos, hoy tendría el Africa una faz distinta.

Al coronar su cruzada, enfermo ya de muerte, se declaraba a sí mismo en el fuero de Sevilla caballero de Cristo, siervo de Santa María, alférez de Santiago. Iban envueltas esas palabras en expresiones de adoración y gratitud a Dios, para edificación de su pueblo. Ya los papas Gregorio IX e Inocencio IV le habían proclamado "atleta de Cristo” y "campeón invicto de Jesucristo". Aludían a sus resonantes victorias bélicas como cruzado de la cristiandad y al espíritu que las animaba.

Como rey, San Fernando es una figura que ha robado por igual el alma del pueblo y la de los historiadores. De él se puede asegurar con toda verdad —se aventura a decir el mesurado Feijoo— que en otra nación alguna non est inventus similis illi.

Efectivamente, parece puesto en la historia para tonificar el espíritu colectivo de los españoles en cualquier momento de depresión espiritual.

Le sabemos austero y penitente. Mas, pensando bien, ¿qué austeridad comparable a la constante entrega de su vida al servicio de la Iglesia y de su pueblo por amor de Dios?

Cuando, guardando luto en Benavente por la muerte de su mujer, doña Beatriz, supo mientras comía el novelesco asalto nocturno de un puñado de sus caballeros a la Ajarquía o arrabal de Córdoba, levantóse de la mesa, mandó ensillar el caballo y se puso en camino, esperando, como sucedió, que sus caballeros y las mesnadas le seguirían viéndole ir delante. Se entusiasmó, dice la Crónica latina: “ irruit... Domini Spiritus in rege". Veían los suyos que todas sus decisiones iban animadas por una caridad santa. Parece que no dejó el campamento para asistir a la boda de su hijo heredero ni al conocer la muerte de su madre.

Diligencia significa literalmente amor, y negligencia desamor. El que no es diligente es que no ama en obras, o, de otro modo, que no ama de verdad. La diligencia, en último término, es la caridad operante. Este quizá sea el mayor ejemplo moral de San Fernando. Y, por ello, ninguno de los elogios que debemos a su hijo, Alfonso X el Sabio, sea en el fondo tan elocuente como éste: “no conoció el vicio ni el ocio”.

Esa diligencia estaba alimentada por su espíritu de oración. Retenido enfermo en Toledo, velaba de noche para implorar la ayuda de Dios sobre su pueblo. "Si yo no velo —replicaba a los que le pedían descansase— ¿cómo podréis vosotros dormir tranquilos?" Y su piedad, como la de todos los santos, mostrábase en su especial devoción al Santísimo Sacramento y a la Virgen María.

A imitación de los caballeros de su tiempo, que llevaban una reliquia de su dama consigo, San Fernando portaba, asida por una anilla al arzón de su caballo, una imagen de marfil de Santa María, la venerable "Virgen de las Batallas" que se guarda en Sevilla. En campana rezaba el oficio parvo mariano, antecedente medieval del santo rosario. A la imagen patrona de su ejército le levantó una capilla estable en el campamento durante el asedio de Sevilla; es la “Virgen de los Reyes", que preside hoy una espléndida capilla en la catedral sevillana, Renunciando a entrar como vencedor en la capital de Andalucía, le cedió a esa imagen el honor de presidir el cortejo triunfal. A Fernando III le debe, pues, inicialmente Andalucía su devoción mariana. Florida y regalada herencia.

La muerte de San Fernando es una de las más conmovedoras de nuestra Historia. Sobre un montón de ceniza, con una soga al cuello, pidiendo perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y sus deudos, con la candela encendida en las manos y en éxtasis de dulces plegarias. Con razón dice Menéndez Pelayo: "El tránsito de San Fernando oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida". Y añade: "Tal fue la vida exterior del más grande de los reyes de Castilla: de la vida interior ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?"

San Fernando quiso que no se le hiciera estatua yacente; pero en su sepulcro grabaron en latín, castellano, árabe y hebreo este epitafio impresionante:

"Aquí yace el Rey muy honrado Don Fernando, señor de Castiella é de Toledo, de León, de Galicia, de Sevilla, de Córdoba, de Murcia é de Jaén, el que conquistó toda España, el más leal, é el más verdadero, é el más franco, é el más esforzado, é el más apuesto, é el más granado, é el más sofrido, é el más omildoso, é el que más temie a Dios, é el que más le facía servicio, é el que quebrantó é destruyó á todos sus enemigos, é el que alzó y ondró á todos sus amigos, é conquistó la Cibdad de Sevilla, que es cabeza de toda España, é passos hí en el postrimero día de Mayo, en la era de mil et CC et noventa años."

Que San Fernando sea perpetuo modelo de gobernantes e interceda por que el nombre de Jesucristo sea siempre debidamente santificado en nuestra Patria.

JOSÉ Mª. SÁNCHEZ DE MUNIÁIN



 

viernes, 29 de mayo de 2015

Santo Evangelio 29 de Mayo de 2015


Día litúrgico: Viernes VIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 11,11-25): En aquel tiempo, después de que la gente lo había aclamado, Jesús entró en Jerusalén, en el Templo. Y después de observar todo a su alrededor, siendo ya tarde, salió con los Doce para Betania. 

Al día siguiente, saliendo ellos de Betania, sintió hambre. Y viendo de lejos una higuera con hojas, fue a ver si encontraba algo en ella; acercándose a ella, no encontró más que hojas; es que no era tiempo de higos. Entonces le dijo: «¡Que nunca jamás coma nadie fruto de ti!». Y sus discípulos oían esto. 

Llegan a Jerusalén; y entrando en el Templo, comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el Templo; volcó las mesas de los cambistas y los puestos de los vendedores de palomas y no permitía que nadie transportase cosas por el Templo. Y les enseñaba, diciéndoles: «¿No está escrito: ‘Mi Casa será llamada Casa de oración para todas las gentes?’.¡Pero vosotros la tenéis hecha una cueva de bandidos!». Se enteraron de esto los sumos sacerdotes y los escribas y buscaban cómo podrían matarle; porque le tenían miedo, pues toda la gente estaba asombrada de su doctrina. Y al atardecer, salía fuera de la ciudad. 

Al pasar muy de mañana, vieron la higuera, que estaba seca hasta la raíz. Pedro, recordándolo, le dice: «¡Rabbí, mira!, la higuera que maldijiste está seca». Jesús les respondió: «Tened fe en Dios. Yo os aseguro que quien diga a este monte: ‘Quítate y arrójate al mar’ y no vacile en su corazón sino que crea que va a suceder lo que dice, lo obtendrá. Por eso os digo: todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis. Y cuando os pongáis de pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguno, para que también vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone vuestras ofensas».


Comentario: Fra. Agustí BOADAS Llavat OFM (Barcelona, España)
Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido

Hoy, fruto y petición son palabras clave en el Evangelio. El Señor se acerca a una higuera y no encuentra allí frutos: sólo hojarasca, y reacciona maldiciéndola. Según san Isidoro de Sevilla, “higo” y “fruto” tienen la misma raíz. Al día siguiente, sorprendidos, los Apóstoles le dicen: «¡Rabbí, mira!, la higuera que maldijiste está seca» (Mc 11,21). En respuesta, Jesucristo les habla de fe y de oración: «Tened fe en Dios» (Mc 11,22).

Hay gente que casi no reza, y, cuando lo hacen, es con vista a que Dios les resuelva un problema tan complicado que ya no ven en él solución. Y lo argumentan con las palabras de Jesús que acabamos de escuchar: «Todo cuanto pidáis en la oración, creed que ya lo habéis recibido y lo obtendréis» (Mc 11,24). Tienen razón y es muy humano, comprensible y lícito que, ante los problemas que nos superan, confiemos en Dios, en alguna fuerza superior a nosotros. 

Pero hay que añadir que toda oración es “inútil” («vuestro Padre sabe lo que necesitáis antes de pedírselo»: Mt 6,8), en la medida en que no tiene una utilidad práctica directa, como —por ejemplo— encender una luz. No recibimos nada a cambio de rezar, porque todo lo que recibimos de Dios es gracia sobre gracia.

Por tanto, ¿no es necesario rezar? Al contrario: ya que ahora sabemos que no es sino gracia, es entonces cuando la oración tiene más valor: porque es “inútil” y es “gratuita”. Aun con todo, hay tres beneficios que nos da la oración de petición: paz interior (encontrar al amigo Jesús y confiar en Dios relaja); reflexionar sobre un problema, racionalizarlo, y saberlo plantear es ya tenerlo medio solucionado; y, en tercer lugar, nos ayuda a discernir entre aquello que es bueno y aquello que quizá por capricho queremos en nuestras intenciones de la oración. Entonces, a posteriori, entendemos con los ojos de la fe lo que dice Jesús: «Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13).

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San Maximino, Obispo, 29 de Mayo

29 de Mayo

San Maximino, Obispo

Maximino nació al comienzo del siglo IV el Poitiers (Aquitania), al sudoeste de la antigua Galia. Provenía de un hogar muy piadoso.

La santidad de Agricio, obispo de Tréveris, llevó a Maximino a dejar el suelo natal e ir en busca de aquel prelado, para recibir lecciones de religión, ciencias y humanidades. El santo reconoció en el recién llegado una lúcida inteligencia y un firme amor a la doctrina católica, razón por la cual le confirió las sagradas órdenes. En el ejercicio de estas funciones hizo en breve tiempo notables progresos.

Al morir Agricio, conocidos por el pueblo los atributos de Maximino, por voluntad unánime éste fue su sucesor, ocupando la cátedra de Tréveris en el año 332.

Perturbaba en aquel tiempo en la Iglesia el arrianismo, doctrina que negaba la unidad y consustancialidad en las tres personas de la santísima Trinidad; según ellos el Verbo habría sido creado de la nada y era muy inferior al Padre. El Verbo encarnado era Hijo de Dios, pero por adopción.

Contra esta interpretación, que disminuía el misterio de la encarnación y el de la redención del hombre, se levantó Atanasio, obispo de Alejandría, que se había de constituir en el campeón de la ortodoxia.

Reinaba entonces el emperador Constantino el Grande, a quien los herejes engañaron acumulando calumnias sobre Atanasio, y así lograron que lo desterraste a Tréveris en el año 336. Allí Maximino lo recibió con evidencias de la veneración que le profesaba y trató por todos los medios de suavizar la situación del desterrado. Lo mismo hizo con Pablo, obispo de Constantinopla, también forzado a ir a Tréveris después de un remedo de sínodo arriano. Al morir Constantino, el hijo mayor, Constantino el Joven, su sucesor en Occidente, devolvió a Atanasio la sede de Alejandría.

En el año 345, Maximino concurrió al concilio de Milán, donde los arrianos, cuyo jefe era Eusebio de Nicomedia, fueron otra vez condenados. Considerado indispensable para cimentar la paz de la Iglesia celebrar un nuevo concilio ecuménico. Maximino lo propuso al emperador Constante; éste, hallándolo conveniente, escribió a su hermano Constantino, concertándose para tal reunión la ciudad de Sárdica (hoy Sofía, capital de Bulgaria).

Los arrianos quisieron atraer al emperador a su secta y justificar la conducta seguida contra Atanasio. Pero Maximino alertó al emperador, defendiendo así al obispo sin culpa; y Atanasio fue nuevamente restablecido.

Vuelto a su Iglesia, Maximino hizo frente a las necesidades, socorriendo a los pobres. Su familia residía en Poitiers y allá fue a visitarlos, pero murió al poco tiempo en esa ciudad, en el año 349. La fecha de hoy recuerda la traslación de sus reliquias a Tréveris.

Otros Santos cuya fiesta se celebra hoy:  Santos: Restituta, Sinisio o Sisinio, Martirio, Alejandro, Conón, Teodosia,
Gencio, Andrés, Amón, Sofía, mártires; Máximo, obispo; Eleuterio, confesor; Voto, Félix, eremitas.

jueves, 28 de mayo de 2015

Santo Evangelio 28 de Mayo de 2015



Día litúrgico: Jueves VIII del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Mc 10,46-52): En aquel tiempo, cuando Jesús salía de Jericó, acompañado de sus discípulos y de una gran muchedumbre, el hijo de Timeo (Bartimeo), un mendigo ciego, estaba sentado junto al camino. Al enterarse de que era Jesús de Nazaret, se puso a gritar: «¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!». Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!». 

Jesús se detuvo y dijo: «Llamadle». Llaman al ciego, diciéndole: «¡Ánimo, levántate! Te llama». Y él, arrojando su manto, dio un brinco y vino donde Jesús. Jesús, dirigiéndose a él, le dijo: «¿Qué quieres que te haga?». El ciego le dijo: «Rabbuní, ¡que vea!». Jesús le dijo: «Vete, tu fe te ha salvado». Y al instante, recobró la vista y le seguía por el camino.


Comentario: P. Ramón LOYOLA Paternina LC (Barcelona, España)
¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí!

Hoy, Cristo nos sale al encuentro. Todos somos Bartimeo: ese invidente a cuya vera pasó Jesús y saltó gritando hasta que éste le hiciese caso. Quizás tengamos un nombre un poco más agraciado... pero nuestra humana flaqueza (moral) es semejante a la ceguera que sufría nuestro protagonista. Tampoco nosotros logramos ver que Cristo vive en nuestros hermanos y, así, los tratamos como los tratamos. Quizás no alcanzamos a ver en las injusticias sociales, en las estructuras de pecado, una llamada hiriente a nuestros ojos para un compromiso social. Tal vez no vislumbramos que «hay más alegría en dar que en recibir», que «nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 15,13). Vemos borroso lo que es nítido: que los espejismos del mundo conducen a la frustración, y que las paradojas del Evangelio, tras la dificultad, producen fruto, realización y vida. Somos verdaderamente débiles visuales, no por eufemismo sino en realidad: nuestra voluntad debilitada por el pecado ofusca la verdad en nuestra inteligencia y escogemos lo que no nos conviene. 

Solución: gritarle, es decir, orar humildemente «Jesús, ten compasión de mí» (Mc 10,48). Y gritar más cuanto más te increpen, te desanimen o te desanimes: «Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más…» (Mc 10,48). Gritar que es también pedir: «Maestro, que vea» (cf. Mc 10,51). Solución: dar, como él, un brinco en la fe, creer más allá de nuestras certezas, fiarse de quien nos amó, nos creó, y vino a redimirnos y se quedó con nosotros, en la Eucaristía.

El Papa Juan Pablo II nos lo decía con su vida: sus largas horas de meditación —tantas que su Secretario decía que oraba “demasiado”— nos dicen a las claras que «el que ora cambia la historia».

San Germán, Obispo 28 de Mayo


Germán, obispo († 576)
28 de mayo

Gran parte de su vida la conocemos por el testimonio de su colega el obispo Fortunato que asegura estuvo adornado del don de milagros.

Nació Germán en la Borgoña, en Autun, del matrimonio que formaban Eleuterio y Eusebia en el último tercio del siglo V. No tuvo buena suerte en los primeros años de su vida carente del cariño de los suyos y hasta estuvo con el peligro de morir primero por el intento de aborto por parte de su madre y luego por las manipulaciones de su tía, la madre del primo Estratidio con quien estudiaba en Avalon, que intentó envenenarle por celos.

Su pariente de Lazy -con quien vive durante 15 años- es el que compensa los mimos que no tuvo Germán en la niñez. Allí sí que encuentra amor y un ambiente de trabajo lleno de buen humor y de piedad propicio para el desarrollo integral del muchacho que ya despunta en cualidades por encima de lo común para su edad.

Con los obispos tuvo suerte. Agripin, el de Autun, lo ordena sacerdote solucionándole las dificultades y venciendo la resistencia de Germán para recibir tan alto ministerio en la Iglesia; luego, Nectario, su sucesor, lo nombra abad del monasterio de san Sinforiano, en los arrabales de la ciudad. Modelo de abad que marca el tono sobrenatural de la casa caminando por delante con el ejemplo en la vida de oración, la observancia de la disciplina, el espíritu penitente y la caridad.

Es allí donde comienza a manifestarse en Germán el don de milagros, según el relato de Fortunato. Por lo que cuenta su biógrafo, se había propuesto el santo abad que ningún pobre que se acercara al convento a pedir se fuera sin comida; un día reparte el pan reservado para los monjes porque ya no había más; cuando brota la murmuración y la queja entre los frailes que veían peligrar su pitanza, llegan al convento dos cargas de pan y, al día siguiente, dos carros llenos de comida para las necesidades del monasterio. También se narra el milagro de haber apagado con un roción de agua bendita el fuego del pajar lleno de heno que amenazaba con arruinar el monasterio. Otro más -y curioso- es cuando el obispo, celoso -que de todo hay- por las cosas buenas que se hablan de Germán, lo manda poner en la cárcel por no se sabe qué motivo (quizá hoy se le llamaría «incompatibilidad»); las puertas se le abrieron al estilo de lo que pasó al principio de la cristiandad con el apóstol, pero Germán no se marchó antes de que el mismo obispo fuera a darle la libertad; con este episodio cambió el obispo sus celos por admiración.

El rey Childeberto usa su autoridad en el 554 para que sea nombrado obispo de París a la muerte de Eusebio y, además, lo nombra limosnero mayor. También curó al rey cuando estaba enfermo en el castillo de Celles, cerca de Melun, donde se juntan el Yona y el Sena, con la sola imposición de las manos.

Como su vida fue larga, hubo ocasión de intervenir varias veces en los acontecimientos de la familia real. Alguno fue doloroso porque un hombre de bien no puede transigir con la verdad; a Cariberto, rey de París -el hijo de Clotario y, por tanto, nieto de Childeberto-, tuvo que excomulgarlo por sus devaneos con mujeres a las que va uniendo su vida, después de repudiar a la legítima Ingoberta.

El buen obispo parisino murió octogenario, el 28 de mayo del 576. Se enterró en la tumba que se había mandado preparar en san Sinfroniano. El abad Lanfrido traslada más tarde sus restos, estando presentes el rey Pipino y su hijo Carlos, a san Vicente que después de la invasión de los normandos se llamó ya san Germán. Hoy reposan allí mismo -y se veneran- en una urna de plata que mandó hacer a los orfebres el abad Guillermo, en el año 1408.

 

miércoles, 27 de mayo de 2015

San Agustin de Canterbury, 28 de Mayo

27 de mayo

SAN AGUSTÍN DE CANTERBURY

(†  605)
San Agustín de Inglaterra o de Cantorbery debe ser considerado como el apóstol de los anglosajones, por ser quien, junto con los treinta y nueve monjes que le acompañaban, dio comienzo en 596 a su conversión. Es cierto que la primera idea y el impulso principal vino de San Gregorio Magno; pero él fue quien echó sobre sus hombros y realizó una buena parte de aquella empresa, que llegó a su feliz término a fines del siglo VII, hacia el año 680. Todo esto coloca a San Agustín de Cantorbery entre los grandes apóstoles de Cristo, al lado de San Patricio de Irlanda, de San Bonifacio de Alemania y de tantos otros evangelizadores de la fe.

 Nada sabemos sobre su vida anterior al año 596, en que dio comienzo a su gran empresa, sino que era monje y prior en el monasterio de San Andrés, que San Gregorio Magno había fundado en Roma. En Inglaterra había penetrado el cristianismo desde muy antiguo, según se desprende de los testimonios de Tertuliano y Orígenes. Así, en pleno siglo IV, sus habitantes, los bretones, eran en buena parte cristianos; pero, al retirarse las legiones romanas a principios del siglo V, se vieron acosados por los pictos y escoceses, y, no sintiéndose con fuerzas para defenderse contra ellos, llamaron en su auxilio a los sajones del norte de Alemania. Efectivamente, hacia el año 449 entraron éstos por la isla de Thanet y rápidamente fueron conquistando la Gran Bretaña y, volviéndose contra los mismos bretones, los fueron acorralando, a ellos y a los demás indígenas, a los territorios occidentales de la isla. De este modo un buen número de bretones emigraron al norte de Francia, al que dieron el nombre de Bretaña, y los demás quedaron reducidos a los territorios de Gales y Cornualles. Aquí poseían los bretones durante el siglo VI florecientes monasterios, excelentes príncipes cristianos y grandes obispos, como San David de Menevia († 544) y los Santos Paterno, Udoceo y otros. Mas, por otra parte, su odio nacional contra los anglosajones fue creciendo de tal manera que imposibilitaba por completo cualquier intento de evangelización. De este modo, el pueblo anglosajón persistía en el paganismo, y en las siete provincias en que había dividido la Gran Bretaña el cristianismo había prácticamente desaparecido.

 Pero lo que los cristianos bretones, movidos de su odio nacional contra los anglosajones, no querían o no podían realizar, es decir, la conversión de este pueblo pagano, lo intentó y realizó el Romano Pontífice desde Roma. Ya fue un buen principio el hecho de que, a fines del siglo VI, el joven rey de Kent, Ethelberto, aunque pagano, tomó por esposa a la cristiana Berta, hija del rey merovingio de Francia, y al mismo tiempo la dejó en plena libertad para practicar su religión. Tal vez este hecho fue el que suscitó en San Gregorio Magno (590-604) la idea de la evangelización de tan noble pueblo. El hecho, bien atestiguado por los historiadores antiguos, es que este gran Papa dio orden al presbítero Cándido, administrador suyo en los territorios provenzales pertenecientes al patrimonio de San Pedro, para que le procurara algunos esclavos anglosajones, muy abundantes entonces en el puerto de Marsella. Su plan era educarlos en algunos monasterios de Roma y enviarlos luego a evangelizar a sus compaisanos de la Gran Bretaña.

 Pero San Gregorio Magno, el hombre de las grandes empresas, no tuvo paciencia para esperar la realización de este plan, que necesariamente debía ser muy lento. La circunstancia de la muerte, a principios del 596, del rey de Austrasia y la subida al trono de Brunequilda, tan adicta a los planes de San Gregorio, acabó de determinarlo. Efectivamente, el mismo año 596 escogió al abad Agustín, bien conocido por la solidez de sus virtudes y su espíritu ardiente y emprendedor, que no se arredraba ante ninguna dificultad cuando se trataba del servicio de Dios, para que, acompañado de un buen número de monjes misioneros, acometiera aquella gloriosa empresa de la conversión de Inglaterra. Escogidos, pues, los treinta y nueve monjes que debían acompañarle, partieron en la primavera del año 596 para Francia en dirección a la Gran Bretaña.

 Llegados a la Provenza, se detuvieron unos días en el célebre monasterio de Lerins, donde fueron magníficamente acogidos por su abad Esteban, el obispo de Aix, Protasio, y el patricio Arigio. Ansioso San Agustín de dar comienzo a su empresa, siguió preparando todo lo que era necesario para la misión de Inglaterra; pero, entretanto, sus compañeros se espantaron de tal manera al escuchar de los monjes de Lerins las descripciones sobre las dificultades de la conversión de los anglosajones, y sobre todo sobre la extrema crueldad de este pueblo, que Agustín se vio forzado a volver con ellos a Roma.

 Pero San Gregorio Magno no retrocedía fácilmente ante una empresa comenzada. Haciéndose cargo de las inmensas dificultades que se oponían a tan ardua empresa, con la afectuosa energía que le era característica, procuró suscitar en el corazón de aquellos misioneros los sentimientos de generosidad con el Señor, que los escogía para una obra tan de gloria suya; invistió a San Agustín con la dignidad abacial, les proveyó abundantemente de cartas de recomendación para los obispos de Francia y la reina Brunequilda, y de este modo partieron de nuevo, llenos del mayor entusiasmo, para Inglaterra. Pasaron el invierno en Autun, siguieron luego por Orleáns y Tours, y, finalmente, acompañados de algunos intérpretes, se embarcaron, probablemente en Boulogne, con rumbo a la Gran Bretaña.

 Era la hora señalada por la Providencia. En la primavera del año 597 San Agustín de Inglaterra, con el ejército de monjes que le acompañaban, desembarcaba en la isla de Thanet, es decir, en el mismo lugar donde siglo y medio antes habían desembarcado los invasores. La segunda conquista de Inglaterra que ahora se emprendía, era más difícil y debía durar más tiempo que la primera; era de un tipo puramente espiritual. Las crónicas antiguas se complacen en presentarnos a la figura, casi gigantesca, de San Agustín, que sobresalía por encima de todos los demás. Al acudir el rey Ethelberto a su llamada, los misioneros aparecieron ante él llevando por delante una gran cruz y recitando procesionalmente las letanías. Impresionado el rey ante aquel espectáculo y ante la petición que se le hacía de que se les concediera amplia libertad para predicar el Evangelio, quiso primero escuchar una exposición sumaria sobre la doctrina cristiana y la obra redentora de Jesucristo, y luego concedió generosamente lo que le suplicaban.

 Agustín y sus compañeros pusieron al punto manos a la obra. Dirigiéronse a Dorovernum o Cantorbery, capital de la provincia o reino de Kent, y allí junto a la capilla de San Martín, utilizada por el capellán de la reina Berta, Liudardo, establecieron su primera residencia e iniciaron la predicación. El pueblo acudía espontáneamente a la explicación del Evangelio de Cristo, y, viendo el admirable ejemplo de San Agustín y sus compañeros, se sentían impulsados a la doctrina que les anunciaban. La primera conversión insigne fue la del mismo rey, ya preparada por la suave influencia de su cristiana esposa y el trabajo paciente de su capellán. Después de instruido convenientemente, el 2 de junio del año 597, recibió las aguas del bautismo.

 Con todo esto se fue preparando el gran acto de las Navidades del 597, que marcan, indudablemente, el punto de partida de la conversión en masa del pueblo anglosajón. Con su acostumbrada prudencia, Ethelberto quiso dejar en plena libertad religiosa a todos sus súbditos, y así gran número de nobles, guerreros y masas del pueblo continuaron recibiendo la instrucción necesaria, hasta que el 25 de diciembre se celebró con gran solemnidad el bautismo de una inmensa muchedumbre, que algunos elevan a diez mil. Entre esta multitud de nuevos cristianos se hallaban muchos miembros de la más elevada nobleza de Kent. El celo apostólico de San Agustín recibía su primera recompensa. Con esto quedaba él consagrado como el apóstol de los anglosajones, el apóstol de Inglaterra.

 Fácilmente se comprende la inmensa alegría que experimentó el papa San Gregorio Magno al recibir la noticia de todos estos acontecimientos de boca del presbítero Lorenzo y del monje Pedro, enviados expresamente a Roma por San Agustín. Su ensueño era ya una realidad. Sin poder contener su entusiasmo, escribió al punto a su amigo Eulogio, patriarca de Alejandría, dándole cuenta de tan halagüeñas noticias. Asimismo dirigió sendas cartas de congratulación a sus colaboradoras, Brunequilda, reina de Austrasia y Neustria, y Berta, esposa de Ethelberto, de Kent. Pero, sobre todo, escribió a San Agustín, héroe principal e instrumento de Dios en la conversión de Inglaterra.

 Por su parte, Agustín procuró desde entonces asegurar y llevar adelante la obra comenzada. Para ello, sea antes del gran acto de las Navidades, sea poco después de él, se dirigió a Francia, y allí recibió del obispo de Arlés la consagración episcopal. Por otra parte, el presbítero Lorenzo y el monje Pedro volvieron pronto de Roma cargados de reliquias, instrumentos del culto y libros religiosos, que fascinaban a los pueblos recién convertidos; pero, sobre todo, traían consigo nuevos misioneros, que el Papa enviaba a Inglaterra. Ethelberto, por su parte, colaboraba a esta grandiosa obra de San Agustín. Hizo donación de su propio palacio, que al punto fue convertido en monasterio y residencia del obispo, En lugar de un templo pagano, hizo levantar una iglesia cristiana, dedicada a San Pancracio, y no lejos de allí hizo construir la abadía de San Pedro y San Pablo, que más tarde tomará el título de abadía de San Agustín, tumba de los reyes y obispos de Kent. En el interior de la ciudad se elevará la iglesia de Cristo, que recordará la basílica de Letrán, de Roma.

 De este modo, la obra de San Agustín realiza rápidos progresos. Por esto, el año 601 envía de nuevo a Roma sus legados Lorenzo y Pedro, quienes informan ampliamente al Papa y le piden nuevos misioneros y abundantes instrucciones para su obra de evangelización. A todo accede San Gregorio Magno, lleno de comprensión y entusiasmado ante el heroísmo de aquellos abnegados apóstoles. Una nueva expedición de doce misioneros sale de Roma para Inglaterra en junio de 601, bajo la dirección de Melitón. Este lleva a San Agustín las respuestas del Papa a multitud de consultas de orden disciplinario y litúrgico, donde, dando el más insigne ejemplo de prudencia y comprensión y de lo que hoy día se denomina espíritu de acomodación, da disposiciones acertadísimas. Respecto de los templos "no conviene —decía—derribarlos, sino solamente los ídolos en ellos existentes". De un modo semejante, por lo que se refiere a las costumbres nacionales, "como hay costumbre —le dice— de hacer sacrificios de bueyes a los demonios, es conveniente cambiarla en una fiesta cristiana. Así las fiestas de la Dedicación y de los Mártires podrían celebrarlas por medio de banquetes fraternales".

 Junto con estas instrucciones, los nuevos misioneros y legados del Papa traían a San Agustín otras misivas importantes. En primer lugar, le entregaron de parte del Papa el palio arzobispal, a lo que se añadía su nombramiento como primado de todas las iglesias de Inglaterra. Como complemento de todo, enviaba el Papa un plan completo de la organización jerárquica de toda la Gran Bretaña o la Heptarquía. que sólo, poco a poco, se fue realizando. Ante todo, Londres y York, ya desde los bretones sedes episcopales, eran constituidas en metropolitanas para el sur y norte de Inglaterra, y a cada una se le asignaban doce sedes episcopales sufragáneas.

 Tal fue el conjunto de las instrucciones y disposiciones enviadas por San Gregorio Magno a Inglaterra el año 601. Indudablemente, las disposiciones sobre la organización jerárquica eran prematuras. Pronto se vio que, en lugar de Londres, era preferible erigir a Cantorbery como metropolitana y juntamente primada de Inglaterra. Con el entusiasmo y el optimismo suscitado en Roma por los triunfos obtenidos, fácilmente se imaginaban que la conversión de toda la Heptarquía era cuestión de poco tiempo. Esto iría enseñando que en asunto tan importante sólo se podía avanzar lentamente.

 Así, pues, por el momento, San Agustín era el único obispo para la Gran Bretaña sajona. Pero mientras los demás misioneros, alentados con los nuevos estímulos y nuevos instrumentos recibidos de Roma, y robustecidos con la nueva falange de apóstoles, continuaban avanzando en la evangelización del territorio de Kent, San Agustín realizaba, por así decirlo, un intento de carácter diplomático. Concibió, pues, el plan de entrevistarse con los dirigentes de la iglesia bretona, con el fin de llegar a un acuerdo, con lo cual obtendría de ellos gran abundancia de misioneros. Le era bien conocido el odio existente entre las dos razas; pero era necesario intentar la unión, con la esperanza de que el espíritu cristiano se sobrepusiera a todos los rencores nacionales. Llegóse, pues, el mismo año 601 a una asamblea entre San Agustín y los obispos y literatos bretones, representantes de su pueblo, venidos del gran monasterio de Bangor. San Agustín se presentó como legado pontificio, y pidió únicamente estas tres cosas: que renunciaran a su cómputo pascual; que siguieran el rito romano en la celebración del bautismo, dejando un conjunto de ceremonias especiales usadas entre ellos, y que trabajaran con los romanos en la evangelización de los anglosajones. Fue imposible llegar a un acuerdo. Ni podían avenirse a reconocer la autoridad superior de San Agustín, ni a abandonar sus ritos llamados culdeos, y mucho menos a evangelizar a sus mortales enemigos, los anglosajones.

 Reducidos, pues, a sus propias fuerzas, San Agustín y sus compañeros se lanzaron con nuevos bríos al trabajo de misionización. De este modo, en 604, a la muerte del gran protector de Inglaterra, San Gregorio Magno, se pudo establecer un segundo obispado en Rochester con su primer obispo, justo, quien inició sus ministerios en una humilde iglesia con el título de San Andrés. Al mismo tiempo se organizó un tercer obispado en Londres, mientras se iniciaba la evangelización de Essex. En efecto, Londres era la capital de la provincia o reino de Essex, y allí residía su príncipe Sébert, sobrino de Ethelberto de Kent. Envíale, pues, éste algunos misioneros, a cuya cabeza iba Melitón, a quien se nombró obispo de la nueva iglesia de Londres. El mismo Ethelberto sufragó los gastos para la construcción de la primera iglesia, dedicada a San Pablo, con todo lo cual se inició la misión de Essex, que poco después fue tomando rápido incremento.

 Hasta este punto llegó la obra de San Agustín en la conversión de la Gran Bretaña sajona, Al morir él en mayo de 605 sucedióle su discípulo predilecto Lorenzo, consagrado por él poco antes de morir. El territorio de Kent quedaba convertido en una buena parte, y se había iniciado la conversión de Essex. Además del obispado de Cantorbery existían los dos de Rochester y Londres. No era muy grande la extensión alcanzada por las conversiones anglosajonas, pero la semilla estaba echada. Aun estos territorios evangelizados tuvieron que atravesar una difícil prueba; pero la semilla se desarrolló después hasta llegar, durante todo el siglo VII, a la conversión de toda la Heptarquía. La encarnizada oposición entre los bretones y los anglosajones continuó durante largos años, hasta que, al fin, el año 664 se llegó a la definitiva unión, si bien a costa de alguna escisión dolorosa.

 Se ha pretendido rebajar el mérito de la obra y la personalidad de San Agustín de Inglaterra atribuyendo, por un lado, toda la gloria a San Gregorio Magno, y, por otro, echándole a él la culpa de la desunión con los bretones. Pero esto es sacar las cosas de sus quicios. En los comienzos de la gran empresa de la conversión de los anglosajones San Gregorio Magno, tiene la gloria de haberla ideado y protegido, y San Agustín la no menos grande de haberla realizado. Por otra parte, la desunión entre los bretones y anglosajones era cuestión de razas, exacerbada por los excesos cometidos por los invasores, y sólo con el tiempo pudo ser poco a poco superada. San Agustín fue sumamente venerado en la Edad Media y merece justamente el título de apóstol de la Gran Bretaña.

 BERNARDINO LLORCA, S. I.