lunes, 30 de septiembre de 2013

La pastoral de la caridad en las llamadas del Papa: de un niño enfermo a la madre de un drogadicto

La pastoral de la caridad en las llamadas del Papa: de un niño enfermo a la madre de un drogadicto

O la víctima de violación

La pastoral de la caridad en las llamadas del Papa: de un niño enfermo a la madre de un drogadicto

Miles escriben al Papa Francisco indicando su número de teléfono y esperan una llamada

Pocas líneas, llenas de sufrimiento y de valentía. 

Hace pocos días, una mujer que trabaja limpiando el aeropuerto de Buenos Aires se enteró de que el hombre que pasó ante ella era el director de una televisión católica y que estaba por embarcar hacia Roma, donde se habría reunido con el Papa. 

Así, se le ocurrió escribir un breve mensaje para contarle sobre su hijo en las garras de la droga y sin empleo, para explicarle que trabaja todos los días por él con la esperanza de que pueda salir de la pesadila de la dependencia. La mujer escribió su mensaje en una servilleta y también pidió una oración, después se la entregó al periodista. 

Este particular género de epístola-servilleta atravesó el océano y llegó a las manos de Bergoglio, que, al leerla, quedó profundamente conmovido. «Estaba escrita de manera espartana... pedía una sola oración». El Papa marcó el número que la mujer había anotado en una esquina de la servilleta y habló con ella. También quiso hablar con el hijo. Escuchó a ambos y les dijo que rezaría por ellos. 

Al día siguiente, al reunirse con los sacerdotes de Roma, Francisco habló de su conversación: ha sido el único caso en el que el llamante ha revelado la llamada y no el llamado. Bergoglio puso como ejemplo el caso de la mujer y preguntó: «¿No es esta santidad?». La Iglesia «no se derrumba», añadió, porque incluso hoy «hay mucha santidad cotidiana». 

Francisco al teléfono
Las llamadas de Francisco a las personas comunes se están convirtiendo en una costumbre. La última, cronológicamente hablando, es la que recibió la familia Chiolerio de Belén, fracción de Chivasso (en el Piamonte). 

El Papa llamó a Federico, un niño de seis años que le había enviado un dibujo de su fracción, la única localidad italiana que lleva el nombre de la ciudad natal de Jesús. 

¿Qué es lo que impulsa al Papa “del fin del mundo”, en esos raros momentos de tranquilidad en la habitación 201 de la Casa Santa Marta, a llamar por teléfono personalmente a hombres, mujeres y niños que le han enviado alguna carta, un dibujo o un correo electrónico?

«Por favor, dígale a los periodistas que mis llamadas no son una noticia», dijo Francisco a don Dario Viganò, director del Centro Televisivo Vaticano. «Yo soy así, siempre lo he hecho». 

«Me llegaba un recado, una carta de un sacerdote en dificultades, de una familia o de un detenido y le respondía. Para mí es muy fácil llamar, informarme del problema y sugerir una solución, si la hay. A unos por teléfono, a otros les escribo». El Papa concluyó con una sonrisa irónica: «¡Y menos mal que no se enteran de todas las llamadas que hago!». 



Primeros telefonazos como Papa
Las primeras llamadas-sorpresa de Francisco las recibieron personas conocidas. El vendedor de periódico (al que le dijo que como lo habían elegido Papa ya no le tenía que enviar su copia de “La Nación”), su dentista de Buenos Aires (para cancelar una cita por el mismo motivo), su médico, que cuando llamó no estaba y cuya secretaria casi se desmaya cuando reconoció la voz de Bergoglio. 

Después nos hemos ido enterando de diferentes llamadas algunas de ellas se han convertido en una cita fija, como la que hace cada quincena a un grupo de detenidos en una cárcel de Buenos Aires a los que Francisco acompaña: «Siento que me tengo que ocupar de ellos». 

Sacos de cartas en el Vaticano
Y al final nos hemos enterado de las llamadas que ha hecho a personas desconocidas. El flujo de correspondencia se ha triplicado en el Vaticano y cada día llegan varios sacos llenos de cartas dirigidas a Francisco. El Papa acostumbra leer más de las que leían sus predecesores, aunque no pueda responder personalmente a todas. Y se queda con los mensajes que más lo conmueven, que conserva en su escritorio. Y medita. Y así, en algunos casos, se pone al teléfono. Recorriendo todas las llamadas que han acabado en los periódicos, casi se podría dibujar su “geografía”. 

Está la que hizo a Michele Ferri, hermano del titular de una gasolinería que fue asesinado en junio por uno de sus empleados. El hombre, inmobilizado en una silla de ruedas, le había escrito para hablarle de su sufrimiento por la muerte violenta de su hermano que no lograba aceptar. 

Está la que hizo a Alejandra, una mujer argentina que sufrió una violación por parte de un policía, que le había escrito para pedir justicia. 

Y luego, la llamada revelada por Anna Romano, la joven que decidió no abortar a pesar de que el padre del niño, antes de abandonarla, se lo hubiera pedido. 

O la que hizo la semana pasada a Michael, un chico de doce años de Piñarol (Pinerolo, en Piamonte) enfermo de distrofia muscular.

Pero también está la que recibió un joven universitario de Padua, a quien el Papa le dijo que lo tuteara. Fracnisco habló sobre esta llamada en la entrevista con el director de “La Civiltà Cattolica”, el padre Antonio Spadaro: «Vi que muchos periódicos hablaron sobre la llamada que hice a un chico que me había escrito una carta. Yo lo llamé porque su carta era muy hermosa, muy simple. Para mí este es un acto de fecundidad. Me dí cuenta de que es un joven que está creciendo, que ha reconocido a un padre, y así le dice algo sobre su vida. El padre no puede decir “no me importa”». 

Dar esperanza en la noche, sin miedo
«La Iglesia», dijo Bergoglio, «es una madre que no tiene miedo de adentrarse en la noche, para dar esperanza... La Iglesia es una madre misericordiosa que siempre trata de animar».

Pero, ¿qué es lo que une todas estas llamadas telefónicas? Situaciones de dolor, de sufrimiento, de soledad, pero también de valentía. Y cuestiones planteadas auténticamente. 

Francisco dijo que hay que recuperar la «gramática de la simplicidad»: se requiere una Iglesia «capaz de hacer compañía» y de «calentar los corazones». 

A través de estas llamadas, y de todas las que nunca conoceremos, el Papa “párroco” ha logrado entrar en la existencia de personas normales. Extraordinariamente normales, justo como él.

¡Madre, danos tu mirada!



¡Madre, danos tu mirada!


¡Llevemos al corazón de Dios a través de María, toda nuestra vida, cada día! 
Autor: SS Francisco | Fuente: Catholic.net


Fragmento de la homilía del Papa Francisco en la Santa Misa en el Santuario de Nuestra Señora de Bonaria. 22 septiembre 2013 


En (Cfr. Hc 1, 12-14) nos muestra a María en oración en el Cenáculo, junto a los Apóstoles, en espera de la efusión del Espíritu Santo (Cfr. Hc 1, 12-14). María reza, reza junto a la Comunidad de los Discípulos y nos enseña a tener plena confianza en Dios, en su misericordia. ¡La potencia de la Oración! No nos cansemos de llamar a la puerta de Dios. ¡Llevemos al corazón de Dios a través de María, toda nuestra vida, cada día!

Jesús nos confía a la custodia materna de su Madre, en cambio, en el Evangelio, acogemos sobre todo la última mirada de Jesús hacia su Madre. Desde la cruz, Jesús mira a su Madre y a ella le confía el Apóstol Juan, diciendo: "Éste es tu Hijo". En Juan estamos todos, también nosotros, y la mirada de Amor de Jesús nos confía a la custodia materna de su Madre. María habrá recordado otra mirada de Amor, cuando era una jovencita: la mirada de Dios Padre, que había mirado su humildad, su pequeñez. María nos enseña que Dios no nos abandona, puede hacer grandes cosas también con nuestra debilidad. ¡Tengamos confianza en Él! Llamemos a la puerta de su corazón.

Encontremos la mirada de María, porque allí está el reflejo de la mirada del Padre que la hace Madre de Dios, y la mirada del Hijo desde la cruz, que la hace Madre nuestra. Y con aquella mirada hoy María nos mira. 

Tenemos necesidad de su mirada de ternura, de su mirada materna que nos conoce mejor que cualquier otro, de su mirada llena de compasión y de cuidado. María, hoy queremos decirte: ¡Madre, danos tu mirada! Tu mirada nos lleva a Dios, tu mirada es un don del Padre bueno, que nos espera en cada encrucijada de nuestro camino. Es un don de Jesucristo en la cruz, que carga sobre sí nuestros sufrimientos, nuestras fatigas, nuestros pecados. Y para encontrar este Padre, lleno de amor, hoy le decimos: ¡Madre, danos tu mirada! Lo decimos todos juntos: ¡Madre, danos tu mirada!

En el camino, muchas veces difícil, no estamos solos, somos tantos, somos un pueblo, y la mirada de la Virgen, nos ayuda a mirarnos entre nosotros de modo fraterno. ¡Mirémonos de un modo más fraterno! María nos enseña a tener esa mirada que busca acoger, acompañar, proteger. ¡Aprendamos a mirarnos, los unos a los otros, bajo la mirada materna de María! Hay personas que instintivamente no tenemos en cuenta, y que sin embargo tienen más necesidad: los más abandonados, los enfermos, aquellos que no tienen de qué vivir, aquellos que no conocen a Jesús, los jóvenes que están en dificultad, que no tienen trabajo. No tengamos miedo de salir y mirar a nuestros hermanos y hermanas con la mirada de la Virgen. Ella nos invita a ser verdaderos hermanos. Y no permitamos que alguna cosa o alguno se interponga entre nosotros y la mirada de la Virgen.

¡Madre, danos tu mirada! ¡Que ninguno nos esconda tu mirada! Nuestro corazón de hijos sepa defenderla de tantas palabras que prometen ilusiones; de aquellos que tienen una mirada ávida de vida fácil, de promesas que no se pueden cumplir. Que no nos roben la mirada de María, que está llena de ternura. Que nos da fuerza, que nos hace solidarios entre nosotros. Digamos todos: ¡Madre, danos tu mirada!

Santo Evangelio 30 de Septiembre de 2013



Día litúrgico: Lunes XXVI del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 9,46-50): En aquel tiempo, se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor. Conociendo Jesús lo que pensaban en su corazón, tomó a un niño, le puso a su lado, y les dijo: «El que reciba a este niño en mi nombre, a mí me recibe; y el que me reciba a mí, recibe a Aquel que me ha enviado; pues el más pequeño de entre vosotros, ése es mayor». 

Tomando Juan la palabra, dijo: «Maestro, hemos visto a uno que expulsaba demonios en tu nombre, y tratamos de impedírselo, porque no viene con nosotros». Pero Jesús le dijo: «No se lo impidáis, pues el que no está contra vosotros, está por vosotros».


Comentario: Prof. Dr. Mons. Lluís CLAVELL (Roma, Italia)
El más pequeño de entre vosotros, ése es mayor

Hoy, camino de Jerusalén hacia la pasión, «se suscitó una discusión entre los discípulos sobre quién de ellos sería el mayor» (Lc 9,46). Cada día los medios de comunicación y también nuestras conversaciones están llenas de comentarios sobre la importancia de las personas: de los otros y de nosotros mismos. Esta lógica solamente humana produce frecuentemente deseo de triunfo, de ser reconocido, apreciado, agradecido, y falta de paz, cuando estos reconocimientos no llegan.

La respuesta de Jesús a estos pensamientos —y quizá también comentarios— de los discípulos recuerda el estilo de los antiguos profetas. Antes de las palabras hay los gestos. Jesús «tomó a un niño, le puso a su lado» (Lc 9,47). Después viene la enseñanza: «El más pequeño de entre vosotros, ése es mayor» (Lc 9,48). —Jesús, ¿por qué nos cuesta tanto aceptar que esto no es una utopía para la gente que no está implicada en el tráfico de una tarea intensa, en la cual no faltan los golpes de unos contra los otros, y que, con tu gracia, lo podemos vivir todos? Si lo hiciésemos tendríamos más paz interior y trabajaríamos con más serenidad y alegría.

Esta actitud es también la fuente de donde brota la alegría, al ver que otros trabajan bien por Dios, con un estilo diferente al nuestro, pero siempre valiéndose del nombre de Jesús. Los discípulos querían impedirlo. En cambio, el Maestro defiende a aquellas otras personas. Nuevamente, el hecho de sentirnos hijos pequeños de Dios nos facilita tener el corazón abierto hacia todos y crecer en la paz, la alegría y el agradecimiento. Estas enseñanzas le han valido a santa Teresita de Lisieux el título de “Doctora de la Iglesia”: en su libro Historia de una alma, ella admira el bello jardín de flores que es la Iglesia, y está contenta de saberse una pequeña flor. Al lado de los grandes santos —rosas y azucenas— están las pequeñas flores —como las margaritas o las violetas— destinadas a dar placer a los ojos de Dios, cuando Él dirige su mirada a la tierra.

San Jerónimo, 30 de Septiembre


 

30 de septiembre


SAN JERÓNIMO

 († 420)



La Iglesia ha reconocido a San Jerónimo como Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras. Tampoco se le puede negar el título de Doctor de los ayunos. Fue admirado ya por sus contemporáneos como el varón trilingüe, por sus conocimientos del latín, del griego, del hebreo. La Edad Media se entusiasmó con sus cartas ascéticas a clérigos, monjes, vírgenes y viudas, en las que trataba el ideal de la cristiana perfección. Hoy mismo, más que sus trabajos bíblicos, superados por el incesante avance de la ciencia, siguen deleitándonos sus epístolas y sus polémicas, sus vidas de Pablo, Malco e Hilarión, es decir, aquellos escritos en que se revela más espontáneamente —el estilo del hombre— el temperamento y la personalidad de San Jerónimo. Y aquí, precisamente, es donde radica la dificultad para tejer su semblanza crítica, no su panegírico.

Ya en el siglo XVI, el gran escritor español Juan José de Sigüenza, en su Vida de San Jerónimo —la primera escrita en castellano—, tuvo que defenderlo de quienes reparaban en "que tiene mucha libertad en el decir, que es muy desenvuelto para santo". Por otra parte, se ha llegado a decir en nuestros días que algunos pasajes de sus obras completas quizá no hubieran sido aprobados en un proceso moderno de canonización.

Ciertamente, la vida de Jerónimo, seguida paso a paso a través de los abundantes fragmentos autobiográficos de su obra escrita, nos da la clave para interpretar su santidad de la mejor ley. En sus escandalosas invectivas, así como en sus criticas mordaces y sus polémicas ofensivas, había mucho de "literatura", esto es, "adornos retóricos" para impresionar a los lectores. Si esto se juzga defecto o sombra, error o debilidad, habrá que achacarlos al "hombre viejo", al literato ciceroniano que pugnaba por salirse a través de su pluma. En todo caso, su entusiasmo por la Iglesia y por la ciencia, su tenaz lucha por alcanzar la perfección monástica, su entrega total a las tareas bíblicas, renunciando a su innata vocación a la literatura profana, hacen de Jerónimo un santo extraordinario, único en su género, tal vez más admirable que fácilmente imitable.

Había nacido, en la primera mitad del siglo IV, en Stridón (Dalmacia). Su padre, Eusebio, gozaba de buena posición. Pudo, pues, enviar a su hijo a Roma para que estudiara allí con los mejores maestros. Jerónimo, casi un niño, destacó entre los alumnos del célebre gramático Elio Donato. Luego estudió retórica y filosofía. A medida que avanzaba en los saberes, crecía en él la afición a los libros. Comenzó entonces a formar su propia biblioteca; unas veces compraba los códices y otras era él mismo quien se los copiaba. Iba así aumentando su rica colección de autores profanos, su tesoro, como él reconocerá más tarde.

Durante esta época de estudiante romano, Jerónimo no estaba bautizado; era solamente catecúmeno y le gustaba visitar, con sus amigos, las catacumbas. Nada, empero, tiene de extraño que, lejos de las paternas miradas, se dejase arrastrar también, en alguna ocasión, por las malas influencias del ambiente. Las cenas entre amigos jóvenes, bien rociadas con vino, hacían peligrar la castidad de los ebrios. "jamás juzgaré casto al ebrio —escribía Jerónimo desde Belén—; dirá cada cual lo que quiera; yo hablo según mi conciencia: sé que a mí la abstinencia omitida me ha dañado, y recobrada me ha aprovechado."

Al terminar sus estudios, recibió en Roma el bautismo. Comenzó entonces una etapa viajera. Fue a Francia y entró en contacto con la colonia monástica de Tréveris. Estuvo luego en Aquilea. Súbitamente, se le ocurrió peregrinar a Jerusalén. Cortó de un tajo todos los lazos que le unían a Occidente: casa, padres, hermana, parientes; y —lo que aún le costó más— dejó la costumbre de una alimentación variada, para trocarla por una dieta de ayuno cotidiano. Sólo se llevó consigo sus libros, "la biblioteca que con enorme esfuerzo y trabajo logré reunir en Roma".

Fue precisamente en Antioquía de Siria, a mitad de la Cuaresma, cuando una gravísima avitaminosis —un beriberi— estuvo a punto de poner fin a su vida. Durante el delirio de su enfermedad, soñó que le azotaban por ser ciceroniano. Al despertar, sintió el dolor de las heridas y sus espaldas acardenaladas. Y él mismo se las había causado, en la agitación del ensueño, al chocar su piel adelgazada y ser comprimida entre el duro suelo y sus costillas. Juró Jerónimo en aquella ocasión no volver a leer más los códices paganos. Comprendió que era necedad ayunar para estudiar a Marco Tulio. Su vocación innata de escritor estaba en crisis. Había que renunciar a los caminos de la gloria humana que le brindaba su dominio de los clásicos latinos. Era preciso, para ser fiel a la nueva llamada, entregarse al estudio de la divina palabra. La decisión de Jerónimo fue inquebrantable: el literato en ciernes se transformaría en filólogo. Profundizó el estudio del griego y, más tarde, en la soledad del desierto, con un esfuerzo sobrehumano, aprendió el hebreo con un maestro judío. La gracia había venido en ayuda de la naturaleza. La literatura profana podía despedirse de contar un clásico entre sus filas; ganaban, en cambio, el cielo, al santo penitente, la Iglesia, al Doctor Máximo de las Escrituras; la literatura cristiana, al hombre más culto y erudito de su siglo.

Apenas repuesto de su beriberi, en la misma Antioquía, comenzó Jerónimo a escribir para el público de Occidente.

Fueron al principio cartas dirigidas a los amigos, pero destinadas a la publicidad. Poco después se trasladó al desierto de Calcis, donde hizo vida de anacoreta. Los primeros días, entregado de lleno a la oración y el ayuno, se vio envuelto en un mar de tentaciones. Su cuerpo, débil por las abstinencias y convaleciente de la avitaminosis, se estremecía con el recuerdo de las danzas romanas. La temperatura subnormal, típica del hambre, enfrió su cuerpo. Sin embargo, seguían hirviendo en su mente los incendios libidinosos. Esto indignaba al eremita y provocaba sus golpes de pecho, una noche tras otra, sin dormir apenas. Aquel fugaz episodio ha servido de inspiración para toda la iconografía jeronimiana. Lienzos y estatuas en iglesias y museos nos presentan al Santo semidesnudo, sarmentoso, golpeando con una piedra su pecho, el león a sus pies, la cueva por habitación, la soledad por paisaje. Sin embargo, aquellas vehementes tentaciones desaparecieron pronto; tan pronto como Jerónimo comenzó en serio el estudio del hebreo. Le costó, se desesperó, lo echó a rodar y, por la porfía de aprender, volvió a comenzarlo de nuevo. Reanudó, pues, sus tareas intelectuales; mandó buscar los libros que necesitaba; se rodeó de copistas, siguió escribiendo. De esta época son la Carta a Heliodoro, donde canta las excelencias de la vida solitaria, así como la Vida de Pablo, el primer ermitaño, en la que la fantasía del autor suplió maravillosamente la falta de información de las fuentes.

Poco más de treinta años contaría Jerónimo cuando se dejó ordenar sacerdote por el obispo Paulino de Antioquía, pero a condición de seguir siendo monje, esto es, solitario, y no dedicarse al servicio del culto. Después trató en Constatinopla con San Gregorio Nacianceno e hizo también amistad con San Gregorio de Nisa.

Hacia el año 382, invitado por el papa San Dámaso, Jerónimo se trasladó a Roma. Llegó a ser secretario del anciano Papa y hasta se habló de que sería su sucesor. Recibió el encargo de revisar el texto de la Sagrada Escritura. Ya no cesó de ocuparse de trabajos bíblicos. Hasta que se extinga su vida, en el retiro de Belén, irá acumulando códices, cotejando textos, para darnos su versión del hebreo.

Tres años duró esta estancia de Jerónimo en Roma y durante ella pasó un verdadero calvario. Al principio, con fama de sabio y de santo, todos se inclinaban respetuosamente a su paso. Pero quiso extender su apostolado a un grupo de damas pertenecientes a la nobleza romana. Ayunar diariamente, abstenerse de carne y de vino, dormir en el suelo, es decir, el más severo ascetismo oriental implantado en el corazón de Roma. Tal era el programa de las penitencias exteriores a las que se sometieron gustosas las viudas Marcela y Paula, así como la hija de ésta, Eustoquio. Por otra parte, llevado de su amor a las Escrituras, Jerónimo dio a sus discípulas lecciones bíblicas; les enseñó el hebreo para que pudieran cantar los Salmos en su lengua original; les aconsejó que tuvieran día y noche el libro sagrado en la mano. Las murmuraciones fueron surgiendo solapadamente. Jerónimo, ajeno a la tempestad que le rodeaba, quiso corregir los escándalos que veía a su alrededor. En la Carta sobre la virginidad, que escribió a su discípula Eustoquio, lanzó críticas mordaces sobre los abusos del clero romano. La tormenta estalló cuando murió la joven Blesila, otra hija de Paula. Era una viuda muy joven, y cuando todos esperaban que se volvería a casar, fue convertida por Jerónimo. Su noviciado, por decirlo así, sólo duró tres meses, porque murió apenas iniciada su vida ascética. En sus funerales, el público gritó contra "el detestable género de los monjes" y le acusó de haber provocado con los ayunos la muerte de la amable y noble joven.

Jerónimo, consternado, tuvo que abandonar Roma y emprender el camino de Jerusalén. Poco después, se reunía en Oriente con Paula y Eustoquio, "quiera o no el mundo, mías en Cristo". Juntos visitaron los Santos Lugares; llegaron a Alejandría, al desierto de Nistria. Hacia el año 386 se establecieron definitivamente en Belén. Con el rico patrimonio de Paula pudieron construir tres monasterios femeninos y uno de hombres, dirigido por Jerónimo. Se agregó más tarde una hospedería para los peregrinos y una escuela monacal, en la que Jerónimo explicaba los autores clásicos.

Aquellos siete lustros pasados en el retiro de Belén fueron de incansable actividad literaria. Rodeado de una magnífica biblioteca, el sabio penitente seguía leyendo y escribiendo día y noche. Sólo cuando las repetidas enfermedades, avitaminosis ocasionadas por sus abstinencias, le impedían escribir, dictaba a vuela pluma a sus taquígrafos, sin retocar el escrito. Junto a sus trabajos bíblicos sobre el texto de la Sagrada Escritura, que culminaron en la versión del hebreo, hay que señalar sus comentarios a los profetas, a San Pablo, al evangelio de San Mateo, Fue también traductor excelente de Orígenes, de la Crónica de Eusebio, de Dídimo el Ciego, de las reglas de Pacomio. Las polémicas en que se vio envuelto Jerónimo no tienen parangón en la literatura cristiana. Escribió contra Elvidio, que negaba la perpetua virginidad de María; contra Joviniano, que negaba la superioridad del estado virginal sobre el matrimonio y proclamaba la inutilidad de las prácticas ascéticas; contra Vigilancio, que atacaba el culto de los santos y de las reliquias; contra los pelagianos; contra su antiguo amigo Rufino y contra Juan de Jerusalén, en aquella desdichada controversia origenista. En esas paginas polémicas es donde abundan las invectivas que ensombrecen los escritos del monje de Belén.

He aquí una muestra en el libro contra Joviniano: "Sólo nos resta —escribía Jerónimo al fin de la polémica— que nos dirijamos a nuestro Epicuro, metido en su jardín, entre adolescentes y mujerzuelas. Te apoyan los gordinflones, los de reluciente cutis, los que visten de blanco...; a cuantos viere guapetones, a cuantos se rizan el cabello, a los que vea con cara sonrosada, de tu rebaño serán, o mejor, gruñen entre tus puercos... Tienes también en tu ejército muchísimos que añadir a la centuria...: los gordos, los peinados y perfumados, los elegantes, los charlatanes, que te pueden defender con sus puños y sus patadas. A ti te ceden el paso en la calle los nobles; los ricos besan tu cabeza. Porque, si tú no hubieras venido, los borrachos y los que eructan no podrían entrar en el paraíso." Cierto que en estos insultos personales hay mucho de retórica para desarmar con el ridículo al hereje; es verdad también que el tono oratorio se prestaba a exagerar las frases para que produjeran mayor efecto en los lectores. Muchos enemigos se creó, empero, el erudito por aquellos desahogos de su cáustica pluma. Lo que no podemos dudar un momento es de la buena intención con que Jerónimo luchó siempre en defensa de la ortodoxia, de la virginidad, del ascetismo.

Precisamente en sus cartas de Belén y en las homilías que predicaba a sus monjes se nos aparece un Jerónimo menos impulsivo, menos irónico, más moderado, más humano, más deseoso de vivir en paz que lo que muestran sus polémicas. La bella Epístola a Nepociano sobre los deberes de los clérigos, los panegíricos de sus amigos difuntos, sobre todo el de la viuda Paula; las cartas de dirección a monjes y vírgenes, forman una corona de prudentes consejos, de sabias enseñanzas, de cálidas exhortaciones a la virtud y a la perfección.

"Me pides a mí, carísimo Nepociano, en carta de la otra parte del mar, que redacte para ti, en un pequeño volumen, los preceptos del vivir y con que proceder aquel que, abandonada la milicia del siglo, tratare de ser monje o clérigo, debe ir por el recto camino a Cristo para no ser arrastrado a los apartaderos de los vicios." Y líneas más abajo: "Imponte solamente el modo de ayunar que puedas tolerar." "Por experiencia he aprendido —dice en otra de sus cartas— que el asnillo, cuando se fatiga en el camino, busca el pesebre." Y en la carta a Demetríades: "No te imperamos, en verdad, los ayunos inmoderados ni las enormes abstinencias de los alimentos, con las cuales se quebrantan en seguida los cuerpos delicados y empiezan a enfermar antes de que echen los fundamentos de la santa conversión...; el ayuno no es la perfecta virtud, sino el fundamento de las demás virtudes."

Con idéntica moderación va señalando Jerónimo, en esos escritos de dirección de las almas, los peligros de la vida solitaria, la necesidad de un director experto, del vencimiento del orgullo, de las buenas obras, sin las cuales las mismas vírgenes, según la parábola del Evangelio, son excluidas, por tener sus lámparas apagadas.

Las invasiones de los bárbaros, la ruina del Imperio, el asalto de su propio monasterio por los herejes, la repentina muerte de su cara Eustoquio, fueron dejando huella en el anciano septuagenario. Murió hacia el 20 de septiembre del año 420. Así fue, en efecto, la vida y la obra de aquel dálmata fogoso, que logró domeñar sus pasiones con las más severas abstinencias y acertó a encauzar su ambición literaria convirtiendo su pecho en la biblioteca de Cristo.

JOSÉ JANINI

domingo, 29 de septiembre de 2013

Santo Evangelio 29 de Septiembre de 2013


Día litúrgico: Domingo XXVI (C) del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 16,19-31): En aquel tiempo, Jesús dijo a los fariseos: «Había un hombre rico que vestía de púrpura y lino, y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico, pero nadie se lo daba. Hasta los perros venían y le lamían las llagas. 

»Sucedió, pues, que murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham. Murió también el rico y fue sepultado. Estando en el Hades entre tormentos, levantó los ojos y vio a lo lejos a Abraham, y a Lázaro en su seno. Y, gritando, dijo: ‘Padre Abraham, ten compasión de mí y envía a Lázaro a que moje en agua la punta de su dedo y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en esta llama’. Pero Abraham le dijo: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y además, entre nosotros y vosotros se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a vosotros, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros’.

»Replicó: ‘Con todo, te ruego, padre, que le envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento’. Díjole Abraham: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que les oigan’. Él dijo: ‘No, padre Abraham; sino que si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán’. Le contestó: ‘Si no oyen a Moisés y a los profetas, tampoco se convencerán, aunque un muerto resucite’».


Comentario: Rev. D. Valentí ALONSO i Roig (Barcelona, España)
Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males

Hoy, Jesús nos encara con la injusticia social que nace de las desigualdades entre ricos y pobres. Como si se tratara de una de las imágenes angustiosas que estamos acostumbrados a ver en la televisión, el relato de Lázaro nos conmueve, consigue el efecto sensacionalista para mover los sentimientos: «Hasta los perros venían y le lamían las llagas» (Lc 16,21). La diferencia está clara: el rico llevaba vestidos de púrpura; el pobre tenía por vestido las llagas.

La situación de igualdad llega enseguida: murieron los dos. Pero, a la vez, la diferencia se acentúa: uno llegó al lado de Abraham; al otro, tan sólo lo sepultaron. Si no hubiésemos escuchado nunca esta historia y si aplicásemos los valores de nuestra sociedad, podríamos concluir que quien se ganó el premio debió ser el rico, y el abandonado en el sepulcro, el pobre. Está claro, lógicamente.

La sentencia nos llega en boca de Abraham, el padre en la fe, y nos aclara el desenlace: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males» (Lc 16,25). La justicia de Dios reconvierte la situación. Dios no permite que el pobre permanezca por siempre en el sufrimiento, el hambre y la miseria.

Este relato ha movido a millones de corazones de ricos a lo largo de la historia y ha llevado a la conversión a multitudes, pero, ¿qué mensaje hará falta en nuestro mundo desarrollado, hiper-comunicado, globalizado, para hacernos tomar conciencia de las injusticias sociales de las que somos autores o, por lo menos, cómplices? Todos los que escuchaban el mensaje de Jesús tenían como deseo descansar en el seno de Abraham, pero, ¿cuánta gente en nuestro mundo ya tendrá suficiente con ser sepultados cuando hayan muerto, sin querer recibir el consuelo del Padre del cielo? La auténtica riqueza es llegar a ver a Dios, y lo que hace falta es lo que afirmaba san Agustín: «Camina por el hombre y llegarás a Dios». Que los Lázaros de cada día nos ayuden a encontrar a Dios.

San Miguel Arcángel, 29 de Septiembre



29 de septiembre

SAN MIGUEL ARCÁNGEL


Nunca podríamos imaginar un ángel guerrero, con su rodela al brazo, la cota bien ajustada, abierta la espada en orden de combate. Pero tampoco ciertos ángeles de una estatuaria dulzona, con muchas cintas y bucles mujeriles, en un porte impropio de criaturas tan excelsas. Eugenio d'Ors, en sus Glosas que se escriben los lunes, concebía muy varonil al ángel: musculado y poderoso, como para entendérselas toda una noche con Jacob a brazo partido. Pero, al mismo tiempo, leve y sutil, asomada a sus ojos de luz toda la sabiduría de un espíritu celeste. No son apetecibles los ángeles de Denís, ni siquiera los de Beuron, y mucho menos los que Rohault inscribe sombríamente en feos dramas humanos. Sólo en las ventanas de algunas abadías y catedrales hay ángeles vivos, que al trasluz del sol arden en un fuego de oro y se hacen llama encendida y adorante al Altísimo. Y, sobre todos, aquel ángel que hay en la Toscana anunciando la encarnación a María. Pues, a pesar de los lujos que le pintó Fra Angélico en la túnica, y en la pedrería que le transfigura las alas, está allí, digno y sereno, delante de la Señora, angelizando su embajada, la turbación de la Doncella y los nardos que crecen entre la ternura del paisaje. Pero un ángel guerrero, ¿cómo?

 Fueron creados de la nada, puros espíritus —inteligentes, amorosos, libres—, domésticos del trono de Dios, en funciones de una alabanza incesante. Distribuidos según una arcana jerarquía —querubines y serafines, dominaciones, potestades y tronos, virtudes, arcángeles y ángeles—, componen muy hermosamente la grande escenografía del cielo. San Juan, desde Patmos, ha visto este cielo como una ciudad deslumbrante la Jerusalén nueva, ataviada de Esposa para sus nupcias con el Cordero de la Vida. Semejante traducción resulta demasiado corpórea y sensible, ya que nos alucina imaginar tanta abundancia de oro, del que viene fabricada, y los chispazos irresistibles de infinitos zafiros, diamantes y rubíes, que adornan las doce puertas, con doce ángeles, que son las doce tribus de Israel. No hay sol ni luna, día ni noche en esa celeste Jerusalén, porque la inviste toda una claridad eterna, cuya luz es el Cordero, a quien aclaman, con los ángeles, los felices ciudadanos de Dios: aquella turba innumerable de vencedores que rinden sus palmas en adoración infinita. Sin embargo, este mural del cielo sanjuanista nos ofrece su belleza y una tranquilidad de gozo inamisible, muy cercana al verdadero cielo, y que consiste en ver cara a cara a Dios y en amarle beatíficamente. ¿Cómo concebir dentro de tan sacra armonía el dolor de una guerra?

 San Pablo nos define una vez a la divinidad diciendo que es "la Luz indeficiente e inaccesible". Pues en ese mundo de los ángeles destaca uno que tiene nombre de luz. "Lucifer: El-Que-Lleva-la-Luz". Hijo y oriente de la aurora. (Os aviso que esta criatura extraordinaria puede perturbar toda la hermosura del cielo, hasta los horrores de un espantoso combate. En el horizonte de su libre albedrío, el orgullo dibuja alocadas capitanías, idolatrías febriles, quiere ser dios. Y vamos a comprobar teológicamente que existe esa inaudita paradoja de un ángel y un cielo guerreros.) Porque había sido adornado por el Señor con tantas excelencias, Lucifer le debía un servicio generoso y dócil. Lo menos que se le podía pedir. No estaba aún confirmado en gracia, sino en estado de prueba. Y entonces, al contemplar, con sensuales deleites, su poder y su luz, se alza contra el Creador. "Subiré a los cielos —grita— y pondré mi trono sobre las estrellas. Sobre la cima de los montes me instalaré en el monte santo. Seré igual a Dios. No le quiero servir." Un colosal choque de tinieblas y de luz estremece la cúpula de los cielos.

 Angeles contra ángeles, divididos por la rebeldía de Lucifer. Todo es sobrecogedor, vertiginoso, instantáneo. Hasta que un grito de fidelidad y de acatamiento en la boca de un arcángel desconocido, restablece la armonía de la victoria. Y así queda bautizado con la misma divisa del combate: "¿Quién Como Dios?", que quiere decir "Mi-ka-el". Y mientras Lucifer cae a los abismos de su infierno como una llama de fuego y de odio, Miguel asciende a la capitanía de todos los ángeles fieles, príncipe y custodio, alférez de Dios.

 Después surge el tema del hombre, cuando se alza del limo de la tierra, creado como una síntesis misteriosa de todo el universo. Y, en torno al tema del hombre, el demonio y el ángel, Satanás y Miguel, porque, en la gobernación divina del mundo, a todas las criaturas preside un orden, una ley, una medida. En el paraíso vence Satanás al hombre. Entre los brillos suculentos de la manzana, sopló la serpiente su misma rebeldía del cielo: "Si coméis de ese fruto prohibido, se abrirán vuestros ojos, seréis como dioses". Tenemos dura experiencia de este pecado de origen en las limitaciones de nuestro entendimiento, en las llagas del corazón y de la carne, en la helada agonía que da en la muerte. El hombre, aun redimido por el sacrificio de Jesús, permanece aquí abajo en una actitud militante. Debe merecer la corona peleando sus concupiscencias y los enemigos externos del demonio y del mundo. Somos el eje de aquellas dos "economías" de que nos habla San Pablo la de Jesucristo y la de Satanás. Los dos nos quieren. Y, en nuestro combate hasta el fin, además de las armas decisivas de la gracia, contamos con el socorro y la custodia de los ángeles. Cada uno tenemos nuestro ángel doméstico y acaso nuestro demonio familiar también, según disputaban las teologías escolásticas. Pero encontraréis justo que a este príncipe del cielo, el arcángel Miguel, correspondan ministerios universales y eminentes, por la fidelidad y bravura de su comportamiento,

 Es el ángel que tutela la fe de la sinagoga judía y de la santa Iglesia de Cristo. En los testimonios de la revelación aparece muy tardíamente. Hasta Daniel, nadie le cita por su nombre. Pero este profeta, al relatarnos las luchas del pueblo elegido para liberarse de la servidumbre de los persas, le invoca en su favor, ya que nadie vendrá a socorrerle "si no es Miguel, vuestro príncipe". Y añade: "Entonces se alzará Miguel, el gran defensor de los hijos de tu pueblo, y serán días de amargura como jamás conocieron las naciones". La carta de San Judas nos lo representa altercando con el demonio sobre el cuerpo de Moisés. Satanás quería descubrir su sepulcro para que los israelitas le adoraran idolátricamente, en apostasía del culto verdadero al Señor. Y San Miguel se lo impide velando por la fe. Así, su personalidad nos queda bien dibujada. Es el custodio fuerte de Israel, militante y guerrero, con su coraza de oro, su espada invencible y un airón de luz, que le angeliza el brillo de las alas y toda su celeste figura.

 Tan guerrero, que después, en la santa Iglesia de Cristo, los piadosos monjes medievales no vacilan en revestirle de una poderosa y muy labrada armadura, donde no falta el detalle de la espuela impaciente ni la lanza que destruye al demonio, vencido a sus pies, como le vemos en las ingenuas miniaturas de los breviarios corales. Claro que toda esta iconografía no es inventada o soñada, sino que traduce fielmente los testimonios de la tradición y de la historia.

 El Sacramentario Leoniano y el Martirologio de San Jerónimo consignan en este día de su fiesta: Natale Basilicae Angeli in Salaria. Esta es la verdadera y primitiva solemnidad que Roma dedica al arcángel, con una basílica, perfectamente localizada en el séptimo miliario de la vía Salaria, y con la consagración de cinco misas en su memoria. En el 611, el papa Adriano IV le construye, sobre el Castel di Santangelo, un oratorio, que sella la tradición antigua de haberse aparecido allí, librando a las gentes romanas de la mortandad de una peste. Es muy suyo este ministerio de medicinal tutela. Ana Catalina Emmerich ha visto al demonio soplar vientos huracanados, ensoberbecer las aguas de los océanos, perturbar el buen aire inocente con pestilencias y cóleras. Se entrega a tan malignas extravagancias porque tiene el triste y deslucido empeño de destruir toda la hermosura creada, como adversario de Dios, enemigo del hombre y dragón.

 Por ser dragón el demonio, habita espeluncas enmarañadas, montes áridos y solitarios, donde urde sus sorpresas y sus trapacerías. Y así el arcángel no tiene más remedio que descender a esas moradas infernales para abatirle y vencerle. Os quiero referir dos estupendas apariciones en esos escenarios rurales, que además nos perfilan datos muy luminosos de su augusta persona.

 El templo de su nombre, sobre el monte Gárgano, conmemora cierta victoria de los longobardos del Siponto, atribuida a su intervención, un 8 de mayo del 663. Pero las lecciones históricas del Breviario unen el triunfo castrense con un suceso de gusto medieval, muy conectado con estas espeluncas del demonio de que os hablaba. Y fue que un toro se desmanda de su manada, y se le busca día y noche por los pastores. Le encuentran, al fin, en una escondida gruta, pero inmóvil, como poseído por el maligno. Un arquero, más audaz, le dispara su flecha para removerlo del embrujo. Y entonces el prodigio de retornar la flecha al que la disparó, malhiriéndole. Lo sobrenatural del caso acongoja de miedo a estas sencillas gentes montañesas. Ayunos, plegarias, procesiones penitenciales. Y al tercer día, San Miguel se aparece al obispo, declarándole que se edifique, en la cueva, un templo al Señor y en memoria de sus ángeles. Cuando los sipontinos alcanzan la espelunca, crece el asombro, pues encuentran allí dispuesto ya un edículo como oratorio, donde el prelado inicia el culto a San Miguel, que luego corre por todo el mundo creyente y fervoroso de la Edad Media.

 Pero en la serranía navarra de Aralar encontraremos al arcángel, definido en toda su dimensión militante, a la defensa del hombre. No precisan los historiadores por qué bajó a la guerra de Pamplona el muy esforzado y noble caballero don Teodosio de Goñi. Pudo coincidir con el asedio de los judíos, aliados con los árabes; las incursiones de la morería o acaso las luchas contra los godos, porque el suceso acontece en los días del rey Witiza, a los principios del siglo VIII. Por su casamiento con doña Constanza de Butrón, acreció el caballero riquezas y pergaminos. Era mujer de muy cuidada honestidad y hermosura, al punto que hizo venir a los padres de don Teodosio al palacio de Goñí para velar amorosamente la ausencia, concediéndoles, incluso, la propia cámara nupcial. Cuando retorna de su campaña el caballero, dando al amor sus triunfos y a los odios de la guerra olvido, se le cruza, en la noche, un piadoso ermitaño, que es el mismísimo demonio, con máscara de "ángel de luz". En aquel paraje fluvial de "Errota-bidea" le detiene y le habla una trifulca por su honra: que su mujer ha holgado con un mozo de servicio mientras él se partía el pecho en las duras batallas. "Este mismo plenilunio lo puedes comprobar, si te aceleras", le dice.

 Y encendida su sangre hasta cegarle los ojos, pica a su caballo, que trota jadeante por la val de Goñí hasta el palacio, hasta la cámara. Tienta su mano fuerte dos personas en el lecho. El corazón se le rompe en una locura de latidos. Secamente gime don Teodosio, sin amor y sin lágrimas, por la limpieza de su nombre nada más. Y con furor de loco descarga golpes febriles de su espada sobre los adúlteros, hasta que los resplandores de la sangre caliente le hacen volver en sí. La amanecida cuelga de los tejados del caserío una brazada de rosas, que picotean alegres las golondrinas; y lloran los ángeles, asomados a las nubes, la perdición del caballero. Don Tedosio huye delatado por la luz. Pero allí, en la pradería, se topa con doña Constanza, que se le echa a los brazos, sobre el corazón, gritándole el gozo de su regreso. ¡Qué dramático instante, que le revela, de un golpe, toda la magnitud de su parricidio! Porque es navarro el caballero, creyente y piadoso, se hace camino de Roma, con larga contrición de leguas, de hambre y sed, de limosneo penitencial y humillante, para alcanzar indulgencia del Pontífice. Tres papas pudieron oír la confesión de don Teodosio —Juan VII, Sisinio y Constancio I—, porque no están de acuerdo las cronologías. Como penitencia pública de su pecado, se le impuso portar una grande cruz, ceñida la cintura de una cadena de argollas de hierro, que, al quebrarse, señalarían, al fin, los perdones del Altísimo.

 La serranía de Aralar fue el escenario que eligió el penitente entre las nevascas que silban, por el invierno, espantables sinfonías, ciudadano de las águilas, de los buitres y de los lobos, en una soledad alucinante. Y, a los siete años, otra vez el demonio. Ahora tal como es. Como dragón que, desde su madriguera, salta rabioso para devorar al penitente. Ya tenía el caballero la carne domada y llagada por el cilicio, el alma pura, el corazón endiosado. Y en aquella suprema angustia, se vuelve al arcángel, con un grito de su fe, que rompe la cúpula del cielo: "¡San Miguel me valga!" Y Miguel desciende con su espada infinita para vencer al dragón y romper las argollas de su cintura, regalándole, con su celeste presencia, una curiosa imagen para recuerdo del prodigio y para su culto. El santuario de "San Miguel in Excelsis" es, desde entonces, alma militante de Navarra, que de ahí le viene guerrear las batallas del Señor, con su "ángel" de oro revestido de armadura, pero que no lleva espada, sino que sostiene, con sus manos sobre la frente, la cruz redentora de Cristo.

 Nos guarda y nos defiende en todas las incursiones del demonio, a lo largo de nuestra navegación por la vida. Como un símbolo es patrono de todos los mareantes desde que se apareció a San Auberto de Avranches sobre Mont-Saint-Michel, donde los normandos le hicieron una de las más bellas abadías del gótico, que tiene torres de castillo y fortaleza. Y no nos abandona hasta después de la muerte. Cuando la Iglesia oficia su sacrificio por los difuntos, invoca a San Miguel, en su impresionante ofertorio, para que él presente las almas a la luz estremecida del juicio de Dios. Es el instante aterrador del recuento: de pesar las malas y las buenas obras que hicimos en el mundo. Como a Baltasar en su pagana cena, puede sorprendernos su Tecel sombrío si nos falta el peso de la caridad. Pero los devotos de San Miguel confían, porque le saben "Pesador de las almas" en la balanza de la justicia de Dios, que él sostiene en sus manos, atento a las acusaciones finales del demonio, para enfilar el platillo hacia la gloria del cielo.

 El cardenal Schuster pensó que el arcángel no pertenece a la hagiografía, sino a la teología cristológica, porque "después del oficio de Padre legal de Jesucristo, que corresponde a San José, no hay en la tierra ningún ministerio más importante y más sublime que el conferido a San Miguel, como protector y defensor de la Iglesia". Madura en nuestro tiempo, agitado de sangrientas convulsiones, aquel "misterio de iniquidad" que conmovía a San Pablo. El dragón de las siete cabezas coronadas repta descaradamente para afligir el Cuerpo místico de Cristo, en su Iglesia, con muy sutiles asechanzas y persecuciones. Masonería, comunismo. Desde los días de León XIII, el pueblo cristiano cierra todas sus misas con aquella súplica al arcángel, para que humille a los abismos del infierno a todas las inicuas potestades de demonio, que vagan por el mundo, satanizándolo, porque Miguel es príncipe de las celestes milicias.

 Y cuando se acerque el fin, un relámpago de fuego cruzará de oriente a occidente mientras, los ángeles del Apocalipsis derraman sobre el mundo sus cálices sombríos de destrucción. En una postrera acometida, el dragón con sus ángeles negros trabará la batalla: pero San Miguel ha de arrojarle a los abismos eternos después de la última victoria. Entonces será el cielo infinito. Aquel cántico de alabanza de todos los ángeles y bienaventurados, que ha de resonar luminoso y feliz para siempre: "¿Quién como Dios? ¡Nadie como Dios! Amén".

 FERMÍN YZURDIAGA LORCA


San Gabriel Arcángel, 29 de Septiembre




San Gabriel. 

Su nombre significa: "Dios es mi protector".

San Gabriel arcángelA este Arcángel se le nombra varias veces en la S. Biblia. Él fue el que le anunció al profeta Daniel el tiempo en el que iba a llegar el Redentor. Dice así el profeta: "Se me apareció Gabriel de parte de Dios y me dijo: dentro de setenta semanas de años (o sea 490 años) aparecerá el Santo de los Santos" (Dan. 9).
Al Arcángel San Gabriel se le confió la misión más alta que jamás se le haya confiado a criatura alguna: anunciar la encarnación del Hijo de Dios. Por eso se le venera mucho desde la antigüedad.

Su carta de presentación cuando se le apareció a Zacarías para anunciarle que iba a tener por hijo a Juan Bautista fue esta: "Yo soy Gabriel, el que está en la presencia de Dios" (Luc. 1, 19).

San Lucas dice: "Fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, a una virgen llamada María, y llegando junto a ella, le dijo: ‘Salve María, llena de gracia, el Señor está contigo’. Ella se turbó al oír aquel saludo, pero el ángel le dijo: ‘No temas María, porque has hallado gracia delante de Dios. Vas a concebir un hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será Hijo del Altísimo y su Reino no tendrá fin’".

San Gabriel es el patrono de las comunicaciones y de los comunicadores, porque trajo al mundo la más bella noticia: que el Hijo de Dios se hacía hombre.

San Rafael Arcángel, 29 de Septiembre

San Rafael.

 Angeles cantan al Niño en brazos de MaríaSu nombre significa: "Medicina de Dios".

Fue el arcángel enviado por Dios para quitarle la ceguera a Tobías y acompañar al hijo de éste en un larguísimo y peligroso viaje y conseguirle una santa esposa.
Su interesante historia está narrada en el día 7 de febrero. San Rafael es muy invocado para alejar enfermedades y lograr terminar felizmente los viajes.


Oración a San Rafael Arcángel.

Gloriosísimo príncipe San Rafael antorcha dulcísima de los palacios eternos, caudillo de los ejércitos del todopoderoso, emisario de la divinidad, órgano de sus providencias ejecutor de sus ordenes secretario de sus arcanos, recurso universal de todos los hijos de Adán, amigo de tus devotos compañero de los caminantes maestro de la virtud protector de la castidad socorro de los afligidos medico de los enfermos auxilio de los perseguidos, azote de los demonios, tesoro riquísimo de los caudales de Dios. Tu eres ángel santo, uno de aquellos siete nobilísimos espíritus que rodean al trono del altísimo.

Confiados en el grande amor que has manifestado a los hombres te suplicamos humildes nos defiendas de las asechanzas y tentaciones del demonio en todos los pasos y estaciones de nuestra vida, que alejes de nosotros los peligros del alma y cuerpo poniendo freno a nuestras pasiones delincuentes y a los enemigos que nos tiranizan, que derribes en todas partes y principalmente en el mundo católico el cruel monstruo de las herejías y la incredulidad que intenta devorarnos.

Te pedimos también con todo el fervor de nuestro espíritu, hagas se dilate y extienda mas el santo evangelio, con la práctica de la moral.  Que asistas al romano pontífice y a los demás pastores  y concedas unidad en la verdad a las autoridades y magistrados cristianos. 

Por ultimo te suplicamos nos alcances del trono de Dios a Quién tan inmediato asistes, el inestimable don de la gracia, para que por medio de ella seamos un día vuestros perpetuos compañeros en la gloria. Amen

sábado, 28 de septiembre de 2013

Santo Evangelio 28 de Septiembre de 2013



Día litúrgico: Sábado XXV del tiempo ordinario


Texto del Evangelio (Lc 9,43b-45): En aquel tiempo, estando todos maravillados por todas las cosas que Jesús hacía, dijo a sus discípulos: «Poned en vuestros oídos estas palabras: el Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres». Pero ellos no entendían lo que les decía; les estaba velado de modo que no lo comprendían y temían preguntarle acerca de este asunto.


Comentario: Rev. D. Antoni CAROL i Hostench (Sant Cugat del Vallès, Barcelona, España)
El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres

Hoy, más de dos mil años después, el anuncio de la pasión de Jesús continúa provocándonos. Que el Autor de la Vida anuncie su entrega a manos de aquéllos por quienes ha venido a darlo todo es una clara provocación. Se podría decir que no era necesario, que fue una exageración. Olvidamos, una y otra vez, el peso que abruma el corazón de Cristo, nuestro pecado, el más radical de los males, la causa y el efecto de ponernos en el lugar de Dios. Más aún, de no dejarnos amar por Dios, y de empeñarnos en permanecer dentro de nuestras cortas categorías y de la inmediatez de la vida presente. Se nos hace tan necesario reconocer que somos pecadores como necesario es admitir que Dios nos ama en su Hijo Jesucristo. Al fin y al cabo, somos como los discípulos, «ellos no entendían lo que les decía; les estaba velado de modo que no lo comprendían y temían preguntarle acerca de este asunto» (Lc 9,45).

Por decirlo con una imagen: podremos encontrar en el Cielo todos los vicios y pecados, menos la soberbia, puesto que el soberbio no reconoce nunca su pecado y no se deja perdonar por un Dios que ama hasta el punto de morir por nosotros. Y en el infierno podremos encontrar todas las virtudes, menos la humildad, pues el humilde se conoce tal como es y sabe muy bien que sin la gracia de Dios no puede dejar de ofenderlo, así como tampoco puede corresponder a su Bondad.

Una de las claves de la sabiduría cristiana es el reconocimiento de la grandeza y de la inmensidad del Amor de Dios, al mismo tiempo que admitimos nuestra pequeñez y la vileza de nuestro pecado. ¡Somos tan tardos en entenderlo! El día que descubramos que tenemos el Amor de Dios tan al alcance, aquel día diremos como san Agustín, con lágrimas de Amor: «¡Tarde te amé, Dios mío!». Aquel día puede ser hoy. Puede ser hoy. Puede ser.

San Simón de Rojas, 28 de Septiembre



28 de Septiembre

SAN SIMÓN DE ROJAS

(† 1624)


El Valladolid de 1552 fue el lugar del nacimiento del Beato. Allí, joven, vistió el hábito trinitario, al que se acogió con decidida vocación en el convento de la Orden. Este fue su primer peldaño en la escala hacia la santidad, si bien es verdad que su virtud se había delineado ya en aquellas sus aspiraciones en la adolescencia y en la niñez. Pero el anhelo de santidad cobra cuerpo cuando, joven, con plena responsabilidad, con valentía varonil, dispuesto a arrostrar y superar dificultades y contratiempos, se consagra a Dios en votos perpetuos, consagra su oblación en la primera misa y la reitera cada mañana en Ia subida diaria al altar del Señor que alegra su juventud, que es tanto como alegrar y sostener aquel primer y florido ofrecimiento de sus mejores años.

 Versado en esta asignatura de la santidad, nada bueno ni grande extraña en él: cargos de responsabilidad superior en la Orden; correrías sin cuento en los puestos designados por la obediencia; apostolados ininterrumpidos dondequiera que la gloria de Dios o el bien del prójimo le colocaban. ¿Cómo nos va a extrañar nada de ello? ¿Cómo extrañarnos por sus milagros? Ni precisamos contarlos, tantos como se cuentan en sus biografías: si Dios estaba con él y con él guardaba Dios aquella amistad perfecta, lo extraño hubiera sido la apatía en el servicio del Señor, la indiferencia ante la indigencia del prójimo; extraño hubiera resultado que el Señor de los cielos no le hubiese ayudado con el milagro en todas aquellas coyunturas en que se ventilaba un mayor rendimiento de la gloria de Dios o un mejor remedio de apuros humanos.

 Nada extraño se nos hace que, versado muy altamente en la práctica de las virtudes, pusiese su vista en él el rey Felipe III al objeto de que la compañía del Beato le resultase sedante piadoso entre los graves asuntos del reino y para que orientase la conciencia del futuro Felipe IV. Se explica su permanencia junto a los reyes y príncipes, y se explica el difícil equilibrio que supo guardar entre validos y palaciegos. Comprendemos, dada su virtud y santidad, se prestase a enjugar las lágrimas del de Lerma, caído en desgracia; supiese frenar la vanagloria del de Osuna, encumbrado, y consiguiese de don Rodrigo Calderón la aceptación resignada de la muerte en el cadalso ignominioso.

 Todo, todo: milagros; difíciles y acertados asesoramientos; apostolados incansables e ininterrumpidos —el centro y sur de España fueron testigos de ellos—; conversiones de duros pecadores; lucro abundante de almas para Cristo... Todo se explica y comprende a la luz de la lámpara de santidad que brillaba en su persona. Todo es el resultante de su virtud eximia; de su trato de intimidad con Dios, que da omnipotencia al brazo humano y sagacidad superior a la inteligencia creada.

 De por fuerza, el demonio le había de distinguir con preferencia particular de enemigo de talla excepcional y había de retarlo de continuo a singular batalla. Tampoco nos resulta extraño que demonio, mundo y carne se aliasen contra él, para contra el proceder en acción mancomunada: la tentación carnal, la intriga política, la sorna palaciega..., toda la gama de resortes de que el infierno dispone, se volcaron contra el Beato. Encontramos lógico este esfuerzo infernal. Pero siguió nuestro Beato firme en su "todo lo puedo en Aquel que me conforta", y —lo dijimos— acertó con el bálsamo bendito que fortalece a los atletas de Cristo, restaña las heridas de gloriosas pasadas batallas y proporciona armas eficaces para las venideras.

 "Hay demonios que no se lanzan sino con la oración y el ayuno", nos advirtió nuestro Señor Jesucristo; y a fe que nuestro Beato supo esgrimir con destreza estas armas"; fueron ásperos, muy ásperos, sus sacrificios, rígidas hasta el extremo sus penitencias; fue su cuerpo con frecuencia castigado por los duros golpes del cilicio, manejado por sus propios hermanos en religión, a quien él mismo impuso en virtud de obediencia aquella obligación. Fue rigurosa su observancia de la regla, austera su vida; su humildad le hizo sentirse gran pecador e indigno de los episcopados que se le ofrecieron. Su fuego de amor de Dios y del prójimo le llevó a la más exacta y rígida interpretación del mandamiento máximo de Dios, entendiendo en toda su precisión el amor de Dios como santidad, y el amor del prójimo como apostolado en toda la extensión e intensidad que entenderse pueda y en toda la infatigabilidad que el organismo humano se pueda permitir. Fue eximia su castidad, garantizada con protección especial de María.

 Conversión de los pecadores, santificación mayor de los justos; redención purificativa de las almas del purgatorio: he aquí el tríptico apostólico de Simón de Rojas.

 Unos pocos, muy pocos, libros, encontramos en su biblioteca, la de su celda conventual, donde la cama era un mueble de lujo inservible —dormía en el suelo—: las obras de Santo Tomás, las de San Bernardo, santo de su especial devoción; el libro de Tomás de Kempis y su devocionario. No es dato pequeño: "non multa sed multum", nos legaron los antiguos: no muchas cosas, sino mucho; y de los libros reza el otro refrán de que hay que temer al hombre de un libro.

 Merece especial mención su acendrada devoción a María, devoción que he llamado arriba bálsamo que prepara eficazmente para la victoria, dulcifica las heridas, hace intrépida e invencible la virtud apostólica y fácil la misma santidad.

 Reza que te reza siempre a María: ¿Qué importa la calle pública o la soledad? ¿Qué la intriga o la paz? ¿Qué la dificultad o el riesgo? ¿Qué el sudor o la fatiga? ¿Qué suponen las asechanzas humanas, la tentación diabólica o la prueba divina? No pasa de ser todo un crisol en que probar la excelsitud del tesoro de virtud que acaparaba. Si omnipotente fue para todo con la gracia, todo le resultó suave y fácil con María. Ni esto está en contradicción con las asperezas que he señalado de sus penitencias: éstas fueron el camino para llegar a la Madre y para en estrecha unión con Ella mantenerse; éstas fueron el castigo a su cuerpo para completar en él lo que falta a la redención de Cristo, a fin de llevar su fruto salvador a otros.

 Ave María; Ave María: cientos, cientos de veces cada día estas dos palabras estuvieron en su boca. Ni tenía otro saludo, ni otro pensamiento anidaba; ni otro anhelo suspiraba que la idea y el nombre de María. Propagar a todos la devoción a la Virgen fue su empeño mayor y más decidido: "Mi mayor afán es fundar la Congregación de Esclavos del Dulce Nombre de María", dijo un día el Beato al rey de España: "Préstele Su Majestad su anuencia y apoyo y haga la merced de escribir al Papa para que la apruebe y bendiga". Con fecha 27 de noviembre de 1601 quedó solemnemente fundada en Madrid la Congregación del Ave María, que tan grande y fructífero historial nos había de legar.

 Simón de Rojas fue quien consiguió introducir el Oficio del Dulce Nombre de María, que había de rezarse primero en la Orden trinitaria, y que se extendió después a toda la Iglesia católica.

 Discurrió su vida por esta trayectoria del acercamiento a Dios por medio de María, hasta que un 29 de septiembre, el del año 1624, cambió su lugar de residencia y, dejando en la tierra su cuerpo, fue su alma a habitar en el cielo.

 Con su cuerpo quedó aquí el grato recuerdo de sus grandes hechos y virtudes; quedó su Orden trinitaria benemérita; quedaron los por él beneficiados testigos de su carrera en el mundo; se elevaron al Santo Padre de Roma continuadas peticiones y el día 13 de mayo de 1766 quedó Simón de Rojas proclamado Beato por el papa Clemente XIII.

 Tratado de la oración y sus grandezas: éste es el libro que nos ha quedado del Beato; escribió mucho más, pero no ha llegado a nosotros.

 Visitó Simón de Rojas a Santa Teresa de Jesús en Alba de Tormes; y en la Santa piensa el lector cuando repasa el Tratado del Beato; piensa en ella sobre todo el lector cuando ve al Beato explayarse en los altos conceptos de meditación y contemplación; cuando escribe el Beato sobre la oración, "universal escuela en la cual se enseña y aprende toda virtud y bondad".

 Además de en Santa Teresa piensa el lector, con el libro del Beato Simón de Rojas en la mano, en San Juan de la Cruz, contemporáneo también del Beato; piensa en el Beato Juan de Avila, que, a la distancia de unos pocos años, le había precedido en su apostolado por Andalucía. Cuando en el Beato Simón de Rojas se leen aquellas páginas sobre el amor divino "que dilata y ensancha el corazón" y sobre "cómo toda criatura nos enseña a amar", salta a la memoria el recuerdo de San Francisco de Asís, tan observador de la naturaleza y fino cantador de ella. Cuando se medita sobre el amor de nuestro Beato a los hombres, piensa el lector en San Juan de la Cruz, que moría cuando nacía aquél.

 AGUSTÍN ARBELOA EGÜES

viernes, 27 de septiembre de 2013

Santo Evangelio 27 de Septiembre de 2013



Día litúrgico: Viernes XXV del tiempo ordinario

Texto del Evangelio (Lc 9,18-22): Sucedió que mientras Jesús estaba orando a solas, se hallaban con Él los discípulos y les preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos respondieron: «Unos, que Juan el Bautista; otros, que Elías; otros, que un profeta de los antiguos había resucitado». Les dijo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro le contestó: «El Cristo de Dios». Pero les mandó enérgicamente que no dijeran esto a nadie. Dijo: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día».


Comentario: Rev. D. Pere OLIVA i March (Sant Feliu de Torelló, Barcelona, España)
¿Quién dice la gente que soy yo? (…) Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?

Hoy, en el Evangelio, hay dos interrogantes que el mismo Maestro formula a todos. El primer interrogante pide una respuesta estadística, aproximada: «¿Quién dice la gente que soy yo?» (Lc 9,18). Hace que nos giremos alrededor y contemplemos cómo resuelven la cuestión los otros: los vecinos, los compañeros de trabajo, los amigos, los familiares más cercanos... Miramos al entorno y nos sentimos más o menos responsables o cercanos —depende de los casos— de algunas de estas respuestas que formulan quienes tienen que ver con nosotros y con nuestro ámbito, “la gente”... Y la respuesta nos dice mucho, nos informa, nos sitúa y hace que nos percatemos de aquello que desean, necesitan, buscan los que viven a nuestro lado. Nos ayuda a sintonizar, a descubrir un punto de encuentro con el otro para ir más allá...

Hay una segunda interrogación que pide por nosotros: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Lc 9,20). Es una cuestión fundamental que llama a la puerta, que mendiga a cada uno de nosotros: una adhesión o un rechazo; una veneración o una indiferencia; caminar con Él y en Él o finalizar en un acercamiento de simple simpatía... Esta cuestión es delicada, es determinante porque nos afecta. ¿Qué dicen nuestros labios y nuestras actitudes? ¿Queremos ser fieles a Aquel que es y da sentido a nuestro ser? ¿Hay en nosotros una sincera disposición a seguirlo en los caminos de la vida? ¿Estamos dispuestos a acompañarlo a la Jerusalén de la cruz y de la gloria?

«Es un camino de cruz y resurrección (...). La cruz es exaltación de Cristo. Lo dijo Él mismo: ‘Cuando sea levantado, atraeré a todos hacia mí’. (...) La cruz, pues, es gloria y exaltación de Cristo» (San Andrés de Creta). ¿Dispuestos para avanzar hacia Jerusalén? Solamente con Él y en Él, ¿verdad?

San Vicente Paul, 27 de Septiembre


27 de septiembre


SAN VICENTE DE PAUL

(†  1660)
 

Es el comienzo del siglo XVII en Francia, donde ha de actuar Vicente de Paúl, un hervidero de ideas, de pasiones religiosas y políticas, de ensayos doctrinales y organizados. El cardenal Bérulle introduce en Francia las carmelitas, funda la Congregación del Oratorio para formar una selección de sacerdotes, y "naturaliza" en Francia las corrientes místicas de Alemania, España e Italia. San Francisco de Sales pone al alcance de todos la "vida devota", ensalza las vías del amor de Dios e intenta la primera Institución de religiosas visitadoras fuera del claustro, que no consigue llevar a efecto. Vicente de Paúl aprovechará estas dos corrientes, mística y de acción, para renovar la teología de Jesucristo en el pobre y fundar el apostolado secular de la caridad, sin caer en el utópico quietismo de Fenelón, ni en el duro jansenismo, ni en el racionalismo cartesiano, sistemas que se fraguan en pleno siglo de San Vicente, y de los que él queda incontaminado.

 Esta empresa no es para un hombre solo. Vicente de Paúl se sitúa entre sus contemporáneos, colabora con todos, recoge ideas y orientaciones en un ambiente de restauración espiritual que se ha consolidado en Trento: inspira a muchos, como gran director de almas; se rodea de asociaciones religiosas a las que da vida y continuidad, se apoya en los grandes para servir a los humildes. La poderosa familia de los Gondí, el poder casi absoluto de Richelieu, por medio de la sobrina duquesa de Ayguillon, dama de la Caridad, la española reina Ana de Austria, el mismo Mazarino y casi toda la nobleza giran en torno de este padre de los pobres y defensor de la Iglesia. Olier, fundador de San Sulpicio; Rancé, reformador de la Trapa; Bossuet, que pronunciará en 1659 el famoso sermón "de la eminente dignidad de los pobres en la Iglesia", y casi todos los grandes hombres de ese siglo y de los siguientes, se benefician de la suave influencia de Vicente, La preparación para esta misión grandiosa es larga y difícil. La acción de Dios en este hombre y la respuesta generosa forman una experiencia vital aleccionadora. Nace probablemente en las Landas en 1581, pero su ascendencia inmediata es española, como se ha comprobado en una larga búsqueda en los archivos de la región oscense de La Litera, que nos dan una abundante genealogía de los apellidos Paúl y Moras, apellidos paterno y materno. Las migraciones eran muy frecuentes, y Ranquines, que es el lugar en que se sitúa su nacimiento, significa la "casa del cojo". Es el apelativo recibido al ocuparla el padre, que tenía ese defecto, y del que un día se llegó a avergonzar el hijo, estudiante en los franciscanos de Dax. Vicente llevará a todas sus empresas las características del aldeano, mezcla de aragonés y francés, en su tesón indomable, en su prudente lentitud, en su trabajo silencioso, de labrador que abre el surco y esconde su semilla con esperanza. Ya es un signo providencial que, en su origen, una en si a dos pueblos tan diversos y encontrados a lo largo de estos siglos.

 El niño Vicente, tercero de los seis hermanos, guarda durante un tiempo el pequeño rebaño de su casa. En muchas ocasiones se humillará ante los grandes manifestando este su oficio de la infancia. Por tradición local nos consta su devoción mariana y su pronta caridad.

 Sus estudios continúan sin desmayo, primero en la universidad de Tolosa, después en la de Zaragoza, como atestigua su primer biógrafo Abelly y una tradición ininterrumpida en España. Más tarde propondrá como modelos a las universidades españolas y a sus teólogos, tan fieles a la Iglesia.

 Recibe el sacerdocio el 20 de septiembre de 1600 y dice su primera misa en una capilla de la Virgen, cerca de Bucet, sin la presencia de su padre, que había fallecido hacía dos años. Allí y en Tolosa se ayudó para los estudios con un pequeño pensionado de estudiantes que él cuidaba. Hasta 1605 prosigue sus estudios, que alterna con la enseñanza y un viaje a Roma, donde se emociona hasta derramar lágrimas.

 El Señor purifica a su elegido, que por entonces buscaba cargos y honores eclesiásticos, con tres pruebas: El cautiverio en Túnez, cuando iba en busca de una herencia, y que duró casi tres años de continuos sufrimientos (1605-1607); la injusta acusación de robo al volver de Roma, donde esperó inútilmente una buena colocación del vicelegado Montorio, a quien había enseñado las curiosidades de alquimia que había aprendido en el cautiverio (1608); y la terrible tentación contra la fe que aceptó sobre su alma para que se viera libre de ella un doctor amigo suyo. De esta "noche obscura" sale cuando, a los treinta años, pensaba pasar el resto de su vida en un modesto retiro, amargado por los desengaños humanos, según escribe, en la única carta que se conserva, a su buena madre. Cae a los pies de un crucifijo, se consagra a la caridad para toda la vida y la luz renace en su espíritu.

 Este voto de servir a los pobres es la clave de toda su vida y la fuente de sus numerosas obras de caridad. Para terminar la purificación de sus aspiraciones terrenas y quitar los impedimentos de su actuación sacerdotal se retira una temporada al naciente Oratorio de Bérulle, se pone incondicionalmente bajo la obediencia de este gran mentor de almas, que le ha de conducir hasta que se ponga bajo la dirección del doctor Duval, piadoso catedrático de la Sorbona. Unos ejercicios en la cartuja de Valprofonde le libran de una tentación que tenía en sus ministerios, y una mortificación constante le hace cambiar el "humor negro" de su temperamento por una amabilidad semejante a la de San Francisco de Sales, con quien sostiene relaciones íntimas, cuyos libros lee ávidamente y del que recibirá más tarde la dirección de las Hijas de la Visitación.

 Las experiencias apostólicas de estos años (1609-1626) le van marcando suavemente el camino definitivo de su vocación. Animado de una ferviente caridad, hace de capellán y limosnero de la reina Margarita de Valois, visita y sirve personalmente a los pobres enfermos en el hospital de la Caridad, que, en los arrabales de París, dirigían los hermanos de San Juan de Dios, y entrega a esta institución 15.000 libras que le habían donado.

 Por dos veces es párroco del campo. En Clichy, cerca de París, donde se siente feliz, reedifica la iglesia que perdura hasta hoy. Ya en pleno París, establece la comunión mensual e intenta un pequeño seminario (1612).

 En Chatillon les Dombes, en la frontera de Saboya, restaura espiritualmente la parroquia deshecha por la herejía y el abandono. Ante un caso de miseria familiar establece la Cofradía de la Caridad con un reglamento que aun hoy está en vigor. Es la primera cofradía de caridad para que las señoras asistan a los enfermos abandonados en sus casas (1617). En ambas parroquias, que dejó por obediencia a Bérulle, tiene como sucesores a dos fervorosos vicarios: el señor Portail, en Clichy, que más tarde será su compañero de Misión, y el señor Girad.

 DENTRO DE LA CASA DE LOS GONDÍ.- Es Bérulle quien trae y lleva al señor Vicente y quien determina que sea el preceptor de los hijos de esta noble familia que llevaba lo que hoy se llama el ejército del mar, y en el orden eclesiástico gobernó durante mucho tiempo la diócesis de París hasta llegar al inquieto cardenal de Retz. En los extensos dominios rurales de los Gondí ejerce su ministerio con los pobres campesinos y funda las cofradías de la Caridad —de mujeres, de hombres y mixtas—, siempre ayudado de la marquesa, cuya alma dirige espiritualmente. Llega a dominar en tal modo en sus almas que esta familia será, con la de Richelieu, el apoyo que la Providencia le depara para sus obras.

 Se siente excesivamente incómodo en los palacios y cree que no cumple su voto de servir a los pobres. Por eso huye a Chatillon. Pero Bérulle le hace volver. Vicente reclama libertad de acción en los 8.000 colonos de las tierras. Allí encuentra al anciano que por vergüenza no ha hecho buenas confesiones y está en peligro de condenación, al hereje que no cree en la Iglesia porque no atiende a las gentes del campo, al sacerdote que no sabe la fórmula de la absolución. Voces de Dios que mueven al Santo y a la marquesa para fundar una comunidad de sacerdotes que recorra los campos misionando, en ayuda de los párrocos. Al señor Vicente se unen el tímido señor Portail y otros varios. Reciben una ayuda económica y un colegio, el de los Buenos Hijos, donde nace humildemente la comunidad de sacerdotes seculares de la Misión, que es aprobada en 1626 por el arzobispo de París y en 1632 por el papa Urbano VIII, sin carácter de religiosos.

 En estos seis años el Santo ha recorrido todos los dominios misionando y fundando Caridades, ha sido nombrado capellán de las galeras reales y ha procurado misiones y ayuda material a los forzados del remo, creando un hospital para ellos; se ha hecho cargo de la dirección espiritual de las Salesas, de acuerdo con la madre Chantal, ha tomado la dirección de su gran colaboradora Santa Luisa de Marillac, y ha quedado en libertad de movimientos por haber fallecido la marquesa y haber tomado la decisión de hacerse sacerdote del Oratorio el señor Gondí.

 En 1626 a los treinta y cinco años, San Vicente está plenamente centrado en su vocación. Bérulle no ha visto claro el Instituto de las misiones, pero Roma lo aprueba, gracias al tesón del Santo, que ve el abandono del campo como una de las miserias mayores de la Iglesia. El sacerdote no está cuidado de las almas como prescribía el concilio de Trento. Su santificación era muy deficiente. Vicente ha meditado mucho, ha observado todos los movimientos místicos y apostólicos, ha trabajado con santa ilusión y ha sufrido crisis interiores fructíferas. Para la restauración del clero establece los ejercicios de ordenandos por espacio de diez días, en los que se une la parte ascética con la pastoral. Son cursillos intensivos que suplen algo la falta de seminarios. El obispo de Beauvais, el cardenal de París y más tarde la Santa Sede los declara obligatorios para todos los que hayan de recibir las órdenes sagradas. De aquí brotan las conferencias ascético-pastorales (los martes para sacerdotes y los jueves para seminaristas). De su seno nacen los misioneros de las ciudades unidos a los misioneros de los campos, que había fundado y que trabajaban en hermandad con un reglamento preciso y sabio (1631).

 Se ha trasladado con sus misioneros a la gran abadía de San Lázaro, que será el centro regenerador del clero y del pueblo con los ejercicios en tanda dados gratuitamente. Richelieu, que ha tomado las riendas de la nación en 1624, pide a San Vicente los mejores hombres para ponerlos al frente de las diócesis; pero falta el remedio definitivo, los seminarios tridentinos, que no acaban de realizarse. El Santo hace la distinción de mayores y menores, reconoce que es muy difícil reformar al clero de edad y establece su primer ensayo para jóvenes con vocación en el colegio de los Buenos Hijos. Forma el seminario mayor de San Lázaro con ayuda de Richelieu (1642). Orienta a Olier en sus planes del seminario de San Sulpicio y trata de colaborar con el difícil señor Bourdoise, que ha establecido el seminario parroquial comunitario. En 1647 sus misioneros dirigen siete seminarios y el Santo confiesa que "Dios bendice su obra" y que las misiones piden como complemento ayudar a la Iglesia en la formación del clero.

Las Cofradías de la Caridad pasan a la ciudad en sus incipientes suburbios. Luisa de Marillac ha salido de su ensimismamiento escrupuloso por obra de la gracia y de su firme director, y es llevada a la acción caritativa por campos y ciudades como una maternal inspectora de las Caridades, y de las escuelas rurales que el Santo funda como fruto permanente de las Misiones en las parroquias. Da reglamentos adaptados a las necesidades de la ciudad y organiza totalmente la caridad en la ciudad de Beauvais, como antes (1621) lo había realizado en Majon.

El servicio personal al necesitado exige una vocación especial y las Caridades se resentían por falta de personal. El Señor vino en ayuda de su siervo. Un día que había misionado un pueblecito cercano a París, una joven pastora, Margarita Naseau, que había aprendido a leer por su cuenta, se presentó al Santo para servir a los pobres. Es la primera hija de la Caridad. Margarita murió al poco tiempo víctima de la caridad, asistiendo a un apestado. Buen cimiento para la magna obra vicenciana de la hija de la Caridad, la "religiosa" sin claustro que asiste al pobre a domicilio en unión de las damas de la Caridad, enseña en las escuelas del pueblo donde no hay maestro, llega a los campos de batalla, ya en los tiempos del Santo, para atender a los heridos, cuida de los niños expósitos, obra ardua que sacó a flote San Vicente frente a todos los prejuicios de las damas de la Caridad; que acoge en sus casas a las mujeres ejercitantes, a las que el Santo señala como libro de meditación el Memorial del padre Granada; que se hace cargo del Hospital General de París y del Asilo del Nombre de Jesús construido por el Santo con un donativo de 100.000 libras (1642), a las que lleva por las regiones destrozadas por las guerras y hasta Polonia a servir, no a los grandes, aunque sean protectores, como la reina de Polonia, sino a los humildes.

SAN VICENTE DEFENSOR DE LA IGLESIA.- Es un título que le cae muy bien en un siglo de errores y herejías. Primeramente en el Consejo de Conciencia (1647-1652), donde se trata de la elección de obispos. ¡Qué labor más dura para evitar la subida de ministros indignos y promover la de los mejores! Aquí se fraguó la renovación del alto clero de Francia, que había de luchar con el error, con la corrupción y, más tarde, con el galicanismo ya latente en el reinado de Luis XIV. El Santo aceptó este puesto delicadísimo para el bien del clero y de los religiosos (en cuya reforma tomó parte muy activa) y para el bien de los pobres. Trabajaba en ello con la reina española Ana de Austria y se enfrentaba con Mazarino para evitar el favoritismo en los cargos.

El jansenismo, con la herejía de las dos cabezas, la lucha contra la frecuente comunión y la falsa mística de Port-Royal son el viento helado que sopla fuertemente sobre la vida católica en Francia, y desde ella en otras naciones de Europa. Vicente, que es amigo del abate Saint Cyran, de Arnauld y del monasterio de Port-Royal, se ve en una difícil tesitura; pero su fe, inquebrantable y luminosa, su prudencia admirable y siempre su tesón humano y sobrenatural, le hacen el principal campeón contra el jansenismo, aunque todavía se silencia en algunas historias de la Iglesia de este período. En la vida del Santo editada por la B. A. C., el libro VI está dedicado a esta actuación de San Vicente (pp.512-591), donde, con documentación de primera mano, se manifiesta que él aunó a la mayoría de los obispos contra la herejía, alentó a los teólogos que la Sorbona envió a Roma, escribió cartas al Papa incluso e hizo la refutación doctrinal y práctica del jansenismo con sus obras de caridad, su reforma del clero y su mística optimista del alma. No es posible entrar en detalles en esta breve biografía.

Dilatando los espacios de la Iglesia el señor Vicente es padre de misioneros de fieles y de infieles. Establece misioneros en Túnez y Argel para ayudar espiritualmente a los esclavos y promover su rescate (1645). Envía a Irlanda, perseguida en su catolicismo por Cromwell, a sus misioneros que sostienen la fe de los fieles, "Siente una devoción especial en propagar la Iglesia en países de infieles por las pérdidas que sufre en Europa" (1646), como Santa Teresa de Jesús, aunque "mujer y ruin". Manda y sostiene continuas expediciones, devoradas muchas veces por la peste, de misioneros a Madagascar (1648). Promueve las misiones en Arabia; hace que las damas de la Caridad de la Corte sufraguen los gastos de las misiones anticipándose a la obra de Paulina Jaricot.

PADRE DE LA PATRIA.- Las guerras de la Fronda, parlamentaria (1648-49), y de los príncipes (1650-1653) destruyen la vida de París y de sus alrededores y se unen a la de los Treinta Años, que no termina hasta la desgraciada paz de Westfalia (1648) y de los Pirineos (1658), con el triunfo político de los protestantes traído por la ambición nacionalista de Richelieu y de Luis XIV, Es un panorama desolador que la pluma se resiste a describir. En esta hora es San Vicente el que moviliza todas sus fuerzas —misioneros, damas e hijas de la Caridad— y se aúna con la Compañía secreta del Santísimo Sacramento y con todas las Ordenes religiosas para aliviar el desastre material y moral de Francia. Recoge millones de libras haciendo la primera campaña nacional de caridad, editando los relatos de las miserias y de los medios necesarios, creando almacenes en París, dando misiones a los refugiados en su casa central de San Lázaro, buscando refugio para las religiosas y para los pobres vergonzantes, lo mismo que para los nobles huidos de Irlanda, creando para eso las conferencias de la caridad de hombres con el barón de Renty al frente. No es extraña la admiración de todos por el Santo y sus huestes, que le proclamaban oficialmente "Padre de la Patria".

Su labor pacificadora es audaz. Por tres veces habla con la reina para que prescinda de su funesto ministro Mazarino, y se atreve a decírselo al mismo interesado el 11 de septiembre de 1652: "Que el rey entre con voluntad de apaciguar los ánimos y todo quede tranquilo. No obstante, es preferible que el primer ministro se quede cierto tiempo fuera". El joven rey entró el 21 de octubre y proclamó la amnistía general. Pocos meses después volvía Mazarino, que pagó la carta del señor Vicente con retirarle del Consejo de Conciencia, que hoy diríamos Ministerio de Cultos.

De 1650 a 1660 San Vicente dirige todas sus obras en pleno rendimiento desde el sencillo aposento del cuartel general de San Lázaro, luchando a la vez contra el jansenismo, organizando las dos comunidades de misioneros e hijas de la Caridad, hasta que su modo secular de vida en común sea aprobado por Alejandro VII (1655). Recibe con inmenso gozo la bula que condena al jansenismo. Funda el asilo-taller para ancianos, comenta las reglas que ha dado a los misioneros y a las hijas de la Caridad, proyecta establecer a los misioneros en Toledo de acuerdo con el cardenal Moscoso y Sandoval (1657), dicta de continuo cartas a sus dos secretarios, reúne en su casa central a los Consejos de las obras, orienta a los que de toda Francia acuden a pedirle consejo y hasta proyecta con el caballero Paúl la liberación de todos los esclavos de Argel, el paso de sus misioneros al Canadá, etc.

EN LA SANTIDAD HA LLEGADO A CUMBRES INSOSPECHADAS.- Su caridad es una llama que incendia a todos los que le rodean. "No es suficiente —exclama— que yo ame a Dios si mi prójimo no le ama." "Hemos sido elegidos como instrumentos de Dios, de su inmensa y paternal caridad, que quiere ver establecida en todas las almas." El Santo proclama a todo el mundo: "Las cosas de Dios se hacen por sí mismas, y la verdadera sabiduría consiste en seguir a la Providencia paso a paso sin adelantarle ni retrasarse". "Dios es amor y quiere que se vaya a Él por amor." Vicente, que tiene las manos llenas de obras e instituciones, que se duerme de fatiga, dice a su fiel e inquieta colaboradora que "es preciso honrar el descanso de Dios" y que "debemos honrar particularmente a su Divino Maestro en la moderación de su obrar". "¡Qué dicha —dice— no querer más que lo que Dios quiere, y no hacer sino lo que la Providencia presenta, y no tener nada más que lo que Dios nos ha dado!"

La mística de la acción apostólica y la unión fraterna de todos en Cristo y en el Padre Celestial: Este es el mensaje que San Vicente proyecta a todos los siglos como un eco potente del Evangelio y de la Iglesia, desde su sillón, donde muere plácidamente en las primeras horas del 27 de septiembre de 1660, bendiciendo, como Patriarca de la Caridad, a todas las instituciones que habrán de irradiar de su orientación y cuyo patrocinio universal le confió la Iglesia con fiesta especial el 20 de diciembre.

VEREMUNDO PARDO, C. M.